Los secretos del Orinoco. Humboldt y el descubrimiento ilustrado del río. De Miguel Ángel Puig-Samper

El 6 de mayo de 1859 dejaba de existir una de las personalidades más fecundas pa-ra la Geografía y las Ciencias Naturales europeas, Alexander von Humboldt, en cuya inmensa obra encontramos también una dedicación especial a la geografía de los ríos, con un destacado papel en la confirma-ción de la conexión entre las cuencas de los ríos Orinoco y Amazonas, ya avanzada por algunos y negada por otros

LOS JESUITAS Y EL HALLAZGO DEL CAÑO CASIQUIARE

La confluencia de la expansión portuguesa en la América Meridional hacia el oeste (entre otras cosas motivada por la búsqueda de materias primas y escla-vos para la plantación), con la instalación de los jesuitas en el Alto Orinoco, tuvo como consecuencia práctica el “descubrimiento” de la comunicación Orinoco-Amazonas a través del caño Casiquiare en la primera mitad del siglo XVIII. El padre jesuita Manuel Román había comunicado en 1742 al rey de España cómo unos portugueses del Gran Pará habían llegado por vía fluvial al Orinoco, entendiendo que un brazo de este río se comunicaba con el río Negro y éste con el Marañón o Amazonas. El mismo Román hizo un viaje en 1744 desde Carichana hacia el alto Orinoco, que confirmó la existencia de este paso natural entre estas dos grandes cuencas fluviales de América. Hacia el 14 de febrero Román y sus acompañantes se encontraron con un navío portugués de grandes proporciones en las cercanías del Atabapo, con cuyos ocupantes pudieron hablar y confirmar de nuevo que se trataba de hombres procedentes del río Negro. Invitado por los tripulantes de dicha embarcación, Manuel Román y tres indios –dos sálivas y un ature– navegaron unos cuarenta días hasta la residencia de los portugueses en el campo de esclavos de Mariuá, confirmando a su vuelta la comunicación fluvial por el Casiquiare, un descubrimiento que sería divulgado por Charles La Condamine a su vuelta a Europa, pero negado poco después por otro jesuita, el padre Gumilla.

Efectivamente, Joseph Gumilla, misionero de la Compañía de Jesús, publicaba en 1745 su obra El Ori
noco Ilustrado, y defendido, Historia Natural, civil, y geograhica de este gran río y sus caudalosas vertientes. Gobierno, usos, y costumbres de los indios,…, en la que negaba la comunicación interfluvial entre el Orinoco y el Amazonas, con las siguientes palabras:

“Y así quede fixo, que ni del río Marañón, Orellana, Amazonas, Apurimac, que es un solo río con muchos nombres: ni del río Negro entra, ni hay paso por donen mi Plan del Orinoco,…”.

LA EXPEDICIÓN DE LÍMITES AL ORINOCO

A mediados del siglo XVIII, la tensión provocada por el choque entre españoles y portugueses, una vez desbordada la línea de Tordesillas que les separaba, estaba a punto de provocar un serio conflicto en el área sudamericana. La política exterior de Fernando VI, encabezada por su ministro Carvajal, intentó resolver el problema con la firma, en 1750, del tratado de Madrid, por el que se reconocían, aunque de forma imprecisa, las posesiones españolas y portuguesas en la América meridional:

“Por lo que mira a la cumbre de la cordillera que ha de servir de raya entre el Marañón y el Orinoco, pertenecerán a España todas las vertientes que caigan al Orinoco y a Portugal las que caigan al Marañón o Amazonas.”

Esta imprecisión obligaba a ambas potencias al envío de comisiones demarcadoras, tal como preveía el artículo 22, capaces de fijar las líneas de frontera. Para efectuar los estudios de la línea de demarcación en el norte, se envió la conocida expedición al Orinoco, al mando del capitán de navío José de Iturriaga, hombre de reconocida experiencia en Venezuela por haber sido director de la Compañía Guipuzcoana. Además, se nombraron comisarios de la expedición a Eugenio Alvarado, hijo de un antiguo gobernador de Popayán, al teniente de navío Antonio de Urrutia y al alférez de navío José Solano.

En el equipo humano de esta expedición al Orinoco hay que destacar que, junto a los cartógrafos, instrumentarios, cirujanos, etc., se incluyó un interesante grupo de naturalistas –Condal y Paltor– y dibujantes científicos –Castel y Carmona– dirigidos por P. Löfling, botánico sueco discípulo de Linneo. No hay que olvidar que, aunque la expedición tenía como objetivos esenciales la fijación de límites, la lucha contra el contrabando y la contención de los holandeses, el gobierno español –ilustrado y reformista– ya mostraba un interés especial por el estudio de la naturaleza de sus territorios, tanto por su interés estratégico y comercial –quina, canela y cacao– como por el estrictamente científico, tal como se recoge en las Instrucciones:

