Texto: Consuelo Varela

El viaje de Ruy López de Villalobos

Libro “El Pacífico español. Mitos, viajeros y rutas oceánicas”.  SGE 2003

Quizá una de las jornadas que mejor ilustran cómo se desarrollaron los viajes españoles por el Pacífico en el siglo XVI fue el que realizó la flota que capitaneó Ruy López de Villalobos en 1542. De esta expedición, en la que se puso nombre a las islas Filipinas, vamos a tratar en las páginas que siguen, pero antes conviene que recordemos las difíciles circunstancias que hubieron de superar nuestras flotas hasta llegar a conseguir un asentamiento definitivo, una vez conocida la ruta del retorno a Nueva España.

Introducción

La carrera del Pacífico fue muy larga y costosa para la Corona española. El viejo sueño de Cristóbal Colón, llegar a la India y a los países de la Especiería por una nueva ruta, por el Poniente, parecía difícil de alcanzar. El genovés tuvo mala suerte al toparse con el continente americano y no pudo encontrar el ansiado paso, pese a que lo intentó desde su tercer viaje al Nuevo Mundo en 1498.

La llegada a la India de Vasco de Gama en ese mismo año circunvalando África, debió de preocupar en gran medida a la Corona castellana, que no dudó en gastar dinero y esfuerzos para encontrar un estrecho. Muchos años más tarde, cuando el 25 de septiembre de 1513 Vasco Nuñez de Balboa, cruzando a pie el istmo panameño, descubrió el Mar del Sur, -llamado así por los españoles porque lo vieron en esa dirección al atravesar el istmo que corre de oriente a poniente–, la administración española creyó ver una esperanza y, al año siguiente, encargó a Juan Díaz de Solís que a toda urgencia buscase un paso que conectase el océano Atlántico con el Mar del Sur. La expedición se malogró al igual que se habían malogrado las que, desde 1505, se habían programado desde la Casa de Contratación sevillana, el organismo encargado de organizar todos los viajes al Nuevo Mundo.

La llegada de Fernando de Magallanes a Sevilla a finales de 1516 animó de nuevo a los oficiales de la Casa. El recién llegado supo convencerles de la conveniencia de seguir en el empeño. Él, que había navegado por aquellos mares, argumentaba con todo lujo de detalles que las Molucas, las islas de la Especiería, caían dentro del hemisferio hispano, según la línea de Tordesillas. Encandilados ante semejante barbaridad geográfica, los oficiales se apresuraron a  aprestar una armada de cinco naves que, siguiendo el rumbo marcado por su capitán, Magallanes, encontraría por fin un Estrecho y la Victoria, el único barco que sobrevivió a la aventura, daría la primera vuelta al mundo. El portugués no vivió para contarlo y el éxito de la primera circunnavegación se lo llevó Juan Sebastián Elcano, el capitán que logró traer el barco, maltrecho, hasta Sanlúcar de Barrameda.

Pese al desastre -cuatro barcos perdidos y más de doscientos hombres-, el resultado fue brillante económicamente: con la venta de la carga de la Victoria se pagó con creces la expedición. Se había encontrado un estrecho, sí, pero la ruta era larga y el camino extraordinariamente peligroso. ¿Qué hacer? Había que actuar en dos frentes. El diplomático, discutir  y decidir  a qué país pertenecían las Molucas, se encomendó a una junta de técnicos portugueses y españoles, compuesta por tres astrónomos y varios pilotos y marineros por cada una de las partes, que se reunieron en 1524 en Badajoz y Elvas. Por otro lado, mientras los sabios y los técnicos discutían, había que aprestar una nueva armada. Se pensó entonces en crear una nueva Casa de la Contratación de la Especiería en La Coruña.

La lucha por la posesión del control de los mercados hizo que al reino de Sevilla, primer “organizador” de los viajes de descubrimiento por mar, se opusiera una filosofía económica distinta: la de la Vieja Castilla  (Burgos, las dos Medinas y Valladolid), vinculada desde antiguo con el norte de Europa. La Coruña significaba no sólo una nueva oportunidad de actividades comerciales, sino también la ruptura o debilitamiento del monopolio sevillano. Por ello, fue Cristóbal de Haro, un mercader de Burgos, con casa comercial en Amberes y Lisboa, quien presentó a Carlos V, poco después de la llegada de la nao Victoria, la conveniencia de establecer una nueva Casa de la Contratación en Galicia y deslindarla, con el pretexto de dirigir desde allí las expediciones de la Especiería, de la establecida en Sevilla. Del puerto de la Coruña  partió en 1525 una armada dirigida por fray García Jofre de Loaísa, con Juan Sebastián Elcano como piloto mayor y el joven Andrés de Urdaneta como cosmógrafo, que siguió un derrotero muy similar al de Magallanes. Tras pasar con muchas dificultades el Estrecho, sólo una nave, la Santiago, con apenas ocho hombres, logró llegar a México costeando el litoral occidental americano. Se perdieron las cuatro embarcaciones restantes y sus tripulantes permanecieron en las Molucas malviviendo con los portugueses. Tres supervivientes que quedaron en la isla de Sanguín fueron rescatados, años más tarde, por la flota de Alvaro de Saavedra y hasta once años hubieron de esperar para ser rescatados los cincuenta y siete expedicionarios que se refugiaron en Tidore.

Fue ésta la primera vez que un navío consiguió remontar la costa occidental americana y fue entonces cuando se pudo comprobar que no existía un estrecho sino una franja de tierra. La desilusión invadió de nuevo a los oficiales de la Casa: la conquista del Pacífico habría de hacerse desde la Nueva España o desde el Perú, siempre que fuera posible dar con la ruta de retorno.

El tratado de Zaragoza (1529). Clausura de la casa de Contratación de la Coruña.

En 1529, cuatro años después de las fracasadas negociaciones de Badajoz y Elvas, se convocó una nueva reunión en Zaragoza, donde por fin se llegó a un acuerdo. Los representantes de Carlos V, agobiados por los gastos de las guerras europeas, llegaron a un consenso que pareció contentar a todos. De una parte, el Emperador vendía a Portugal por 350.000 ducados de oro los derechos que podía tener sobre las Molucas, reservándose la opción de recompra y, de otra parte, se reconocía el límite del Pacífico español en una raya al este del Maluco. Las dificultades monetarias del Emperador quedaron patentes a la vista de cómo se proyectaron los pagos. La venta, a plazos, se estipuló de la siguiente manera: 150.000 ducados habrían de pagarse en Lisboa a los veinte días de la llegada del rey portugués con la confirmación del contrato; el resto se habría de satisfacer al año siguiente con un calendario preciso. El 2 de mayo deberían de abonarse 10.000 ducados en Sevilla y 20.000 en Valladolid; en ese mismo mes se pagarían 70.000 en la feria de Medina del Campo, quedando los 100.000 restantes aplazados hasta la feria de octubre de la citada ciudad castellana.

