Los Jesuitas en Oriente San Francisco Javier (1542-52)

Jorge Latorre

Pocos países han presentado mayores dificultades al acceso de los occidentales que Japón. El primer europeo que dio noticias de la existencia de este archipiélago fue Marco Polo, que, en su “Libro de las Maravillas” hacía una entusiasta descripción de las islas de Cipango (“reino del sol naciente”), un lugar que sin embargo no llegó a visitar jamás. Según Marco Polo, en este país los tejados estaban cubiertos de oro y las calles pavimentadas con el rico metal. Estos relatos servirían para despertar la imaginación de los europeos en los siglos XIV y XV y para que los cartógrafos las situaran en el planisferio, al este de las Indias Occidentales aunque con un importante error de distancias. Por eso, Colón al llegar a las Antillas creyó haber llegado a Cipango o por lo menos, no estar muy lejos de esta tierra prometida.

Realmente, los primeros que desembarcaron en Japón fueron los portugeses, que en 1530 se establecen en Kyunshu, después de un naufragio casual. A partir de ese momento, las órdenes religiosas, y en particular los jesuítas, verán en la isla un atractivo campo para la conversión de almas y una escala intermedia en la conquista espiritual de China. La conversión de China y Japón al catolicismo fue muy pronto uno de los objetivos más importantes para los primeros compañeros de Ignacio de Loyola, fundador de la Comáñía de Jesús. En muy pocos años, tras la fundación de la Orden en 1540, estos primeros discípulos se dispersaron por todos los rincones del mundo y se convirtieron en la orden más viajera, y también la más aventurera. A los jesuítas se deben grandes descubrimientos geográficos y la presencia permanente de los occidentales en los más remotos rincones del mundo, durante casi cuatrocientos años.

Los primeros jesuítas apenas tardarán medio siglo en entrar en Japón. En 1552 Francisco Javier moría a las puertas de China, tras haber hecho las primeras conversiones en Cipango, y en 1597 la Compañía de Jesús tenía ya sus primeros mártires en la ciudad japonesa de Nagasaki. La presencia de los jesuítas en Oriente y su afán misionero será un eje decisivo de la política de expansión de España en Extremo Oriente.

LA AVENTURA CULTURAL DE LOS JESUÍTAS

La historia de los jesuítas debería figurar en todos los libros dedicados a la exploración del mundo y a la aventura del descubrimiento de nuevos horizontes geográficos. Esta peculiar orden religiosa, fundada por Ignacio de Loyola en 1540, se caracterizó desde sus orígenes por su celo misionero y por su gran especialización científica. La expansión y crecimiento de la orden fue meteórica: en 1579 tenían ya unos 5.000 miembros, 144 colegios y cincuenta años más tarde eran los dueños de 444 colegios y 56 seminarios. Pero sin duda, una de las facetas más llamativas de su trabajo fue la misionera, que les llevó a aventuras singulares, como la cristianización de Japón y el intento de conquista espiritual de China, un sueño particular de San Francisco Javier, convertido hoy en patrono de los misioneros y de los viajeros.

Desde sus orígenes la Compañía de Jesús se caracterizó por su marcada dimensión viajera e intercultural, que surgió del propio carácter del fundador, san Ignacio de Loyola, que cambió las glorias del mundo por el seguimiento de Cristo, y recorrió “sólo y a pie” y “peregrino”, como él mismo se definía, miles de leguas por la Europa de su tiempo, embarcándose hasta Tierra Santa. Los jesuítas se pusieron desde sus inicios a las órdenes del papa para “discurrir por todo el mundo”, como “caballería ligera” de la Iglesia católica. Sus primeros compañeros, universitarios como él en París, compartían esa visión de la misión que incluía la profundización en la cultura de otros pueblos a los que la Compañía pretendía llevar el Evangelio.

