Texto: Felip Masó Ferrer

Don García de Silva y Figueroa: El diplomático que descubrió Persépolis.

Diplomáticos, viajeros y aventureros y el redescubrimiento de Oriente

La conquista de Oriente por parte de Alejandro Magno en el año 333 a.C. puso punto y final a una evolución histórica que se había iniciado 3.000 años antes, cuando en el sur mesopotámico tuvo lugar el nacimiento de la vida urbana y de la civilización tal y como la entendemos hoy en día. Desde su conquista y tras la llegada del mundo clásico, las civilizaciones que habían formado lo que hoy conocemos como el Próximo Oriente antiguo (sumerios, acadios, asirios, babilónicos, hititas, mitannios,…) desaparecieron junto con sus monumentos, sus historias y sus mitos, quedando sólo fragmentos de todo ello recogidos en los relatos de los autores clásicos o en la Biblia, siendo en ambos casos distorsionados o manipulados por una u otra razón. Tuvieron que pasar muchos siglos hasta que alguien se preocupara de nuevo por aquellos olvidados y lejanos pueblos del pasado. Los primeros en sentirse atraídos por ellos fueron los europeos que viajaron a Oriente por razones de trabajo, especialmente diplomáticos y comerciantes. Se trataba de gente de alta posición y cultura, conocedora de las fuentes en las que se encontraban las únicas referencias históricas de aquellas civilizaciones; no es de extrañar, pues, que su espíritu ilustrado les impulsara a investigar in situ sobre la existencia del gran Senaquerib, rey de Asiria, de los Jardines Colgantes de Babilonia o de la bíblica Torre de Babel. De este modo, en palabras del gran arqueólogo francés André Parrot: “Por esas tierras desérticas avanzaron los exploradores. Bajo el pico de los excavadores aparecieron civilizaciones milenarias. Se las creía muertas, pero no estaban más que dormidas.” (Parrot, 1962 pág. 12).

En efecto, muchos de aquellos relatos que se habían conservado sobre las civilizaciones próximo-orientales, eran tomados tan solo como eso, relatos, cuentos, pero no ecos de una historia lejana. No fue hasta que se iniciaron las primeras excavaciones que aquellos relatos empezaron a cobrar vida, una vida que había estado aletargada durante más de 2.500 años. El primero que llevó a cabo una excavación en tierras mesopotámicas fue el cónsul francés Paul Émile Botta que había sido destinado a Mosul. Conocedor de los relatos sobre los retazos de la historia mesopotámica, Botta inició unas excavaciones en 1842 en una colina llamada Kuyunyik. Sin embargo, tras un año de infructuosas excavaciones abandonó con unos pobres resultados. Pero la historia de este yacimiento no acabaría aquí; veremos un poco más adelante que en realidad no era, ni mucho menos, tan pobre como le pareció a Botta. A pesar de todo el diplomático francés  no renunció a las excavaciones y después de Kuyunyik se trasladó a otra colina que había a su lado, llamada Horsabad y en el que un lugareño de la región le aseguró que hallaría lo que estaba buscando. Lo que a Botta tan sólo le parecía una charlatanería de un campesino resultó ser más real de lo que jamás hubiera podido imaginar. En marzo de 1843 empezó las excavaciones y con tan solo picar un par de horas ya hallaron los primeros relieves del palacio del rey asirio Sargón II (721-705 a.C.). En aquellos relieves aparecieron todo tipo de escenas e iconografías que nadie en más de dos mil años había visto en su vida: animales monstruosos, procesiones religiosas ante reyes desconocidos, escenas de caza y guerra, extraños dioses,… Durante la excavación, que duró hasta octubre de 1844, se desenterraron muchos de estos relieves y otras construcciones que llevaron a Botta al convencimiento de que había hallado la ciudad bíblica de Nínive. Sin embargo, luego se demostró que no se trataba de la ciudad real asiria de Dur-Sharrukin, “la fortaleza de Sargón”. La mayoría de las piezas descubiertas por Botta en Horsabad fueron enviadas al Louvre, que se convirtió así en el primer museo del mundo que, en mayo de 1847 inauguró una sala dedicada a las civilizaciones mesopotámicas.

El redescubrimiento de la civilización asiria por Botta hizo que los imperios más poderosos de entonces (Inglaterra, Francia y Alemania) enviaran a sus investigadores a explorar todo Oriente en busca de restos de aquella y de otras civilizaciones que, hasta hacía poco se las creía inexistentes, provocando no pocos conflictos diplomáticos entre ellos.

El siguiente personaje en entrar en escena fue un inglés llamado Austen Henry Layard que tampoco era arqueólogo, sino abogado. En 1840 estuvo destinado en la embajada británica de Constantinopla y no fue hasta al cabo de cinco años que, gracias a su insistencia al embajador y a los resultados de Botta, pudo obtener permiso y algo de dinero para ir a excavar a Nimrod (la antigua Calah), donde al igual que Layard halló los restos del palacio de otro rey asirio, Asurnasirpal II (883-859 a.C.), donde encontró las famosas y gigantescas estatuas de leones y toros alados, así como magníficos relieves que hoy en día se pueden admirar en las salas del Museo Británico. Tras los grandes descubrimientos realizados en Nimrod, abandonó las excavaciones en 1849, el mismo año que empezó otras en Kuyunyik donde encontró el palacio de Senaquerib (708-681 a.C.), otro hasta entonces mítico rey asirio y uno de los más poderosos de aquel imperio. Y no sólo eso, el hecho de hallar la residencia de este rey en este lugar quería decir que la ciudad no era otra que Nínive, aquella que el profeta Jonás tardó tres días en recorrer según la Biblia. Al igual que en los anteriores, este palacio también brindó a su descubridor cantidad de esculturas, inscripciones y relieves bellísimos que de nuevo fueron enviados al Museo Británico.

De esta manera, con Botta y Layard, los asirios volvían a la vida y en Europa los gobiernos se volcaron con entusiasmo hacia aquellos espectaculares descubrimientos, produciéndose la misma reacción que unos años antes se había dado con el redescubrimiento de Egipto.

La otra gran civilización mesopotámica que salió a la luz fue la babilónica, muy célebre tanto en la Biblia por ser el enemigo tradicional del pueblo judío como también en los relatos clásicos, por ser una de las ciudades más espectaculares de la antigüedad. A diferencia del descubrimiento de los asirios, en esta ocasión fue un verdadero arqueólogo quien estuvo a cargo de los trabajos, el alemán Robert Koldewey. Gracias a su formación, la excavación de Babilonia fue la mejor llevada hasta entonces y supuso un modelo a seguir por todas las que vinieron después. Koldewey halló los restos de las espectaculares murallas, lo que creyó identificar como los Jardines Colgantes, la más imponente avenida construida en Oriente (la Avenida Procesional de Marduk) e incluso la mítica Torre de Babel. Pero en contraste con los hallazgos asirios donde los relieves en piedra se habían conservado durante más de dos mil años, en Babilonia el principal material de construcción era el adobe cuya resistencia al tiempo es prácticamente nula. Así es como de la gran y mítica Babilonia apenas queda nada salvo las bases de sus muros, haciendo válidos los presagios proféticos que afirmaban que la ciudad sería destruida y que sus únicos habitantes serían los lobos que vagarían por sus ruinas. Sólo algún monumento como la famosa Puerta de Ishtar se ha salvado de convertirse en polvo al ser fabricada con ladrillos cocidos, mucho más resistentes a la acción del tiempo. Así es como hoy se puede admirar en el Museo de Pérgamo, en Berlín.

Muchos otros y sorprendentes descubrimientos han sido realizados hasta la fecha, devolviendo del olvido no sólo a asirios y babilónicos sino también a sumerios, fenicios, hititas, mitannios, elamitas y persas. El desciframiento del cuneiforme en 1847 supuso, igual que con el jeroglífico, la posibilidad de leer los miles de documentos que  las excavaciones sacaban a la luz y con ellos, romper el silencio con el que el velo de la historia había cubierto a estos pueblos durante miles de años. Con la documentación epigráfica por un lado y los restos arqueológicos por otro, el estudio de aquellas lejanas civilizaciones dejó de ser un hobby de europeos elitistas y aventureros para convertirse en una nueva ciencia; había nacido la Asiriología.

