Texto: Lola Escudero

Boletín 76 – Sociedad Geográfica Española

La medición de la Tierra

“Si leyerais en una novela que una mujer delicada, acostumbrada a gozar de todas las comodidades de la vida, se precipita en un río, del que se la extrae medio ahogada; se interna en un bosque con otras siete personas, sin camino, y por él anda muchas semanas; se pierde, sufre el hambre, la sed, la fatiga, hasta el agotamiento; ve expirar a sus dos hermanos, mucho más robustos que ella, a un sobrino apenas salido de la infancia, a tres jóvenes, criadas suyas, y a un joven criado del médico que había marchado antes; que sobrevive a la catástrofe; que permaneces sola, dos días con sus noches, entre los cadáveres, en parajes donde abundan los tigres, muchas serpientes muy peligrosas, sin haber encontrado nunca ni uno solo de estos animales; y que se levanta, se vuelve a poner en camino, cubierta de harapos, errante en un bosque sin sendas, hasta el octavo día, en que volvió a hallarse a orillas del Bobonaza, acusaríais al autor de la novela de faltar a la verosimilitud, pero un historiador no debe decir a sus lectores más que la simple verdad. Todo lo anterior está atestiguado por las cartas originales que poseo de muchos misioneros del Amazonas que han intervenido en este triste acontecimiento del que, por otra parte, he tenido demasiadas pruebas, como veréis en la continuación del relato.”

(Carta de Jean Godin des Odonais, publicada por Charles M de La Condamine en su “Viaje a la América Meridional”)

Corría el año 1735. En París, el tema de moda entre los científicos era la forma de la Tierra, una acalorada discusión que enfrentaba a newtonianos (que defendían que la Tierra era un elipsoide achatado en los polos) y cartesianos, encabezados por Cassini, que aseguraban que estaba achatada en el ecuador. En este ambiente inmerso en el espíritu de la ilustración, la Academia de las Ciencias de París decidió enviar dos expediciones geodésicas para medir un arco de meridiano. Una se dirigiría al círculo polar (encabezada por Pierre Maupertuis y con la participación del físico sueco Anders Celsius) y otra al ecuador (cerca de Quito), esta última dirigida por Charles-María de la Condamine, Pierre Bourquer y Louis Godin. Participaban otros científicos, entre ellos dos jovencísimos militares españoles, Jorge Juan y Antonio de Ulloa, cuya misión sería básicamente vigilar el trabajo de los franceses en territorios de la Corona Española, amén de desarrollar otros proyectos científicos propios. Y entre los participantes franceses, el más joven de todos era Jean Godin, primo de uno de los directores de la expedición.

Treinta y cuatro años después, un domingo 1 de octubre de 1769, en Riobamba (la actual Cajabamba, en Ecuador), una mujer desesperada se embarcaba con toda su familia en una arriesgada expedición para atravesar el alto Amazonas, y llegar siguiendo el curso del río hasta la Guayana francesa para reencontrarse con su marido, del que el destino y las complejas relaciones franco-españolasportuguesas le habían separado hacía dos décadas. Esa mujer era Isabel de Gramesón, o Isabel de Godin, esposa de Jean Godin, protagonista de una historia de amor juvenil pero también de una de las expediciones más arriesgadas del mundo. Isabel pretendía recorrer más de cuatro mil ochocientos kilómetros, atravesando primero los Andes para después viajar en canoa por la turbulenta cabecera del Amazonas, siguiendo su curso a través de una peligrosa jungla. Le acompañaban en el arriesgado viaje sus dos hermanos varones, un sobrino, 31 porteadores, dos criadas y un esclavo negro, de nombre Joaquín. En el último momento, se sumaron también a los Gramesón un médico francés y su ayudante personal, que estaban viajando por la costa peruana y la travesía por el Amazonas les pareció un modo interesante de regresar a Francia. De todos ellos, solo Isabel lograría sobrevivir, después de una extraordinaria y penosa aventura. Pero esto es casi el final de la historia, que resulta tan emocionante como una novela de aventuras, en la que no faltan misterios y peligros, tragedias, amor, rivalidades personales. Aunque lo que dio inicio a todo fue una fascinante aventura científica: la llamada expedición geodésica hispano francesa del Ecuador.

