El volcán. Descubrimiento y metáfora

VOLCAN. s. f. Caverna montuosa y ardiente, que vomita con ímpetu periodicamente materias bituminosas, azufrosas, y otras hechas asqua, como piedras calcinadas ó vitrificadas, que llaman lavas, acompañadas de cenizas y humos mas ó menos densos. En Europa son bien conocidos los Volcanes del monte Etna, y del Vesúbio, y en la América Española el de Arequipa en el Perú, y el de Popocatepec en Nueva España”.

 La Tierra inquieta

Quien se mueve entre volcanes sabe que está pisando una tierra activa, que tiene sus propias iniciativas y que lo hace con una fuerza imparable. Cualquier gesto de esos poderosos mecanismos del planeta es de entidad superior a la respuesta de los seres vivos. La Tierra aún se construye y destruye con sus desmesuras cósmicas, con velocidades superiores al más veloz de sus habitantes. Quien haya vivido un terremoto de verdad sabe lo que es la angustiosa experiencia de que te falle lo que parece más fiable: tu propio suelo. El volcán añade a ello el fuego, la lava, la explosión, los gases.

Quien conozca a un volcán activo sospechará de la benevolencia de la madre Tierra. Así nació la cultura de los hombres de Occidente, junto a un volcán. Los primeros cantos y viajes del Mediterráneo surgieron al lado de la erupción, del Vesubio, del Etna, de Estrómboli y Vulcano. Hemos rebrotado de la catástrofe de Pompeya. Y por ello también sabemos desde los orígenes que no hay nada más bello que la silueta de un volcán altivo ni nada que encierre tanta emoción como el poder de una oscura nube ardiente que nace en la profundidad y baja rodando por el flanco del cono a mil grados de temperatura.

Venimos de la ceniza y el fuego.

La Volcanología, una ciencia tardía

El volcán no es, por tanto, una anomalía, sino el vecino inmediato a la casa de la que salió nuestra civilización. Cuando era estudiante, en los manuales de geografía física se calificaba, sin embargo, a los volcanes como relieves “postizos” a los demás territorios, poca cosa por tanto, surgidos aquí y allá y repartidos al azar por mares, islas y continentes.

Pese a ello, en los mapas se observaban alineaciones y agrupaciones, a veces hasta regiones, que indicaban áreas propicias al fenómeno. Eso contaban también los exploradores. Había volcanes viejos y nuevos, altos y bajos, activos y pasivos y lo mismo aparecían en la Antártida –por ejemplo, el Erebus- que en las áreas ecuatoriales –el caso del Chimborazo.

Pero no existía aún un sistema capaz de explicar su origen, incluso se repetían todavía nociones tradicionales hoy sobrepasadas, ni tampoco se daba explicación a su distribución en el Globo. De hecho, no se conocían con detalle suficiente los relieves ni los dinamismos en los extensos fondos marinos, cuya constitución reside en el volcanismo. De pronto, cuando esos fondos fueron suficientemente observados y sistematizados, hacia los años sesenta del siglo pasado, la ciencia encontró en ellos y en sus contornos continentales la clave y el modelo a escala global de la dinámica de la corteza del planeta, de sus rocas, sus edades, movimientos verticales y horizontales, seísmos, y no sólo entonces logró explicar el fundamento de formación del volcán sino que lo convirtió en la mejor expresión externa del más colosal mecanismo geológico del que dependen las bases de todos los paisajes terrestres: la tectónica de placas. El volcán pasó a ser el gran protagonista de la Tierra.

Naturalmente había buenos libros sobre volcanes antes de estos datos de conexión. Por ejemplo el excelente tratado de Rittmann o la morfología de Cotton o los fascinantes relatos de Tazieff. Recuerdo con especial agrado las Histoires de volcans de este último, libro que leí en 1964 de un tirón y conteniendo la respiración de la primera línea a la última. Pero lo que la tectónica global aportó fue la conexión a escala del planeta de las estructuras de la corteza terrestre y las fuerzas internas de la Tierra, de modo que las configuraciones de continentes y fondos marinos, de cordilleras y fosas, la existencia de terremotos y volcanes o la distribución de los archipiélagos, se mostraban obedeciendo a un sistema dinámico general interrelacionado.