Ya no tenía sentido mantener la Casa de la Contratación de la Coruña y sí, en cambio, alentar las expediciones desde el Nuevo Continente.

Los primeros intentos de cruzar el Pacífico desde México

Los primeros intentos de cruzar el Pacífico desde el continente americano fueron  parejos  a los que se hicieron para reconocer la costa oeste americana. Fue, sin embargo, desde México, donde iban a cuajar. Tanto Hernán Cortés, primero, como don Antonio de Mendoza más adelante, gobernaban un virreinato tranquilo, sin guerras civiles entre los españoles, con excelentes infraestructuras para construir barcos y con una buena cantidad de hombres dispuestos a correr la aventura.

Todo nos induce a creer que la iniciativa se debió al Emperador, que, sabedor de los viajes que Cortés estaba enviando para reconocer las costas de su gobernación, le ordenó -por una carta del 10 de junio de 1526- que preparara una flota para ir al Maluco para saber la suerte de la flota de Loaísa, averiguar si aún quedaban supervivientes de la de Magallanes y qué podía haber ocurrido con aquella armada que, antes de saberse en España la llegada de Elcano, se había enviado desde Panamá en su búsqueda (la de Andrés Niño). Da la impresión de que se trataba de una obsesión personal del Emperador, que no estaba dispuesto a abandonar la posibilidad de sentar sus reales en el Pacífico.

Desde México partieron las flotas de Álvaro de Saavedra (1527), Hernando de Grijalva (1536-1537), Ruy López de Villalobos (1542-1545) y Miguel López de Legazpi (1564).

Un viaje emblemático: Ruy López de Villalobos (1542-1545)

El viaje de Ruy López de Villalobos, en el que se nombró a las islas Filipinas en honor del heredero, el príncipe Felipe, puede servirnos de modelo de lo que fueron aquellas primeras expediciones desde México fracasadas al no conseguir la ruta del tornaviaje, pero de vital importancia para el conocimiento español de los Mares del Sur.

De todas estas exploraciones poseemos abundante documentación de primera mano. En el caso de la armada de Villalobos disponemos de las instrucciones dadas al capitán por el virrey; de una serie de cédulas y cartas que se guardan en el Archivo General de Indias de Sevilla; de cuatro relaciones del viaje efectuadas por participantes en el mismo y de los papeles de un pleito que se siguió en la Nueva España al regreso de la expedición.

La financiación

Como en los viajes anteriores, la financiación de esta jornada fue mixta. Esa era la costumbre que quedaba plasmada en una capitulación entre la Corona y los socios particulares de la expedición. En nuestro caso, una serie de circunstancias complicaron la marcha normal de las negociaciones en gran medida. Veámoslas.

En 1536, Pedro de Alvarado, gobernador y adelantado de Guatemala, favorecido por Cobos, el secretario de Carlos V, había efectuado una capitulación para descubrir, conquistar y poblar las islas y provincias que “estuviesen en el Mar del Sur, hacia Poniente”, con la promesa, por parte del monarca, de que en los siete años siguientes no se tomaría capitulación con ninguna otra persona y comprometiéndose el adelantado a correr con los gastos de la expedición y a preparar los astilleros necesarios.

Mientras Alvarado preparaba su flota en Guatemala, regresaba fray Marcos de Niza, enviado por el virrey Mendoza a explorar el Norte de la Nueva España, asombrando a propios y extraños con sus fantásticos relatos sobre las riquezas de las famosas Siete Ciudades y el reino de Cíbola. Los sermones del fraile animaron al virrey a pensar en la organización de nuevos viajes por el Pacífico, anunciando a todos su intención.

Las noticias volaron rápidamente a Guatemala con el consiguiente disgusto de Alvarado que, sintiéndose agraviado en sus intereses, no dudó en desplazarse hasta México para presentar sus quejas al virrey. Tras unas negociaciones, que suponemos largas y dificultosas, ambos llegaron a un acuerdo: Mendoza costearía la tercera parte de la expedición que juntos patrocinarían, firmándose el asiento y capitulación de compañía en Tiripitío de la Nueva  España el 20 de noviembre de 1540.

Un año más tarde, el 28 de marzo de 1541, escribía Alvarado al Emperador desde Jalisco dándole cuenta del nuevo acuerdo con Mendoza y de cómo habían decidido dividirse todo lo que se descubriese. A cambio de este aumento en el porcentaje, el virrey cedía a Alvarado la participación en los descubrimientos que se hiciesen por el norte de la costa del Pacífico mexicano y ambos se dividirían igualmente lo que se descubriese y conquistase. Asimismo, se estipulaba que serían por cuenta de cada uno los gastos que hubiesen hecho hasta el día de la capitulación y por mitades los que se hicieren en adelante. El contrato tendría una duración de veinte años y a el se obligaban tanto ellos como sus herederos. Los socios, sigue diciendo Alvarado en su carta al Emperador, habían decidido dividir la armada en dos partes y que “la una fuese a las islas de Poniente y las voltease y viese lo que en ellas hay, y la otra fuese corriendo por la costa de la Tierra Firme hasta ver el fin y secreto de ella y vuelta que hace”. Por acuerdo mutuo dispusieron que la que había de dirigirse a las islas del Poniente fuera al mando de Ruy López de Villalobos, “hombre muy experto y practico en las cosas de la mar”, y la que debía reconocer el Pacífico mexicano, al de Juan de Alvarado, “persona asimismo suficiente”. En abril zarparía la flota de Juan de Alvarado y en junio la de Villalobos. Durante el tiempo que faltaba para la partida se irían construyendo dos naos gruesas para enviarlas en su socorro, si fuese menester, y otras más se seguirían fabricando en los astilleros de Guatemala en previsión de los nuevos viajes que se podrían proyectar en el futuro. Tan seguros estaban ambos capitulantes del éxito de su empresa.

