Texto: María Dolores Elizalde*
Boletín 61 – Sociedad Geográfica Española – Las islas Filipinas y España
* Instituto de Historia, CSIC
Una de las características más destacadas de las Filipinas españolas fue la importancia que tuvieron las órdenes religiosas en la vida y en la organización del archipiélago, probablemente mayor que en cualquier otro territorio integrado en el imperio español. Esa relevancia se debió, por una parte, a la trascendencia que se le dio a la evangelización dentro del proyecto colonizador de Filipinas y, por otro lado, a las múltiples funciones que asumieron los misioneros como representantes de la administración dada la escasez de funcionarios y su exigua extensión por el archipiélago.
La expansión de las órdenes religiosas
Desde el primer momento de la colonización se señaló que uno de los objetivos de la presencia española en el archipiélago debía ser la cristianización de sus habitantes. Cuando, en 1565, Felipe II decidió enviar a Filipinas una expedición comandada por Miguel López de Legazpi, a fin de consolidar el asentamiento español en las islas, subrayó que “lo más principal que su majestad pretende es el aumento de nuestra santa fe católica y la salvación de las almas de aquellos infieles, para lo cual, en cualquier parte que pobléis deberéis tener particular cuidado de ayudar a los religiosos”. Por ello, frailes agustinos acompañaron a los primeros conquistadores militares, y las órdenes religiosas se convirtieron, desde el principio, en un elemento esencial de aquella empresa.
A partir de entonces se asentaron en Filipinas cinco órdenes principales que se distribuyeron por distintas áreas geográficas, étnicas y lingüísticas. Los agustinos (1565) se extendieron por Manila, Pampanga, Ilocos y Batangas, en la isla Luzón, y por parte de las islas Visayas. Los franciscanos (1578) se expandieron por los alrededores de Manila, Laguna de Bay y Camarines, también en Luzón. Los jesuitas (1581) se establecieron en Cebú, Bohol, Negros, Panay, Leyte y Samar, en Visayas; en 1768 fueron obligados a dejar las islas, durante su expulsión de todos los territorios españoles, pero se les autorizó a regresar en 1859, asentándose en Manila y en la isla de Mindanao. Los dominicos (1587) se ocuparon de Cagayán, partes de Bataan y Pangasinan, en el centro y norte de Luzón, responsabilizándose, además, de la evangelización de la población china presente en las islas. Los recoletos de San Agustín (1606) se establecieron en zonas de difícil acceso y en islas sin presencia española: en Mindanao, en zonas de Visayas no colonizadas, en Zambales, Batán, Pangasinan y Palawan. En 1641 arribaron los Hospitalarios de San Juan de Dios para colaborar en la asistencia a los enfermos, y años después se añadirían otras congregaciones menores. Así, en los trescientos treinta y tres años que duró la administración española de Filipinas, pasaron por las islas más de diez mil misioneros. Además, se creó un arzobispado en Manila y tres obispados en Cebú, Nueva Segovia y Nueva Cáceres, a los que en 1865 se añadiría Jaro, aunque el clero secular fue siempre mucho más reducido, en número y en funciones, que los miembros de las órdenes religiosas.
Las múltiples funciones de los misioneros
Los misioneros se extendieron por las islas, estableciéndose en los pueblos indígenas. Al ser los únicos españoles que residían en ellos, se convirtieron en los representantes de la administración. De acuerdo con el sistema colonial establecido en Filipinas, los miembros de las principalías indígenas siguieron gobernando a su gente, pero los frailes, en los pueblos “bajo campana” -pues siempre persistieron otras áreas de difícil penetración y nula influencia-, fiscalizaban todo lo que ocurría e informaban de ello a las autoridades coloniales. Aprobaban a los candidatos a los cargos municipales y sancionaban su conducta. Vigilaban la administración de justicia. Supervisaban el censo de tributarios y la recolección de los tributos. Además, al haberse decidido que la evangelización se realizara en los idiomas vernáculos, a fin de propagar más fácilmente la doctrina cristiana (lo cual si bien fue efectivo para propiciar el acercamiento, dificultó la extensión del castellano como lengua de contacto), los frailes se transformaron en los interlocutores entre las autoridades coloniales y la población filipina. No sólo eran los intérpretes de cualquier comunicación, sino que trasmitían las instrucciones del gobierno, velaban por su cumplimiento y trasladaban las quejas y peticiones de los filipinos. Adquirieron, pues, un peso considerable en la vida de las islas, convirtiéndose en la verdadera correa de trasmisión de la administración colonial, en los responsables de numerosas funciones y en un mecanismo fundamental para el control de la población.