Los viajes de los jesuítas hay que entenderlos desde su propósito de hacer de predicadores itinerantes. Son expediciones apostólicas, las primeras de las cuales fueron las de San Francisco Javier a la India (1541) y la de Paschase Bröet y Alfonso Salmerón a Irlanda (1541), por deseo del papa Paulo III. Pero los viajeros jesuítas no fueron simples evangelizadores. Eran hombres cultos (cosa que no era común a todos los religiosos), que se interesan vivamente por las culturas y costumbres de las tierras donde predicaban. Las cartas de Francisco Javier son un ejemplo de este interés y el propio Ignacio de Loyola, como superior general de la naciente Orden, animaba a los jesuítas al conocimiento lingüístico con el fin de preparar personas que conozcan la lengua: “para entre moros o turcos, la arábiga o la caldea; si para entre indios, la indiana; y así para otras semejantes causas”. También habla de “acomodar” o “aceptar” las costumbres, como modo de encarnación en las diversas culturas o pueblos a donde se encaminaban los primeros jesuítas.

Sus sucesores en el gobierno de la Compañía, Diego Laínez y San Francisco de Borja, Duque de Gandía, continuaron en la misma línea y la Orden desarrolló una implantación espectacular en mundos entonces lejanos y escasamente conocidos: desde la India al Japón y la China; desde la otra “India”, llamada “del Rey Felipe” (América Española), al Brasil; desde Constantinopla, Jerusalén, Chipre y Ragusa (Dubrovnik) a las más remotas costas africanas. San Francisco de Borja logró gracias a su amistad con Pío V que la curia romana creara una nueva congregación para misiones. Debido a su gran influjo en la corte de Felipe II la Compañía consiguió que se abriera el campo misionero de Nueva España, Florida y Perú. En la tercera expedición enviada a este país, viajaba el jesuita José de Acosta, famoso por su obra “De procuranda indoroum salutem” (1596), en la que defendía la capacidad moral e intelectual de los indígenas y se oponía a los métodos misioneros forzados artificiosamente a través de la conquista.

Otra de las características permanentes de las expediciones jesuíticas es la defensa de los indígenas, que muy pronto provocará mártires entre los jesuítas, sobre todo en Japón, México y Paraguay, una constante que en la Compañía persistirá hasta nuestros días. Durante los años del generalato del padre Aquaviva, a finales del siglo XVI, los misioneros de la Compañía de Jesús intentaron entrar en el interior de China. Michele Ruggeri y Mateo Ricci (1583) lograron finalmente atravesar el misterioso muro. Este último, conocido misionero italiano, vestido con ropajes budistas, se ganó el respeto de la clase instruida de ese imperio chino gracias a su vida ejemplar y a la admirable entrega al estudio. En su residencia en el país de los mandarines, Ricci tenía expuesto el mapa del mundo, lo que suscitaba gran interés entre los visitantes, junto a relojes europeos, prismáticos venecianos, cuadros y libros occidentales.

Cuando aumentaron las dificultades políticas en China, los jesuítas decidieron adquirir la forma de vestir de los letrados, se dejaron crecer el pelo y la barba, tradujeron los libros de Confucio al latín e idearon el primer sistema para transcribir en letras romanas el idioma chino. Entre enormes dificultades, Ricci logró seducir culturalmente al propio emperador Wan Lin y compuso veinte libros científicos y literarios, entre ellos un catecismo. Tanto Ricci como el también famoso padre Nobili en la India, que empleó parecidos métodos, suscitaron en Roma la controversia de los ritos orientales, pues fueron pioneros en la tarea de inculturar la fe en aquellas tierras.