Cuando ya parecía que todo marchaba a pedir de boca, un desgraciado accidente acabó con la vida del adelantado. Alvarado, que había acudido a Nueva Galicia a ayudar a sofocar una sublevación de indios, caía abatido bajo un caballo despeñado frente al peñón de Nochixtlán, en la mexicana Guadalajara; tiempo tuvo, empero, antes de morir, para hacer testamento y ordenar a sus capitanes y soldados que volviesen a Guatemala y entregasen la flota a doña Beatriz de la Cueva, su mujer.

Fallecido el extremeño, se deshizo el acuerdo al asumir Mendoza la práctica totalidad de la financiación, en la que no tuvieron parte los herederos de Pedro de Alvarado. El virrey adujo motivos financieros y, a partir de ese momento, suya fue la dirección de la empresa, que se vio aplazada, pues los sucesos de Nueva Galicia le tuvieron ocupado todo el año 1541 y buena parte del siguiente.

Pese a que contamos con los textos de este entramado de capitulaciones y acuerdos, desconocemos el montante económico de esta expedición.

Las precisas instrucciones

Como era lógico, todos los capitanes generales de estas armadas recibían unas instrucciones completísimas del virrey en las que se pretendía prever, minuciosamente, las posibles contingencias del viaje; y a su vez, los capitanes generales emitían las suyas, que eran leídas a las tripulaciones antes de partir. En el caso de la expedición de Villalobos, disponemos tanto de las que éste recibió de Mendoza como de las que él mismo dictó a sus hombres.

En las instrucciones a Villalobos, a quien recordaba “os envío en mi lugar”, en primer lugar el virrey le ordenaba dirigirse inmediatamente al puerto mexicano de la Navidad, donde el escribano Juan de Villareal habría de entregarle los navíos y pertrechos necesarios para la jornada, que debía comenzar a la mayor brevedad posible. Una vez asentado en lugar conveniente, habría de enviar la noticia a la Nueva España en alguna de las naves, bien abastecida, “pues como sabéis el viaje de la vuelta no está descubierto ni sabido, de cuya causa habéis de pensar que ha de ser largo”. Inmediatamente debía Villalobos indagar el paradero de los hombres participantes en anteriores viajes que habían quedado en aquellas tierras e intentar, si era posible, rescatarlos. Puso el virrey especial cuidado en recomendarle que “en las causas arduas y de calidad” tomase consejo de las personas más sensatas que llevaba consigo y no olvidó recordarle la importancia de promover la tarea evangelizadora, ayudado por los sacerdotes que llevaba en su tripulación, ya que, “éste -la cristianización de los infieles- es el principal intento de vuestra jornada”.

En sus instrucciones a la tripulación, Villalobos procuró no dejar ningún cabo suelto, ya que el orden y la disciplina habrían de llevarse a rajatabla para el buen funcionamiento de la armada. En primer lugar, se ordenaba la confesión a todos los expedicionarios y se fijaban los castigos a los blasfemos; a los soldados y marineros, para evitar motines, se les obligaba a entregar las armas, que serían guardadas en sitio seguro, y se establecían, incluso, las raciones que se habrían de dar de agua y de comida. A las habituales recomendaciones en las que se especificaba el orden que debía de llevar la flota, el modo en el que habían de establecerse las guardias nocturnas y diurnas o las instrucciones en caso de derrota de algún navío, se añadían otras como, por ejemplo, la advertencia de que, bajo ningún concepto, se dejasen convidar a festejos (quizá recordando la muerte de los veintitrés compañeros de Magallanes, que, tras ser invitados a un almuerzo, fueron descuartizados en Mactán); o la forma y manera en la que se establecía un sistema de comunicación en caso de que algún navío se extraviase. Se trataba de una fórmula muy ingeniosa y que resultó de gran utilidad. Los mensajes, introducidos en una caja, habrían de colocarse en un lugar bien visible desde lejos al pie, o en el hueco, de un árbol, que se señalaba con una gran cruz y una inscripción que decía: ‘cava al pie’. Así, de esta sencilla manera, se localizarían unos a otros.

Por su parte, la Corona, necesitada de una información veraz acerca de lo descubierto, imponía que el cartógrafo de cada expedición levantara mapas de las tierras que reconocieran y que el piloto trazara las cartas de la navegación realizada. Asimismo, un mandato ordenaba que se instalara un grupo de españoles en alguna de las Molucas no habitadas por los portugueses. Aquellos retenes de hombres, que habrían de iniciar con los naturales un comercio de rescate, habrían de redactar un informe, lo más exhaustivo posible, recogiendo cuantas noticias pudieran sobre los parajes, los hombres y las posibles riquezas del territorio. A la astucia y habilidad del capitán general se encomendaba  la misión de espiar a los portugueses e indagar si habían construido alguna fortaleza en las islas y tierras correspondientes a la Corona española según la línea de Tordesillas. Una vez reunida toda esta información, el capitán general debía de enviar un navío de retorno a la Nueva España, por la ruta del Pacífico, cargado con la mayor cantidad posible de especias y productos orientales. Como se ve, poco se dejaba al azar.

Partió la armada de Villalobos el día 1 de noviembre de 1542. Los restos de la flota deshecha arribaron a la Península en 1548. En aquellos años, Villalobos siguió, como pudo, las instrucciones recibidas: nos faltan los mapas, que una mano poco inocente ha arrebatado del manuscrito donde se habían dibujado, pero sí tenemos los roteros. A lo largo de su peregrinar de isla en isla, además de espiar a los portugueses, Villalobos fue recogiendo los restos de las tripulaciones anteriores. Por dos veces intentó que una nave regresara a Nueva España en busca de refuerzos y con esa intención envió desde Sarangán (Sarangani) en 1544 a Bernardo de la Torre y un año más tarde, en 1545, a Ortiz de Retes desde Tidore. En Sarangán intentó Villalobos formar una colonia e incluso ordenó sembrar maíz, que no cuajó. A este efecto, uno de los relatos del viaje, el que conocemos como Relación anónima, recoge muchos datos de la vida cotidiana de los habitantes de Mindanao y Nueva Guinea.

Las naves

Las naves que habían de surcar el Pacífico en esta ocasión, todas nuevas, fueron construidas en la Nueva España. Mientras que la flota de Álvaro de Saavedra (1527-29) contaba con tres barcos (dos naos y un bergantín) y la de Hernando de Grijalva (1536-37) se componía de dos (una nao y un patache), la de Villalobos, la más numerosa, constaba de seis (tres naos, un galeón, una galeota y una fusta). Los puertos de partida de estas flotas fueron, respectivamente, Zihuatanejo, Acapulco y Navidad. Iba por capitana de la armada de Villalobos la nao Santiago, de 150 toneladas, acompañada por la San Jorge, de 120, la San Antonio, de 90, el galeón San Juan de Letrán, de 60, la galeota San Cristóbal y la fusta o bergantín San Martín. Se trataba, pues, de la mayor expedición enviada hasta entonces a la conquista del Pacífico.