Además, los misioneros vivían cerca de la población, en una estrecha convivencia cotidiana, y conocían la vida y problemas de sus vecinos. Con frecuencia se encargaban de la curación de enfermos y realizaban una labor asistencial de los más necesitados. También organizaban y dirigían la construcción de edificios, caminos y obras públicas, tarea en la que debían colaborar los filipinos a través de la prestación de polos y servicios. En alguna ocasión tomaron las armas en defensa de los pueblos donde vivían ante amenazas exteriores. En los primeros siglos ejercieron también de defensores de la población frente a los abusos de los encomenderos o algunas medidas gubernamentales.
Las órdenes religiosas realizaron también una labor fundamental en el campo de la educación, a través de las escuelas que establecían en los pueblos donde vivían, en las que, además de evangelizar, enseñaban a leer, a escribir, a contar, a mejorar la higiene y a cultivar la tierra. Posteriormente, las congregaciones crearon también centros de enseñanza secundaria y universidades en fechas muy tempranas. Entre ellas, el primer centro universitario de Asia, la Universidad de Santo Tomás, fundada por los dominicos en 1611, o el Colegio de San Juan de Letrán, creado en 1620. Inicialmente enseñaban Teología y Filosofía, luego Derecho, Leyes, Arte y Gramática, y posteriormente Farmacia y Medicina. De igual forma, los jesuitas, tras su retorno a Filipinas en 1859, crearon el Ateneo Municipal de Manila, como un puntero centro de enseñanza secundaria en el que se educaron juntos hijos de españoles, criollos, mestizos, extranjeros y algún nativo filipino. Junto a estas instituciones, se fundaron también diversos centros de formación, públicos y privados. Todo ello permitió la consolidación de un sector de filipinos ilustrados que serían fundamentales en la forja de la nación.
Las órdenes religiosas estuvieron también muy involucradas en la vida económica filipina, desde las actividades más sencillas, como eran el fomento de nuevos métodos de cultivo entre la población, hasta su participación en negocios varios, la gestión de las obras pías, el préstamo de capitales, su intervención en el comercio del galeón de Manila, o la posesión de grandes extensiones de terreno que unas veces arrendaban a campesinos y otras las explotaban directamente mediante distintas modalidades.
Finalmente, las órdenes religiosas propiciaron varios rasgos importantes de Filipinas, cuya proyección ha llegado hasta nuestros días. Suscitaron, primero, el importante grado de religiosidad de la población filipina, que sigue siendo hoy en día uno de los pueblos más católicos del mundo. A ello contribuyó la simbiosis que se produjo entre las enseñanzas católicas y las creencias animistas y de otras iglesias locales que se fueron integrando y conviviendo para reforzar esa religiosidad popular. En segundo lugar, las congregaciones contribuyeron a que el nivel educativo de los filipinos fuera elevado en comparación, tanto con su entorno asiático más inmediato, como con otros espacios coloniales, o incluso con determinadas áreas metropolitanas. Y tercero, los misioneros realizaron una encomiable labor de conservación de lenguas autóctonas, redactando las primeras gramáticas de muchos dialectos filipinos; escribieron también numerosas historias y recopilaciones de costumbres y etnología de los diversos pueblos filipinos; y contribuyeron al desarrollo del conocimiento científico de la flora y la fauna de las islas, así como de la meteorología, la geomorfología y los fenómenos naturales que tan reiteradamente afectaban al archipiélago, labor que desarrollaron a través del Observatorio de Manila, creado por los jesuitas, que pronto se convirtió en una institución científica de renombre mundial.
