La “Pasyon española”

Enuna cueva del monte de Makiling, a unos 60 kilómetros al sur de Manila, a la busca del alma filipina, he visto los frescos de la Pasión de Cristo, un poco en la línea abrasadora de la película de Mel Gibson. El Cristo luce un recortado bigote y viste como los hombres del siglo XIX en Madrid. Filipinas, llamada así en homenaje a Felipe II, la de las siete mil y pico islas, la única nación de mayoría católica en Asia, la única, dicen, con sentido del humor, con el sentido del melodrama y la mística de la muerte.

En lugar de morir en la cruz, este Cristo “pinoy” (filipino), aparece como en los fusilamientos de Goya, ante el pelotón de fusilamiento. Atención: es el mismísimo José Rizal, el médico y patriota filipino en el papel del Redentor. Sus doce apóstoles, en esta Capilla Sixtina de la revolución, son los héroes de la revuelta, incluidos los protomártires, los padres Burgos, Gómez y Zamora. Esta secta rizalista sostiene que el médico y nacionalista moderado ha bajado a la tierra “en la forma de un avatar malayo al que el poder de Dios ha encargado que redima a su pueblo e la esclavitud”.

Como los chiíes esperan al mahdi, el Mesías, o los portugueses a Dom Sebastiao, desaparecido en la batalla de Alcazarquivir, los filipinos aguardan el regreso a la tierra del héroe Rizal, cruce étnico de español, chino, malayo, indio y hasta japonés.

He hablado con filipinos que me hablaron de su “descubridor” Fernando de Magallanes, muerto a manos del guerrero Lapu Lapu, que es hoy el nombre de un pescado. Se me definieron como herederos de las tres M: Malaya, Madrid, Madison Avenue (en Nueva York). Benigno Aquino, el joven político en el exilio, casado con la futura presidenta Cory Aquino, volvió en 1983 a Manila para redimir a su patria de la dictadura conyugal y los sicarios lo recibieron en el aeropuerto con una ráfaga de metralleta. Es el mas rizaliano de los modernos héroes. “Si Rizal volviera hoy -escribía Aquino desde la cárcel en la que recitaba versos de Antonio Machado – también sería detenido y martirizado.”

En todos los pueblos hay un monumento a Rizal, que estudió en Madrid, en las universidades de Medicina en San Carlos, de Filosofía en San Bernardo y de Pintura y Escultura en Bellas Artes, y escribió dos novelas contra la línea de flotación de la colonia: “El Filibustero” (llamaban así a los partidarios de la independencia) y el “Noli me tangere”. “Estos dos libros -me decía mi amigo el escritor José Sionil en su librería La Solidaridad de la calle Padre Faura de Manila- me hicieron novelista. Recuerdo el día de Rizal de cuando era niño. Los veteranos de la revolución se unían al desfile que terminaba en el centro de la plaza en torno al monumento el mártir. Recuerdo a aquellos ancianos descalzos que combatieron primero a los españoles y luego a los norteamericanos. Allí estaba mi abuelo con los ojos llenos de furia contra los frailes y los terratenientes que se lo arrebataron todo. Leí los libros de Rizal a la luz de las farolas de la calle”.

Los estadounidenses tuvieron todo el empeño en hacer de José Rizal, cuando se disponía a viajar a Cuba para trabajar como médico al lado de los españoles y fue pasado por las armas, un mártir y un mito. Ya lo era los ojos de los filipinos. Todo fuera por borrar las huellas de la colonia, de los trescientos años de convento. La pólvora y las balas del general Polavieja “!Patria y Religión!”, lo transforman en héroe nacional. Cuando en Luneta sonaron los tambores y el médico militar Felipe Ruiz Castillo le tomó el pulso al mestizo de Calamba condenado al paredón, éste era normal. La cultura filipina está permeada del sacrificio rizaliano. “Unos dicen que besó el crucifijo que le tendió un jesuita, había sido aventajado alumno del Ateneo de los jesuitas, y otros no”, me decía mi guía de Intramuros, Alfredo Lozano. Según su amigo y biógrafo Rafael Palma hizo un expresivo gesto de rechazo del crucifijo. Y sonó La marcha de Cádiz.

Una estatua y una iglesia barroca resquebrajada. Y un palenque para las peleas de gallos. Después elegirán una Miss y sus damas de honor, al estilo norteamericano. Es la fascinación por el martirio, el sufrimiento, la pasión, el ataúd, pero también por las costumbres yanquis. Como se ve, cada país debe aceptar su cuota de lugares comunes.

