De España a la India en automóvil en 1936

Por Ramón Jiménez Fraile

Bibliografía: Boletín 65 – La protección de la naturaleza

 

VALERIANO SALAS, UN INCONFORMISTA ATRAPADO EN EL FRANQUISMO

Puestos a identificar a los españoles pioneros de la divulgación geográfica y los viajes de aventuras tal como los entendemos en la actualidad, el desconocido Valeriano Salas (1898 – 1962) destaca por méritos propios. Acérrimo defensor de viajar por libre (“si odio de todo corazón las excursiones colectivas es justamente porque todo lo dan hecho y solucionado”), protagonizó junto a su mujer y un mecánico un épica travesía en coche desde San Sebastián hasta India, que no tuvo en su día la repercusión merecida debido al estallido de la Guerra Civil.

En plena guerra, en 1938, el reportaje de aquel viaje abriría el primer número de la “Revista Geográfica Española” de la que Salas fue director y que se inspiraba, salvando las distancias, en la estadounidense “National Geographic”. Pese a que su revista formó parte del aparato propagandístico del franquismo, Salas hizo siempre gala de inconformismo, diciendo sentirse “prisionero de la civilización, de los prejuicios que ha sabido crear en torno nuestro para complicarnos estúpidamente la vida”.

 

LA FASCINACIÓN POR LOS VIAJES DE AVENTURA

Hijo único de un terrateniente extremeño, Valeriano Salas nació en la localidad salmantina de Béjar el año del “Desastre”, aunque fue en San Sebastián donde discurrió su juventud, jalonada con estancias en capitales europeas. En los círculos de la burguesía acomodada de la capital donostiarra conoció a la que sería su esposa y compañera de viajes, María Antonia Tellechea Otamendi, perteneciente a una familia cubana de ascendencia vasca. En un momento de auge de la automoción, el joven Salas quedó fascinado por las expediciones organizadas en los años 1920 por el fabricante francés de automóviles Citröen, que atravesaron el desierto del Sahara (“Raid Citröen”) y el África negra (“Croisière Noire”).

En 1930, Salas emularía estas dos expediciones en sendos viajes junto a su mujer por el Sahara y el África ecuatorial, a bordo de vehículos “Fiat” y “Ford”. Entre abril de 1931 y febrero de 1932 tuvo lugar la no menos mítica “Croisière Jaune”, que llevó a los expedicionarios de Citröen al corazón de Asia. Esta vez Salas no se contentaría con seguir la huella de la expedición gala, sino que se esforzaría en superarla, picado, como él dijo, en su amor propio ante los pocos medios con que contaba comparados con los la expedición francesa.

Tras varios años de preparativos relacionados con “mapas, autorizaciones, puestos de gasolina, cartas de presentación…”, y una vez acondicionada una camioneta “Ford” de serie, entre otras cosas añadiendo una estructura en el techo para dar cabida a colchonetas y tiendas de campaña, Salas y sus dos acompañantes – su esposa y el mecánico Julio Lerma – partieron de San Sebastián con destino a India a primeros de abril de 1936. Eran conscientes de que en esa época del año encontrarían lluvias en los Balcanes y Asia Menor, y que sufrirían los rigores del verano en países como Irak y Persia. Lo que no podían imaginar era la dureza de algunas etapas, ni las satisfacciones que otras les reportarían.

 

POR EUROPA: DEL DISFRUTE DE OCCIDENTE AL HORROR DE LOS CAMINOS TURCOS

Recorrer Francia e Italia fue una experiencia placentera, pero, tal como temían, los embarrados caminos de “Yugo-Slavia” (sic) plantaron dura resistencia, aunque no tanta como la que les esperaba en Bulgaria, donde las crecidas de ríos les obligaron a dar “infinitos rodeos”. Al llegar a la parte europea de Turquía, Salas comprobó horrorizado que la carretera que les debía conducir a Constantinopla no existía “más que en la mente alucinada de los que dibujaron los mapas… ríanse ustedes de las peores pistas del Sahara o del Centro de África”. No es de extrañar que una vez arribados a la actual Estambul constataran que “todas, absolutamente todas las ballestas del coche estaban hechas trizas, a pesar de haber sido previamente reforzadas para el viaje”.

Tras una angustiosa travesía del Bósforo a bordo de una frágil barcaza, emprendieron los caminos de Anatolia, empleando en recorrer 1.200 km “infernales” no menos de quince días; “un verdadero récord de velocidad”, puesto que tuvieron que colocar cadenas en las ruedas para poder avanzar por el barro. Para entonces, Salas y sus dos compañeros de viaje habían logrado ya algo que la expedición asiática de Citröen había evitado, puesto que los vehículos que la integraron fueron desplazados por barco hasta Beirut, dejando de lado Turquía. “La travesía del imponente macizo del Tauro con sus paisajes magníficos, y por fin el paso de las Puertas Cilicias, aquel majestuoso desfiladero que en tiempos remotos utilizaron los ejércitos de todos los grandes conquistadores del mundo, había de compensar con creces las penalidades sufridas”, afirmaría Salas antes de abandonar Turquía, ignorando que aún en suelo otomano estarían a punto de perder la vida al comprobar súbitamente que el puente por el que circulaban en plena noche había perdido uno de sus arcos: “si no freno a tiempo vamos a parar todos al fondo del barranco”.