“Que los comisarios geógrafos y demás personas inteligentes de las tres tropas vayan apuntado los rumbos y distancias de sus derrotas, las calidades naturales de los países, sus habitadores y costumbres que tienen, los animales, ríos, lagunas, montes y demás cosas dignas de saberse… no sólo por los que pertenece a la demarcación de la raya y geografía del país sino… también por lo que puede conducir para el adelantamiento de las ciencias… progreso de la historia natuprogreso de la historia natu-ral y las observaciones físicas y astronómicas.”La expedición de Iturriaga llegó el 9 de abril de 1754 a Cumaná, punto de partida desde el que debían dirigirse hacia el sur en busca de los portu-gueses, con lo que debían reunirse en las inmediaciones del río Negro. Las dificultades iniciales, planteadas entre otras cosas por el enfrentamiento del gobernador de Cumaná con Iturriaga, hicieron que éste permaneciera inmó-vil durante un año, para dirigirse posteriormente a Trinidad, lugar en el que ya se encontraba Solano, en tanto que Alvarado exploraba Guayana y Urrutia cartografiaba la costa.Más tarde, Iturriaga y Solano se dirigieron a las misiones del Caroní, zona en la que falleció, en 1756, el botánico Löfling y desertaron sus ayudantes, con lo que los trabajos de historia natural quedaron en gran medida inte-rrumpidos. Los frutos científicos de esta expedición fueron multitud de dibujos y descripciones botánicas –que constituyen la Flora Cumanensis, después publicada parcialmente por Linneo junto a descripciones de flora ibérica en el Iter Hispanicum–, así como descripciones zoológicas aún no bien estudiadas, entre las que sobresale una Ichtyologia Orinocensis, y una Materia Médica de aquellas regiones, todas ellas manuscritas tras el fallecimiento de Löfling en San Antonio del Caroní en febrero de 1756 y la huida de sus ayudantes. Fue el primer intento de la corona española de hacer el inventario de los recursos naturales americanos con presupuestos linneanos.

La actividad de los expedicionarios aumentó de forma considerable tras el nombramiento como cuarto comisario de Diguja, gobernador de Cumaná y Guayana. Entre 1758 y 1760 se producen las exploraciones más detalladas del territorio, se fundan pueblos –como San Fernando y San Carlos–, y tienen lugar los viajes de Díez de la Fuente, hacia el nacimiento del Orinoco, y de Fernández de Bobadilla al río Negro. El contacto con los portugueses se produjo en 1759, cuando ya sus fuerzas expedicionarias estaban prácticamente desintegradas y su comisario Mendonça Furtado se retiraba enfermo, por lo que Iturriaga decidió esperar al nombramiento de un nuevo responsable portugués.

En junio de 1760 el secretario de Estado, Wall, ordenó la finalización de la expedición, por lo que la mayoría de los miembros de las distintas partidas inició el regreso a España en la primavera de 1761, aunque Iturriaga permaneció en el Orinoco como comandante general de poblaciones y Solano volvió poco después como gobernador y capitán general de Venezuela.

FRANCISCO REQUENA Y LA EXPLORACIÓN DEL AMAZONAS

Tras unos años de conflictos continuos en las fronteras hispano-lusitanas, fruto del fracaso del Tratado de Límites de 1750, en 1777 las autoridades españolas, representadas por el conde de Floridablanca, y portuguesas, en cuyo nombre actuaba el ministro Francisco Inocencio de Sousa Countinho, firmaron un nuevo tratado de Límites, para sus posesiones en América y Asia, en San Ildefonso. Parte del articulado hacía referencia a la frontera amazónica de los dos estados imperiales, salvaguardando los establecimientos portugueses en los ríos Japurá y Negro y los españoles en el Orinoco, así como la comunicación interfluvial.

Como ya había sucedido antes, la responsabilidad de fijar las líneas divisorias recayó en unas Comisiones, que en el caso español dispuso de cuatro Partidas.
La cuarta fue precisamente la Comisión del Marañón, organizada en 1778, que quedó al mando del brigadier de ingenieros Francisco de Requena (1743-1824), quien partió en 1780 de Quito con rumbo al Amazonas donde se reunió con los portugueses en la localidad de Tabatinga, un año después. Las comisiones ini-ciaron sus labores en 1782 desde la localidad de Tefé, especialmente para hacer demarcaciones en el río Japurá. Requena llegó hasta la boca del Apaporis y el río de los Engaños o Yarí, pero nunca llegó a resolverse el problema de la dis-puta de la boca occidental del Japurá y la comunicación con el río Negro, por lo que Requena dio por finalizada su comisión en 1791, volviendo a la gobernación de Mainas, y dos años más tarde regresó a España, donde llegó a ser miembro del Consejo de Indias y del Consejo de Estado. Se conserva una colección de acuarelas de esta Comisión en la Universidad Católica de Washington (Bibliote-ca Oliveira Lima), sin firma conocida, aunque sabemos que Requena alude mu-chas veces al dibujante José Anselmo Cartagena. Este dibujante nos muestra las balsas del río Guayaquil, más conocidas posteriormente por un dibujo similar en la obra de Humboldt, un dibujo donde se explica cómo hacer una embarcación en la selva abriendo el tronco de los árboles, así como una serie de vistas en las que podemos contemplar las luchas de las partidas con los indios amazónicos, la forma de pescar de éstos, los distintos tipos de embarcaciones, las mediciones de los ingenieros y matemáticos, los raudales o incluso al propio Requena hablando con los indígenas a través de un intérprete. En fin, una joya para entender cómo se movían y vivían los expedicionarios en esta región amazónica en pleno siglo XVIII.