El papel de España en el desarrollo de la investigación asiriológica

Francia, Inglaterra, Alemania y más tarde otros países europeos fueron los pioneros en la investigación asiriológica. España no entró en la Asiriología hasta mucho después, a pesar de contar en su historia con algunos precedentes que le hubieran podido llevar a ocupar el primer puesto en la carrera oriental.

En efecto, ya en el siglo IV d.C. tenemos noticia de una monja gallega llamada Egeria, que realizó un peregrinaje por Tierra Santa y de cuyas impresiones (sobretodo en lo referente a los Lugares Santos como Jerusalén o Belén) dejó testimonio en un escrito en latín. Más adelante, a finales del siglo XII los rabinos Petajías de Ratisbona y Benjamín de Tudela realizaron un viaje a Iraq para visitar las comunidades judías de Mosul. De su viaje nos han dejado descripciones de algunas ciudades como Nínive o la misma Babilonia, pero a su retorno, sus relatos apenas afectaron a aquellos que los oyeron; la época en la que tuvo lugar esta visita, en plena Edad Media, tampoco ayudaba a despertar el interés por culturas tan alejadas en la distancia y en el tiempo.

La gran ocasión para hacer de España el primer país europeo con una tradición en los estudios próximo-orientales llegó en el siglo XVII cuando Don García de Silva y Figueroa llevó a cabo su embajada a Persia y pudo no sólo describir, sino identificar por primera vez, los restos de Persépolis. Pero lo que para nosotros es hoy en día objeto de admiración científica y valdría por sí mismo la ejecución de una gran empresa, para el embajador no representaba más que una satisfacción personal al lado de la verdadera misión de su viaje, mientras que para la corte que representaba, ni siquiera eso. De este modo España perdió una oportunidad histórica de la cual aún hoy somos víctimas, a la luz del estado de los estudios orientales en nuestro país. Hubo que esperar hasta el siglo XIX para volver a encontrar a alguna otra figura capaz de sentir la atracción de Oriente. En un momento en el que como hemos visto la Asiriología nace con todo esplendor y se difunde entre las principales potencias europeas, España resta al margen. Sólo a título individual se pueden rescatar algunos nombres que dan continuidad a la saga de orientalistas que inauguró la moja Egeria en el siglo IV y que tan de vez en cuando ha salpicado la historia de la ciencia española. En esta ocasión, tres personajes destacan por encima de los demás: Adolfo de Rivadeneyra, Francisco García Ayuso y Ramiro Fernández de Valbuena. Como muy acertadamente señala el profesor Córdoba (J. Córdoba, 2001 pág. 7), si las circunstancias hubieran sido otras, Adolfo de Rivadeneyra hubiera podido ser el Botta o Layard español, mientras que a García Ayuso le hubiera tocado ser nuestro J. Oppert o H.C. Rawlinson particular. En efecto el también diplomático Rivadeneyra ejerció el cargo de vicecónsul en Teherán en 1874, tras haber viajado extensamente por Siria, Iraq y el Golfo Pésico ejerciendo otros cargos diplomáticos. A Rivadeneyra no sólo le debemos una gran obra de literatura de viajes, sino también importantes y detalladas descripciones de los lugares que visitaba, entre los cuales se encontraba también Persépolis, en la que sorprende la exacta descripción del gran eclecticismo que representa el arte persa: “esos monumentos no se parecen a ninguno: tienen del asirio la arrogancia; del egipcio, la suntuosidad; del griego, la armonía; del iranio, el genio ornamental” (A. Rivadeneyra, 1880, III, 223).

Si hasta ahora estos sabios habían destacado por la identificación o la descripción de los antiguos monumentos orientales que visitaban en sus viajes de trabajo, Francisco García Ayuso tiene el honor de ser el primer gran lingüista y filólogo español que se dedicó con ahínco al estudio y divulgación de las antiguas lenguas orientales; de ahí la comparación con Oppert o Rawlinson, los “padres” de la Asiriología en tanto que descifradores del asirio, babilónico, persa,…Tras estudiar Humanidades en Segovia, marcha a Tánger y Tetuan donde aprende árabe y hebreo; de regreso a España, en el Escorial amplia sus conocimientos de latín y griego y aprende también francés, inglés y alemán. En 1968 se traslada a Munich donde aprenderá siríaco, etíope, turco, persa, sánscrito, zend y asirio. Con este amplio bagaje lingüístico, es nombrado en 1871 director de la Academia de las lenguas de Madrid y entre los idiomas que imparte se encuentra el asirio y el persa antiguo y es precisamente él quien da clases a Rivadeneyra. El valor de las obras de Ayuso estriba, pues, en ser el primer español capaz de leer y traducir las antiguas inscripciones cuneiformes asirio-babilónicas y persas y de dar a conocer a aquel público interesado (que en aquel momento en España era prácticamente inexistente) la historia de los antiguos pueblo orientales.

Pero para la difusión histórica del antiguo Oriente, la figura más destacada fue Ramiro Fernández de Valbuena. Este religioso (que llegó a ejercer de obispo de Santiago entre 1911 y 1922), fue el autor de la primera obra de síntesis sobre la historia del Próximo Oriente antiguo titulada Egipto y Asiria resucitados y publicada en cuatro volúmenes (2627 páginas en total) entre 1895 y 1901. Las razones que le llevaron a realizar esta magna obra se encuentran referidas por el mismo autor en la introducción del primer volumen: “no sabemos que en España se haya ocupado nadie ex profeso de semejante materia…Entendíamos, pues, que convenía hacer algo en este sentido y esperábamos a que los doctos españoles y los orientalistas de nuestra patria nos dieran a conocer los tesoros escondidos entre los escombros de antiguas ciudades, poniendo en la lengua de Cervantes y de Teresa de Jesús los escritos jeroglíficos de Egipto y los no menos interesantes cuneiformes de Asia Anterior, para que nuestra juventud estudiosa y nuestro clero ejemplar estuvieran al corriente en materias tan necesarias para el conocimiento de la Historia y tan útiles para la defensa de las verdades cristianas.” (Valbuena 1895, I, pp. 2-4). Para esta tarea utilizó todas las fuentes a su alcance: la arqueología, los textos bíblicos y toda la nueva documentación cuneiforme que estaba apareciendo, así como de las obras de los estudiosos del resto de Europa. En ella se dan cuenta de los avances de la investigación arqueológica y filológica llevados a cabo hasta la fecha, con un gran detallismo y precisión histórica y de tan alto valor como las publicadas por sus colegas alemanes, ingleses o franceses.

Pero como decíamos al principio, todo ello no son más que destellos, gotas de agua en el desierto que representaba el orientalismo español en esta época, a años luz de los verdaderos centros asiriológicos. Aún así, debemos estar eternamente agradecidos a aquellos que por primera vez abrieron sus mentes a la fascinación oriental y la dieron a conocer en nuestro país, aunque sus voces hayan tardado tantos años en ser escuchadas.

La figura de Don García de Silva y Figueroa (1550-1624)

Nacido en el pueblo de Zafra, provincia de Badajoz, el 29 de diciembre de 1550, era hijo de Don Gómez de Silva y Doña María de Figueroa. A pesar de ser una familia emparentada de algún modo con los condes de este pueblo, según cuenta el mismo Don García no pasaban por muy buenos momentos, la cual cosa se deduce del hecho que él, como el mayor de varios hermanos, tuvo que hacerse cargo de ellos. Las diferentes crónicas que aportan datos sobre su biografía afirman que había sido paje de Felipe II, que había estudiado derecho en Salamanca y que había obtenido el rango de capitán durante las guerras de Flandes.