Una chica de alterne de uno de los bares de Ermita, antes de que el alcalde Lim limpiara el barrio, le mostró a un amigo su tesoro más preciado. Lo sacó del bolso: era la fotografía de un ataúd abierto con un cadáver cubierto de flores. “Es mamá”, dijo al borde de la lágrima. Doña Josefa Edrelin, la madre del dictador Marcos, al que bautizó con el nombre de Fernando en homenaje a su admirado Fernando el Católico, tardó más de un año en ser enterrada porque los réquiem, las oraciones y el depósito de coronas de flores, se sucedieron durante meses.

La alegoría de esa fe, de esa necrofilia, es la Semana Santa: sangre, pasión corona de espinas, muerte, teatralización del dolor, resurrección. Son procesiones de cofradías y flagelantes que se azotan el cuerpo con vergajos, escenas que hemos visto en San Vicente de la Sonsierra en La Rioja, en la ashua chií en Líbano o en los cementerios de Teherán. Se da un compromiso teológico de rito y expiación, de fiesta y resistencia. La cuestión es, como señaló el rumano Mircea Eliade, “sentir, vivir” la religión. La mitología se mezcla con el animismo, con la primitiva práctica de la fe. Redención es la palabra clave. El rosario es un amuleto. Aquino murió sobre el asfalto del aeropuerto que hoy lleva su nombre con un rosario en las manos.

He comprobado que venden rosarios, amuletos y talismanes junto a la iglesia de Quiapo o en a catedral de Cebú donde hallaron la imagen del Santo Niño venerada en el archipiélago. Es el bazar de lo sobrenatural. Los filipinos viven, como se decía antes, “bajo las campanas” y a la sombra protectora de los fetiches. El dolor, la humillación del hombre que bebe el cáliz hasta las heces, son columnas vertebrales, leit motivs del cine filipino. Estando en Mindanao, al sur, geografía del Frente Moro de Liberación que combate a Manila desde tiempo de los españoles, leí en un diario que un espectador abrió fuego con sus revólveres sobre la pantalla para matar al chico malo de la película. Lo viven, es que lo viven. Es la metáfora del pueblo: rostro chino malayo, nombres y apellidos españoles, impuestos casi al final por los funcionarios, y diminutivos norteamericanos. Una periodista que luchó contra Marcos desde su periódico me dijo que los filipinos creen que Dios es norteamericano.

Trescientos años de convento, la frailocracia la llamó Rizal, y cincuenta de Hollywood, es el tópico con el que se describe la historia de la Islas Filipinas. Para descubrir que los cincuenta años de dominio de Estados Unidos no fueron del todo Hollywood, basta con leer las páginas que el escritor del Mississipi, Mark Twain dedica a los excesos norteamericanos en las islas durante su dominio.

En la revolución del poder popular que echó a Marcos del poder en 1986, jornadas llenas de exaltación, vimos cómo los taxis de Manila y los conductores de los jeepneys colocaron entre sus relicarios la estampa virginal de Coro Aquino, junto a la Virgen de Fátima o de Antipolo. Los pinoys son muy marianos: “Dios es mi copiloto”, aseguraba una frase grabada entre gigantescas antenas de radio, guirnaldas eléctricas, caballos de hierro, escultura de plásticos, amuletos, estampas de santos y otros elementos de la estética kitsch.

Los jeepneys, esos frankensteins nacidos del jeep norteamericano de la Segunda Guerra Mundial, se llaman “Virgen de Lourdes, sálvame”, “Dios te bendiga”, “Dios proteja este viaje” o “Sin Dios no somos nada”. El Cristo de Quiapo, en los arrabales de Manila, es la representación del culto a la muerte, que los millones de emigrantes que se han ido al extranjero para ganarse la vida llevan en su maleta. Es vivir eternamente. Con sus toallas y pañuelos, perlado el rostro de sudor pugnan los fieles por acercarse a la carroza del Nazareno. Si logran tocarlo habrán recibido efluvios milagrosos, emanaciones sobrenaturales. El “Hala Hia, Puera Pasma” suena entre el fragor de los tambores. Se bebe la tuba, el licor de coco para estimular el fervor. Los derviches filipinos, los giróvagos de la fe, entran en trance.