Los hombres

La consecuencia inmediata de la cofinanciación de las flotas españolas al Pacífico era la duplicidad de cargos, pues tanto el Emperador como el virrey y el capitán general  imponían a sus propios oficiales. En la armada de Villalobos se enrolaron como oficiales del Emperador el contador Jorge Nieto, el tesorero Juan de Estrada, el veedor Onofre de Arévalo y el factor García de Escalante; como oficiales en representación de don Antonio de Mendoza fueron el contador Guido de Labazares, el tesorero Gonzalo de Ávalos y el factor Martín de Islares. A Villalobos encargó el virrey que, además del cargo de capitán general de la armada, se ocupara personalmente de controlar su hacienda invertida en la expedición.

Un personaje importante, por el papel que habría de desempeñar, era el “lengua”, el intérprete, que en esta ocasión fue el factor Martín de Islares, que con anterioridad había vivido siete años en las Molucas y que, al decir del cronista fray Gaspar de San Agustín, “sabía bastante la lengua malaya”.

No faltaban en estas armadas religiosos, elegidos normalmente por los superiores de los conventos en el caso de los frailes o monjes, o por el arzobispo en el caso de los clérigos. Con Villalobos marcharon cuatro agustinos y cuatro clérigos. El padre Jorge de Avila, provincial de la orden  en México, convocó una junta de la que salieron elegidos los nuevos misioneros: el padre fray Jerónimo de Santisteban, prior del convento de México, fray Nicolás de Perea, prior del de Atotonilco, el padre Juan de la Cruz, prior del de Totolopán –que no pudo ir y fue sustituido por fray Alonso de Alvarado– y fray Sebastián de Reina, que había escogido el nombre de fray Sebastián de Trasierra al tomar el hábito agustino. Al menos cuatro clérigos más componían la expedición de manera oficial: el comendador Hernando Laso, de la orden de Alcántara, y los padres don Martín, Cosme de Torres y Juan Delgado.

Unos ochocientos hombres componían la tripulación. De ellos, la mitad eran españoles y el resto indios e indias de Nueva España, esclavos negros y un nutrido grupo de europeos (al menos dos portugueses, Juan Nunes y Gonzalo Hernandes). Muchos extranjeros sirvieron en estas flotas con cargos importantes. Por ejemplo, en la expedición de Hernando de Grijalva iba por piloto el portugués Martín de Acosta y como maestre el genovés Esteban de Castilla. En cuanto a la elección del capitán general, salvo algunos casos como el de Pedro de Alvarado, se trataba de personas muy próximas al virrey e incluso parientes: Álvaro de Saavedra era primo de Hernán Cortés y Villalobos era cuñado del virrey Mendoza según nos aseguran algunas fuentes que no hemos podido comprobar. Asimismo era frecuente que varios parientes se enrolaran en la misma expedición. En nuestro caso, eran hermanos Ruy López de Villalobos y Bernardino de Vargas, y Hernán Pérez y Bernardo de la Torre; fueron cuñados Francisco Merino y Juan de Estrada, y sobrinos de Pedro de Alvarado, García de Escalante y García de Alvarado. La nave en la que regresó Urdaneta llevaba por capitán a Felipe de Salcedo, un nieto de López de Legazpi.

La atracción del Pacífico hizo que muchos hombres se arriesgaran a repetir el viaje: así, el bombardero Hans y Ginés de Mafra, que fueron con Villalobos, ya había ido antes con Magallanes. Antonio Corso viajó con Saavedra, y Martín de Islares había participado en la expedición de fray García Jofre de Loaísa. Algunos hombres volverían años más tarde: Guido de Labazaris llegaría a ser gobernador de Filipinas y fray Alonso de Alvarado sería nombrado en 1571 primer superior del convento agustino de Manila. Otros se quedaron voluntariamente en Oriente. Así, los padres Juan Delgado y Cosme de Torres, tras conocer en Amboina a fray Francisco Javier, optaron por hacerse jesuitas. Cosme de Torres acabó, años más tarde, en Japón, donde sufrió martirio y es hoy venerado como uno de los primeros mártires nipones.

Un mal fario cayó sobre los tres capitanes generales de estas armadas. Alvaro de Saavedra murió en Jardines; en alguna de las islas Molucas falleció Hernando de Grijalva y Villalobos encontró la muerte en Amboina.

El viaje

A pesar de que disponemos de varias relaciones del periplo de esta armada, como ya se ha dicho, no es fácil trazar su ruta y las vacilaciones nos asaltan muy a menudo. Aquí vamos a narrarla siguiendo el estudio que efectuaron Armando Landín Carrasco y Roberto Barreiro-Meiro en: “La expedición de Ruy López de Villalobos” ( Descubrimientos españoles en el Mar del Sur, Madrid, 1991, t. II, págs. 317-358), que, sin duda, han sido quienes mejor y más en profundidad la han estudiado.

Del Puerto de la Navidad a Mindanao

El 1º de noviembre de 1542 zarpaba la flota del puerto de la Navidad, situado en la costa del Pacífico mexicano. Ocho días más tarde, luego de haber navegado ciento ochenta leguas al oeste, pasaron entre dos islas despobladas, a las que llamaron Santo Tomás, a la más pequeña, y Añublada a la mayor, porque aparecía cubierta de una espesa niebla. En esta primera escala, en la que aprovecharon para aprovisionarse de pescado, habían recalado en el que hoy conocemos como el archipiélago mexicano de Revillagigedo. De allí, a ochenta leguas al oeste, avistaron otra isla que bautizaron como Roca Partida y que hoy se llama Clarión.

Casi un mes anduvieron sin poderse acercar a tierra, pero sí pudieron advertir que en un cierto punto había tan poca profundidad que los barcos casi rozaban con las rocas; llamaron al paraje Abreojo y, más tarde, San Bartolomé; algunos pensaron que quizá se hallaban cerca de la isla donde se encontraban las míticas minas del rey Salomón.