Es el dinamismo interno terrestre, visto en tres dimensiones, el que acarrea, por tanto, las distribuciones de tales fenómenos en la superficie del globo y sus modalidades, que han podido dar lugar en el pasado a otras geografías y cuyo estado actual corresponde a un momento en su evolución sin que las pautas generales hayan cambiado. Tal tectónica se concentra en unas estrechas bandas activas junto a extensas áreas pasivas, tanto en continentes como en océanos, aunque no fijas sino móviles. Esta movilidad se genera en la tracción que se produce en las dorsales oceánicas y se traduce en desplazamientos horizontales de las placas. El extremo opuesto de esa placa puede entrar en colisión con otra placa del mosaico terrestre y producirse entre ambas una penetración en forma de cuña y la compresión subsiguiente. De este modo se formará en el área de distensión un rift y en la de compresión una cordillera. En el rift saldrán abundantes productos volcánicos fluidos en erupciones fundamentalmente efusivas y en la banda de compresión aparecerá, en contraste, otro volcanismo viscoso y explosivo. Así, las dos manifestaciones volcánicas más notables quedan concatenadas: las dorsales oceánicas de volcanes sosegados por un lado y los cinturones de fuego cordilleranos de volcanes violentos por otro. Los volcanes forman parte de las áreas vivas de la corteza terrestre, aunque como fenómeno derivado de su dinámica. No obstante, hay también volcanes intraplaca, en océanos y continentes, cuya explicación requiere o bien condiciones geológicas regionales que lo faciliten o acudir a lo que se ha llamado puntos calientes internos que seguirían condiciones geofísicas locales del manto subyacente. Por eso se habla de volcanismo mixto en determinadas circunstancias. Queda claro, pues, que hay, consecuentemente, un volcanismo submarino y otro subaéreo, y también uno viscoso y otro fluido, que dan no sólo litologías y erupciones diferentes sino formas distintas propias de sus medios, como lavas almohadilladas, conos, coladas de bloques, lajiales, malpaíses, tubos, hornitos, domos… Es decir, paisajes volcánicos definidos.

Dos hechos más son relevantes para entender geográficamente los volcanes. En primer lugar, la relación del volcanismo con fracturas de la corteza es evidente, tanto en las bandas activas donde se da su misma génesis como en la canalización concreta del magma hacia el exterior. Algunas de esas fracturas son larguísimas y otras son muy locales. Por eso los fenómenos constructivos y destructivos volcánicos, al seguir estas pautas, se ordenan en geometrías muy definidas. En segundo lugar, por un lado, la evolución del magma en sus cámaras experimenta un proceso que se llama diferenciación por el cual, al envejecer, se vuelve más ácido, viscoso y explosivo, lo que da lugar a una modificación en el tiempo, largo tiempo, de las rocas y sus características eruptivas; y por otro lado, la misma erupción tiende a expulsar primero sus gases y luego sus sólidos, de modo que puede pasar, al revés que el caso anterior y en poco tiempo, de explosiva a efusiva.

Por último, el volcán se instala en superficie, adaptando la forma de acumulación violenta o apacible de sus productos (cenizas, bombas, escorias, lavas) al relieve preexistente, modificándolo, y, en cuanto cesa la erupción, pasa a ser erosionado.

Lo inmediato que se aprecia es el volumen del volcán, pues hay desde mínimas bocas eruptivas que duraron diez minutos a conos gigantescos que llevan milenios arrojando y acumulando rocas en el mismo lugar o migraciones fisurales que crean rosarios o campos de conos y lavas. Y no digamos las calderas que se abren en las construcciones volcánicas como formas propias. Las formas y rocas volcánicas presentan así una peculiar modalidad en los relieves terrestres. Este roquedo es fácilmente atacado por los torrentes o la acción litoral, de modo que tiende a dar gargantas afiladas y acantilados soberbios, aunque la posición del volcán en el trópico o en la Antártida, en un llano o en una montaña, en una forma simple o compuesta, en una construcción antigua o reciente, en materiales incoherentes o compactos, modifique lógicamente los caracteres de su modelado. Pero como el volcán puede ser reiterativo, la reincidencia de fases eruptivas separadas en el tiempo dará un bonito rompecabezas entre formas de edificación y formas de erosión, superpuestas y yuxtapuestas. Además, hay que distinguir entre pequeñas agrupaciones de volcanes ocasionales más o menos conservadas, como en Olot, y regiones volcánicas vivas de larga duración, variadas formas y amplios caudales emitidos, como Canarias. El Teide no es un volcán cualquiera, por ejemplo.