El proceso fue similar en todos los rincones del mundo en los que se establecieron los jesuítas. En Cartagena de Indias, Alonso de Sandoval realizó una labor paralela en el mundo de los esclavos negros, de los que los teólogos de la época dudaban incluso si tenían alma. Estos africanos o bozales, capturados a lazo en África y transportados en la sentina de barcos negreros, ocuparon su atención científica y cristiana, como se pone de manifiesto en su monumental obra, De instauranda aethipum salutem, y, sobre todo, despertaron la entrega total de su discípulo, san Pedro Claver, que se desgastó como “esclavo de los esclavos negros”. Desde Quito los jesuítas comenzaron a asomarse a la Amazonia; en Chile trabajaron con los auraucanos, y desde 1585 estuvieron presentes en Tucumán. Pocos años después establecieron las famosas Reducciones del Paraguay, inédita forma de “polis cristiana” o comunas de indios para evitar que cayesen en esclavitud, constituyendo pueblos autogestionados, un fenómeno único en la Historia, que ha dado origen a una profunda investigación y amplísima bibliografía y ha sido considerado como la única auténtica cristalización “socialista” de la Historia. Otro jesuita español, enviado a Etiopía en 1589, Pedro Páez, tras años de cautiverio entre los moros, es considerado hoy un gran viajero por descubrir las fuentes del Nilo Azul, además de un gran lingüista y brillante científico y hasta constructor de un palacio para el emperador y de una iglesia en Gorgora.

En 1580, el Papa reunió la primera consulta de jesuítas de Japón y se discutió, entre otros temas, sobre la comida con que los miembros de la Compañía habían de alimentarse. Concluyeron que “en todo nos acomodemos con los japoneses”. Esta ha sido desde entonces la forma de hacer de los jesuítas en sus viajes misioneros. Parte del legado intelectual de los jesuítas son las innumerables obras y trabajos sobre las diferentes culturas y religiones, como el hinduismo, islamismo, budismo y sintoismo.

LOS JESUÍTAS LLEGAN A JAPÓN

Dentro de la expansión misionera de los jesuítas, Extremo Oriente fue uno de los escenarios preferidos. La Compañía de Jesús llegó a Japón un par de décadas después de que se produjera el primer asentamiento de europeos en estas lejanas islas. Los portugueses llegaron por casualidad, debido a una tormenta, y vieron que podían establecerse allí. Anteriormente ya tenían conocimiento de la existencia de estas tierras por los contactos previos que habían tenido con japoneses, tanto en China como en las Filipinas.

Después de los comerciantes portugueses llegaron los jesuítas, que tuvieron su primer contacto con tierras japonesas el 23 de septiembre de 1543, aunque realmente comienzaron la cristianización de estas tierras en 1549.

El Japón que se encontraron era un país cerrado a toda influencia exterior, en el que coexistían diferentes creencias religiosas que iban desde el budismo en su forma mahayana hasta las tradicionales creencias sintoístas. Japón, antes de la llegada de los europeos, estaba envuelto en constantes guerras internas entre sus diferentes señores feudales. Por encima de ellos se hallaba el emperador que tenía un carácter divino y que no intervenía en las luchas entre los shoguns.

Al principio los jesuítas no encontraron oposición y buena muestra de ello es que se les dejó llevar a cabo su misión con total libertad y así en 1582 ya había 150.000 cristianos, doscientas iglesias, veinte padres y treinta auxiliares seminaristas y catequistas en su mayor parte japoneses. Había también dos seminarios, uno en Kioto y el otro en Arima. Los problemas comenzaron la noche del 24 al 25 de julio de 1587, cuando Hideyoshi, el emperador, decretó la expulsión de los jesuítas, aunque siguió permitiendo el comercio de los portugueses debido al miedo a una posible revuelta. A partir de 1592, con la llegada de los franciscanos y los dominicos, se iniciaron las luchas entre las diferentes órdenes religiosas, que aumentaron las dificultades de la evangelización. Las persecuciones y martirios se iniciaron en 1597 tras el atraque del buque español San Felipe. En 1614 Ieyasu ordenó el cierre de las iglesias y se prohibió la práctica de la religión católica. En 1638 se ordenó la expulsión de los portugueses y en 1640 se inició la persecución los cristianos. Tras la expulsión de los portugueses, los únicos que mantendrán el contacto con los japoneses serán los holandeses, a los que sin embargo siempre trataron peor que a los hispanos, y mantuvieron recluidos en una isla artificial.