En la Semana Santa la “pasyon” estalla en todo el país y se manifiesta en procesiones, pasos, disciplinas de sangre, cilicios, lágrimas de dolor y de placer religioso. Se abre con el Domingo de Ramos, ramos y palmas que se secan y queman en sahumerio. A todo le sacan partido: con las cenizas se fabrica una pócima contra los dolores de estómago, la menstruación o para protegerse de rayos y truenos.

En algunas zonas se cantan las saetas traídas por los frailes sevillanos o granadinos, como el bisabuelo de Imelda Marcos. Son días de luto televisados, de procesiones y columnas de disciplinantes en las calles de Cavite, donde el sol se puso tras la derrota de la armada española ante los norteamericanos, o en Nueva Écija, al norte. Los filipinos se visten de romanos con lanzas de bambú o se ponen las “kapirosas” o se crucifican por la “panasa”, la promesa. La resurrección de Cristo es la vida, la explosión de alegría. No existe en el archipiélago una fiesta más gozosa y estereofónica que la Resurrección. Algo tan sentido, tan vívido y tan excitante que produce, como el Carnaval de Río, violencias y horribles crímenes. “El estudiante de diecisiete años Antonio Lucero, borracho, se pegó un tiro en la sien cuando el Cristo pasaba ante él y lo miró”, relataba un periódico en la sección de sucesos. Otro titular: “Un sargento sufrió el “amo” (acceso de locura) en plena procesión y liquidó a tiros a seis personas”. A este caótico universo algunos sociólogos lo llaman “holyweekmania”, la manía de la Semana Santa.

En medio del calor sofocante, el Cristo vivo filipino desfila con su corona de espinas clavado al leño de la cruz. Se llama Antonio Capuz, es carpintero. Se le ha olvidado a Antonio quitarse el reloj de pulsera. Irá con él hasta el Gólgota. Morirá en la cruz ante el dolor del público y resucitará con su reloj japonés en la muñeca. Este es un siglo sediento de milagros, los mismos que hacen los curanderos filipinos que a mano desnuda arrancan vísceras enfermas y tumores. Es un amplio mercado para clientelas ingenuas. Los chamanes y telepredicadores de sectas californianas, videntes, santones, brujos, cruzados de la iglesia Divina de Cristo, que tiene en el pescador Rufino Magliba su Pontífice, vestido de pontifical bajo dos gigantescos murales de San Pedro y San Pablo, todos pugnan por salvarnos del infierno y de las miserias del cuerpo.

Los “jeepneys”, a los que hay que subir alguna vez para comprender al país y sus gentes, con olor a sampaguita, la flor filipina del Mabuhay, resisten terremotos y tifones, el enloquecido tráfico de Manila y las grandes, atestadas ciudades. Decían los españoles que el clima de Filipinas -monzón y estación seca- se divide en “cuatro meses de polvo, cuatro de loco y cuatro de todo”.

El campesino prefiere vivir en los cinturones de miseria. Es más divertido, con los enormes y coloristas anuncios de películas de Joseph Estrada, al que eligieron presidente porque creyeron que traduciría a la realidad la lucha contra el demonio y el mal, y terminó en la cárcel por ladrón. Filipinas ha tenido muy mala suerte con sus gobernantes. Una tarde ante el palacio de Malacañang, sede de los virreyes y gobernadores españoles, y más tarde de los gobiernos republicanos, haciendo cola para ver los mil pares de zapatos e Imelda, un pampamgueño me dijo: “Mire si será rico este país que ni Ferdinand Marcos, que viene en el libro Guinness de los Records como el primer ladrón, el cleptócrata internacional de estos años, ha podido arruinarlo”.

El conductor del “jeepney” es un artista. Con una mano hace las señales cabalísticas de la circulación y con la otra cobra, en español -los números son los mismos más o menos en tagalo- a los viajeros. El general Álava afirmó que los filipinos tenían el talento (o el cerebro) en las manos, una frase de gusto comparable a la que pronunció el cronista parlamentario Francisco de Cañamaque: “Lo único serio que hay allí son los terremotos y las diarreas”. Hay que ver la gente que enviamos allí, entre frailes, militares y funcionarios, puntos filipinos. Los hubo heroicos y compasivos, como Legazpi, el fundador de Manila, cuya estatua en el centro de la capital sobrevive a duras penas al altísimo índice de contaminación. Legazpi, vasco natural de Zumárraga, otorgó a la ciudad un escudo de armas con un castillo de plata en campo rojo en la mitad de arriba, y en la mitad de abajo un delfín y un león que tiene una espada en la mano y bate la mar con la cola.