En un breve artículo como es este, resulta imposible desarrollar los detalles una aventura que duraría casi treinta años: los ocho que permanecieron los científicos trabajando en el Virreinato del Perú, más los más de veinte años que tardarían en volver a reencontrarse Jean Godin e Isabel Gramesón. Quienes tengan interés, solo tienen que leer algunas de las novelas escritas sobre el tema, y en particular un libro extraordinario, “La mujer del cartógrafo” de Robert Whitaker, donde además de desarrollar a fondo las biografías de todos los protagonistas, y en particular la aventura de los Gramesón, se describe con rigor cómo se desarrollaban los trabajos científicos en aquella época, la repercusión de aquella expedición tan representativa de los proyectos ilustrados del siglo XVIII en el nuevo continente, su repercusión inmediata y posterior, y todo ello, con el eje conductor de una historia humana muy particular como es la protagonizada por la joven criolla y el joven científico francés. En el libro, Whitaker nos introduce magníficamente en el ambiente científico que animaba este tipo de expediciones, y nos lleva a participar casi en primera persona del complejo trabajo de los cartógrafos en una geografía desconocida, poniendo a prueba nuevos avances científicos y técnicos de la época, un ambicioso proyecto en el que tendrían protagonismo especial no solo La Condamine o Charles Godin, sino también los dos jovencísimos españoles, Jorge Juan (22 años) y Antonio de Ulloa (19 años), para los que esta experiencia (“vigilando” a los franceses) será el inicio de una exitosa carrera como militares, exploradores y científicos. De hecho, sus obras “Relación histórica del viaje a la América Meridional” y “Noticias secretas de América” aportan todos los detalles de aquel viaje de más de ocho años, relatado también por los franceses, concretamente por La Condamine en su Diario de viaje publicado a su regreso con un enorme éxito en Francia.

UN ENCUENTRO, UNA BODA Y UNA SEPARACIÓN

Pero volvamos a la protagonista. Isabel Gramesón Pardo había nacido en Guayaquil (actual Ecuador, entonces Virreinato del Perú) en 1728. Fue la segunda de cuatro hermanos y tuvo la suerte de nacer en una familia acomodada con gran influencia política en el virreinato. Era una joven educada como cualquier criolla rica en un convento de monjas y preparada para casarse con un buen partido lo antes posible.

En 1741 conoció en Quito a Jean Godin, que por entonces ya llevaba más de seis años recorriendo la zona y haciendo diversos trabajos para la Expedición Geodésica. Isabel tenía solo trece años, una edad habitual para casarse en aquella época. Jean Godin des Odonais había nacido en 1713 en un pueblo del centro de Francia al sur de París, en una familia numerosa y acomodada. Era un viajero nato, que desde niño soñaba con lugares lejanos. Insistió en ir a la expedición de su primo por el mismo motivo que lo hubiera hecho cualquier joven: olía la aventura. Además, este sería el primer grupo de extranjeros que la Corona española permitiría viajar al interior del Perú, un territorio que llevaba doscientos años espoleando la curiosidad europea. La medición del meridiano era una magnífica excusa, casi incuestionable, para que soberano francés, Luis XV solicitara a su tío Felipe V autorización para que un grupo de científicos viajaran al Perú, y para que el rey francés accediera, siempre dentro los límites de las zonas donde hubieran de realizar el trabajo científico y con la condición de asignar dos oficiales del ejército española a la expedición, Jorge Juan y Antonio de Ulloa, que “ayudarían a los mencionados franceses en todas las observaciones que vayan a llevarse a cabo”.

En la diplomacia todos entendían lo que esto significaba: los franceses podrían ir a Perú, pero los oficiales españoles estarían muy pendientes para asegurar que no metían la nariz donde no debían. Aventura, ciencia y espionaje iban de la mano. Los franceses aceptaron las condiciones: sería la mayor expedición que el mundo había conocido jamás hasta la fecha.

Los Gramesón eran de origen francés y tenían buenos amigos en común con la familia de Jean Godin cerca de su pueblo natal de Saint-Amand, una conexión lejana pero que probablemente sirvió para poner en contacto a ambos jóvenes. No hay datos de su noviazgo ni en los escritos de Godin ni en los de La Condamine, pero resulta sorprendente que Pedro Gramesón, el padre de Isabel, aprobase su enlace con un joven de buena familia y aparentemente trabajador, pero que no era español, no tenía dinero y que tenía previsto volver a Francia. Isabel debía de ser una joven tenaz, como lo demostró más adelante, e insistió en su deseo de casarse y de viajar a Francia, un lugar del que todas las jovencitas criollas tenían una romántica imagen, en particular de París, como el epítome del lujo, la diversión y la exclusividad.