En fin, desde que el argumento explicativo de la tectónica global se impuso, los geógrafos hemos entendido mejor el mundo que habitamos. Y, si ya el volcán ocupaba el puesto que le correspondía por su figura, frecuencia y actividad, y también por su carga cultural, fue a partir de ese momento de avance científico cuando se volvió expresivo de la viveza del contacto entre corteza y manto terrestres y de la peculiar configuración de nuestros espacios: fondos abisales, profundidades y dorsales marinas, cordilleras, archipiélagos, regiones falladas…

El volcán es o fue pura dinámica y, cuando actúa, es el mayor y más veloz reorganizador geológico del espacio geográfico.

COMPAÑERO DEL HOMBRE

Por otro lado, el hombre común que vive en una zona continental estable, sobre un viejo zócalo rocoso o unas campiñas sedimentarias, tiende a olvidar o a desconocer las convulsiones terrestres de sus franjas más dinámicas. Pero un día de abril del año 2010 le dicen que sus vuelos se han cancelado porque ha entrado un volcán de Islandia en erupción y sus cenizas, lanzadas a gran altitud, han sido empujadas por los vientos hacia el sur e impiden la navegación aérea por Europa: el volcán desconocido, surgido entre la nieve con violentos lanzamientos de escorias ígneas, entra en sus vidas, tan dependientes de la tecnología, a muchos kilómetros de distancia. Ni su nombre podía pronunciarse con facilidad, Eyjafallajokul, pero todos los periódicos lo mencionaron y los locutores aprendieron a nombrarlo. Sin embargo, este volcán no debería ser un desconocido para los geógrafos, pues su nombre y figura ya aparecían en un mapa tan famoso como el de Ortellius de 1585, dibujado junto al más famoso Hekla (que vomita piedras y lanza llamaradas). El volcán simplemente había recordado: aquí sigo.

En efecto, desde antiguo, el volcán ha sido compañero del hombre. Cerca de Nápoles la Solfatara era visitada por los antiguos romanos y los siguieron las gentes renacentistas, ilustradas y románticas. Cualquier enciclopedia sobre mitología, cualquier recuperación de la poesía clásica o de un viejo tratado sobre la naturaleza recogerá constantes referencias a los volcanes, desde Platón a Aristóteles, a Lucrecio o a Virgilio, desde la Atlántida a la Eneida, desde las luchas pavorosas de los titanes a Atlas o a Polifemo. ¿Qué sería de nuestras raíces sin los volcanes de Italia? Si el Vesubio, por estar localizado junto a lugares tan poblados, ahora Nápoles, y por sus destructivas erupciones ha sido tan visitado, conocido, temido y cantado, creando el arquetipo de cono en su caldera, el elevado Etna, en actividad casi permanente, se convirtió en modelo de grandes volcanes vivos, de estudios, de leyendas, de ascensiones, de panoramas, de relatos y de terrores de devastación. No faltaba razón a quienes así lo proclamaron, porque tiene de todo: alto e ingente cono, cráter vertiginoso, flancos plagados de focos eruptivos y mordidos por una caldera, explosiones colosales, fuentes caudalosas de lava y coladas kilométricas, faldas escoriáceas; en suma, lo máximo a que puede aspirar un gran volcán: nieve y fuego.

Todos los demás grandes volcanes son para nosotros, los europeos, Etnas en la lejanía. Ya lo es el Teide, pero también el Popocatépetl. Y la repetida experiencia de la erupción para el hombre que la padece o la observa es algo inicialmente aprendido en las laderas étneas o vesubianas, difundido y enseñado en grabados, relatos, poemas, viajes, estudios, observaciones, tratados y manuales.

