El río de los cocodrilos
El istmo de Panamá en una de sus partes mas estrechas, a la altura de la capital, mide unos ochenta kilómetros. Allí es donde Lesseps, el creador del Canal de Suez, intentó hacer su segunda gran obra, el Canal de Panamá, y se arruinó en el intento. El proyecto lo terminaron los americanos y lo convirtieron en el éxito que conocemos. Ahora mismo los panameños lo están ampliando y añadiendo un tercer juego de exclusas.
Siglos antes de su construcción, los españoles tenían que transportar a través del istmo, del Pacífico al Atlántico, el oro y la plata del Perú y de otros lugares de América, así como otras muchas valiosas mercancías que, una vez en los puertos del Atlántico, se embarcaban rumbo a España. Lo hacían por el llamado Camino Real, que cruzaba el Darién, como se denominaba entonces a gran parte del país, nombre reservado ahora para una intransitable jungla que aísla a Panamá de Colombia y, por tanto, a Centroámerica de Suramérica. El Darién actúa así como una barrera a las migraciones por tierra de América del Sur a la del Norte, y este hecho, que tal vez sea conveniente para alguien, probablemente es la causa de que nunca se haya completado este tramo relativamente corto de la carretera, ni garantizado la seguridad en esa ruta que daría un vuelco a las comunicaciones y al desarrollo de las Américas.
Volviendo al Camino de Real, en su tiempo y por otras razones, era también una ruta peligrosa: un camino penoso, insalubre y no exento de riesgo, a través de selva y pantanos plagados de amenazas, fiebres (malaria, dengue, cólera…) serpientes, caimanes y cocodrilos (los mayores de América), por no hablar del resto de los animales salvajes y de los insectos. No es sorprendente que a alguien se le ocurriera cambiar el arrastrar la carga y las caballerías por aquellos parajes por un procedimiento mas cómodo: el transporte fluvial, embarcarse en el río Chagres (al que los españoles llamaban el Río de los Lagartos por razones obvias) hasta llegar al mar en la Bahía de San Lorenzo, aún hoy custodiada por el fuerte del mismo nombre, repetida y exitosamente atacada en otras épocas por piratas y almirantes ingleses. Esta nueva vía constituyó el llamado Camino de Cruces. Remontando el Chagres desde el mar, se atraviesa la mayor parte del istmo hasta que, cerca de lo que ahora es Balboa, hace una gran curva y se adentra en las montañas por una espesa selva. En esa curva, estaba también Cruces y desde allí ya había que continuar por tierra hasta Panamá la Vieja.
Las dos vías tenían ventajas e inconvenientes. La fluvial era más lenta. El río no siempre llevaba suficiente agua, los porteos podían ser inevitables y los bajos resultar agotadores para los que manejaban las pértigas. El riesgo de naufragio también era real. De hecho, tras el hundimiento en 1586 de un barco cargado de plata se prohibió transportar metales preciosos por río. El camino a lomos de caballería era mucho más rápido: de Panamá la Vieja a Nombre de Dios primero y luego a Portobelo, también en el Caribe, se tardaba unos cuatro días. El problema era que resultaba carísimo: las mulas tenían una capacidad de carga limitada y morían muchas en cada viaje. Reemplazarlas en grandes cantidades era muy difícil porque era necesario importarlas (seguramente ocurría algo parecido con los arrieros, pero estos eran más fácilmente reemplazables). A esto se unía que el transporte era estacional y tenían que estar listas en fechas determinadas cuando llegaban o partían los convoyes que cruzaban el Atlántico. Las ferias de Portobelo (decían que eran las mayores del mundo) eran un espectáculo y sólo duraban unos días en los que comercio, bullicio y riquezas fabulosas inundaban la ciudad. La gestión de la logística de todo aquello era muy compleja y un verdadero quebradero de cabeza.
Con el tiempo, las rutas se especializaron y la terrestre quedó para la plata y mercancías preciosas y la fluvial para el resto, es decir para grandes cargas y volúmenes, con menor valor unitario. Si bajar el Chagres y navegar por mar de San Lorenzo a Portobelo, junto con las correspondientes cargas y descargas, podía llevar varias semanas, remontarlo era aún mas lento y penoso. De hecho, salvar así el istmo duraba igual o más que la travesía por mar de Perú a Panamá.
Cuando Panamá, que había sido bautizada oficialmente y con gran sentido del marketing como la “Castilla de Oro”, agotó lo que había sido una abundante y soñada fuente del precioso metal, encontró en la logística lo que ahora llamarían un nuevo modelo productivo, gracias a la explotación de su situación geográfica estratégica. Siglos más tarde, llegaría la tercera bonanza económica gracias al paso de los buscadores de oro de California, que daría paso a la cuarta y actual, la del Canal.