El caso es que se casaron el 29 de diciembre de 1741 con la asistencia de la flor y nata de Quito, y sin escatimar gastos. Pocos meses después, los franceses concluyeron sus trabajos (demostrando que la forma de la tierra era un esferoide achatado por los polos, como había predico Newton), y emprendieron el retorno a Europa, descendiendo el Amazonas. Jean Godin sin embargo se quedó unos meses más porque Isabel estaba encinta. Tenía previsto seguir ese mismo camino fluvial cuando diera a luz, pero los años fueron pasando. Los Godin se establecieron en Quito donde Jean intentó varias empresas comerciales, pero tenía la desventaja de ser francés en un territorio que la Corona controlaba muy estrechamente. En 1744, cuando una epidemia devastadora arrasó la zona de Quito, decidieron establecerse en Riobamba, donde el aire era más sano, con una vista magnífica del monte Chimborazo. Los Godin y los Gramesón prosperaron y la posibilidad de ir a Francia se retrasaba una y otra vez a causa de los repetidos (y fallidos) embarazos de ella. Pero a finales de 1748, Jean recibió una carta de sus hermanos escrita ocho años antes. Su padre había muerto y su familia quería que volviera a su hogar.

Jean puso rumbo al Atlántico descendiendo el Amazonas, en un viaje de siete meses que fue bien y sin incidentes y que para él significó su gran “expedición” personal, siguiendo el camino que le había marcado hacía unos años La Condamine, su mentor, al que admiraba profundamente. Una vez en la Guayana Francesa, las autoridades locales se quedaron perplejas al saber que en realidad había recorrido todo aquel camino solo para familiarizarse con el Amazonas y que pretendía siguiendo la misma ruta, volver río a arriba a recoger a su esposa. Pero no tenía dinero, estaba a casi cinco mil km de distancia de Riobamba y era ciudadano francés, por lo que necesitaba un pasaporte para poder atravesar el territorio portugués por segunda vez, y cruzar la frontera hispano-portuguesa, que oficialmente estaba cerrada. Faltaba además que llegaran los permisos desde Francia para el viaje y una carta de ida y vuelta cruzando el Atlántico tardaba un año (si no se perdía en el camino), eso sin contar con los avatares de la política colonial del siglo XVIII que podían dilatar los plazos.

La Guayana Francesa de 1750 a la que llegó Godin era un lugar de la costa suramericana donde pocos querían vivir. Era poco más que un cenagal, con aminales peligrosísimos y una densa selva tropical. A pesar de todo, Jean se sintió renacer: después de quince años estaba feliz de encontrarse de nuevo en territorio francés. Comenzó a escribir con entusiasmo un informe titulado Mémoire sur la navigation de l’Amazone, que terminaba ofreciendo al ministro de asuntos exteriores Rouillé un asesoramiento político bastante descarado. Según recomendaba Godin, Francia debería apoderarse de las riberas septentrionales del Amazonas.

Entonces compartiría el río con los portugueses y lo emplearía como ruta comercial hacia las riquezas del Perú. Pero la respuesta desde Francia a sus escritos y a sus peticiones no llegaba nunca. Los pasaportes necesarios para remontar el río parecían haberse perdido. Podría haber considerado otras opciones para volver, pero se aferró con testarudez a su plan de regresar por el Amazonas, y lo intentó de mil maneras. Cuando Jean salió de Riobamba en marzo de 1749, Isabel contaba con que estaría ausente por lo menos dos años. Estaba esperando una hija, que nació sin conocer a su padre, y concentró toda su atención en ella. Pero los años pasaban y jamás recibió ninguna carta de Jean. Su soledad aumentaba, y todo el mundo le decía cruelmente que todos los franceses seguro que hacía mucho que se habían vuelto a Francia. Además, su familia en esa época sufrió un gran revés económico: la industria textil en la que basaban su riqueza decaía ante las importaciones varadas desde Europa. Su madre murió, la depresión económica se extendía por la región y las deudas de la familia crecían, llevando incluso a su padre a la cárcel. Isabel cada vez pensaba menos en Jean.