El primer cargo que desempeñó dentro de la función pública fue el de Corregidor de Jaén y Andújar, ejerciéndolo entre 1595-1597, bajo el reinado de Felipe II, siendo lo más destacado que ocurrió el enfrentamiento que finalmente no se produjo entre los soldados de Don García y los ingleses del conde de Essex, que habían tomado Gibraltar y Cádiz. Tras la retirada de las tropas inglesas, de Silva fue depuesto de su cargo y desde entonces hasta su nombramiento como embajador no se tienen demasiadas noticias, pero todo parece indicar que estaría relacionado con la corte y la secretaría de estado, más aún teniendo en cuenta que dos de sus primos (don Juan de Silva y don Jerónimo de Silva) contaban con altos cargos en la diplomacia española; el primero era gobernador y capitán general de Filipinas y el segundo era alcalde de la fortaleza portuguesa de Ternaten, pasando a gobernador de Filipinas a la muerte de don Juan. Sin duda, esta situación fue determinante en la elección de la persona de Don García para realizar la embajada.

De la figura de Don García como embajador trataremos en los siguientes apartados. Fue de regreso de su misión cuando falleció en alta mar el 22 de Julio de 1624 de una enfermedad llamada mal de Loanda, un mal que vio y describió en su viaje de ida y que afectó a gran parte de la tripulación: “la sigunda enfermedad por la mayor parte es peligrosísima y terrible, hinchándose las piernas y muslos con unas manchas negras o moradas de malísima calidad, subiéndose desde allí al vientre y luego al pecho, adonde luego mata, sin otro dolor ni calentura”. La última anotación de su diario la realizó el domingo 28 de abril: “se prosiguió la navegación en la popa a nordeste…Tomóse el sol este día en 23 grados y medio”. Hasta el último momento de su vida, a pesar de estar achacado por una incurable enfermedad, no dejó como buen geógrafo que era, de anotar con todo detalle todo cuanto acontecía durante su viaje. Así acabó la vida de un gran viajero, soldado, diplomático, geógrafo, historiador, naturista y, en definitiva, la vida de un humanista español del siglo XVII a quien la historia siempre recordará como aquel que identificó y dio a conocer al mundo por primera vez en dos mil años los restos de Persépolis.

El retorno a la historia de este diplomático español fue obra, en primer lugar, de un contemporáneo suyo y tan viajero como él, el italiano Pietro della Valle (a quien también le debemos nuevas descripciones de Persépolis), quien lo cita en su obra Viaggi di Pietro della Valle Il Pellegrino (1658). Pero el primero en dar a conocer la obra de Don García fue el francés Monsieur de Wicqfort, el cual tradujo en 1667 al francés una copia manuscrita incompleta del diario que el embajador realizó de su viaje, los famosos Comentarios de Don García de Silva y Figueroa de la embajada que de parte del rey de España Don Felipe III hizo al rey Xa Abas de Persia, pero el autor francés cometió algunos errores dado el estado fragmentario del manuscrito que consultó. La publicación de la obra completa y exacta de Don García corrió a cargo de Manuel Serrano y Sanz, el cual la pudo llevar a cabo gracias a la consulta de dos manuscritos y que en 1903 editó la Sociedad de Bibliófilos Españoles. Esta obra (cuyos manuscritos originales se encuentran en la Biblioteca Nacional), junto con toda la correspondencia diplomática que se ha conservado en el Archivo de Simancas, es la base del estudio de esta gran figura de la diplomacia española del siglo XVII.

Las relaciones hispano-persas en tiempos de Felipe III y Abbas I

La primera noticia del establecimiento de relaciones entre la corte española y la persa data del periodo de Felipe II (1565), cuando este rey solicita un informe sobre el imperio persa a resultas de una carta del emperador Maximiliano II, en la cual le hacía ver lo interesante y provechoso que sería la unión de todos los enemigos del imperio turco para atacarlo simultáneamente y acabar con la presión otomana en el Mediterráneo y el peligro de la unión de fuerzas con la población morisca de la costa. El problema afectaba muy de cerca también al Vaticano; el Papa Clemente VIII veía un alarmante y peligroso avance de la fe musulmana y por ello exhortaba también a todos los príncipes cristianos de los reinos occidentales a alzarse y luchar contra los turcos. De este modo, buscando la alianza con Persia por un lado y la de reinos como Transilvania, Moldavia o Valaquia por otro, la Europa de la corona hispano-portuguesa, Venecia, el Vaticano y otros reinos pretendía atenazar al imperio otomano atacándolo por el este y el oeste. Esta fue la razón de la orden dada por Felipe III en 1594 y 1596  al virrey de la India de enviar una embajada española a Persia para convencer al recién coronado Shah, Abbas I, de atacar al turco. A Abbas no le faltaban ganas, ya que en tiempos del Sultán turco Amurates III, el imperio otomano había conquistado una parte importante de Persia; pero bajo Mohamed III y Ahmed I y con una crisis económica en el interior de sus fronteras, la caída estaba cerca. Abbas, tras consolidar su política interior y asentar su poder en la zona, se lanzó a la reconquista del territorio perdido.

Pero quien realmente acabó convenciendo al Shah de la necesidad de una alianza contra los turcos fue un aventurero inglés llamado Antonio Sherley, que en 1598 llegaba a Persia haciéndose pasar como enviado del Papa y del rey de España y ofreciéndole la ayuda de los reinos cristianos para alzarse contra el sultán turco. Ante esta situación, el Shah decidió enviar una embajada a los principales reinos europeos (Moscovia, Polonia, Alemania, Inglaterra, Escocia, Francia, Venecia, Vaticano y España) liderada por el mismo Sherley y un persa llamado Cusém Alibey. Estos emisarios llegaron a España en agosto de 1601 ofreciendo todo tipo de ventajas a los reinos cristianos si a cambio les prestaba ayuda en su guerra contra el sultán. Paralelamente, des del Vaticano, el Papa Clemente VIII había enviado en febrero de 1601 a los jesuitas de la India como embajadores ante el Shah, ya que a pesar de la necesidad de hacer frente común contra los turcos, muchos reinos que afirmaban querer derrocarlos, en el momento de actuar se echaban atrás, esgrimiendo problemas internos; así, la misma corona española se excusaba argumentando que estaba ocupada en la guerra de Flandes y no podía hacer nada.

A pesar de los intentos de unos y otros, nunca se consiguió formar una liga antiturca, la cual cosa obligó al Shah a luchar por su lado, alejándose de Europa y España, ante el peligro que suponía para las posesiones de la corona hispano-portuguesa en la zona, especialmente en la India y Ormuz. Para evitar este deterioramiento y posible riesgo de pérdidas territoriales el virrey de Portugal, Cristóbal de Moura, solicitó el envío de una nueva embajada con la tarea de intentar recuperar las buenas relaciones con España; el designado para esta misión fue Don García de Silva y Figueroa

La embajada de Don García

La embajada de Don García de Silva y Figueroa nace como respuesta a otra embajada, en este caso la enviada en 1608 (y que llegó a Madrid en enero de 1610) por parte del Shah a los reinos europeos. En esta ocasión, el embajador persa fue el hermano de Antonio Sherley, Roberto, con el viejo objetivo de pedirles de nuevo la unión contra el turco y la supresión de todo trato comercial con él, además de ciertos particulares en cada caso concreto: en el Vaticano, llegó a afirmar al Papa Paulo V que el Shah se convertiría al cristianismo una vez derrotado el imperio otomano y en lo referente a la corona española, la propuesta se formulaba entorno al control de la distribución de la seda persa en los mercados europeos.

Siendo la propuesta del Shah aceptable y beneficiosa para ambos, Felipe III dio el consentimiento para el envío de otra embajada que debía responder afirmativamente a las propuestas persas. Pero la embajada aún tardaría cuatro largos años en poder realizarse, debido al retraso producido por diferentes factores. En primer lugar, la discusión por la elección del embajador. La idea original era que fueran dos embajadores, uno portugués y otro castellano y a pesar que finalmente se decidió que fuera sólo uno, el nombre de Don García ya había sido seleccionado desde el primer momento por parte del Presidente del Consejo de Estado, el Comendador de León. Finalmente fue nombrado embajador de forma oficial el 2 de octubre de 1612 y a partir de aquel momento se inició una larga disputa sobre las condiciones económicas del cargo (que se consideraban desorbitadas), a la que no se puso punto final hasta el 6 de febrero de 1613, cuando se llegó a un acuerdo entre ambas partes (aunque en realidad no se cumplió hasta mucho mas tarde). Pero esta no era más que una de las muchas dificultades con las que tuvo que enfrentarse Don García, antes incluso de partir y a lo largo de todo su viaje. El segundo motivo que retrasó considerablemente su salida fue que el regalo para el Shah no estaba preparado; de hecho, ni tan sólo estaba decidido cual o cuales serían los presentes con los que la corona debía obsequiarle, entre los cuales se barajaban una colección de armas antiguas, una vajilla de plata y cadenas de oro, muebles o una tapicería  de seda y oro, así como “drogas” (especies: pimienta, canela y jengibre) que se adquirirían en la India, una vez estuvieran en camino.