Mi amigo Juan M. Feliz es una persona notable. Es socio de la Sociedad Geográfica Española, ha recorrido en piragua los ríos más perdidos de todos los continentes y ha sido Campeón de España de kayaks y ganador del Descenso del Sella, donde tiene una empresa de turismo aventura y alquiler de piraguas (www.fronteraverde. com). Es un viajero bastante duro y experimentado, siempre en busca de nuevos retos. Su propuesta del año pasado fue que nos hiciéramos el Canal remando. él lo hizo, pero yo afor tunadamente, en el último momento y por razones de trabajo, me libré. El plan de este año era bajar el río Chagres desde la cabecera hasta el mar y esta vez no se me ocurrió ninguna excusa para evitarlo, así que allí estábamos. Para Juan, el mayor atractivo del Chagres, aparte de estar cargado de historia y haberse hecho famoso por sus cocodrilos, es que es el único río del mundo que, al fluir al Canal de Panamá, vierte sus aguas a dos océanos.
A la vista de que desde España no habíamos conseguido apenas información, una vez terminados los asuntos que nos llevaban a Panamá dedicamos un día entero a preparar la expedición con un resultado bastante decepcionante. A ninguna de las agencias de turismo o “aventura” parecía interesarles lo más mínimo ayudarnos con el transporte o la infraestructura. Como mucho, nos apoyaban en una etapa y a unos precios que los mismísimos suizos habrían envidiado. Después de muchas negociaciones, todo quedó en el aire y decidimos adaptarnos a los métodos locales e ir improvisando día a día. Nuestros contactos en el mundo del piragüismo, a la hora de la verdad, estuvieron también especialmente ocupados cuidando abuelitas enfermas o asuntos similares y tampoco fueron una gran ayuda.
Solo Javier y Marta se volcaron y nos pasearon muchísimo y ella, en especial, nos resolvió muchas cosas y fue nombrada “Madrina de la expedición”.
El primer día lo pasamos desentumeciéndonos y adaptándonos al clima. Alquilamos una “pickup”, pasamos el aeropuerto de Tocumen y nos dirigimos hacia el Norte, a la sierra. Allí, los panameños que pueden tienen casas donde se refugian en la altura de los calores de la capital. Pasamos ante las entradas de las fincas de importantes personajes, incluido algún ex-presidente de países vecinos, hasta bordear la urbanización Cerro Azul y, por la linde del Parque Nacional del Chagres, llegamos al Cerro Pelón que contrasta con la lujuriosa vegetación que le rodea. Todo Panamá nos había asegurado que para llegar hasta allí necesitaríamos unos permisos especiales que no teníamos y que nadie nos pidió. Por allí cerca dejamos la pickup para subir al Cerro Jefe y caminar un par de horas a modo de aclimatación. La gracia de Cerro Jefe, aparte de estar en la cabecera del río Chagres, es que es el pico más alto de esa zona y en los días claros, desde sus 1.007 metros, se pueden contemplar los dos océanos. Nuestro día no era claro y parece que, en la misma cumbre, la mayoría tampoco lo son.
Al día siguiente tocaba meterse en el valle del Chagres y para ello levantarse a las cuatro. De lo que no nos habíamos dado cuenta es de que el camino desde Panamá pasa pegado al Cerro Jefe y nos podíamos haber ahorrado la repetición del recorrido. Tras veinticuatro horas de llovizna, la pista se había vuelto la más resbaladiza que he visto en mi vida y cuando ya todo parecía suficientemente complicado, en medio de una fuerte bajada, nos encontramos de frente con seis todoterrenos atascados y bloqueándonos el camino. El barro era tan resbaladizo que cuando nos bajamos del vehículo, apenas podíamos caminar sin caernos. Aquellos coches estaban allí desde el día anterior, atascados, atravesados, quemando embragues y motores, empujándose y remolcándose, todo sin que se apreciara demasiado progreso. Nuestro conductor local, en cambio, no era un dominguero: puso unas remendadas cadenas sujetas con cordeles y otros procedimientos precarios y, en no mucho más de una hora, sorteó los seis aullantes y humeantes vehículos y milagrosamente nos sacó de allí. La lluvia continuaba y los seis coches nos habían destrozado la pista pero aún avanzamos unos kilómetros hasta cerca del río San Cristóbal. En un recodo del camino donde ya era imposible continuar, nos esperaba el mulero con las caballerías. Sobre ellas cargamos la balsa, las provisiones y el resto del equipo. Continuamos a pie unas horas por la selva profunda que aún alberga invisibles pumas y jaguares. Estábamos en el corazón del valle del Chagres. A Juan le gustaba recordar los versos de Stanley (el otro, James, conocido como el poeta del istmo):
Mas allá del Río Chagres existen senderos que conducen a la muerte, a los mortíferos vapores de la fiebre, al letal soplo de la malaria.