(Arriba) Isabel de Gramesón, o Isabel de Godin, esposa de Jean Godin, protagonista de una gran historia de amor y de una de las expediciones más arriesgadas del mundo. (Abajo) Charles-Marie de La Condamine, en una ilustración publicada en el libro “Las maravillas de la ciencia” del escritor y científico francés Louis Figuier en 1891.

(Arriba) Diario de viaje de La Condamine, donde se precisa que incluye una introducción
histórica a la medida de los tres primeros grados del meridiano. (Abajo) Ilustración con dos ejemplares de Chamaepelia godinae, el colibrí de Isabel Godin.El ornitólogo Charles Bonaparte nombró así al ave en memoria de Isabel.

RÍO ABAJO. NAÚFRAGOS EN LA SELVA

Pero Jean seguía en América. Al otro lado del Amazonas, se había establecido en la Guayana Francesa y se había buscado una forma de vida, cazando manatíes en una ciudad fronteriza diminuta, junto a la frontera de Brasil, Oyapoc. Parece que abandonó toda esperanza de obtener algún reconocimiento por sus investigaciones científicas y se volvió pendenciero y amargado por su mala suerte. Una selva oscura y enorme lo separaba de su familia, pero él seguía insistiendo enviando cartas todos los meses con el fin de conseguir sus pasaportes. Ni siquiera su mentor, La Condamine, le respondió. Luego se supo que las cartas se habían perdido: durante los siete años de la guerra de los Siete Años, no recibió ni una sola de las muchas misivas de Jean. En 1766 Jean Godin consiguió que una misión de jesuitas portugueses que iba a remontar el río, llevase unas cartas dirigidas a su familia y se comprometían a llegar a Loreto y allí conseguir recoger a Isabel.

El rumor llegó nueve meses después hasta Riobamba: un barco podría estar esperándolas en Loreto y los jesuitas podrían estar en posesión de unas cartas de su marido, que estaba vivo y residía en la Guayana Francesa. Los rumores eran muy vagos, pero Isabel mandó a un fiel esclavo de la familia a comprobarlo. Tardó veintiún meses en volver, pero confirmó que era cierto que un barco las esperaba a ella y a su hija para llevarlas a Cayena, donde las esperaba Jean.

Para entonces, su única hija, Carmen, acababa de morir de viruela, con 19 años e Isabel tomó la decisión de dejar todo atrás. En Riobamba vivían su padre, sus hermanos, sus sobrinos y estaban enterrados sus hijos. Además, suponía emprender un viaje que ninguna mujer se había atrevido a realizar nunca, por una selva que para la élite criolla que vivía en los Andes era solo un lugar habitado por indios salvajes, fieras aterradoras y enfermedades mortales. El proyecto era algo realmente inconcebible para cualquier riobambeño, y más para una mujer que ya no era tan joven, pero Isabel decidió lanzarse a la aventura para reunirse con un marido al que había abrazado por última vez veinte años atrás. Vendió todos sus bienes en Riobamba, y su familia, cuando comprendió que no podía disuadirla, decidió acompañarla hasta Loreto y hasta Europa si hacía falta. Todo el mundo hablaba del viaje de Isabel al Amazonas, y hasta un médico francés que pasaba por allí, Jean Rocha, se ofreció a incorporarse a la expedición.

En octubre de 1769, los Gramesòn se pusieron en marcha. Todos sabían que la parte más difícil y peligrosa del viaje eran los primeros doscientos cuarenta kilómetros, bajando las escarpadas laderas orientales de los Andes, desde Riobamba a Canelos, y luego trescientos sesenta kilómetros en canoa río abajo por el turbulento Bobonaza, de Canelos hasta Andoas. Allí comenzarían las amplias praderas del río Pastaza, que también escondían remolinos y corrientes bravas, aunque las canoas lo cruzaban con bastante facilidad. Isabel no había casi viajado en toda su vida y los primeros días los encontró maravillosos, contemplando las cimas cubiertas de nieve y hielo de montes como el Tungurahua o del Chimborazo que solo había contemplado a lo lejos. Pero la naturaleza se fue imponiendo y ellos avanzaban lentamente por caminos intransitables.

La lluvia no dejaba de caer, sin posibilidad de secarse ni de día ni de noche. Su padre avanzaba por delante organizando todo para que cuando llegase el grueso de la expedición a las aldeas, les esperaran indios, provisiones y canoas para seguir adelante. Pero al llegar a Canelos lo que se encuentran son pueblos abandonados y quemados: la viruela ha pasado por allí, probablemente llevada por el propio Pedro Gramesón.