Las hipótesis clásicas sobre sus causas se repitieron ante los volcanes de América y hasta el mismo Humboldt volvía sobre esas mismas fuentes antiguas cuando escribía, críticamente es cierto, en sus Vistas de las cordilleras, que “parece admitirse que la proximidad del océano contribuye a mantener el fuego volcánico”, lo que no se cumplía en la realidad. Esta teoría tan largo tiempo vigente, que también recoge Julio Verne en una de sus novelas, procedía nada menos que de Aristóteles y de Plinio. La eruptividad de ambos volcanes, Etna y Vesubio, ha sido maestra no sólo en las formas construidas y los materiales arrojados sino también en sus procesos explosivos y efusivos. Crearon un modelo mental al que recurrieron los exploradores de América para dar razón de lo que allí encontraban o para ponerle enmiendas cuando sus experiencias directas les dictaban otra opinión. En tales fuentes literarias el volcán fue además una aventura que entró en los grandes, en los mayores relatos. Y además se convirtió en una metáfora. En la literatura española, por ejemplo, reaparece como tal desde el Arcipreste hasta Gabriel y Galán, pasando por Quevedo.

Pero, antes, está presente ya en nuestras dos raíces culturales, la bíblica y la clásica, siempre entre el efecto de la devastación y la admiración. Entre el temor y la veneración. El volcán, como tantos otros desastres naturales, ha sido considerado un castigo divino por nuestros pecados desde los tiempos confusos de Sodoma y Gomorra hasta las erupciones históricas canarias. Y, al mismo tiempo, la aparatosa presentación de sus erupciones ha sido usada para dar el tinte de gloria adecuado a la aparición de lo divino en la Tierra, como en el Sinaí ante Moisés.

Y, por analogías comprensibles con el fuego eterno y el antro en el interior de la Tierra, la boca ígnea del volcán activo ha parecido a unos como la misma entrada al infierno y a otros, de pensamientos menos trascendentes, como depósitos inagotables de oro derretido. La idea del “axis mundi” está presente, con sus modalidades, en muchas montañas, particularmente en el Tíbet, pero también apareció en los primitivos que observaban el Teide desde distintos puntos del archipiélago canario en el “tenerife”, el que brilla con blancura, columna desde el fondo del mar hasta el cielo. Y de este modo, el gran volcán es tanto una montaña celeste como la puerta del infierno. En la raíz del legendario viaje atlántico están, por un lado, la peregrinación marítima de San Brandán, donde se relata vivazmente una erupción, y, por otro, el Purgatorio de Dante, situado en una montaña oceánica, por las antípodas de la cueva del Infierno abierta bajo Jerusalén, alta como ninguna: el Teide de nuevo. O, mejor, su imagen fabulosa. El volcán Fuji es quizá el arquetipo, con el Kailas tibetano, de la montaña sagrada. Pero hasta el mismo Kailas, que no es un volcán, está compuesto por un colosal apilamiento de estratos de conglomerado de rocas que, en gran medida, son de origen volcánico.

El encuentro de los exploradores y cronistas españoles con los volcanes americanos fue inmediato. Ascendieron a sus cimas para observar los paisajes, para extraer azufre como se hacía ya en el Teide, para comprobar si se trataba lo que bullía en sus cráteres de plata derretida, de oro o de simples escorias, para debatir si era o no el infierno, para leer maitines a la luz de sus lavas antes del alba, para describir sus lagos de lava y para especular sobre sus orígenes, en seguimiento de lo que decían Séneca, Aristóteles o Plinio, o para rebatirlos cuando “la experiencia –según escribían- estaba en contra de la filosofía”. Entre toda la ingente aportación que hicieron tales exploradores a la geografía del Renacimiento, la primera imagen que legaron de los volcanes de América fue un salto informativo y teórico extraordinario. Armados con los pocos escritos clásicos sobre la materia contribuyeron a la renovación del conocimiento propia de aquel tiempo con la realidad de las experiencias directas y con la voluntad de su explicación razonable.