Stanley me pareció un exagerado, pero luego me enteré de que en 1906, al año de escribir estos versos, murió de malaria en Panamá. Llegamos al punto sin retorno: cuando el río se hizo navegable, inflamos la balsa, la cargamos y seguimos en ella, río Piedras abajo, hasta que entramos en el alto Chagres que también bajamos hasta que se terminaron los rápidos y el río se hizo manso.
Allí nos esperaba un paisano con un cayuco al que pasamos nuestras cosas y la balsa tras desinflarla. Volvíamos a estar en territorio algo habitado, el de los indios Mberá, cuyas cabañas se veían a veces desde el río. Esta tribu es oriunda del Darién, pero hace unos decenios se estableció aquí y es frecuentemente visitada por turistas. El cayuco nos llevó hasta Puerto Corotú en el lago Alajuela, un pantano que regula el aporte de agua del canal, imprescindible para su funcionamiento, como lo es que se mantengan la vegetación y la pluviometría del Parque Nacional del Chagres.
Al amanecer cruzamos el lago en otro cayuco hasta la presa Madden. Allí Luis Iván Jr. nos esperaba con su furgoneta y nos depositó aguas abajo del embalse. Descargamos los kayaks del remolque, incluida una serpiente camuflada y muy enfadada, y por un río ancho y perezoso con impenetrable vegetación en las orillas, que hacía imposible cualquier desembarque, paleamos hasta Gamboa y el Canal de Panamá. Hacia el final del día, en una orilla entre dos palmeras, Juan vio una abertura en la selva. Nos metimos y resultó ser el emplazamiento de la Venta de Cruces que dio su nombre al mencionado Camino y era el puerto donde viajeros y carga embarcaban. Nos encantó “descubrir” las ruinas de las antiguas edificaciones.
En Gamboa, Marta nos había reservado un bote fueraborda metálico y canijo, que contra todo pronóstico no se hundió, tal vez porque lo pilotaba “Nelson”, y con el que, rebotando sobre el oleaje, hicimos el mar interior, la parte del Canal que es el embalsado Lago Gatún, a 25 m. sobre el nivel del mar. Unas veces navegamos entre petroleros, otros grandes barcos y preciosos veleros y otras, por atajos, entre islas cubiertas de selva retratando pájaros, tortugas y demás fauna salvaje. Desembarcamos en las esclusas donde nos detuvimos a ver las maniobras de las embarcaciones en las compuertas. Bajo ellas, en el coche de Benito, un asturiano que lleva toda su larga vi- da en Colón, volvimos de nuevo al Chagres donde, al no tener kayaks y no encontrar cayucos, nos resignamos a alquilar un lanchón para hacer el último tramo del río, de nuevo entre selva virgen y deshabitada. Allí Juan cumplió el otro objetivo de su viaje: el hermanamiento del Chagres con el Río Sella, el rito de verter una botella de agua de ese río que traía desde España y tomar otra para hacer lo recíproco a su vuelta, momento que inmortalicé, bastante mal, por cierto.
La vuelta a la capital la hicimos en un vagón abierto de la legendaria Panama Railways. Gracias a la imaginación de Juan, desde la cabecera del Chagres en las montañas, hasta el Caribe habíamos pasado cuatro días fascinantes a pocos kilómetros de la ciudad y al mismo tiempo en sitios maravillosos, a menudo aislados o poco accesibles y fuera del tiempo y del alcance del turismo de masas.
Nuestra siguiente excursión panameña no nos salió tan bien. Queríamos acercarnos en todoterreno al Volcán Barú (3.500 m. y el más alto de Centroámerica) en la provincia de Chiriquí, para subirlo a pie, pero un huracán cortaba las carreteras, hacía volar árboles y vallas y, tras veinticuatro horas bajo el volcán, lo dejamos para otra vez. Por doce euros dormimos bien en la Pensión Mari Lus de Boquete y por un euro más nos sacó de de la comarca un concurrido ex-school bus amarillo donado por los americanos y convertido en guagua comercial.
Yo seguí viaje a Ecuador y Colombia, pero Juan se quedó un día más en Panamá. Lo aprovechó para volver al río y hacerse, solo (todavía no se lo he perdonado) por la selva, la última parte del perdido Camino de Cruces. Desoyendo los consejos de los habitantes locales y, a pesar de ir sin guía, consiguió no perderse.
El camino está ahí: en parte señalizado, en algunos tramos restaurado y en otros a punto de ser devorado por la selva. Es una pena porque con su historia, su atractivo entorno y la creciente búsqueda de objetivos del “turismo activo”, con un mínimo de iniciativa y una inversión modesta, podría convertirse en una alternativa corta del Camino del Inca o de las muchas rutas similares que otros países han desarrollado como destino turístico de propios y extraños.