Existe otro mundo bajo las arenas del Sáhara. Los actuales radares son capaces de detectar antiguos cauces de ríos y amplios megalagos, anegados hoy por millones y millones de granos minúsculos de rocas disgregadas.
EL PODER DEL IMAGINARIO GEOGRÁFICO
África es un continente lleno de arena, o al menos ese es un imaginario geográfico que surge desde varios percepciones: el espacio que ocupa el desierto del Sáhara y el cinturón sur en la costa de Namibia, las nubes de polvo arenoso que llega al sur de Europa y, sobre todo, por la asociación de culturas y modos de vida desarrollados en medios desérticos y arenosos, como la civilización egipcia y la vida nómada asociados al deambular caravanero. Pero los imaginarios geográficos, como puso de manifiesto Edward Said en Orientalismo (1978), no sólo se construyen con invenciones, sino que terminan aglutinando a su alrededor intereses y realidades. Los imaginarios geográficos son poderosos seductores que remedan la, con frecuencia, poco gratificante realidad, y terminan convirtiéndose por este motivo en pura materia literaria de una realidad paralela. Las arenas, sus distribución, sus movimientos y sus efectos se engrandecen y transforman, como no podía de ser menos en una materia formada por millones de pequeños granos, capaces de cubrir el tiempo y atrapar el espacio, golpeando nuestra imaginación como ningún otro elemento: quizá por ello la actitud de las personas ante una gran duna es uno de los mejores detectores de la psicología humana que cabe tener. Por esta misma naturaleza de las arenas, raramente nos hacemos preguntas fundamentales: ¿de dónde han salido? ¿qué nos ocultan? Por supuesto la respuesta no es simple, pero podría simplificarse. La arena es el resultado de un proceso erosivo en el que el agua funciona como principal agente, aunque deje al viento el modelar sus paisajes. En África la arena procede de dos fuentes fundamentales. Por una parte, la erosión sobre el basamento terrestre realizada principalmente por corrientes fluviales, que en un continente tan vasto han depositado tras su acarreo en lagos interiores, hoy desecados y denominados en la literatura científica megalagos. Están también las arenas depositadas por el mar en las playas que, en condiciones favorables, son transportadas por el viento hacia el interior. En cualquier caso, toda esta arena no representa más que una pequeña parte del gran desierto, el resto de las arenas pertenece a nuestra imaginación. De la desecación de los megalagos surgen los diversos mares de arena, como el gran erg oriental de 190.000 km2, distribuidos en diversas zonas del desierto del Sahara. Las arenas arrastradas desde el mar hacia el interior son aún menos voluminosos, aunque como aquellas condicionan enormemente los lugares donde se depositan y transitan. Un buen ejemplo son esas dunas en forma de media luna, conocidas como barjanes, que recorren el Sahara atlántico, con frecuencia en parejas simétricas, a lo largo de decenas de kilómetros y que, como recientemente han podido captar los astronautas de las ISS, condicionaron ciudades como El Aaiún (puede buscarse por: ISS046-E-46013). Las arenas, como todos los imaginarios, terminan siendo más reveladoras en lo que ocultan que en lo que nos muestran. Pero desvelar lo que oculta el desierto del Sáhara no ha sido tarea fácil: gracias al dominio de radares especiales hemos empezado a ver lo que antes no podríamos siquiera imaginar.
LOS RADARES VEN A TRAVÉS DE LAS ARENAS
Desde los años sesenta es relativamente fácil montar un radar en un avión, aunque lo realmente difícil es poder volar con él por el planeta. Los países extienden sus fronteras al espacio aéreo y cuando se menciona la palabra frontera, estamos hablamos de propiedad en mayúsculas. Pero esta restricción de las fronteras no rige para el espacio exterior, y los satélites no tienen que dar cuenta de su trayectoria. El que sólo Estados Unidos y la Unión Soviética tuvieran esta tecnología en el momento en que se empezó a regular internacionalmente el uso del espacio exterior está en la base de su explicación. Pero a diferencia de los satélites de observación convencionales, que llevan sensores similares a los de las cámaras de fotos y se limitan a recibir la luz que reflejan los objetos terrestres, los radares han de emitir sus propias ondas, y ello requiere de una gran cantidad de energía, y más si se pretende no repostar en años una vez alcanzada la órbita.