 

EL ATRACTIVO DE SIRIA Y LOS CAMBIOS DE PERSIA

En Siria encontraron un país mucho más desarrollado, con mejores infraestructuras, habitantes más acogedores y mayores atractivos turísticos: “Cómo olvidar el encanto de la vieja ciudad de Alepo, el Líbano y sus magníficos cedros, las ruinas de Palmira y Baalbek…”

La decepción de Salas respecto a Siria no provendría del país ni de sus gentes, sino del desierto, ya que, acostumbrado a “las inmensidades del Sahara”, el de Siria le pareció “lo menos desierto que darse puede”, entre otras cosas porque entre Damasco y Bagdad “cruzamos innumerables caravanas de camellos y por lo menos media docena de camiones”. El carácter indómito de Salas queda de manifiesto cuando comenta a propósito de esta travesía que “ni aún en pleno desierto nos podemos llegar a emancipar del todo de la tutela que ejerce la civilización sobre nosotros”. El desbordamiento del Río Éufrates retardaría su llegada a Bagdad, ciudad cuya primera impresión fue de desencanto, aunque pronto quedaron prendados de un “hechizo difícil de explicar”.

Tras visitar las ruinas de Babilonia y del palacio real de Ctesifonte, emprendieron ruta hacia Persia con el entusiasmo de quienes se encontraban ya ante “las puertas mismas del lejano y misterioso Oriente”.

La mera entrada como turistas en Persia constituyó una proeza, debido según Salas a las trabas que ponía ese país a los extranjeros, en el que el Shah Reza Pahlavi (padre del segundo Shah de la dinastía que sería depuesto por la revolución islámica en 1979) ejercía fuera de la capital una autoridad “muy relativa”, abundando las bandas de salteadores de caminos. Si no víctimas de robos, nuestros tres viajeros sí lo fueron de la “desconfianza innata del pueblo persa, que considera al extranjero como un ente indeseable y sospechoso”. Ahora bien, por algún motivo desconocido, cayeron en gracia a las autoridades aduaneras que les dejaron entrar en el país sin mayores problemas, quedando además autorizados a hacer fotografías “en todo el país, incluso, y esto es lo extraordinario, de los interiores de las mezquitas”.

De esta favorable circunstancia sacaría Salas gran provecho, a tenor del interesantísimo reportaje fotográfico que llevó a cabo tanto en zonas rurales del actual Irán como en la capital, Teherán. Siempre en busca de exotismo y autenticidad, Salas lamentó que el Shah, en su afán modernizador, hubiera prohibido el uso del turbante a los hombres y el chador a las mujeres, dando pie esto último a un peculiar comentario por parte de nuestro desinhibido viajero: “la supresión del chador ha venido a descubrir que las mujeres en aquel país son feas, flacas y desgarbadas… de modo que figúrese el lector el desencanto que produce el ver a estas desgraciadas llevando sombrero, melena lacia y falda corta”. Las críticas de Salas también se dirigieron a la política urbanista llevada a cabo en Teherán, consistente en destruir “callecitas tortuosas y estrechas” para modernizar la ciudad a base de grandes avenidas.

 

EL DESIERTO DE BELUCHISTÁN Y LA LLEGADA A AFGANISTÁN

En su empeño por recorrer el Sur de Persia, “mucho menos conocido y por lo tanto mucho más interesante”, evitaron la ruta que pocos años antes había tomado la Expedición Citröen al centro de Asia, pese a que ello les supondría un gran cúmulo de penalidades. El recorrido que efectuaron, desoyendo las advertencias, hasta la frontera con Afganistán, a través del desierto de Shurgaz y de Beluchistán, constituiría la parte más genuina de toda la expedición.

Concretamente, los 400 km de desierto en Beluchistán fueron, según Salas, “un horrible martirio”, no solo para los tres viajeros sino también para la camioneta, cuyo chasis se partió en dos y tuvo que ser sujetado con alambres y cuerdas, siguiendo “valientemente adelante deseosa sin duda ella también de alejarse cuanto antes de aquella dantesca visión”.

No habían llegado aún a la localidad de Zahedán cuando tuvieron que pasar noche escoltados por soldados persas que habían sido desplegados para combatir a rebeldes beluchis. “Aunque muchos no lo quieran creer, podemos asegurar que tuvo aquella noche, estrellada magnífica, un encanto extraordinario: nos dormimos arrullados por el monótono sonido de los tambores y los cantos guerreros de los beluchis, que, desparramados por los montes cercanos, se aprestaban a la lucha”, recordaría Salas.