El día de Navidad arribaron a un archipiélago de islas bajas cubiertas de arbolado, donde pudieron descansar en la isla que llamaron San Esteban porque llegaron a ella en su día. Cuando el día de Reyes, ya del año siguiente de 1543, decidieron seguir su camino, advirtieron que muchos tenían las uñas llenas de coral y al punto decidieron llamar a ese conjunto como Islas de los Corales. Habían llegado a los 9º 10′ de latitud norte y muchos participantes de la expedición aventuraron que quizá aquéllas eran las islas a la que Alvaro de Saavedra había bautizado como las Islas de los Reyes. De allí, después de navegar treinta y cinco leguas llegaron a otras, tan hermosas, que no dudaron en bautizarlas los Jardines. Estaban en lo que hoy es el grupo central de las islas Marshall.

El 23 de enero, a cincuenta leguas de Jardines, se toparon con una isla cuyos habitantes salieron a recibirles haciendo la señal de la cruz y gritándoles en castellano: Buenos días matalotes, por lo que decidieron llamarla Matalotes. Era la isla Fais, a la que, pese a las calurosas palabras de recibimiento, no habían llegado aún los castellanos. Bien parece que esa expresión la habían aprendido los isleños de sus vecinos, a cuyas islas habían llegado con anterioridad las flotas de Gonzalo de Espinosa en 1522 y Alvaro de Saavedra en 1527-29. Tan clara estaba en la memoria el recuerdo de los nuestros en aquellos parajes que, tras casi veinte años, los nativos aún les recordaban.

Siguiendo el mismo paralelo, 9º 40′ N, llegaron a la isla de Yap, una de las Carolinas occidentales, donde se detuvieron poco tiempo, pues el 2 de febrero, “siguiendo la vía del poniente”, llegaban a una isla grande, donde fondearon en una bahía que, en recuerdo de la ciudad natal de Villalobos, bautizaron con el nombre de Málaga. Habían llegado a Mindanao, la isla que, en honor del Emperador, nombraron Cesarea Karoli.

Entre las  Filipinas y las Molucas

Al llegar a este punto, las fuentes documentales complican el seguimiento del itinerario seguido por la flota. En primer lugar, porque los autores escribieron sus crónicas años más tarde guiándose de su memoria, lo que les hizo caer en algunas trampas y, en segundo lugar, por la costumbre de ir poniendo nombres nuevos a cuantos parajes arribaban, lo que duplicaba, o incluso triplicaba, los topónimos. Así las cosas, hemos de andar con cuidado una vez más y limitarnos a la ruta ya fijada por Landín y Barreiro-Meiro.

Tras fondear por un mes en la bahía que habían llamado Málaga en Mindanao, la flota se dirigió hacia la cercana isla de Sarangán, hoy llamada Balut y que Villalobos bautizó con el nombre de Antonia en recuerdo del virrey don Antonio de Mendoza. Por fin habían consumado la travesía del Pacífico y había llegado el momento de cumplir aquellas cláusulas de las instrucciones: comenzar el asentamiento y enviar una nave a la Nueva España para dar noticia de su viaje.

Pese a las buenas intenciones de Villalobos, no había manera de establecer la colonia. Los naturales, que al comienzo recibieron bien a los castellanos, comenzaron las hostilidades nada más darse cuenta de sus pretensiones. Villalobos ordenó que se les tratara con respeto “por pensar que la necesidad les haría venir de paz a que poblasen su isla”. Mas no fue así: los indígenas huyeron a la vecina Mindanao y los castellanos empezaron a pelearse por el reparto del botín: campanas, porcelanas…; no quisieron sembrar, no habían venido a labrar -decían-, sino a conquistar.

La situación para los castellanos se iba complicando, había aparecido el hambre y no conseguían establecer paces ni en Mindanao ni en Sarangán. Villalobos decidió entonces dejar allí tres naos y la mayoría de la flota, mientras que él, con la galeota San Cristóbal, la fusta San Martín y cuatro calaluces, las pequeñas embarcaciones de los indígenas, partía en demanda de la isla de Sanguin. No consiguió llegar. Una tormenta a punto estuvo de deshacer  su flota y los que habían quedado en Sarangán tampoco habían tenido suerte con el terrible temporal: se había perdido una de las naos, la San Antonio, y las otras dos tenían serios desperfectos.

Con objeto de pedir socorro y de cumplir con su ordenanza -hallar la derrota del tornaviaje- ordenó Villalobos a Bernardo de la Torre que con la nao San Juan intentara la navegación hacia la Nueva España. Por su parte, la galeota San Cristóbal fue enviada a las islas septentrionales, a las que ya llamaban Filipinas, a comprar vituallas. Era el 4 de agosto de 1543.

En octubre regresó la galeota cargada con pocos víveres, pero con la noticia de la existencia de una isla rica y de naturales amigos que tenía por nombre Buio (Leyte). No lo dudaron y hacia allí intentaron desplazarse. Pero, de nuevo, las tormentas y los vientos contrarios no sólo les impidieron llegar, sino que desparramó la flota, perdiéndose la San Cristóbal. Cuando al fin pudo Villalobos atracar en una bahía segura, dejó una nota a la San Cristóbal bajo un árbol, en la que le anunciaba su propósito: dirigirse a Zamafo, a una costa que los nativos llamaban Moro, que era una provincia del rey de Gilolo. Poco antes de iniciar el viaje, Villalobos, ante el escribano de la armada, hizo constar el motivo principal que le obligaba a dirigirse al Maluco, unas tierras a las que les estaba prohibido dirigirse, “no comían más de dos onzas de arroz cada uno en veinticuatro horas, y que no había ración para más de diez días”. Allí, en el reino de la Especiería, habrían de encontrarse con los portugueses, comenzando un nuevo capítulo de su viaje.

La relación con los portugueses

Para entender mejor las difíciles relaciones entre portugueses y castellanos en el Maluco habremos de tener presente no sólo los resultados del Tratado de Zaragoza, ya citado, sino también conviene que recordemos los diversos encuentros que hasta esta fecha de 1543 se habían producido en el Pacífico. La primera vez que hubieron los portugueses de vérselas con otros europeos en el Maluco fue con castellanos: con dos navíos, la Victoria y la Trinidad, que, para colmo, eran los que quedaban de la armada capitaneada por un portugués, Fernando de Magallanes. Aunque Magallanes ya había fallecido, la súbita aparición de su escuadra debió de causarles una hondísima impresión. Todos allí recordarían que fue precisamente Francisco Serrano, el descubridor de las Molucas, quien envió llamar a Magallanes para que comprobara el inmenso potencial económico del archipiélago y que éste, una vez visitadas las islas, marchó para Lisboa con objeto de solicitar de Juan III el permiso para comerciar.  Dos décadas más tarde, la situación no parecía haber cambiado, pues sin lugar a dudas el mayor problema que los castellanos tuvieron en estos viajes, al margen naturalmente del fracaso al no poder encontrar la ruta del retorno, fue el de las relaciones con los portugueses.