Con los presentes ya preparados, hacía falta aún ultimar los preparativos de “emergencia”, teniendo en cuenta que el embajador contaba con 60 años en el momento de partir. Entre los documentos que se llevaba consigo Don García, había uno que contenía las instrucciones sobre qué hacer en caso de muerte del embajador, entre las cuales se incluía los nombres de aquellos que lo habrían de sustituir, don Hernando de Silva, un capitán de infantería y don José de Alcázar, un gran soldado amigo suyo. Antes de partir recibió las instrucciones de su misión, entre las cuales las más importantes eran, en primer lugar, incitar al Shah a la revuelta contra el sultán turco (en caso de que hubiera hecho las paces convencerle para que las rompiera) y hacerle ver que España siempre había tenido la voluntad y se había implicado al máximo en la guerra contra el turco (a pesar de que en ciertos momentos los asuntos internos no le habían permitido dedicarse con total empeño); y en segundo lugar, comprobar la situación política y comercial de Persia e indicar las posibilidades para la corona española. Con estas instrucciones, el embajador finalmente pudo partir hacia Lisboa a finales de febrero de 1614 y de aquí zarpó hacia Goa el 8 de abril, llegando a Goa el 6 de noviembre de 1614, donde tuvo que permanecer durante más de dos años, retenido por las malas artes tanto del virrey de la India, don Jerónimo de Azevedo, como del capitán de Ormuz, don Luís de Gama, ambos portugueses; y es que desde el nombramiento del embajador español, la corona portuguesa siempre se sintió desplazada e intentó por todos los medios hacer fracasar la embajada. Finalmente logró llegar a la isla de Ormuz en marzo de 1617 y de aquí pasar a Persia (por Bandar-e Abbas) en octubre de 1617.

Una vez en territorio persa, teniendo en cuenta que se encontraban en los meses de invierno y que el Shah no se hallaba en la capital, Kazwin, sino en la zona del Caspio, Don García decició pasar estos meses en Shiraz y proseguir el encuentro del soberano persa en primavera. Fue precisamente durante este lapso en el que tuvo ocasión de visitar y admirar las ruinas de Persépolis, concretamente la tarde del 6 de abril de 1618, una fecha que quedará grabada en los anales de la Asiriología..

En la narración que Don García realizó de su paso por Persia, no sólo destaca la descripción de las ruinas de Persépolis sino que cualquiera de las ciudades por las que pasa, se aloja o visita (Shiraz, Isfahán, Qom, …) son descritas en sus Comentarios con gran viveza y riqueza de detalles, haciendo de ellas un testimonio único de los monumentos, de la cultura y sociedad de una de las épocas más espléndidas de la historia de Persia, la del Sha Abbas I.

Por fín, el 13 de junio de 1618 llegaba a Kazwin, la capital de Persia antes de que Abbas I la trasladara a Isfahán, donde coincidió con el viajero italiano Pietro della Valle, otro de los primeros investigadores de Persépolis. Allí tuvo la primera entrevista con el soberano persa, al cual hizo entrega de todos los regalos que le traía desde España, pero cuando intentó tratar los asuntos reales de su embajada, Abbas no se mostró muy propenso a intercambiar impresiones con el embajador, al cual emplazó a otra reunión en Isfahán., mientras que él se disponía a enfrentarse con un ejército turco en la ciudad de Ardebil. Abbas regresó a Isfahán en junio de 1619. Tras pasar unos meses de celebraciones (muy bien descritas por el embajador) por el regreso del Shah a la capital después de haber estado ausente durante tres años, al final, el 2 de agosto, Abbas recibió a Don García en audiencia en la magnífica plaza de Isfahán. Por coincidir en ramadán, la entrevista tuvo que ser por la noche; quien ha tenido la suerte de viajar a Irán y conoce la plaza, puede imaginarse la escena del Shah, sentado en el suelo de la enorme explanada, enfrente de Don García y los traductores e intérpretes, junto a las maravillosas cúpulas de las mezquitas del Shah y  Loftollah. Allí se trataron por fin los temas más importantes como la guerra contra los turcos, a lo que el Shah, respondió que acababa de firmar una paz con ellos y que no tenía intención de romperla o el intento de recuperación de los territorios de Bahrein, Quism y Bandar-e Abbas, que siendo del rey de Ormuz (vasallo de España), había conquistado Abbas; a esto el Shah no hizo caso y cambió de temas, con lo cual el embajador se fue con las manos vacías, aunque por lo visto en algunas cartas que le habían llegado desde España (con mucho retraso sobre los acontecimientos, naturalmente) tampoco parecía preocupar demasiado, ya que incluso en una de ellas Felipe III le comenta que si aún no se ha entrevistado con el Shah y considera que no merece la pena, que regrese.

Así pues, la larga embajada de Don García que se había iniciado el 2 de octubre de 1612 (hacía casi 7 años) con su nombramiento como embajador, quedó concentrada en apenas dos horas de entrevista de las cuales, por si fuera poco, no consiguió ninguno de sus objetivos. La embajada fue desde el punto de vista diplomático, un fracaso, y desde el punto de vista personal le supuso la muerte en su viaje de vuelta. Pero como veremos a continuación, no todo fue tan negativo; la descripción de Persépolis que nos ha dejado no es tan sólo la primera y más completa identificación de la ciudad aqueménida, sino que gracias a ella, se dieron los primeros pasos en el nacimiento de una nueva ciencia: la Asiriología.

Visita a Persépolis y descripción de las ruinas

El punto culminante del viaje de Don García fue, desde el punto de vista del interés arqueológico, su estancia en Shiraz donde estuvo entre el 24 de noviembre de 1617 y el 4 de abril del año siguiente. Esta larga estancia está justificada por el deseo del embajador de no continuar su viaje hasta Isfahán en invierno; además, la ausencia del Shá Abbas de la capital (se encontraba al norte, en la zona del Caspio), tampoco hacia necesaria una rápida marcha. Toda la narración de la descripción de la visita a Persépolis se halla al final del capítulo VI y en todo el capítulo VII (y último) del primer volumen de sus Comentarios, titulado “Soberuios y antiquisimos edifiçios de Chilminara”, en el que describe prácticamente todos los edificios visibles con un alto grado de detallismo, dando mediciones, confirmando hipótesis e identificando algunos de los restos. Esta es una de las grandezas de la aportación de Don García, no sólo la descripción, sino la identificación de lo que ve según sus conocimientos de los clásicos (especialmente Diodoro de Sicilia), a lo que acompaña una meticulosa medición de los restos más destacados. Se trata, sin duda, no sólo de la primera identificación de la antigua Persépolis sino también del primer trabajo científico que se hace sobre ella, abriendo las puertas a la investigación histórico-arqueológica del Irán antiguo.

Cuando Don García visitó las ruinas de Persépolis, éstas no se llamaban así; el nombre de Persépolis es griego y aparece por primera vez en los textos de los autores clásicos después de la conquista de la ciudad por Alejandro (331 a.C.); el nombre original de Persépolis era Parsa; los griegos, por equivocación, identificaron con este nombre a todo el país y lo llamaron Persia, denominación que se mantuvo hasta el año 1936, cuando el gobierno iraní pidió al resto del mundo que a partir de entonces se refirieran a él como Irán. El nombre griego de Persépolis se olvidó en época musulmana y desde entonces la ciudad pasó a llamarse Chilminara, siendo bajo esta denominación como la conoció Don García, aunque también se la conocía como Takht-i Jamshid, a partir del nombre de un héroe mítico de la épica iraní.