Colaboración, pero también conflicto
Estas múltiples tareas transformaron a los misioneros en un elemento valioso para la gobernación de las islas, estableciéndose una sólida alianza y coincidencia de intereses entre la administración colonial y las órdenes religiosas durante los siglos XVI y XVII. Sin embargo, con el tiempo empezaron a aparecer discrepancias puntuales por múltiples causas: la política a seguir en las islas; la recolección de impuestos y la prestación de servicios por parte de los filipinos; algunas conductas de los propios misioneros, tales como la ocupación por parte de algunas órdenes de tierras comunales y de parcelas de los campesinos indígenas para ampliar sus haciendas; o, sobre todo, el exceso de funciones desempeñadas por los religiosos y su intromisión en asuntos que nada tenían que ver con la evangelización.
Los conflictos aumentaron en el siglo XVIII, cuando a través de las reformas borbónicas se trató de restringir el poder de las órdenes religiosas, y se cronificaron en el siglo XIX, un tiempo en el que se produjeron serios y continuados enfrentamientos entre las autoridades coloniales y las congregaciones. De modo paralelo a lo que estaba ocurriendo en la Península, en donde el poder civil y el eclesiástico trataban de delimitar sus respectivas esferas de influencia, en Filipinas se vivió un complicado pulso entre ambas instancias, especialmente cuando se pretendió disminuir la capacidad de acción de las órdenes religiosas en los pueblos en beneficio de una administración más profesionalizada que debía desempeñar funciones antes realizadas por los misioneros. También cuando se trató de promover la enseñanza pública y laica impartida por profesores de carrera, o cuando se quisieron introducir reformas importantes en la gobernación de las islas que los religiosos y otros sectores afines consideraron que suponían una amenaza, ya que podrían alentar movimientos en contra del régimen colonial.
Por otra parte, los miembros de las órdenes religiosas tuvieron también problemas con la jerarquía eclesiástica. Las relaciones entre regulares y seculares nunca fueron fáciles por la amplitud de las atribuciones que distintas bulas papales habían concedido a los frailes en el archipiélago, lo cual provocó problemas de competencias, resistiéndose los misioneros a acatar las instrucciones de los obispos o del arzobispo y a aceptar las vistas pastorales diocesanas a sus parroquias.
Hubo conflictos también entre los misioneros peninsulares y el clero indígena, el cual se desarrolló muy lentamente y con muchas limitaciones, siempre cuidando que no eclipsara a los peninsulares, ni adquiriera excesivo predicamento entre los habitantes de las islas y se convirtiera en una fuerza fuera de control. Por ello, las órdenes religiosas trataron de relegar a los sacerdotes filipinos en instituciones como el cabildo de la catedral de Manila, y procuraron limitar las parroquias en las que ejercían su labor, un tema que provocó una divergencia de intereses entre ambos grupos.
En el siglo XIX, las tensiones con las órdenes religiosas se extendieron también a diversos sectores filipinos: a los gobernadorcillos, por la intervención de los religiosos en cuestiones que consideraban que debían ser competencia de las autoridades locales indígenas; a los arrendatarios de tierras y a los campesinos que las cultivaban, por la posesión de las órdenes de grandes haciendas y las duras condiciones que imponían para alquilarlas y labrarlas; a los grupos “ilustrados”, por considerar que los frailes ejercían una influencia nefasta sobre la población e impedían las dinámicas de cambio y progreso, tal como denunciaron a través de sus escritos, de la revista “La Solidaridad”, o de novelas como el Noli me tangere o El Filibusterismo, escritas por José Rizal, que se convirtieron en todo un grito contra la posición de las órdenes religiosas en Filipinas.