Efectivamente, en aquel escenario poco pacífico, dos fueron las características comunes que se repitieron cada vez que castellanos y portugueses se encontraban. En primer lugar, todas las armadas castellanas que siguieron a la de Magallanes-Elcano entraron también en conflicto bélico con los portugueses nada más llegar al Maluco. Lo mismo da que fueran expediciones enviadas desde la Coruña o desde la Nueva España. Y, en segundo lugar, todas ellas emplearon para poder comerciar -y sobrevivir- las mismas técnicas que habían utilizado los portugueses con los naturales del Maluco cuando hicieron el asiento; esto es, ayudar en su lucha contra los portugueses al rey de Tidore o al de Terrenate según conviniera para, a cambio de su socorro, obtener el permiso necesario para  cargar el ansiado clavo.

Cuentan nuestros cronistas que los portugueses, afincados en el Maluco desde años atrás y con la seguridad, por el tratado hecho con el Emperador, de poseer las islas en usufructo al menos por quince años más, sufrieron un tremendo sobresalto al tener noticia de la llegada de la armada de Villalobos.  Desde muy pronto se cruzaron, entre unos y otros, una serie de cartas y requerimientos, donde invariablemente los portugueses conminaban a los castellanos a salir de sus territorios y éstos se resistían a hacerlo. La ceremonia de entrega de estos requerimientos, que en todas las armadas se efectuó de la misma manera, nos es perfectamente conocida. Como primera medida era enviado un personaje importante, un hidalgo o un clérigo, que, acompañado de una pequeña flotilla, se presentaba ante el destinatario de sus cartas; llegado al lugar y entregadas sus credenciales, pedía seguro para desembarcar, y una vez dado éste, se iniciaban las conversaciones, que solían ser breves. El embajador llevaba siempre dos documentos, una carta en la que en tono amistoso y casi con carácter confidencial se anunciaba lo que en el requerimiento que la acompañaba se exigía. A esta carta y requerimiento se solía contestar con otros dos documentos: carta y respuesta al requerimiento. Disponemos de algunos originales y de las copias de los seguros, cartas y requerimientos que se cruzaron los castellanos y portugueses desde el 20 de julio del año de 1543 hasta el 4 de noviembre del 1545, en que se firmaron las capitulaciones.

A la llegada de Villalobos, la fortaleza portuguesa de Terrenate, cercana al lugar de desembarco de nuestra flota, sólo tenía una guarnición de ciento veinticinco hombres, entre sanos y dolientes, y su armada estaba compuesta únicamente de una carabela vieja, un batel y una fusta reparada. Jordao de Castro, su capitán, fue avisado en el mes de junio de 1543 de la llegada de una gran flota castellana, que le dijeron que se componía de más de mil doscientos hombres. Como primera medida, escribió a su rey Juan III y envió, contra el monzón, recado al gobernador en Malaca; comenzó a atrincherarse y construyó una nueva fortaleza de cal y canto, que cercó; recogió cuantos mantenimientos pudo en previsión de un asedio, e incluso, comenzó a construir un nuevo batel. Desesperado, porque sabía que se había enviado un navío para la Nueva España, el capitaneado por Bernardo de la Torre, del que aún no se tenían noticias, Castro estaba convencido de que una gran flota habría de llegar de México al mando de Andrés de Urdaneta. Su diplomacia funcionaba mejor que la de los castellanos: efectivamente Urdaneta estaba en México y se intentaba involucrarle en un viaje a las islas de la Especiería, pero aún nada se había dispuesto.

La llegada de Bernardo de la Torre y el viaje de Ortiz de Retes

El regreso de Bernardo de la Torre a las Filipinas, el 2 de noviembre de 1543, sin haber conseguido dar con la ruta del tornaviaje, desalentó a los castellanos. Si bien el periplo de la San Juan, de apenas tres meses, había ampliado el conocimiento de los mares del Sur, pues en su vuelta había avistado el arrecife de Arakane, la isla de Parece Vela -también llamada Okino Tori-, las islas de Sarigán y Saipán, en las Marianas, había descubierto el grupo insular de Volcano y fue la primera nao que consiguió la travesía del estrecho de San Bernardino, entre las islas de Samar y Luzón, no había cumplido con su principal objetivo.

Desde Tidore, el 28 de mayo de 1544, Villalobos envió al factor García de Escalante para que recogiera las naves de su escuadra que habían quedado dispersas entre las diferentes islas, en particular los bergantines que tiempo atrás habían salido de Sarangani en dirección norte. Casi cuatro meses navegó Escalante por las islas Célebes, Mindanao y Abuyo (Leyte). En su viaje, encontró dos cartas. Una de ellas era de Bernardo de la Torre, en la que anunciaba no haber podido dar con la ruta del tornaviaje, y la otra de fray Jerónimo de Santisteban, donde contaba la muerte de alguno de sus hombres a manos de los indígenas y la pacífica convivencia de veintiún españoles en Samar. Tras dar con el barco de Santisteban y una vez que recogió a algunos pocos castellanos que andaban desparramados por las islas, Escalante regresó a Tidore.

Un año más tarde, el 16 de mayo de 1545, un nuevo intento de cruzar el Pacífico fue llevado a cabo por Íñigo Ortiz de Retes en el San Juan, el mismo navío que había llevado el año anterior Bernardo de la Torre. El 3 de octubre regresó a Tidore sin haber podido completar su misión. Pese a no haber cumplido con el objetivo, el viaje Ortiz de Retes fue de gran importancia por el hallazgo, bautizo y toma de posesión de la gran isla que llamaron Nueva Guinea por el color negro de sus habitantes, que les recordaba a los habitantes de Guinea, cuya costa septentrional bordearon tras pasar las islas Schouten, y las Wululu (Barbada) y Aua (Caimana), a poniente del grupo Ninigo.