La fundación de Persépolis fue obra de Darío quien inició su construcción hacia el 520 a.C.; más adelante, su hijo Jerjes I la amplió y finalmente fue acabada por su nieto Artajerjes I hacia el 460 a.C. Pero existiendo ya otras capitales en diferentes puntos del imperio persa (Ecbatana, Pasargada, Babilonia), ¿cuál fue el motivo para la construcción de Persépolis? Todo parece indicar que la razón de ser de Persépolis era la de convertirse en el lugar de celebración de la festividad más sagrada del calendario persa, el No Ruz (Año Nuevo), que tenía lugar durante el equinoccio de primavera (21-22 de marzo). Todo en ella, desde los edificios a la decoración, está pensado y diseñado de acuerdo con los ritos y ceremonias que tenían lugar durante esta fiesta: los relieves donde se aprecia la lucha entre el año nuevo y el viejo (lucha del rey contra los monstruos; entre el león y el toro), los símbolos religiosos (rosetas solares, árboles de la vida, granadas), los banquetes festivos, la entrega de regalos al Rey de Reyes o la tipología de los edificios, entre los cuales, los de carácter residencial tienen una reducida presencia, en favor de los dedicados a las celebraciones y a los almacenes de la tesorería imperial. Tan sólo 10 años después de ser terminada (330 a.C.), la ciudad fue destruida cuando según los textos clásicos, durante la celebración de un banquete en la ciudad, Alejandro Magno (que había conquistado y saqueado Persépolis un año antes) borracho e inducido por una prostituta llamada Tais mandó incendiar la ciudad como represalia al incendio de Atenas provocado por Jerjes I en el 480 a.C.

Tras acordar con el sultán de Shiraz las condiciones de aprovisionamiento, el 5 de abril partió con dirección a Isfahán y pasaron la noche en una mezquita en un pueblo llamado Zargan. Esa misma noche el embajador ordenó que la caravana siguiera al día siguiente en dirección a Mahin y que le esperaran allí, mientras que él deseaba desviarse para visitar las “grandes y tan nombradas ruinas de Chilminara”. Así fue como el interés personal del embajador le condujo a visitar los restos de Persépolis, que los persas llamaban Chilminara, “que en lengua arabiga suena lo mesmo que quarenta alcoranes o colunas”. Tras conseguir los servicios de un ermitaño como guía, este les condujo hasta el pueblo de Margascan (probablemente la actual Kinara), a 4 km al sur de Persépolis, donde después de comer inició la visita a las tres de la tarde del día 6 de abril de 1618.

Lo primero que impresionó a Don García, igual que hoy en día sigue impresionando a todos aquellos que se acercan a la capital aqueménida, fue la imponente terraza natural (y parcialmente construida) sobre la que se funda la ciudad, adosada a la falda de la montaña de Kuh-i Rahmat y frente a la llanura de Maru-i Dasht sobre la cual se eleva 18 m. en su parte más elevada y 8 en su parte más baja, cubriendo una superficie de 16 ha. aproximadamente: “Çeñia gran trecho del pie de dicho monte una muy gruesa muralla de piedras de marmor, quadradas, de maravillosa grandeza y de mas de dos picas de alto”. Según Diodoro de Sicilia, la ciudad contaba con tres murallas, siendo el actual cinturón de la terraza la tercera de ellas. Del resto, sólo se han descubierto unos 200 m. en la parte sur, con un espesor de entre 4’5 y 5’5 m. y una altura de unos 15 m. A continuación describe las escaleras monumentales que permiten el acceso a la parte superior: “…ay dos ahchas y hermosas escaleras para subir al plano de arriba, una á la mano derecha y otra á la izquierda, corriendo cada dellas por la una parte arrimada á la mesma muralla, y por la otra á un pretil o parapeto del mesmo marmor….Tenian de ancho estas hermosas y soberuias escaleras quarenta pies y no mas alto cada escalon que quatro dedos, y el asiento de cada uno algo mas de dos palmos…Pues demas de ser de quarenta pies de largo, cada una tenia çinco y seis escalones, y estaban tan juntas y unidas unas con otras, que apenas mirandolas con mucho cuydado, se pareçian las comisuras dellas; de manera que muchos juzgaron luego que las vieron ser toda la escalera de una sola piedra”. Como podemos observar, el grado de detalle de la descripción es máximo y dando todas las mediciones posibles, tal y como siglos después lo harían los arqueólogos del Oriental Institute de Chicago. Siguiendo la visita, pasa a describir a continuación uno de los más emblemáticos edificios de Persépolis, la llamada Puerta de las Naciones, obra de Jerjes (475 a.C.) y llamada así por la inscripción que está esculpida en su interior. El edificio es de planta cuadrada, de 25 m de lado y tiene una sala central con cuatro columnas, cuyos capiteles eran compuestos (formados por un fuste y un doble capitel vertical de volutas y otro horizontal con dos prótomos de toros). La sala contaba con tres puertas: una exterior (al oeste), protegida por una pareja de toros alados (5’5 m.) y dos interiores (al sur y al este); la del lado sur era la que utilizaban los nobles y conducía a la Apadana; la del lado este, protegida por dos toros androcéfalos de influencia neoasiria (lamasus), era la que utilizaba el resto de la delegación y conducía por una avenida con muros de ladrillo a lado y lado hacia otra puerta (la Puerta Inacabada) y luego hacia la Sala de las 100 Columnas, donde serían recibidos por el rey. Don García la describe así: “Acabadas de subir las escaleras auia un portico ó entrada que sustentaban dos grandissimos cauallos de marmor blanco, mayor cada uno dellos que un grande elephante, con grandes alas, y que en la fiereza tenian mucha semejança de leones, no guardaua la propiedad que deuia tener en la figura de verdaderos cauallos…Diez ó doze pasos delante estaua una grandissima coluna es su pedestal, los dos terçios della estriada, y el terçio postrero lleno de unos remates sin medida ni proporçion por donde se pudiese juzgar alguna forma de nuestros capiteles, porque a trechos, por toda la distancia de mas de tres braças, salian estos remates á fuera por diametro, en la mesma coluna, de cantidad de dos ó tres pies… Otros diez pasos delante de la coluna auia otro portico que sustentauan otros grandes cauallos, y de la forma que el primero, de manera que la columna quedaua en igual distançia de entrambos á dos.”

Uno de los edificios más importantes de Persépolis era la Apadana o Sala de Audiencias, obra de Darío y Jerjes. Como hemos indicado, se llega a ella a través de la Puerta de las Naciones, girando por su puerta sur. Al ser construida sobre un podio de 2’60 m., hizo necesaria la presencia de unas escalinatas, situadas en los lados este y norte, cuyas paredes están decoradas con los más bellos relieves del arte persa. De planta cuadrada, mide 120 m de lado, consta de una sala hipóstila cuadrada de 60 m. con 36 columnas que rozan los 20 m. de altura, (rematada con los capiteles compuestos), tres pórticos columnados de 2 filas de 6 columnas y una torre en cada ángulo. De todas las columnas (72), sólo nos han llegado 13, aunque cuando Don García visitó la ciudad en el s. XVII se conservaban 27, dos más que cuando visitó la ciudad Pietro della Valle: “…un gran llano ó patio en que estauan en sus basas veinte y siete colunas, que por su mucha grandeza, como se ha dicho, llaman lo persas quarenta alcoranes”. Es interesante ver cómo la gente del lugar designaba a Persépolis bajo el nombre de Chilminara, la de las cuarenta columnas, utilizando este número no como el número exacto de las columnas que ahí se levantaban, sino como indicativo de gran cantidad, de mucho, exactamente igual que el cuento popular de Alí-Babá y los 40 ladrones. Siguiendo la narración de Don García, le vemos cometer una pequeña incorrección al contabilizar el número de columnas de la Apadana: “Estas colunas estauan puestas y fundadas en seis hileras de á ocho colunas cada hilera, y según pareçe por las señales en que los pedestales ó basas estauan fundados, eran por todas quarenta y ocho, sin las de los porticos”. En realidad, la sala de la Apadana cuenta con 6 filas de 6 columnas cada una, lo que suman un total de 36; el error cometido por Don García reside en la suma de las 12 columnas dispuestas en la misma alineación pero colocadas en el pórtico de entrada (sur), cuyos límites seguramente no eran apreciables y le llevó a contabilizarlos como un espacio único, dejado al márgen los otros dos pórticos (este y oeste). El error persiste cuando un poco más adelante da las dimensiones totales del espacio que ocupa este edificio: “…ocupa toda la plaça de este edificio, conforme á la superficie del plano de la distançia de una basa á otra y del asiento de cada una dellas, el espaçio de quatroçientos y treinta pies de largo, y trezientos y diez de ancho, formando un quadrado perfecto, aunque de desiguales lados”. Efectivamente, la sala central de la Apadana es un cuadrado pero un cuadrado perfecto, de 60 m de lado.