El primer satélite que montó un radar fue el denominado Seasat, lanzado en 1978, que como su nombre indica se diseñó para el estudio del océano. El océano es, desde que tenemos constancia del calentamiento global, la pieza fundamental de la regulación térmica de la tierra. Conocer cómo se mueven y cambian las corrientes marinas es básico para entender cómo se refrigera el planeta. Pero el Seasat apenas pasó de los 105 días en órbita: un colapso general del sistema eléctrico imposibilitó su continuación. Algunas interpretaciones sugieren que el colapso fue provocado por la cúpula militar americana, ya que el radar captaba los movimientos de los submarinos nucleares americanos, una información que podía caer en manos enemigas. Pero los resultados obtenidos fueron tan espectaculares que, en lugar de lanzar otro satélite a 800 km, se pensó en que esta labor la hicieran transbordadores espaciales (Suttles), como el Columbia, que además de volar mucho más bajo, a 259 km, puede retornar con los datos sin exponer su captura. Dos de las figuras que acompañan este texto muestra los lugares sobre los que tomaron imágenes en este nuevo intento, y el ingenioso método de situar el radar en su techo, volteando el transbordador para la toma de datos, con una enorme antena receptora extendida.
RIOS FÓSILES Y MEGALAGOS
Estas misiones han permitido identificar los cauces existentes bajo las arenas a unos pocos centímetros (la longitud del honda de los 2,5 cm permite traspasar el grosor de las arenas y rebotar la señal del suelo), los suficientes para ver estructuras relictas en amplias zonas cubiertas por arenas. Pero además, los transbordadores dedicados a misiones radar han permitido obtener un mapa con todas las altitudes del territorio en prácticamente todo el planeta, lo que hace posible reconstruir de forma virtual las direcciones de las corrientes de agua, aunque no existan en realidad, como sucede en el desierto, y de esta forma deducir los lugares donde se terminaban depositando, formando los mencionados megalagos. Estos mapas se denominan DEM, en su siglas en inglés o Modelos Digitales de Elevaciones (disponibles en la web de la Shuttle Radar Topography Mission, SRTM) y que, entre otros, han sido utilizados por Google para su esfera digital.
La imaginación geográfica de lo que hay bajo las arenas tiene como uno de sus principales pioneros al egipcio Farouk El-Baz, al que quizá se le conozca más por haber sido el investigador principal del programa de observación fotográfica lunar, y al que se debe el lugar de aterrizaje del Apolo XI (a El-Baz la serie televisiva Start Treek dedicó su nave lanzadera). Siguiendo sus trabajos y utilizando los DEM tomados por los transbordadores de la NASA, la profesora Eman Ghoneim ha podido delimitar la megacuenca del Tushka, una superficie de 150.000 km2 compuesta por cuatro subcuencas, en un sistema hidrológico cerrado, independiente del sistema del Nilo y de las demás cuencas de la región. Pero más espectacular aún es el descubrimiento, mediante iniciales exploraciones oceánicas, de un inmenso cañón marino en la costa Mauritania, donde se han identificado restos de materiales orgánicos provenientes de bosques, sólo posibles por la existencia en la zona terrestre de un gigantesco río. Utilizando imágenes radar (esta ocasión del japonés PALSAR) se han podido localizar cauces de este espectacular río relicto al que se le ha dado el nombre de Tamanrasset, como muestra la imagen adjunta. Todas estas investigaciones persiguen aclarar por qué y a qué ritmo se ha producido la desecación de este inmenso desierto, modelizando los procesos, para que puedan ayudarnos a entender lo que se nos avecina con el calentamiento acelerado al que estamos sometiendo a la Tierra. Todo parece indicar que los cambios en la insolación, posiblemente debidos a modificaciones en eje de rotación de la Tierra, fueron debidos a los vientos, atenuando los monzones africanos hasta la desertificación de su región tropical, en una pulsión que demuestra la rapidez con que pueden funcionar los cambios en el clima. Por su parte, el geógrafo Nick Drake, entre otros, está reconstruyendo con estos datos los corredores que de sur a norte atravesaban el Sáhara, para reconstruir las rutas que posibilitaron comunicar África y Europa, y saber un poco más de cómo se pudo extender la cultura de las flechas de sílex conocida como ateriense. Pensamos en un mundo sahariano que, en la línea de Said, está sólo en nuestra imaginación, pero existen corrientes de vida y pensamiento profundas que permanece ocultas a nuestras miradas, veladas quizá por toneladas de antiguas arenas.