La evangelización de Japón por los jesuítas tuvo características peculiares y diferenciadoras del resto de las órdenes religiosas. Al llegar al país, mantuvieron sus consignas de pobreza y de atender ante todo a los humildes, propias de la orden, pero pronto se dieron cuenta de que no podían avanzar en el proceso de cristianización, pues los campesinos no se convertían si antes no lo hacían los señores y éstos, al ver la actitud de pobreza que mostraban los miembros de la Compañía de Jesús, los miraban con cierto desdén. Por ello, decidieron adoptar una postura de ostentación para así ser respetados por los señores y poder convertirlos. El proceso era claro: una vez cristianizado un señor también se conseguía inmediatamente la conversión de sus campesinos y samurais. Además los religiosos eran conscientes de que para poder cristianizar Japón tenían que empezar por la capital, Kioto, un reto difícil pues en ella había más templos budistas, y su población tenía un gran nivel cultural cuyas influencias se extendían por todo Japón. En 1564 los jesuítas viajaron a Kioto y mantuvieron allí largas reuniones en las que el hermano Lorenzo, músico ciego de origen humilde, que había sido el primer japonés admitido en la Compañía, consiguió la conversión de varios señores con sus seguidores y samurais. Al poco tiempo se produjo la muerte del shogun Yoshiteru que condujo a un estado general de revuelta: los monjes budistas consiguieron finalmente que el emperador firmase el edicto de prescripción contra los misioneros.

Pese al desarrollo final de los hechos, lo cierto es que en un principio la actitud de los budistas, confucionistas y sintoístas fue tolerante y mantenían largas conversaciones con los jesuítas, asombrando a éstos por su elocuencia. En estas conversaciones se introducía Occidente en Oriente. Esta actitud positiva de los japoneses hacia los jesuítas y hacia los primeros visitantes portugueses, se debía a la admiración que sentían los nipones hacia unas gentes que llegaban tras largas singladuras. Esta actitud contrasta con la que luego adoptaron con los holandeses, a los que mantenían encerrados en una isla artificial, llamada Deshima, que sería la residencia- prisión de los extranjeros en Japón hasta el año 1854. En los primeros relatos se aprecia que entre las civilizaciones japonesa y portuguesa había ciertas coincidencias, como la humildad y honradez, lo que hizo que se respetasen mutuamente a pesar de que para los japoneses los europeos eran seres inferiores. Los valores católicos de los portugueses eran más afines a una sociedad tradicional como era la japonesa, mientras el racionalismo de los holandeses protestantes separaba a éstos de los japoneses. Portugal y España enviaron embajadas a Japón y Japón a Portugal y España, visitando también Madrid y el Vaticano. Así los japoneses consiguieron también tener una nueva visión de la realidad europea distinta a lo que les transmitían los jesuítas, producto de una observación directa y objetiva.