Siendo una sala de audiencias, lógicamente la decoración era enormemente rica: no sólo constaba con los relieves, que estaban pintados, al igual que las bases de las columnas, sino que además, las partes superiores de los muros estaban acabadas con losetas esmaltadas de colores (rojo, azul, verde, dorado), representando leones, toros y plantas; las altas puertas de madera estaban chapadas en oro y decoradas también con relieves; el techo estaba decorado con losetas esmaltadas y engastes de oro, marfil y piedras preciosas; el suelo estaba revestido por un estucado gris verdoso y del techo pendían largos tapices y cortinas decorados con todo tipo de motivos y fabricados con los mejores tejidos, incluso con hilo y adornos de oro. Todo el conjunto debía ofrecer un espectáculo impresionante. Sin embargo, lo único (y no es poco) que se ha conservado son los relieves. Éstos, con una extensión lineal de más de 400 m., decoraban las dos escaleras de acceso a la Apadana en sus lados norte y este; ambos repetían los mismos motivos pero los del lado este son los que mejor se han conservado gracias a que durante el incendio de la Apadana, la mayoría de los restos cayeron sobre este lado, protegiendo paradójicamente, aquello que se pretendía destruir. A diferencia de los relieves de Egipto y Mesopotamia, esencialmente lineales, planos y con detalles incisos, los persas se caracterizan por tener un suave moldeado y formas redondeadas, buscando una mayor plasticidad que los anteriores. Sin embargo, no siempre fue así; el relieve persa más antiguo documentado, el de Ciro en Pasargada divinizado a la manera de un genio mesopotámico, nos muestra que en la primera época, el relieve era similar al oriental y egipcio, es decir, plano y lineal. No fue hasta el reinado de Darío que, gracias a la llegada de escultores jonios, el relieve evolucionó hacia este otro estilo de formas más suaves y refinadas. Los relieves que decoran ambas escaleras se organizan en tres partes principales:

1.- panel central: este primer panel es de concepción religiosa: en la parte superior vemos un disco alado que representa a Ahura Mazda protegido por dos esfinges con cabezas humanas; debajo, separados por una pared alisada (que podía haber contenido una inscripción), hay dos grupos de 4 soldados persas (penacho horizontal, escudo y lanza) y medos (birrete redondo y lanza) en posiciones opuestas. En los extremos y perfectamente adaptados a la estructura triangular, se encuentra una escena mitológico-religiosa típica del No Ruz, en la cual un león ataca e intenta derribar a un toro; esta escena representa la lucha del año nuevo (león) contra el año viejo (toro); vemos como el león, símbolo de la fuerza del nuevo año, devora vigorosamente al toro, que apenas puede defenderse; también puede interpretarse astrológicamente: durante el No Ruz (22 Marzo), el símbolo de Leo (símbolo del sol de verano) está en su punto más alto y el de Tauro (símbolo de la lluvia de invierno) apenas se observa en el horizonte, para acabar desapareciendo en los próximos días; todo ello está también relacionado con el ciclo agrícola: el final del invierno y el principio de la primavera marca el inicio de la actividad agrícola.

2.- panel noreste: muestra la recepción de los persas y medos; el desfile se inicia con el cuerpo de elite del ejército persa, los 10.000 Inmortales, los cuales están representados al principio de las tres filas; no llevan cascos y están equipados con un carcaj y una lanza.

o            fila superior: muestra a los ayudantes de cámara del rey llevando algunos de los objetos reales; cada portador está precedido por un oficial medo, en orden de importancia; el primero lleva el barsom (báculo sagrado), el segundo las mantas para los caballos y un tercero el escabel real; a continuación viene el jefe medo de los establos, liderando la procesión de los caballos reales, con un mozo al lado de cada uno; la fila acaba con el jefe elamita de los carros, detrás del cual aparece un carro de guerra o caza y uno ceremonial, cuyas ruedas tienen 12 radios en representación de los 12 meses del año.

o            filas inferiores: muestra a los nobles persas y medos alternados; están relajados, felices, cuchicheándose cosas y cogidos de la mano.

3.- panel sureste: muestra la recepción de las 23 satrapías del imperio que acuden a entregar los presentes al rey; los primeros son los medos, que dirigen la procesión hasta la parte central; cada procesión es introducida por un dignatario medo o persa y está separada de la siguiente por un árbol de la vida. A pesar de no estar inscrito el nombre de cada una, conocemos exactamente cuál es cuál gracias a la perfecta representación de los rasgos físicos de cada pueblo, así como de sus vestidos y ornamentos confirmados por las descripciones de los clásicos. El orden de sucesión de las satrapías podría haber sido establecido por razón de proximidad y simpatía, siendo los más alejados los etíopes y los más próximos los medos. Los objetos que llevan las delegaciones no se consideran tanto como los tributos normales que se pagarían anualmente, sino como presentes ofrecidos al rey con motivo de la celebración del Año Nuevo y son característicos de cada satrapía.

Don García no vio todos los relieves aquí descritos, pero sí los suficientes como para quedarse maravillado con su belleza y del refinamiento y delicadeza de los artesanos de la corte persa: “…labrada de medio relieue con muchas lauores en que ay esculpidos honbres y animales de diuersas formas, siendo el marmor tan bruñido y terso que muy distintamente se veia alli todo figurado como en una muy perfecta pintura… Subiase á este sigundo edifiçio por una hermosissima escalera, y auque ni era tan alta ni tan espaçiosa como las de la muralla grande, porque no tenia mas de viente y quatro pies de ancho, y tantos menos escalones quanto su muralla era menos alta, pero de mucho mayor primor y hermosura, teniendo muy al natural esculpido en los pretiles y paredes della un triunpho ó proçesion de honbres en diferentes hábitos y  trages, que lleuaban çiertas insignias y ofrendas…En otra parte se veen animales que pelean con otros, en que con gran perfecçion ay esculpido un feroçissimo leon que despedaça un toro, tan natural y con tanta feroçidad y braueza, que propiamente pareçia biuo”. Tenemos constancia que el embajador ordenó dibujar algunos de estos relieves, convirtiéndose en los primeros documentos gráficos de Persépolis; entre los seleccionados se encuentran dos delegados asirios llevando presentes (unos torques con cabeza de serpiente y unos recipientes), un delegado indio con una hacha en cada mano y un delegado persa.

En Persépolis se hallan algunos palacios como el de Darío, Jerjes I y Artajeres I, en los cuales los reyes se alojarían durante la celebración de las fiestas y en los que el rey ofrecía los banquetes durante la celebración del No Ruz. Así lo indican los relieves que decoran las escalinatas, en las que se pueden ver a algunos sirvientes persas y medos llevando animales, odres de bebida que se iban a consumir durante la fiesta, así como copas de haoma (bebida ritual alucinógena) y de perfume para llevar a cabo algún tipo de acto cultual.