Años de angustia y espera

En Gilolo primero y en Tidore después, los castellanos malvivían en constante zozobra. En la primera, a propuesta del jefe de aquella región, y tras acordar entre todos aceptar su oferta, se construyeron unos almacenes donde guardar las cargas de las naos, ya prácticamente deshechas. Allí encontraron a Pedro de Ramos, que había llegado al Maluco años atrás en la flota de Loaísa, un personaje que les sirvió de gran ayuda no sólo por su conocimiento de la lengua malaya y de la región, sino también porque, hombre hábil, estaba en buenas relaciones con los jefes del lugar.

Cuando aún no se sabía el resultado del viaje de Ortiz de Retes, desde la India se envió noticia a Portugal de la arribada y establecimiento de la armada castellana. La llegada del despacho a Lisboa motivó la rápida reacción de Juan III, que se apresuró a quejarse a su cuñado el Emperador. La respuesta de Carlos no se hizo esperar, pues al punto dictó una provisión, fechada en Gante el 29 de octubre de 1545, ordenando que ninguna embarcación, así de guerra como mercante, fuera a la islas Molucas y conminando a Villalobos a que saliera de aquellas tierras, dándose por “muy deservido” por lo que había hecho. El Emperador no quería añadir nuevos problemas a los que ya tenía en Europa, pero deseaba estar informado y once días después de haber enviado esta provisión, y dando por seguro el rápido regreso de la flota, expidió desde Brujas, el 9 de noviembre, una real cédula al virrey Mendoza, participándole que, para agradar y complacer al Rey portugués, había enviado “mandar a los dichos capitanes y gente que hallándose en algunas islas y tierras que el posee, comprendidas en la Capitulación, las dejen libremente y se partan y vayan. . . sin detenerse más”, a la vez que le anunciaba que se había advertido a todos los justicias, así de las Indias como de Castilla, que los prendiesen y detuviesen nada más arribar a puerto y que en “secreto” habrían de ser interrogados sobre las islas halladas, y que “parezca y den a entender que han sido reprendidos y castigados, para complacer al Serenísimo Rey”.

Unos días antes, el 22 de octubre de ese mismo año de 1545, desembarcaba Hernando Souza de Távora en Terrenate. La suerte estaba ya echada definitivamente para los castellanos y el 4 de noviembre se firmaron las  capitulaciones, muy contestadas por los oficiales de Villalobos que, lejos de querer rendirse, pretendían seguir luchando. Rubricaron el documento Martín Alfonso de Souza, gobernador de la India, Jordán de Freitas, capitán del Maluco, y Ruy López de Villalobos, capitán general de la armada castellana. El español hubo de rendirse a la evidencia y, muy a su pesar, pactó su repatriación a España junto con sus hombres. Un viaje que se inició el 14 febrero de 1546 en Terrenate con rumbo a la India y que se prolongó más de lo deseado.

El encuentro con San Francisco Javier

No podían imaginar los españoles que en su primera parada se habían de encontrar con un compatriota singular: San Francisco Javier. Javier, que había llegado a Ambón el 17 de febrero de 1546, fue testigo de la llegada de la flota castellana y, durante los tres meses que allí estuvo anclada, su desvelo y cuidado para con sus compatriotas fue constante. Se dice que profetizó la muerte de Villalobos y que incluso le asistió en sus últimos momentos. Su influencia y carisma cautivó de tal modo a los frailes de la expedición, que dos de ellos, los sacerdotes Cosme de Torres y Juan Díaz o Delgado, entraron a formar parte de la Compañía de Jesús, no regresando con el resto de la flota a España. San Francisco Javier, que era un empedernido escritor, les entregó tres cartas para que fueran portadores de ellas: una para los socios de la Compañía en Goa, en la que recomendaba con cariño a sus hermanos que regresaban a España; otra para el Papa y una tercera para sus hermanos jesuitas en Europa. En ellas relataba la llegada de la armada castellana, sin entrar en juicios de valor; no podía ser de otra forma: su misión no era juzgar hechos políticos. Quizá fue ésta la única etapa del viaje en que los expedicionarios se vieron asistidos y ayudados. Hasta 1548, dos años más tarde, no llegaron a la Península los ciento cuarenta y tres hombres sobrevivientes.

La reacción en Castilla.

Hasta mediados de 1547 se esperaron en vano noticias, tanto en la Nueva España como en la Península, de los restos de la armada castellana. Por fin, una armada portuguesa que llegaba de la India era portadora de varias cartas de miembros de la expedición, que recibió don Lope de Hurtado, embajador español en Portugal, quien se apresuró a escribir al Emperador el 22 de agosto dando cuenta de la correspondencia recibida e inquiriendo la postura a tomar. Añadía con su carta el embajador una curiosa misiva secreta, que el propio fray Jerónimo de Santisteban enviaba desde Cochín proponiendo la solución al problema del Maluco. Decía el agustino: “aunque algunos remedios se me han ofrecido en la memoria, el que más secreto y mejor y menos dañoso para la Corona Real me parece es el siguiente: que Su Majestad sea servido de vender algunos pueblos en la Nueva España, de los que están en su Real Corona, hasta en la cantidad del número del empeño, y ésto con el secreto que se requiere. . . y junto el dinero, que será cosa facilísima de juntarlo. . . ha de estar aprestado para partir el armada para Maluco, de modo que, cuando en España se le dé el dinero al Rey de Portugal, han de estar ya españoles en Tidore”. Carlos V hizo la consulta pertinente al Consejo, que dio una respuesta clara y rotunda: “No hay diligencia que hacer”.

Por su parte, el virrey Mendoza recibió en México la Relación que fray Jerónimo había hecho llegar a Lisboa. En carta sin fecha, pero que suponemos escrita a finales del año de 1547, escribía a Juan de Aguilar, miembro del Consejo, intentando impedir el descrédito de su cuñado, insinuando el derecho español a las islas conquistadas, y pidiendo que se le autorizase para avenirse con los portugueses sobre la posesión de los territorios en que se hallaban. La respuesta de Aguilar, que no conocemos, no debía de diferir de la dada el 23 de abril al embajador: “No ha lugar”.

En Castilla, sin embargo, se especulaba con la veracidad de los informes recibidos y, por una real cédula datada en Alcalá de Henares el 29 de diciembre, el príncipe Felipe pidió a don Lope de Hurtado que se informase bien de todo lo ocurrido a los españoles en el Maluco, advirtiéndole que las cartas que se habían recibido podían haber sido escritas “a contentamiento de los dichos portugueses e intención suya y que el negocio hubiese sido de otra manera que en la dicha carta se relata”.