La opción es regresar, pero Isabel está decidida a seguir adelante y manda construir canoas. Lo consiguen, dejan la mayor parte de sus pertenencias abandonadas, y se disponen a dejarse llevar por el curso del Bobonaza, un río aparentemente tranquilo pero que esconde violencia y muchísimos peligros. Los indios porteadores, sus pilotos, se dan a la fuga y les dejan solos en un río del que no sabían nada. Terminan siendo abandonados por todos, incluido el médico francés, de forma que quedan solo Isabel y sus hermanos, abandonados en un banco de arena en medio de la selva tropical del Amazonas en la que no se atreven a penetrar. Prisioneros de su pequeña lengua de playa, se acomodan a la rutina para sobrevivir durante casi un mes. Pero los víveres se agotan, así que toman una fatídica decisión: construir una balsa. Tienen un machete y un hacha y obligados por la necesidad de subsistir, se animan ahora a acercarse a la selva a talar unos cuantos árboles delgados. En la balsa no caben todos y deciden separarse: Isabel, sus dos hermanos y su sobrino Martín irían por delante y Antonio, el esclavo de Rocha, se quedaría detrás con las dos criadas de Isabel, Juanita y Tomasa, que tienen solo 9 años, a los que prometen que pronto les mandarán rescate. Pero cualquiera de las dos opciones resultó mala. Pierden el control de la balsa, están a punto de ahogarse y deciden regresar al bando de arena. Esta vez han perdido todas las provisiones.

Solo les queda la opción de seguir a pie. Viajan sin mapas, sin brújula, sin saber dónde están, siguiendo el río, pero este es un plan (ellos no lo saben) que está condenado al fracaso. Les resulta imposible orientarse en la oscura selva tropical entre hormigas gigantes, abejas, escorpiones, tarántulas, niguas que se aferran a las piernas de los caminantes, incluso orugas cubiertas de pelos afilados que hinchan la piel… Caminan y caminan, pero no llegan a ninguna parte, mientras que los insectos aprovechan la noche para darse un festín con ellos. Subsisten a base de palmito y algunas semillas silvestres y frutas. Los hermanos y el sobrino de Isabel terminan muriendo de inanición. Ella es la única que sobrevive: entre alucinaciones, la imagen de Jean esperándola, le infunde el suficiente valor y fuerza para ponerse en pie, con la ropa tan hecha trizas que iba desnuda de cintura para arriba, y sin zapatos. Coje los de sus hermanos y los recorta para que le sirvan de sandalias. Toma su mantón y se envuelve en él para seguir adelante. La Isabel Godin que partió de Riobamba tres meses antes envuelta en seda, había desaparecido para siempre en el bosque.

Mientras, Rocha, el médico, y el esclavo Joaquín habían logrado sobrevivir y enviar una canoa de rescate al banco de arena donde encontraron un horrible panorama: no quedaba nadie. Los criados que habían quedado allí estaban muertos, y a los que faltan, Rocha les da por muertos, desiste en continuar la búsqueda, y de paso, se lleva las pertenencias que los Gramesón habían dejado abandonadas en la isla. Pero el esclavo Joaquín, que al fin y al cabo era un Gramesón (porque en la cultura del Perú de la época un esclavo era familia) decide seguir buscando a su amada dueña, aunque resultó inútil. Finalmente, se dio a Isabel y a sus hermanos por muertos. Pero ella seguía en solitario su aventura. Durante semanas estuvo errante. En más de dos siglos de exploración amazónica ningún viajero perdido en solitario en la selva tanto tiempo había salido con vida, pero ella sacó una fuerza interior increíble y siguió caminando durante ocho días, en los que su único objetivo era conseguir algo de comida y algo de agua. En el octavo día por fin se encontró con dos indios y sus esposas, procedentes de Canelos. Le curaron sus muchas heridas, consiguieron darle algo de comida y extraerle los insectos que la habían invadido. Por fin la llevaron a Andoas, a una pequeña misión. Allí no daban crédito: hacia casi dos meses que se la daba por muerta. Pero ella no quería quedarse allí. Una vez repuesta levemente pidió al misionero una canoa y remeros para que la llevaran a La Laguna, desde allí la noticia de su aparición corrió por toda la selva e incluso llegó hasta su padre que había conseguido llegar a Loreto.