El Palacio de Darío se eleva sobre un podio de 2 m., al que se accede por una doble escalinata en la cara sur; más tarde, dadas las pequeñas dimensiones iniciales del palacio, Jerjes lo amplió y Artajerjes III le añadió una nueva escalinata por el lado oeste. Presenta una planta rectangular, con una sala hipóstila central, de planta cuadrada y con suelo rojo, precedida por un pórtico con dos filas de columnas, influencia de los palacios de Pasargada; los otros tres lados son habitaciones. Las paredes eran de ladrillo, no así las puertas y las columnas, que eran de piedra. Después de subir por el lado oeste, se pasa por una puerta decorada con guardias reales que da a una pequeña habitación la cual conduce a la sala central, cuya puerta está decorada con el tema del rey matando a un toro monstruoso o una mezcla de toro alado, león, buitre y escorpión, enemigo mitológico del rey. La puerta del Baño Real, a la izquierda, está decorada con una figura del soberano vestido con una larga túnica y una gran tiara dentada, cuyos agujeros indican que debían ir incrustadas piedras preciosas y joyas; está seguido por dos sirvientes, uno llevando el parasol y otro el quitamoscas. Pasada esta puerta se accede al Baño Real, en una de cuyas jambas se encuentra la única figura sin barba de toda Persépolis (un joven sosteniendo una toalla y una botella de perfume, indicando con claridad la función de esta sala), en la que tampoco se representó ninguna mujer, detalle que no se le pasó por alto al embajador tal y como lo refiere la siguiente cita: “Fue cosa muy de notar que auiendo en toda esta fábrica y admirable structura tanto numero de imágenes y figuras viriles, no se hallase ninguna de muger”.

Hay otras dos salas al otro lado del palacio protegidas por el rey, que priva al animal monstruoso de entrar. Estas habitaciones fueron posiblemente utilizadas para celebrar una ceremonia anual con el fin de asegurar la fertilidad (tradición de los reyes mesopotámicos); astrológicamente, en el umbral de la puerta se representa la reaparición del toro sobre el horizonte, 40 días después del año nuevo; la escena muestra al rey con la daga extendida, clavándosela a un león alzado, permitiendo así al toro seguir y al año continuar. Sobre el Palacio de Darío Don García nos explica lo siguiente: “Subida la escalera se halla un patio çercado de todas quatro partes, de quatro lonjas con paredes dobladas, en que deuia auer auido labrados aposentos, todas de finissimo marmor, mas terso y pulido que todo lo que se auia visto antes, con tantas lauores que no se podia notar ni ver en pocos dias las muchas figuras que alli auia esculpidas…Auia á çiertos espaçios algunas ventanas, que desde el plano de afuera entrauan á las lonjas, y otras que de las lonjas salian al patio, altas del suelo poco mas de tres pies, otro tanto de ancho y casi seis de alto. Lo grueso destas ventanas y puertas estaua figurado de bellísimas sculturas de medio relieve, con tanta hermosura y variedad que ningua de quantas cosas antes se auian visto, ni sabido de las memoras de la antigüedad, admiro tanto…Demas de la hermosura destas piedras y calidad rrara dellas, no sujectas, á lo que se pudo juzgar, á disminuçion ni alteraçion alguna, pareçia notable maravilla y milagro de la nautraleza que guardasen la mesma tersura, suma limpieza y resplandor que quando se acabaron de obrar, no pudiendose hazer discurso aparente de su antigüedad, sino del tenpo de alguna de las monarchias de los assirios, medos ó babilonios”. A continuación el embajador describe algunas de las escenas que vé y manda además pintarlas, como la de Darío entronizado con su hijo Jerjes de pie a su espalda o la del rey Darío acompañado del porteador del quitasol y del espantamoscas.

Sin embargo, dentro de esta descripción del Palacio de Darío se encuentra uno de los hitos de la Asiriología que una vez más debemos agradecer a nuestro embajador: el descubrimiento de la escritura cuneiforme. En efecto, la identificación de las cuñas que Don García pudo ver y copiar en Persépolis fueron los primeros signos de este tipo de escritura que nadie que pudiera intuir qué significaban había visto en más de dos mil años. Don García fue claro en su descripción: “…y en algunas partes inscripçiones de letras del todo incognitas, siendo mayor su antiguedad que las hebraicas, caldeas y arabigas, no teniendo semejança alguna con ellas, y mucho menos con las griegas y latinas…cuyas letras estauan cauadas muy hondas en la piedra, compuestas todas de piramides pequeñas puestas de diferentes formas de manera que distintamente se diferençiaua el un character del otro sigun y como aquí abajo van figuradas”. Esta es la primera definición de la escritura cuneiforme, “letras compuestas de pirámides pequeñas puestas de diferentes formas”. Mucho antes de que Jules Oppert o Henry Rawlinson se iniciaran en el desciframiento del cuneiforme, Don García ya había identificado como elementos de escritura aquellos extraños signos que años y siglos después muchos creían que no eran más que las huellas de las aves dejadas sobre el barro aún fresco. Al igual que con los relieves, Don García también mandó sacar copias de aquellas inscripciones, en concreto “un renglón de una inscripçion grande que estua grauada en el triunpho de la escalera”; esta inscripción podría ser la que se encuentra en la escalera del Palacio de Darío, obra de Artajerjes. Estas serían las primeras copias que se harían y, de no haberse perdido (al igual que el resto de la colección de grabados y objetos que se trajo de su expedición), hubieran constituido una de las piedras de toque para el desciframiento del cuneiforme, tal y como sucedió con las que se trajo Pietro della Valle.

El Palacio de Jerjes I tiene también un podio y una escalinata de acceso. Es de dimensiones mayores a las del palacio de Darío, seguramente porque, a pesar de las ampliaciones que hizo Jerjes en el de su padre, éste todavía se le debió quedar pequeño para celebrar los banquetes. La planta es la misma sólo que más grande (la sala hipóstila de Darío tiene 12 columnas y el pórtico 8, mientras que la de Jerjes tiene 36 y el pórtico 12) y con el pórtico en el lado norte; las escenas de los relieves también son las mismas. Por lo que se refiere al Palacio de Artajerjes III, se encuentra en la esquina suroeste de la Apadana y está inacabado.

Justo en el centro de Persépolis se alza el Trypilon, un edificio cuya particular tipología ha provocado que le atribuyan diferentes funciones: Sala de Audiencias de Jerjes (aparte de la Apadana, para recibir a nobles, generales,…), Palacio Central (por su posición en la terraza) o aposentos privados del rey; también se ha interpretado como un enorme portal por el que se accedía a la Apadana, a los Palacios, a la Tesorería y a la Sala del Trono (o de las 100 columnas). Las escaleras de acceso del lado norte muestran a guardias medos y persas que protegen a los nobles que se dirigen al banquete, cogidos de la mano y oliendo flores, dirigidos por dos dignatarios persas. En la jamba de la puerta del este se encuentra un relieve en el que se muestra a Darío en su trono, sostenido por representantes de las 28 naciones sometidas, y con su hijo Jerjes detrás, todo dentro de un púlpito, ambos sosteniendo palmetas en sus manos y a Ahura Mazda encima, dominando la escena. Este relieve muestra la estratigrafía del mundo persa: primero el Imperio, simbolizado por las naciones sometidas; por encima de él, el Gran Rey, creador de este imperio y por encima de todo el Gran Dios, Ahura Mazda, máximo responsable de todo. Don García no detalla ninguno de estos edificios, aunque no es de extrañar, ya que si bien seguro que pasó por ellos, el estado en el que se encontraban seguramente no le permitió hacer ninguna referencia demasiado concreta.