Siempre que puedo, para escapar de las altas dosis de anhídrido carbónico, busco refugio en Intramuros, una zona barrida en la segunda guerra mundial por la artillería japonesa y luego por la estadounidense puesta a cero sobre sus muros. Junto con Varsovia, fue la ciudad más castigada de la guerra. Desde estos muros, desde el palacio y el Gobierno, se gobernaba la inmensa Filipinas, con muy pocos administradores, en el estuario del río Pasig, que es el Sena de Manila. Parte en dos la muy insigne y leal ciudad. Legazpi es un conquistador más bien querido porque supo tener en cuenta “el amparo y defendimiento de los naturales”. Y eso que el adelantado y sus hombres fueron recibidos con esta frase del Rajá Soliman: “El sol me parta por medio del cuerpo, y caiga yo en desgracia de mis mujeres para que me aborrezcan, si fuera en algún tiempo de los castillas”. “Castillas” o “castilas” se ha llamado durante muchos siglos a los españoles.

Filipinas reunía, a comienzos del último cuarto del siglo XIX, escribe el profesor Delgado Ribas, todos los atributos para convertirse en un nuevo El Dorado del capitalismo privilegiado español. La apertura en 1869 del canal de Suez acercó las más remotas regiones del Indico y el Pacífico a los mercados de la vieja Europa, a la vez que rejuvenecía las aspiraciones ultramarinas de ciudades como Barcelona o Marsella, mal situadas para acceder a las grandes rutas del Atlántico. La hora del Pacífico español parecía haber llegado”. Lo malo es que la España del ochocientos era una potencia de tercera. Descubrió tardíamente el valor real de las posesiones asiáticas. Dejó, por incapacidad o por desinterés, en manos de otros las principales fuentes de riqueza y beneficio de su colonia. Así llegó el grito de independencia de Balintawak. Los políticos de la Restauración no quisieron atender a la reclamación de reformas. Todo lo que pedían los intelectuales filipinos era que los consideraran provincia española. Las protestas se disolvieron en sangre, primero en Cavite en 1872 y más tarde en el fusilamiento de Rizal en 1897. Todo terminó en los penosos acuerdos de Paris en la mañana del 10 de diciembre de 1898, con la cesión de Filipinas a los Estados Unidos a cambio de 20 millones de dólares.

La celda, sin ventanas, en la que Rizal esperó la muerte, era el cuarto de respeto de la guardia, cuatro por siete. Allí están el camastro, la lamparilla, la silla conventual. Fue una pena que la Guardia Civil fusilara a un hombre tan bueno. Su “Ultimo adiós”, el 29 de diciembre de 1896 (“!Adiós,Patria adorada, región del sol querida, Perla del mar de Oriente, nuestro perdido Edén.”) figura esculpido en el monumento de mármol del parque de Luneta. España perdió Filipinas en dos horas de combate, aunque los últimos de Baler, un destacamento de Cazadores al mando de Martín Cerezo, sobre los que Antonio Román rodó una película, se empecinaron en resistir durante 337 días de asedio, cuando la guerra con España había concluido.

Sentado en un banco de piedra de Intramuros dejo volar la imaginación después de leer a Nick Joaquin Quijano de Manila, escritor recientemente fallecido. “Dentro de estos muros se reunía la riqueza de Oriente -seda de la China, las especias de Java, el oro, el marfil y las piedras preciosas de la India-. En estas viejas calles se cruzaba una multitud maravillosa y heteróclita: gobernadores y arzobispos, músicos y mercaderes, brujos, paganos y sacerdotes cristianos, monjas, rameras y elegantes marquesas, piratas ingleses, mandarines chinos, traidores portugueses, espías holandeses, sultanes moros y capitanes de los “clippers” yanquis”.