EL FIN DE LA EVANGELIZACIÓN DEL JAPÓN

¿Por qué falló la evangelización del Japón? Buena parte de culpa la tuvieron los propios europeos que trasladaron a territorio nipón los conflictos existentes en Europa entre distintas órdenes religosas y entre el catolicismo y el protestantismo. En un principio, en Japón sólo estaban los jesuítas, pero cuando llegaron los franciscanos y los dominicos, trasladaron sus luchas y recriminaciones a este territorio. Los franciscanos y dominicos acusaban a los misioneros de la Compañía de herejes, de abandonar las creencias católicas y adoptar ritos paganos, e incluso se les acusó por vestirse a la manera japonesa. En realidad, los jesuítas eran precursores de la observación participante antropológica, puesto que adoptaban e integraban costumbres japonesas tanto en ropas como en ritos pero sin renunciar a sus creencias. De hecho, tras unos años de estancia en Japón, los misioneros se dieron cuenta de que necesitaban conocer a fondo la cultura nipona para poder transmitir mejor las doctrinas cristianas. Así antes de ir a Japón los jesuítas pasaban un periodo de adaptación en Goa (India portuguesa). Lo que más se les criticó a los jesuítas fue el que permitieran que los japoneses convertidos mantuvieran el culto a los muertos, a los antepasados. Pero los jesuítas sabían que era un culto muy arraigado en la cultura tradicional japonesa e impedirlo hubiera significado un obstáculo insalvable en el proceso de cristianización. También fue criticado el que se les permitiera añadir danzas consideradas paganas en rituales cristianos como la festividad de la Pascua. Las luchas internas entre occidentales aumentaron la desconfianza de las autoridades japonesas que comenzaron a pensar que los jesuítas eran, como los misioneros de otras ordenes habían hecho en Filipinas, una avanzadilla para la colonización del país.

A estas luchas se unió el enfrentamiento entre católicos y protestantes que comenzó con la llegada de los holandeses en el barco Liefde, capitaneado por Jao Quaeck y por el piloto inglés Will Adams. Aunque no fue tan decisiva como las disputas entre las diferentes órdenes, sí representó para los japoneses un reflejo de lo que sucedía en Europa.

JAPÓN A LOS OJOS DE LOS JESUÍTAS

De los primeros contactos entre occidentales y japoneses los precursores de la investigación antropológica fueron los miembros de la Compañía de Jesús, pues los comerciantes portugueses no dejaron casi nada escrito. Dentro de los jesuítas destacan Luis Fróis, Joao Rodrigues y Alexandre Valignano.

Fróis (1532-1597) conoció a fondo Japón y tuvo una visión realista de los acontecimientos de su tiempo. Estudió profundamente el sintoismo y el budismo y algunas de sus obras pueden ser consideradas como predecesoras de la antropología cultural.

Por su parte, el padre Rodrigues escribió la primera gramática japonesa y defendió la importancia de conocer la geografía, las costumbres y la cultura de un país antes de intentar introducir una nueva religión en una sociedad diferente. Por último, el padre Valignano fue el que más logros consiguió en la cristianización del Japón. El Japón que describen los primeros jesuítas es un país en completo caos debido a las interminables luchas entre diferentes señores, en una estructura políticosocial de carácter piramidal: en lo más alto estaba el emperador, que ostentaba un poder de carácter divino, pero cuya influencia era mínima. Por debajo se hallaba el shogun que era un cargo hereditario y por debajo de él, estaban los señores, cada uno de ellos dominando un daimio y teniendo bajo su obediencia a los samurais y campesinos de ese daimio. Antes de la llegada de los occidentales, en las guerras entre señores sólo participaban los señores y sus samurais, pero con la introducción de las armas de fuego por parte de los europeos, los campesinos comenzaron a participar en las batallas.

Los jesuítas describen también la situación de la mujer, que a pesar de su posición social inferior al marido, tenía una influencia preponderante en el hogar y además podía ir a donde quisiera sin tener que pedir permiso al esposo. Un hecho que llamaba la atención de los primeros europeos respecto a la mujer era que el único momento en el que no podían salir de casa era durante la menstruación y si alguna mujer salía, después tenía que permanecer durante 30 días encerrada en una habitación en la que sólo recibía agua, arroz y leña a través de un agujero en la puerta. Una descripción completa es la que nos da el capitán Jorge Álvares quien llegó a tener un conocimiento profundo del pueblo japonés por su convivencia con Anjiro, un japonés que escapó de las autoridades por cometer un asesinato y que posteriormente sería el primer nipón en convertirse al cristianismo. Álvares explica: “las mujeres son proporcionadas…, son muy blandas de condición hogareñas, las honradas son muy castas y muy amigas de la honra de sus maridos y hay otras que son muy malas mujeres… Son mujeres muy limpias y hacen en casa todo el trabajo… las buenas mujeres son muy veneradas por sus maridos y los maridos son mandados por ellas… estas mujeres son muy devotas y van a sus casas de oración a rezar.”