En los archivos hay aún hoy notas inéditas y dibujos de campo, tantas veces preciosos, de diferentes momentos de esa exploración ya sea en México o en El Ecuador o en Nicaragua, con afán de aprender, con riesgo, con deseo de enseñar: por ejemplo, en el mismo Popocatepétl, o en el Tunguragua con sus coladas taponando los ríos, o en el Txtla casi como una fotografía en pleno paroxismo eruptivo con sus puntos de reconocimiento hasta el borde del cráter. En las bibliotecas están las experiencias y consideraciones de José de Acosta, de Juan de Cárdenas y de Tomás López Medel o la fenomenal descripción del lago de lava del Masaya en plena actividad por Fray Blas del Castillo en la temprana fecha de 1538. Tales volcanes quedarían también como símbolos estéticos y culturales de los paisajes mexicanos, como monumentos naturales en las altas cumbres del Orizaba, del Cotopaxi, del Chimborazo y –por su composición, no por su forma ni actividad- del Aconcagua, entre tantos otros, también en mapas, en las “vistas” de Humboldt y hasta en obras pictóricas románticas de cuadros, entre otros, de

Church o de Rugendas. La reunión de todas estas aportaciones sobre aquella imagen de los volcanes americanos bien merecería una edición crítica conjunta y de calidad tanto en contenido como en formato.

Aunque hubo una voluntad de interpretación global de la Tierra en diversos autores de los siglos siguientes, la que concierne más de cerca a los volcanes es la de Atanasius Kircher (o Atanasio Kirquerio como le llamara Torres Villarroel), que vivió entre 1601 y 1680, con su “Systema Ideale Pyrophylaciorum”, verdaderamente un precedente de los intentos de sistematización del Globo terrestre del siglo XX que inició Wegener. No por su movilidad, claro, pero sí por su globalidad. Los pirofilacios formarían una red por el interior del globo de conductos ígneos, con cámaras de fuego en el centro y en distintos puntos profundos de la Tierra que acabarían alcanzando su superficie, donde expulsarían tales materiales subterráneos incandescentes en forma de volcanes. Es la idea, pues, del fuego interior, la causa del producto, de su movilidad luego por tubos naturales y de su reparto disperso por toda la superficie de la Tierra.

Kircher concebía estos conductos de material incandescente junto a otros tipos, los hidrofilacios, para distribuir las aguas subterráneas, y los aerofilacios, para los vientos internos. Como más tarde, hasta el paso del siglo XVIII al XIX, los neptunistas discutieron el origen ígneo de las rocas volcánicas hasta que los plutonistas les rebatieron en los Puys y Humboldt en Tenerife, esta vieja hipótesis de Kircher -hombre tan concienzudo que para informarse ascendió al Etna y descendió al cráter en actividad del Vesubio- resulta una bella teoría de la organización global interior del fenómeno volcánico universal.

Son muy dignos de recordar en este tiempo, a veces precientífico y más tarde no estrictamente profesional, los testimonios de las erupciones históricas en Canarias, relatados con espontaneidad por sus habitantes y estudiados concienzudamente por Carmen Romero Ruiz. Constituyen la aportación española más fundada y abundante al conocimiento de la actividad volcánica a lo largo de siglos, desde la conquista castellana de Canarias hasta hoy. Numerosos naturalistas, además, sumaron en sus visitas al archipiélago observaciones e hipótesis científicas, como en el caso ejemplar de Humboldt, de tal modo que estos volcanes españoles contribuyen a formar un cuerpo de información realmente interesante. Aunque hay relatos de viajeros a Canarias desde fechas tempranas es a partir de la Ilustración cuando el viaje científico se hace más habitual y, en él, las ascensiones al Teide con motivos de estudio se siguen unas a otras. No sin razón el escudo otorgado en 1510 a Tenerife representa, como decían los viejos documentos, “una breña de que sale del alto della unas llamas de fuego que se nombra Teidan”. Que sea hoy el Teide, desde 2007, Patrimonio Mundial no es sino el reconocimiento de un hecho manifiesto a su relevancia como paisaje volcánico. Y la erupción no ha cesado en el archipiélago: bajo el mar o tierra adentro todo isleño la espera.

La emulación de las ascensiones alpinas y étneas de fines del XVIII hizo que éstas se extendieran a la cumbre en el Atlántico, llevando hasta ella el sentimiento de la montaña ilustrado y romántico y el afán de precisiones. Aun más sencilla era la aproximación al Vesubio para el naturalista europeo, sin duda, pero de lo que se trataba en todos los casos era de acumular información veraz, de ver el fenómeno directamente, de tomar los datos in situ, de acercarse a la fiera. Y si lanzaba gases y bombas, mejor.