La vida de los españoles estaba marcada por las festividades religiosas, sobre todo por la fiesta de la Inmaculada Concepción, que duraba diecinueve días con corridas de toros, casi tantas como las de San Isidro en Madrid. Bailes de máscaras, fuegos artificiales obra de los chinos, procesiones entre el olor a incienso, sesiones de canto y representaciones teatrales, desfiles de santos adornados de oro y pedrería, arcabuceros y mosqueteros que disparaban al aire entre el humo de las velas, las banderas y las cruces. Sonaban en Intramuros las guitarras y bandurrias, las flautas, los tambores, los toques de campana, los cascos de los caballos y las salvas de artillería. Ésta era, en medio del estruendo, la mejor manera e olvidar las privaciones, los terremotos, las humillaciones de los colonialistas, el asalto de los tifones y los piratas, las epidemias y los frecuentes incendios. Fiesta es una palabra grabada a fuego en el espíritu de los filipinos. Marcelino Foronda ha llamado a Manila “la ciudad de las fiestas sin fin”. Reir, cantar y bailar por no llorar.

El número de los peninsulares españoles en el archipiélago nunca fue muy elevado. La colonización y la conquista de Legazpi y el dominico Urdaneta se iniciaron con doscientos cincuenta hombres. Recuerda el embajador e historiador Ortiz Armengol que nunca pasaron de setecientos en el siglo XVIII, contando niños, mujeres y ancianos. “Debido al crecimiento demográfico casi nulo de los colonizadores, la presencia española (compuesta en gran parte de gentes nacidas en México) muestra un millar de españoles en Manila y sus alrededores hacia el año 1800, número que hacia mediados del siglo XIX podía estimarse para todo el país entre los tres y cuatro mil”

A finales de siglo -y como consecuencia de la modernización de la maquinaria administrativa y el aumento de servicios, lo que supuso un notable incremento de funcionarios venidos de España- el número de peninsulares era de unos doce o catorce mil. Los chinos los describían como “esos bárbaros altos de largas narices. Sus ojos brillan como los de los gatos. Sus ojos brillan como los de los gatos. Sus bocas son parecidas a las de los halcones y llevan pesados adornos en los vestidos”

Quedan pocos españoles en Filipinas. En la Avenida de Filipinas de Madrid, un mediodía desapacible, al cumplirse cien años del fusilamiento, el gobierno español elevó por fin un monumento a Rizal, réplica del de Luneta, acto al que asistió, estuvo a mi lado, Isabel Preysler. En el archipiélago quedaban las iglesias barrocas, el recuerdo de la magnífica Exposición Filipinas de Madrid de 1887 donde triunfaron los pintores Luna e Hidalgo, la influencia del catolicismo apostólico y romano, la Universidad de Santo Tomás, la primera de Asia, las palabras castellanas incorporadas al tagalo y otros idiomas locales, el llamado español de trapo, la influencia en la música, la pintura y la cocina, los Háyalas y Toveles, Tabacos de Filipinas, el Galeón de Manila hacia Acapulco, la Trasmediterránea del Marqués de Comillas, los mestizos de chino y nobles indígenas de las provincias de Luzón y de Visayas que formaron, como señala el catedrático de la Universidad Pompeu Fabra Delgado Ribas, la primera burguesía nacional del sudeste asiático.

Los turistas españoles que viajan a las que se llamaron del Poniente se lamentan de que el español haya casi desaparecido de la vida filipinas. La verdad es que nunca se habló mucho. Los frailes prefirieron aprender ellos el tagalo y los dialectos. Sólo se predicaba en castellano en Manila. “Los curas -según Jabor- no desean que se propague el español para conservar incólume su influencia. Sólo ellos podrán hablar la lengua del imperio”.

Los jóvenes españoles recién salidos de los seminarios de las órdenes eran en alto grado tímidos, ignorantes y a veces desprovistos de educación, llenos de tenebrosas ideas. “Si los frailes españoles, -añade Jabor- tuvieran una educación más esmerada como la de parte de los misioneros ingleses, su tendencia a mezclarse con el pueblo sería menor y por tanto no tan considerable su influjo sobre los feligreses. Las antiguas costumbres de los primeros años les hacen muy a propósito para vivir con los indios Por eso han fundado su poder sobre bases tan sólidas en Filipinas”. No dudan en acostarse con las indias. Rizal, los Aquinos o Imelda Marcos tienen antepasados frailes. Un viajero francés contaba que al llegar a una aldea perdida, preguntó a un rapaz por la iglesia. “Mi padre es el cura”, le dijo el niño. El bisabuelo de Imelda Marcos era un franciscano de Granada que tuvo siete hijos, para todos los cuales fabricó cucharillas de plata. Un misionero decía en una película de Rita Hayworth, desde una isla del Pacifico: “El clima tropical conspira contra la moral y las buenas costumbres”. El fraile no es solo el pastor de almas, sino el representante del Gobierno en los “barangays”, las aldeas, el maestro y el médico, el oráculo de los indios, su consejero. El viajero francés Le Gentil descubrió en Manila a las mujeres más guapas del mundo, al menos hasta los diecisiete años, edad en la que sus rostros se ensanchan y sus estómagos engordan como barriles porque no usan corsé”.