Tras más peripecias, Isabel lograría reencontrarse con su padre en Loreto, pero lo que no estaba dispuesta era a renunciar a reencontrarse con su esposo y no consintió en regresar a Riobamba. Prefirió emprender camino por el Amazonas (ya navegable con cierta tranquilidad en este tramo) y deslizarse por la costa del Atlántico hasta Oyapoc donde Jean llevaba esperando más de cinco años el regreso de los jesuitas portugueses a los que había encomendado la misión de traer de vuelta a su esposa.

“(…) al cuarto día, al borde del mismo (barco), después de veinte años de ausencia, de sobresaltos, de contratiempos y de recíprocas desdichas, recuperé a mi querida esposa, a la que no pensaba volver a ver más. Olvidé en sus brazos la pérdida de los frutos de nuestra unión, de la cual a mí mismo me felicito, pues su prematura muerte los salvó de la suerte funesta que les esperaba, así como a sus tíos, en los bosques de Canelos, a la vista de su madre, que seguramente no hubiera sobrevivido al terrible espectáculo”, escribió el propio Jean Godin más tarde, en una carta a La Condamine, donde se mostraba maravillado por lo asombroso de todo aquello.

 

 

Mapa de la ruta seguida desde Francia por los participantes galos en la expedición liderada por La
Condamine, Pierre Bourquer, Louis Godin y su primo Jean, marido de Isabel Gramesón.

EL REGRESO A FRANCIA

Jean e Isabel llegaron a Oyapoc el 22 de julio de 1770. Su calvario todavía no había terminado: Isabel cae enferma mientras se recupera de su calvario emocional. Jean intenta llevársela cuanto antes a Francia para emprender una nueva vida, pero está arruinado y debe dinero que pidió prestado para financiar el viaje río arriba del jesuíta d’Oreasaval en busca de Isabel. No está claro cómo lo logra, pero durante los dos años siguientes consigue reunir lo suficiente solventar sus pleitos y deudas pendientes y dejar Suramérica. El 21 de abril de 1773, Jean, Isabel y su padre parten de Cayena. Después de treinta y seis años, por fin Jean vuelve a su patria y llegan a La Rochelle y más tarde a Saint-Armand, el hogar de Jean en el centro de Francia del que partió joven y volvía ya con sesenta años. Poco tiempo después reciben una carta de La Condamine dando la bienvenida a Jean. En muchos sentidos, este regreso significa la conclusión final de su expedición. Jean le responde en una larga carta en la que cuenta toda la odisea de los Godin y que La Condamine se apresura a publicar, presentándola como una historia que mostraba “lo que pueden el valor y la constancia”. En la reedición de su propio relato sobre sus viajes por el Amazonas, incluye también la carta de Jean. Esta versión se traduce a otros idiomas y todos los lectores de Europa se maravillan con la extraordinaria historia de peligros, aventuras y constancia de Isabel de Gramesón.

En Saint-Armand, Jean e Isabel llevaron una vida tranquila, lejos del interés público, aunque su historia era ya muy conocida. Isabel tenía cicatrices físicas de aquellos días en la selva, pero eso no le impidió llevar una apacible vida rural. Ambos están enterrados en el cementerio parroquial de Saint Armand, su casa sigue en pie y en la biblioteca local se guarda una copia de la famosa carta que Jean escribió a La Condamine, donde le contaba las andanzas de su mujer por la selva del Bobonaza. Los descendientes de los Goudin siguen transmitiéndose de generación en generación unas humildes sandalias de fibra, como recuerdo de la hazaña de su valerosa antepasada.

* Geógrafa y periodista especializada en comunicación cultural y viajes. Es Secretaria General y miembro fundador de la Sociedad Geográfica Española.

BIBLIOGRAFÍA BÁSICA:

WHITAKER, Robert. La mujer del cartógrafo. Ed. Océano, 2004.

SMITH, A. The Lost Lady of the Amazon: The story of Isabela Godin and epic journey. Carroll & Graf Publishers, 2003.

LA CONDAMINE, Charles M. Viaje a la América Meridional, Espasa, 2003.

JUAN, Jorge y ULLOA, Antonio de. Noticias secretas de América. Madrid. Ed. Crítica, 2010.

ULLOA, Antonio de. Viaje a la América meridional, 2 vol. Ed Dastin, 2002.

Mapa de la ciudad de Quito.