Por su parte, a los japoneses les llamaban la atención ciertas cosas de los europeos, de los portugueses concretamente. Lo que más les impresionó fue la espingarda (escopeta de cañón largo) que fue rápidamente adoptada por los ejércitos, incorporando a los campesinos a las luchas, algo que a la larga resultó decisivo para la unificación del país. Los europeos influyeron también en diversos campos de la cultura japonesa, como la medicina, la geografía, la astronomía, las ciencias naúticas, el arte, pintura, la música, el urbanismo y la tipografía.

FRANCISCO JAVIER, EL GRAN VIAJERO

Poco después de la fundación de la Compañía de Jesús, la fama de los jesuítas como misioneros era ya notable. El rey de Portugal, Juan III (1521-1557), pidió misioneros jesuítas para la India, y el papa Paulo III ordenó que fueran dos. Ignacio de Loyola escogió a Simón Rodríguez y a Bobadilla. Pero este último cayó enfermo y, un día antes de partir, fue sustituido por Francisco Javier, un navarro de familia rica venida a menos que había conocido a Ignacio de Loyola en la Universidad de París y se había convertido en uno de sus primeros seguidores.

Era el 14 de marzo de 1540 y Francisco Javier tenía 35 años. Allí comenzó su aventura viajera. Moriría sólo once años después, pero en ese tiempo recorrió todo el mundo, incluida la India y Japón. Tras el llamamiento del Papa, salió camino de Lisboa, donde pronto logran la amistad del rey Juan III, que les pide que se queden en Portugal y funden casas de la Compañía, pero ellos sólo desean partir con la flota de la India. Finalmente, tras un año en la corte portuguesa, Rodríguez se queda en Portugal y Javier marcha sólo a la India, en abril de 1541, tras ser nombrado Nuncio Apostólico en todo el Oriente, ante “todos y cada uno de los Príncipes y Señores de las Islas del Mar Rojo, Pérsico y del Océano, y de las Provincias y Lugares de éste y el otro lado del Ganges y de los de más allá del Cabo llamado de Buena Esperanza y de las otras partes vecinas suyas”. Entre 1545 y 1549, Francisco Javier viaja con los portugueses por sus posesiones para predicar. Pronto deseará saltar al Sudeste de Asia, al que dedicará cuatro años de idas y venidas, alternando con estancias en Goa. La base de sus expediciones era la ciudad de Malaca, en el temible estrecho de su nombre, llave de las comunicaciones entre el Océano Índico y el archipiélago malayo.

En febrero de 1546 llegó a la isla de Amboino. Las informaciones de una flota española le hacen dirigirse hacia el norte, en busca de las Islas de las Especias, tierra donde se estaba expandiendo la religión musulmana desde el siglo XV. Pasó casi un año (junio 1546 – abril 1547) en Ternate y la Isla del Moro, recorriendo continuamente las casi treinta aldeas cristianas de esta última isla, entre grandes peligros, pues estaban rodeadas tanto por musulmanes como por paganos cazadores de cabezas humanas.

Entre junio y diciembre de 1547 residió en Malaca, donde conoció a un japonés, Yahiro o Anjiro, un samurai que había cometido ciertos crímenes y se había visto obligado a abandonar su país en una nave portuguesa. Anjiro abrió un nuevo mundo a las expectativas de Javier. Volvió a Goa donde Anjiro y dos criados suyos estudiaron portugués y se prepararon para servir de intérpretes. Vivió un año a caballo entre la capital y sus visitas a la Pesquería y Cochín, intentando consolidar los esfuerzos de evangelización realizados años atrás.

