Un pacto de paz entre dos valles fronterizos y antes enfrentados, el Roncal y el Baretous
Estamos en el valle más oriental del Pirineo navarro, lindando ya con el aragonés, de alturas notables que anuncian las cumbres y los paisajes indómitos de Huesca. Un valle famoso por el queso de ovejas alimentadas con las hierbas de campas en pendiente, sometido a un proceso de maduración de más de cuatro meses. Famoso también entre los melómanos, ya que precisamente en la villa que le da nombre, Roncal, nació el tenor Julián Gayarre, cuyos restos se encuentran en el cementerio local, bajo el deslumbrante mausoleo que levantó en su memoria Mariano Benlliure.
Pero vayamos de una vez al grano porque esta historia no va ni de quesos ni de músicos, sino que tiene como protagonistas a los pastores de Isaba, la población más septentrional del Roncal, y a sus vecinos del otro lado de la frontera, los de Baretous, ya en Francia, enredados en enfrentamientos seculares. El conflicto entre los dos valles se remonta, según dicen los libros, a tiempos inciertos, en cualquier caso anteriores a 1375, fecha de los primeros testimonios escritos de las refriegas.
Lo decisivo, sin embargo, no es tanto el cuándo, de bastantes y suficientes siglos, sino el por qué, y a eso vamos. Al parecer se trata de un conflicto histórico habido entre pastores de las dos vertientes a causa de la utilización de pastos y fuentes de agua. Algo de suma importancia cuando el calor agosta los prados y hay que subir las vacas hacia los puertos fronterizos.
Las disputas entre roncaleses y bearneses (el valle de Baretous pertenecía entonces al vizcondado de Béarn), quienes ya habían llegado con anterioridad a un cierto acuerdo, volvieron a recrudecerse en el verano seguramente tórrido de 1373, y acabaron como el rosario de la aurora, con reyertas cuerpo a cuerpo y varias muertes a garrotazos, a costa, claro está, de los escasos pastos húmedos y las muchas vacas. Las hostilidades llegaron a tal punto que hubo de intervenir la autoridad de ambos lados de la frontera, y tanto Carlos II de Navarra como Gastón, príncipe de Béarn, conminaron a sus respectivos súbditos a respetar los compromisos. Apaciguarlos no fue una cuestión fácil, y aún se dio entre ambas partes un enfrentamiento armado que dejó más de treinta muertos en el campo de batalla. Finalmente, bajo los auspicios de la villa de Ansó, los litigantes firmaron la llamada “carta de paz” en el ya citado año de 1375.
El acuerdo, además de otras varias y concretas estipulaciones sobre los turnos temporales y los límites territoriales de pastoreo por parte los vecinos de los valles rivales, dispuso la entrega por parte de los de Béarn “de tres vacas del mismo dentaje, pelaje y cornaje todos los años en el límite y confín de los dos reinos”. Un tributo que de ningún modo se puede ni debe tomar como vasallaje, sino compromiso entre iguales, y así es como se realiza cada 13 de julio, fecha fijada en su momento, sin faltar año alguno, salvo en casos de contadas imposibilidades debidas a contiendas entre ambos países.
Hasta aquí la historia y el pasado. A partir de aquí, la celebración y la fiesta. Porque el Tributo es desde hace ya muchos años una ceremonia feliz y festiva en la que roncaleses y bearneses se reúnen, cada cual en su territorio, en el collado de Ernaz, a 1.721 metros de altura, en torno a donde estuvo, hasta 1858, la piedra de San Martín, hoy desaparecida y sustituida por un mojón. Los del Roncal, vestidos a la manera tradicional, con calzón corto, capote negro y sombrero, los del Baretous, endomingados y con la bandera tricolor cruzada en el pecho. Acompañados por vecinos de otros valles de uno y otro lado de la frontera y por todo aquel que se quiera acercar por aquí en esta fecha. De entre una espléndida manada de vacas pirenaicas los expertos eligen las tres del Tributo, dos para el valle del Roncal, la tercera, de forma rotativa, para las poblaciones cercanas de Urzainqui, Uztárroz y Garde.
Pax avant son las palabras que el alcalde de Isaba, quien preside la ceremonia, pronuncia hasta tres veces. Paz en adelante.
Con una suculenta comida ofrecida por los roncaleses se sella el acuerdo, y, año tras año, se vuelve a celebrar el pacto de buena amistad entre los dos valles pirenaicos, fronterizos y ya no enfrentados.