DEL ORINOCO AL AMAZONAS. LA EXPLORACIÓN DE HUMBOLDT

Unos años después aparecerían en la misma escena dos viajeros científicos que cambiaron la imagen de América en Europa y que confirmaron con medidas exactas la situación del río Orinoco y su comunicación con la cuenca amazónica a través del caño Casiquiare: Alexander von Humboldt y Aimé Bonpland. Como ellos mismos relataron en un pequeño informe dirigido al presidente norteamaricano Jefferson, visitaron en 1799 y en 1800 la costa de Paria, las misiones de los indios chaymas, las provincias de Nueva Andalucía, de Nueva Barcelona, de Venezuela y de la Guayana española. En enero de 1800 salieron de Caracas en dirección a los bellos valles de Aragua. Desde Portocabello atravesaron al sur las inmensas planicies de Calabozo, del Apure y del Orinoco, los Llanos. Humboldt describía que por estos parajes se viajaba como en toda la América española, excepto en México, a caballo y que podían pasar días enteros en los que uno no veía ni una huella de colonización.

En San Fernando de Apure en la provincia de Barinas, Humboldt y Bonpland comenzaron esta fatigosa navegación de casi 1000 millas náuticas realizada en canoas y levantaron el mapa del país con la ayuda de relojes de longitud, de los satélites de Júpiter y de las distancias lunares. Descendieron el río Apure, remontaron el río Orinoco, pasando los cé-lebres raudales de Maipures y Atures, hasta la boca del Guaviare.

Desde esta embocadura subieron, acompañados por los españoles Nicolás Soto y el padre Bernardo Zea, por los pequeños ríos Atabapo, Tuamini y Temi, y de la misión de Yavitá cruzaron por tierra a las fuentes del famoso río Negro, que La Condamine vio en su desembocadura en el Amazonas y que él nombró mar de agua dulce. Una treintena de indios llevaron las canoas por los bosques al caño de Pimichín. Según nos relata Humboldt, por este pequeño río llegaron al río Negro que bajaron hasta San Carlos. Desde la fortaleza de San Carlos del Río Negro, Humboldt remontó hacia el norte por el río Negro y el Casiquiare al Orinoco y encima de éste hasta el volcán Duida o a la misión de Esmeralda, cerca de las fuentes del Orinoco, a las que era prácticamente imposible llegar por la defensa que hacían los indios Guaicas, una raza de hombres casi pigmea, muy blanca y extremadamente guerrera, que de hecho retrasaron la localización de dichas fuentes del Orinoco hasta 1951, fecha en la que se encontraron en el llamado Cerro Delgado Chalbaud, a 63º 15’ O y 2º 18’ N, y a una altitud de 1.100 metros, con la participación de dos españoles: José María Cruxent y Félix Cardona Puig.

Desde Esmeralda, Humboldt y Bonpland bajaron con las aguas crecidas todo el Orinoco hasta su delta en Santo Tomé de Guayana o Angostura. Según el mismo relato del sabio prusiano, durante la larga duración de esta navegación estuvieron expuestos a un sufrimiento continuo por la falta de alimentos y de abrigo, a las lluvias nocturnas, a la vida en la selva, a los mosquitos y una infinidad de otros insectos que picaban, a la imposibilidad de bañarse debido a la agresividad de los caimanes y de las pirañas y a los miasmas de un clima ardiente.

En el balance de este viaje de Humboldt y Bonpland por el Orinoco hay que destacar su reconocimiento científico del Casiquiare, la cartografía del Orinoco, Apure, Meta, Guaviare y Caura, el descubrimiento de nuevas especies animales y vegetales, su análisis de las sustancias utilizadas para curar y matar en la selva, entre las que destaca el famoso curare, y sus observaciones antropológicas de los indígenas, como los otomacos, jugadores de pelota y comedores de bolas de tierra, y las de algunas tribus extintas como las autoras de los petroglifos que pudieron observar a lo largo de su viaje o la de los atures de la cueva de Ataruipe, cuya lengua se conservaba según un relato fantástico recogido por Humboldt solo en un famoso loro que dio lugar a una poesía de su amigo Ernst Curtius, que entre otras cosas decía:

“En las soledades del Orinoco vive un loro viejo, frío e inmóvil, como si fuera su propia imagen tallada en la piedra…Y los atures murieron, libres y orgullosos como habían vivido; los verdes cañaverales de la orilla, ocultan lo que queda aún de su raza.

Allí gime en señal de duelo el loro, único que ha sobrevivido a los atures; aguza su pico en las piedras y hace resonar el aire con sus gritos…

Nadie ha visto sin estremecerse el loro de los atures”.