Las españolas regateaban con astucia en las tiendas de los chinos, vestidas son sedas transparentes de China o la India. Fumaban largos cigarrillos mientras que en las fiestas de los acaudalados mestizos de Binondo, barrio de Manila, los jóvenes bailaban el fandango, el bolero la cachucha entre el lascivo movimiento de las bayaderas. “Hasta que -señalaba el viajero francés Paúl de la Gironiere- el mestizo emprendedor, el indolente español y el chino sosegado y serio se retiraban a los salones de juego”. El filipino pasa por ser, junto con el chino, el más aficionado al juego, el primer ludópata del mundo.

En la Manila rutilante de los paseos en calesa y a pie al atardecer, del chicoleo, de las peripatéticas mestizas vestidas con camisas transparentes, como las de los hombres, el “barong tagalog” (que no permitía ocultar el bolo, el cuchillo).

En las calles olía a sándalo y ajo, a cuero, especias, té y bosta de caballo. La llegada del galeón de Acapulco, una o dos veces al año era todo un acontecimiento para aquella sociedad manileña que vestía de seda e hilo, regalaba orquídeas y se perfumaba con ylang ylang. Filipinas fue el sumidero de un imperio. Pero cuando los insurrectos se reunieron en Malolos para redactar la Constitución se contaron cuarenta y tres abogados, dieciocho médicos y otros profesionales educados en la ex metrópoli. Palma escribió en español el himno nacional y la Constitución la redactaron en castellano. Los Evangelios se publicaron en el “español de parián” (mercado). El académico Alvar recogió unas líneas del Evangelio de San Mateo: “Pero tal habla yo con ustedes, si por ejemplo un gente ay separa con su mujer quien nuay culpa, y después de separar el mujer ay casa con otro, ansima ay comoete le adulterio”.

Los frecuentes cambios de Gobierno en Madrid -cincuenta gobernadores generales entre 1835 y 1898 en Manila- impidieron, junto a la ceguera de los gobernantes, el talante de los ultramontanos, una política social justa y coherente. Filipinas quedaba muy lejos. El gobernador general estaba en Manila (muy lejos), el Rey de España en Madrid (mucho más lejos) y Dios en el cielo (más lejos que ninguno).

¿Qué son las Filipinas? Se preguntaba un escritor estadounidense a principios del siglo XX. “¿Una nueva clase de sardinas?”. Otro la definiría como la “tutti fruti country”. Pero el amor de los “pinoys” por Estados Unidos es un volcán tan inextinguible como el Pinatubo.

Hay más de dos millones de filipinos en EEUU. Una sangría de talentos, una fuga de cerebros, una pérdida difícil de reparar. José Rizal vaticinó en un artículo publicado en “La Solidaridad” de Madrid, la situación de Filipinas cien años más tarde, la penetración inevitable de Estados Unidos en el Pacífico: “Quizá la gran República americana, cuyos intereses se centran en el Pacífico, y que no ha puesto la mano en el expolio de África, sueñe un día con una posesión extranjera. La codicia y la ambición se encuentran entre sus peores vicios”. Tardaría poco en cumplirse la profecía. Rizal, como el cubano Martí, conocían a la “bestia” por dentro: los dos detestaban a los Estados Unidos.

Entre el turismo sexual, la pobreza, la corrupción administrativa, la violencia interior y la rebelión mora del sur, Filipinas trata, hasta ahora en vano, de incorporarse a los tigres asiáticos. Un país tan magnífico por tantos conceptos se merece mejor suerte. La población crece y crece desmesuradamente porque la Iglesia no quiere la píldora. Tampoco se crea riqueza. Entre Makati, el distrito financiero y los políticos blancos y los cardenales, no logran sacar al país de su siesta secular.

Ha quedado incorporada al tagalo una palabra castellana que tiene su valor en la sociedad filipina: es “delicadeza”. Con ella nos despedimos.

Manuel Leguineche