Paralelamente, las noticias de la llegada de los restos de la flota de Villalobos removió una vieja aspiración de las Cortes de Castilla, que, reunidas en Valladolid, solicitaron del Emperador les diese el reino de la Especiería por seis años en arrendamiento, comprometiéndose los procuradores a pagar al Rey de Portugal los 350.000 ducados que se le debían y a volver a establecer en la Coruña el tráfico y comercio abandonado; pasados los seis años, el Emperador dispondría de nuevo de las rentas del Maluco. Carlos V, a la sazón en Flandes, se opuso a ello, ante cuya decisión nos dice el cronista López de Gómara que “unos se maravillaron, otros se sintieron y todos callaron”.

Los informes directos que los miembros de la expedición proporcionaron, dieron un nuevo sesgo al problema, ya que se vio claramente que los portugueses habían incumplido en el Maluco varias de las cláusulas del contrato, y el 7 de noviembre de 1549, apenas un año transcurrido desde la llegada de la infortunada expedición, se entabló un pleito en la Nueva España con el objeto de establecer los posibles excesos que “por parte del Serenísimo Rey de Portugal y de sus capitanes y gente” se hubiesen efectuado. Ante el escribano mayor de la Audiencia de la Real Chancillería de la Nueva España, Antonio de Turcios, el licenciado Cristóbal de Benavente, fiscal de Su Majestad, presentó como testigos a Guido de Labazares, Íñigo Ortiz de Retes, Alonso Manrique, Antonio Corso, Pero Pacheco, Pero Pérez, Diego de Hartacho, Antonio de Torres y Francisco Giralte, a los cuales se tomó declaración según un cuestionario de doce preguntas. De las respuestas de los testigos, algunos de ellos con importantes cargos en la armada, se supo cómo, contraviniendo la cláusula octava del Tratado de Zaragoza, los portugueses habían construido y construían nuevas fortificaciones en las islas, lo cual les estaba totalmente prohibido, y se conoció asimismo el trato vejatorio que imponían a los indígenas y los exagerados tributos a que los sometían. A través de las respuestas, conocemos algunos pormenores del viaje que de otro modo nos hubieran sido desconocidos; así, por ejemplo, Guido de Labazares cuenta con detalle su entrevista con el capitán de la fortaleza de Terrenate, cuando fue enviado como correo por Villalobos, o el rumor del posible envenenamiento de Villalobos a manos de los portugueses. Antonio Corso relata sus años de cautiverio en Maluco. En fin, el pleito no siguió adelante y oficialmente no se volvió a tratar del viaje a las islas del Poniente de don Ruy López de Villalobos.

Conclusiones

En un principio se podría sospechar que la expedición de López de Villalobos no dio otro resultado que el de tomar por tercera vez posesión de las islas que llamaron Filipinas, -ya habían estado en ellas Magallanes y Loaísa- en honor del príncipe heredero don Felipe y los dos intentos frustrados para hallar la ruta de vuelta, en el segundo de los cuales Íñigo Ortiz de Retes tomó posesión y dio nombre a la isla de Nueva Guinea, por la que ya con anterioridad había navegado Álvaro de Saavedra. Asimismo, se podría afirmar que los descubrimientos fueron escasos y que tan sólo los nombres dados al archipiélago filipino o a Nueva Guinea  han perdurado;  e  incluso que los esquemas se repitieron: piénsese, por ejemplo, en la vuelta por la ruta de la India de las armadas anteriores, las relaciones de Saavedra con los portugueses o la acusación de envenenamiento con ponzoña de Loaísa.

Pese a la evidencia de estas afirmaciones, el viaje de Ruy López de Villalobos –y los dos intentos de indagar la ruta del tornaviaje– fue mucho más importante de lo que a simple vista aparece. Las Relaciones que de estos viajes nos dejaron varios participantes y los comentarios que, sin duda, hicieron a su regreso proporcionaron un enorme caudal de información.

Desde el punto de vista de la vida cotidiana de la jornada, larga y angustiosa, las noticias abarcan muchos y variados aspectos. Una buena descripción del escorbuto -una “hinchazón de encías y de piernas, no conocidas por nosotros”- nos dejó Jerónimo de Santisteban. El hambre y el miedo les conminó en muchas ocasiones a confesar y a hacer votos tan peregrinos como el de dejar a sus mujeres y entrar en religión si Dios les llevaba a salvamento: tan próxima veían su muerte. Esas situaciones límites llevaban aparejado el descontento entre los hombres, cuyas opiniones sobre el camino a seguir se dividían. Si bien no hubo motines en esta ocasión , sí existieron deserciones y muchos eligieron permanecer en el Maluco antes que regresar por la ruta portuguesa de la India. Los repartos del botín fueron causa de conflictos. La imposibilidad de hacer que los castellanos trabajaran la tierra demostró una realidad que habría que solucionar en el futuro con algún tipo de acuerdo con los naturales. Y, asimismo, descubrieron los alimentos autóctonos a los que su paladar podría acostumbrarse: ese arroz, ese pan de sagú, etcétera, que les salvaría de las terribles hambrunas.

En su viaje, los expedicionarios conocieron, además de los ímpetus y los destrozos del monzón, los caminos más cortos entre islas: esos estrechos que, siguiendo a las embarcaciones indígenas, aprendieron a cruzar con sus barcos de mucho mayor calado.

En fin, pudieron observar y contar, quizá por primera vez, ese comercio chino que tan interesante y lucrativo sería en el futuro. A ninguno se le escapó hablar de las porcelanas, de la plata, de los esclavos o de la abundancia de pedrería y de la manera -distinta- de traficar que tenían aquellos orientales que disponían de “casas de mercadurías”, que tan bien conocía Pedro de Ramos, el castellano allí afincado con el que entraron en contacto nada más llegar a Tidore.

En nuestro recorrido se podrían haber señalado, tal vez, otros ejemplos, mas basten estos pocos para indicar que la jornada en sí, aunque fracasada, no estuvo falta de interés: todo viaje y toda buena y veraz relación de lo hallado sirve, al menos, para ayudar al siguiente. Sin duda pudo fray Andrés de Urdaneta, años después, repasar sus datos a la vista de los derroteros que hubieron de entregarle Bernardo de la Torre e Íñigo Ortiz de Retes. Sólo de las experiencias anteriores se aprende. Quién sabe si en el éxito de la expedición de Legazpi tuvo algo que ver este fracaso.