En cambio, sí que parece que visitó la Sala de las 100 Columnas o Sala del Trono, de lo que se deduce de las siguientes palabras: “En el plano de las colunas y de la siguiente muralla, como çien pasos della hazia el monte, auia otro edifiçio de la mesma pedra, lauor y forma del que agora se acaba de descriuir, pero mucho mayor, siendo en quadro perfecto de çien pasos cada lado, aunque sin muralla, con las propias puertas y ventanas de la fábrica rreferida”. La Sala de las 100 Columnas fue iniciada por Jerjes I y acabada por Artajerejes I. Esta es la sala más grande de todo Persépolis: mide 68 m de lado, es decir, sólo 8 más que la Apadana, pero mientras aquella contiene 36 columnas, ésta cuenta con 100, debido no tanto a los 8 m. de más como a la reducción del espacio entre las columnas. De este edificio, sin embargo, sólo se conservan las basas de las columnas, ya que éstas, al ser de madera, ardieron durante el incendio. Aquí es donde tenía lugar la recepción oficial de los pueblos sometidos y la entrega de sus regalos; las delegaciones esperaban en la explanada de delante; entraban por el norte, franqueando un único pórtico columnado de dos filas de 8 columnas (lo cual la diferencia de las Apadanas que tienen tres) y protegido con dos toros monumentales. Las puertas muestran filas y filas de soldados que simbolizan el poder del rey, el cual se encuentra entronizado con su hijo Jerjes detrás; delante de ellos, dos altares de fuego y detrás, el jefe del tesoro, un medo, que se pone el dedo en la boca en señal de saludo. La puerta sur, que conduce a la Tesorería, estaba decorada con escenas del rey sentado en su trono soportado por las naciones sometidas. La Tesorería ocupa la zona sureste de la terraza, con una extensión de 10.000 m2. Era, tal y como su nombre indica, el lugar donde se guardaban los obsequios de las naciones tributarias; fueron tantas las riquezas acumuladas aquí por los reyes aqueménidas que el historiador griego Plutarco nos cuenta que Alejandro necesitó 10.000 mulas y 5.000 camellos para transportarlas hasta Ecbatana. En el momento de la visita de Don García, estaba, con toda seguridad, cubierta de escombros; de ahí su silencio sobre ella, igual que del resto de los edificios de Persépolis: el Palacio Central, el Museo, los aposentos de la Reina, los Barracones de los soldados, el Archivo,…

El día se acababa y Don García ya estaba cansado; eso fue lo que le impidió ver los dos últimos monumentos de Persépolis aún visibles: las tumbas rupestres esculpidas en la roca de la montaña de Kuh-i Rahmat. Estas tumbas, al igual que las de Naqsh-é Rustam (excepto la de Darío), carecen de inscripciones; a pesar de ello, se han atribuido a Artajerjes II (en medio), III (la del norte) y Darío III (la del sur, inacabada), es decir, los tres últimos monarcas aqueménidas. El motivo de esta atribución es que al final del imperio, la situación no estaba como para repetir las obras de sus antecesores, y se tuvieron que conformar con copias más modestas. El embajador, a pesar de no visitarlas, escribe lo que otros que lo acompañaban sí que vieron: ”En la cuesta ó ladera del monte que cerrauan los dos braços del muro pareçia cierta fabrica leuantada de lo llano quatro ó cinco braças…Despues de auerse subido arriba, auia una pared de treinta pies de alto y otro tanto de ancho, incorporada con el monte, dela piedra marmorea negra de la demas fábrica en que auia muchas figuras sculpidas de marmor blanco, aunque de mas bajo relieve que las demas. Los que las notaron y vieron de çerca no dieron razon distinta del trage que tenian, ni de lo que propiamente significauan, mas que auia en lo mas alto de toda la sculptura un personage muy autorizado, como de rey, en un trono ó silla, con otras muchas figuras en pie y mas baxas, en medio de las quales auia una ara con fuego ençendido en forma de querer hazer alli algun sacrifico”. Esta decoración se repite en todas las demás tumbas, y en realidad es la misma representación del universo aqueménida: las satrapías serían las “personas baxas” que soportan el trono sobre la que está “un personage muy autorizado”, el cual mediante “un ara con fuego ençendido” realiza oraciones al dios Ahura Mazda, aquí no descrito. Pero lo más interesante de la narración de Don García es la descripción del interior de la tumba, la cual le permitió reconocer en esta construcción un sepulcro de los reyes aqueménidas: “En el espaçio que auia entre la escalera y la pared, que seria como una gran mesa ó descanso de la escalera, auia cauada en la peña una caxa quadrilunga, de siete hasta ocho pies de largo y tres de ancho, que pareçia auer seruido de sepultura”.

Tras esta larga y minuciosa visita y descripción de las ruinas de Chilminara, a Don García ya no le cabía duda alguna que aquellas espléndidas construcciones no podían ser otras que Persépolis, y así lo manifestó en varias ocasiones: “Mirando bien el sitio de Margascan con su hermosa y ferlissima campaña y con la vezindad del antiguo rio Araxes, nadie podria dudar auber sido en él la grande y famosa Persepolis: pero con estas insignies y soberuias memorias de tan antigua magestad, todos aquellos que las uvieran visto lo pueden afirmar siguramente…Pero como en la inmensa y mal comprehendida grandeza del tiempo puede auber encubiertos misterios grandissimos y del todo incognitos á los honbres, ansi podriamos presumir que estas memorias casi eternas de Chilminara con su ciudad de Persepolis, aunque menos conoçida y mas escondida y retirada hazia el Oriente, seana de mayor antigüedad que las demas de que se a tenido noticia en el mundo…Mas considerado bien estar el edifiçio repartido en diferentes cuerpos en espacio tan dilatado, y rodeado de tan gruesa y fuerte muralla, muestra en sí forma y aparençia veradadera de auer sido la Real casa y foraleza de Persepolis de que tanta memoria hallamos en los autores antiguos de primera classe”. Otra de las referencias que le permite identificar los restos con la capital Persa proviene de la visita a la cercana la necrópolis aqueménida de Naqsh-é Rustam: “Tambien escribe Diodoro otra cosa que mas se confirma auber sido aquí la fortaleza de Persepolis, y es que despues de auerla descripto dize que al Oriente della, como quatrozientos pies de distancia, ay un monte que se llama Monterreal, en el qual auia una peña en la mitad de cuya altura estauan los sepulcros de algunos reyes…siendo esto tan conforme á lo que agora se vee en la fabrica del monte, y con tan evidentes y çiertas señales del sitio y de la distançia del palaçio y fortaleza”.

La impresión que la visita de Persépolis le produjo a Don García fue muy fuerte; consciente de la importancia de los restos históricos que acababa de ver, lo menos que pudo es que no sólo deberían incluirse en la famosa lista de las Siete Maravillas del Mundo Antiguo, sino que deberían ser la primera de todas: “En antigüedad, sumptuosidad y grandeza de edifiçio, en elegancia y lindeza de hermosa architectura, quando no se mirase á la perfecçion y eternidad de la materia de la que está fabricado, no solamente se puede igualar y poner entre aquellas siete maravillas y milagros de que nos dexaron tanta memoria los antiguos, pero meritoriamente y con gran rrazon anteponerse á todas ellas como unico y rraro, y que no rreçibe conparaçion con ninguno otro de quantos la antigüedad nos ha dexado, sigun los rastros y memorias que dellos hay en el mundo”.

Finalmente, nuestro embajador abandona las ruinas y parte hacia Margascan, “hallando en el camino gran numero de cigueñas que tambien se rrecogian á los nidos que tenian ocupado lo mas alto de todas aquellas grandes columnas”.

A partir de aquel momento, otros muchos viajeros y estudiosos visitaron también la ciudad dejando sus impresiones y copiando sus inscripciones y relieves, pero no fue hasta 1928 que Persépolis empezaría a ser estudiada y excavada sistemáticamente por parte del arqueólogo americano Ernest Herfeld, del Oriental Institute de Chicago. Herfeld y su equipo fueron los primeros en desescombrar los restos de los palacios, de las salas y demás edificios, todavía cubiertos por las cenizas del incendio de Alejandro, descubriendo bajo ellas no sólo sus verdaderos límites, sino también sus auténticas funciones y significado además de traducir y estudiar todas las inscripciones y materiales que no dejaban de aparecer durante los trabajos de excavación. Años de estudios e investigaciones han hecho posible que hoy se tenga una idea muy exacta de lo que había sido y significado esta antigua capital.

Así fue como Persépolis volvió a la vida de la mano de un español del siglo XVII que, en misión diplomática pero atraído por la lectura de los clásicos, no desperdició la oportunidad de ver y describir una de las más importantes ciudades del mundo antiguo, Chilminara, la antigua Persépolis, capital de los Reyes de Reyes.

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