Por fin, el 15 de abril de 1549, Javier salió de Goa en un barco portugués para alcanzar su sueño: llegar a Japón. Le acompañaban el hermano Juan Fernández, Cosme de Torres, Anjiro y sus dos criados, el chino Manuel y Amador el malabar. En Malaca tuvo que recurrir a un junco de un pirata chino para proseguir el viaje. Rodeando las costas de Indochina y China, en medio de tormentas y tifones, huyendo de otros piratas, llegaron a Kagoshima el 15 de agosto de 1549.

Después de obtener el permiso del daimyo de Satsuma, permanecieron un año en la región de Kagoshima. Pronto se dio cuenta de que los japoneses eran un pueblo intelectual y moralmente superior a los que había conocido hasta entontes: “Son los japoneses más sujetos a la razón de lo que nunca jamás vi en gente inf iel; tan deseosos de saber que nunca acaban de preguntar y de hablar a los otros las cosas que respondíamos a sus preguntas”. Comenzó a predicar en la calle, pero, más tarde, prefirió el trato personal, en las propias casas, hablando e intentando comprender la profundidad del alma japonesa. Así fue como consiguió que se le abrieran muchas puertas y logró las primeras conversiones. “Al fin de la explicación siempre había disputas que duraban mucho. Continuamente estábamos ocupados en responder a las preguntas… perseveraban muchos días en estas preguntas y disputas; y después de pasados muchos días, se comenzaron a hacer cristianos, y los primeros que se hicieron fueron aquéllos que se nos habían mostrado más enemigos, así en explicaciones como en disputas”.

Viaje hasta Kioto Después de un año de predicación, decidió obtener el permiso del emperador para predicar por todo el país. A través de Hirado, Yamaguchi y Sakay, en medio del invierno y sorteando peligros, llegó a Miyako (actual Kyoto), donde residían el emperador y el shogun. La desilusión fue grande: la ciudad estaba arruinada por la guerra y no consiguió que le recibieran. Volvió a Yamaguchi y logró el permiso del daimyo local para predicar. En nueve meses se convirtieron medio millar de personas y formó una comunidad de fieles. Permaneció tres meses en las tierras del señor de Bungo, desde donde volvió a Goa en una nave portuguesa (noviembre 1551-enero 1552).

Mientras tanto, San Ignacio había creado la provincia jesuítica de Oriente, desgajándola de la provincia de Portugal y nombrando provincial a Francisco Javier. Después de reorganizar el colegio de Goa y solucionar las cuestiones de gobierno, Javier se lanzó de nuevo al mar (17 de abril de 1552). Tenía el firme propósito de convertir a China, para que, así, la fe triunfara en Japón: “…espero ir a la China por el grande servicio de Dios nuestro que se puede seguir, así en la China como en Japón; porque sabiendo los japoneses que la ley de Dios reciben los chinos, han de perder más presto la fe que tienen a sus sectas. Grande esperanza tengo que así los chinos como los japones, por la Compañía del nombre de Jesús han de salir de sus idolatrías y adorar a Dios y a Jesucristo, salvador de todas las gentes”.

Para ello, intenta organizar una embajada oficial en nombre del rey de Portugal, único camino para que una nave portuguesa pudiera entrar en un puerto chino. Pero en Malaca, el capitán Álvaro de Ataide prohibe la embajada y le obliga a continuar viaje de forma particular. En septiembre de 1552 llega a Sancián, una isla cercana a Cantón en la que se instalaban los comerciantes portugueses para hacer tratos con los chinos. Temerosos de las represalias y la cárcel, ningún portugués se arriesga a llevar a Javier hasta el continente. Esperando a un barco chino que nunca llegó, y abandonado por casi todos, Javier enferma y al amanecer del 3 de diciembre de 1552 muere en una choza de la playa de Sancián, ante la costa de China. Su cuerpo, milagrosamente incorrupto, será llevado un año después a Malaca y finalmente a Goa (1554), en donde hoy reposa.