También resultó impactante su visita a la otrora próspera capital de Beluchistán, Queta, debido al terremoto que meses antes había asolado la ciudad, provocando la muerte, según Salas, de cuarenta y cinco mil de sus sesenta mil habitantes: “solo quedaban escombros; ni una sola casa en pie, todo arrasado en forma tal que ni el más terrible de los bombardeos hubiera podido causar estragos semejantes”.

Afganistán (“uno de los países más fanáticos del mundo y quizá por ello también uno de los más interesantes”) ofreció como era de esperar grandes quebraderos de cabeza a nuestros viajeros debido a la ausencia de servicios básicos (“desgraciado el viajero que llega aquí sin mecánico y sin los elementos indispensables para llevar a cabo cualquier reparación en su coche”) y la prohibición de objetos occidentales, en particular la ropa interior de señora, “ya que esto último atenta gravemente a la moral y a la religiosidad” de los afganos.

 

UN FINAL ABRUPTO EN EL VERANO DE 1936

Cuando por fin abandonaron Afganistán, Salas tuvo la sensación de llevar consigo “un tesoro de inapreciable valor”: las fotos de las maravillas y escenas cotidianas que habían contemplado, “muchas de las cuales fuimos tal vez los primeros en poder fotografiar”.

La entrada en India supuso para los tres viajeros poder disfrutar de comodidades inusitadas hasta entonces. Fue Cachemira – “la admirable y legendaria región del Norte de la India que tantos puntos de semejanza tiene con Suiza” – el lugar elegido para recuperar fuerzas, aunque el reposo se vio turbado “por lanoticia de los graves acontecimientos que ocurrían en España”: el estallido de la Guerra Civil.

En su afán por “volver cuanto antes y por la ruta más corta” a España, se desplazaron a Bombay, donde el 5 de agosto embarcaron rumbo a Europa, con “la íntima satisfacción de haber realizado en todas sus partes cuanto nos habíamos propuesto, ya que saliendo de España en una modesta furgoneta estrictamente de serie, habíamos conseguido llegar hasta la India por vía de tierra”.

El relato de esta odisea de 20.000 km quedaría reflejado, por capítulos, en los tres primeros números de la Revista Geográfica Española, fundada en San Sebastián por Salas en plena contienda. El “Servicio Nacional de Propaganda” franquista y las ventas de la publicación, que tendría una tirada media de 2.000 ejemplares, no serían las únicas fuentes de financiación de los primeros números de la revista, puesto que la firma de “Firestone” insertó publicidad, anunciando que el viaje de España a India había sido efectuado con neumáticos de su marca, de fabricación nacional.

 

EL FINAL DE UN VIAJERO ATRAPADO EN SUS CONTRADICCIONES

Valeriano Salas falleció en 1962 tras regresar de la India. Hasta entonces se mantuvo al frente de la “Revista Geográfica Española”, en la que publicó asiduamente fotos y textos relativos a sus viajes por todo el mundo. De haber vivido más, hubiera sido testigo de la erupción con toda su virulencia, particularmente en España, del turismo de masas, fenómeno que aborrecía.

“Cuando rememoro mis correrías – escribiría Salas en uno de sus últimos textos -, la nostalgia se apodera de mi ánimo … Aquello es la libertad, las noches estrelladas magníficas, el desierto sin límites, las selvas infinitas, el ‘dolce far niente’ alejado del mundo, de su vivir acelerado, de sus ciudades, de sus periódicos, de su política llena de intrigas y ambiciones… Allí, al saberse desligado de esas pesadas cadenas que nos vemos precisados a arrastrar a lo largo de nuestra existencia, se siente uno alegre y satisfecho… He comprobado mil veces que sólo en aquellos lugares apartados de la civilización es donde el ser humano debe buscar esa tranquilidad y esa paz tan necesarias para su espíritu, e imprescindibles para su felicidad.”

La “Revista Geográfica Española” dejó de publicarse en 1977, no sobreviviendo al franquismo que le vio nacer.

Atendiendo a su voluntad, el legado de Valeriano Salas fue cedido a la localidad salmantina de Béjar en la que nació, y que le dedicó un museo abierto en la actualidad al público. En el museo destaca la colección de arte oriental, al que Salas era aficionado, en particular objetos procedentes de Japón, India e Irán. También tiene relevancia la colección de pintores españoles del siglo XIX que Salas adquirió junto con cuadros de artistas holandeses, flamencos, franceses y alemanes de los siglos XVI al XIX. Otra de sus pasiones fueron los castillos, tema al que dedicó trece números de su revista, siendo en 1952 uno de los promotores de la Asociación Española de Amigos de los Castillos.

El museo recrea una de las estancias de este singular personaje capaz de conjugar dos pulsiones tan solo aparentemente contradictorias: la del inquieto viajero abierto a horizontes lejanos y la del anticuario e historiador dando la espalda al tiempo que le tocó vivir.