Cuando se ensancharon los horizontes del conocimiento geográfico se fueron incorporando los volcanes de África, del hemisferio oriental y hasta de la Antártida al conjunto ya catalogado. El otro lado del Pacífico fue fértil y, entre los volcanes de Indonesia y Japón, hubo estudios meritorios realizados por españoles en los aparatos filipinos. Las corrientes atmosféricas trajeron un día hasta occidente cenizas de la erupción del Krakatoa de 1883, se encontraron restos suyos entre las nieves de Peñalara y, en Chelsea, el artista William Ascroft pintó los rojos atardeceres que ocasionaron, tan lejos de su foco, tales partículas en suspensión en el aire. El mundo parecía que se reunía consigo mismo y los saberes se complementaban convenientemente, que es lo que los volcanes requerían: una información completa, generalizada y combinada. Desde el descubrimiento geográfico de América nunca ha podido abandonar la investigación volcanográfica o volcanológica esa necesidad de escenario internacional.

El arte y los volcanes

Mientras tanto, tampoco el arte había dejado de lado a los volcanes. Desde la bahía de Nápoles el Vesubio fue tan repetidamente pintado que llegó a crear una escuela de “vesubistas”. Las mejores plumas de la literatura europea acudieron a la llamada de la cima del Etna, como Goethe, quien dejó además párrafos volcánicos extraordinarios en su Fausto. El poeta Hölderlin revivió la estancia de Empédocles en el Etna y Leopardi meditó sobre la retama del Vesubio que vuelve a brotar tras el paso de las lavas, contenta en su desierto y destinada al fuego de una nueva erupción. Así siguió extendiéndose el arte del volcán a la novela, la fotografía, el comic y el cine, casi siempre como expresión de la eterna confrontación entre el hombre y la naturaleza. Aparte de los documentales y hasta de los reportajes del creciente turismo volcánico, las últimas películas sobre volcanes pertenecen al género catastrofista surgido a partir de la tremenda experiencia del volcán Santa Helena, en 1980, sin otros valores que reseñar.

Sin embargo, esta erupción excitó por otra parte la investigación norteamericana en volcanes explosivos logrando grandes avances en esta especialidad.

Sería, pues, el ocio una de las últimas fases del ciclo que comenzó en el mito, siguió en la cultura, alcanzó la ciencia y hoy se extiende a la divulgación y el recreo. Si hubo un volcán-mito ese podría ser el del gran volcán polar en el Ártico, que viene desde los mapas de Mercator y llega hasta Julio Verne con su Capitán Hatteras. La cultura se afinca en el paisaje, en el real, en el sentido y en el imaginado, y entre todos hacen del volcán un símbolo. La ciencia ha pasado a tenerlo por una clave del entendimiento dinámico de la Tierra, y es entonces cuando la volcanología se ha hecho adulta. La erupción también ha sido una aventura y hasta un entretenimiento cuando la divulgación, con guías para andar y ver, ha permitido el viaje volcanófilo. Hay desde hace años incluso turismo organizado para visitar volcanes, con precios asequibles. De modo que hoy el mundo de los volcanes consiste, volviendo la expresión al revés, en los volcanes de todo el mundo, un fenómeno internacional en el que el relieve y la erupción aparecen como actividad científica y como espectáculo estético, como cuadro de la naturaleza. Pero además, en el entendimiento global del volcán se incluye su relación, no siempre fácil, con el hombre. El riesgo volcánico se ha convertido, en los terrenos apropiados, en una modalidad de la protección civil con sus propios métodos de prevención y sus técnicas de actuación y, con ello, el seguimiento de determinados volcanes potencialmente peligrosos se ha vuelto minucioso y constante.

Y, de paso, si miramos hoy al firmamento, tendemos puentes intelectuales e imaginativos que comunican nuestro sistema volcánico propio, el de las máquinas terrestres profundas y el de los paisajes cambiantes, con los de los demás planetas de nuestro sistema solar. Sospecho que, en el robot que curiosea ahora mismo por los desiertos cráteres de Marte, hay un hilo invisible tendido que comunica con quienes recorremos sus paisajes hermanos en la Tierra. Aquí o allá, da lo mismo, el volcán continúa siendo un lugar especial para la admiración e insustituible para el conocimiento.