Los conflictos entre las autoridades coloniales y las órdenes religiosas se reflejaron en diversos enfrentamientos suscitados por el control de distintas instancias administrativas y por la resistencia de los misioneros a aceptar políticas reformistas y trasmitir determinadas instrucciones del gobierno contrarias a su criterio y posición. Los problemas con la población de las islas se revelaron en momentos concretos, como el Motín de Cavite de 1872 y el consecuente ajusticiamiento de tres populares clérigos filipinos, los sucesos ocurridos entre gremios en Binondo en 1887, la manifestación de 1888 en la cual se pidió la expulsión del arzobispo y de las órdenes religiosas, las reclamaciones de los arrendatarios y campesinos de la hacienda de Calamba frente a los dominicos, en 1890, o la persistente persecución de José Rizal, que entonces era ya el héroe del nacionalismo filipino. Desde entonces la reclamación desde distintos sectores para que se apartara a los misioneros de la vida política, económica y social del archipiélago fue una constante.
Y, sin embargo, una ayuda imprescindible
En esas circunstancias, el gobierno español y las autoridades coloniales, aunque trataron de limitar el poder y las competencias de las congregaciones en el archipiélago, no quisieron ir declaradamente en contra de las órdenes religiosas, al entender que no podían prescindir de su concurso para la gobernación de las islas y el control de la población. De hecho, mientras en la metrópoli se optaba por una política secularizadora que provocó duros enfrentamientos entre Iglesia y Estado, Filipinas quedó fuera de esa lucha. No se extendió a las islas la desamortización, ni se cerraron conventos, sino que aumentó el número de misioneros en el archipiélago, y representantes de la Iglesia y de las órdenes religiosas estuvieron presentes en todas las instituciones hasta el último día de gobierno colonial. Además, la mayor parte de los pulsos entablados en cuestiones concretas acabaron a favor de las congregaciones. De tal forma, pese a las innegables tensiones existentes, el discurso oficial nunca dejó de resaltar la importancia de los misioneros como un elemento imprescindible para mantener la soberanía española sobre Filipinas.
Como bien expresaba el gobernador general Rafael Izquierdo tras el Motín de Cavite, “nada más natural que los que profesamos ideas liberales estemos acostumbrados a mirar con prevención, con desconfianza, y algunos con aversión, a las órdenes religiosas. Nada más natural también que, después de conocer el estado del país, lo que aquí son los frailes, lo que han hecho y lo que pueden hacer, se considere a las órdenes religiosas como una necesidad para sostener el lazo de unión entre esta colonia y la madre patria”. O como decía uno de los últimos gobernadores, Valeriano Weyler, en los años 1890, “la misión de las órdenes religiosas no ha terminado, como pretenden los que, mal avenidos con ellas, piden que desaparezcan, ó por lo menos que se les vaya quitando influencia, en lo cual se han inspirado muchas de las reformas que durante cierta época se han dictado. No se tiene presente que hemos dominado en Luzón y en Bisayas por nuestra influencia moral, sostenida principalmente por el párroco, que, por el dominio que ejerce con sus feligreses, sabe lo que ellos piensan, les aconseja, les dirige, les hace españoles, prestando poderoso auxilio á la autoridad para la recaudación y cumplimiento de todas las órdenes, y finalmente fiscalizando á los gobernadorcillos y demás munícipes en los padrones y servicios, de que están encargados. Quitar, pues, la influencia de los párrocos es quitarla al elemento español”. Y así fue hasta el final de la presencia española en Filipinas.
Lecturas recomendadas:
María Dolores Elizalde y Xavier Huetz de Lemps, “Un singular modelo colonizador: el papel de las órdenes religiosas en la administración española de Filipinas”, Illes i Imperis, 17, 2015, pp. 185-220.
Roberto Blanco, Entre frailes y clérigos, las claves de la cuestión clerical en Filipinas, Madrid, CSIC, 2012.
Marta Manchado, Conflictos Iglesia-Estado en el Extremo Oriente Ibérico: Filipinas, 1767-1787, Murcia, Editum, 1994.
María Dolores Elizalde y Xavier Huetz de Lemps, “Poder, religión y control en Filipinas: Colaboración y conflicto entre el Estado y las órdenes religiosas, 1868-1898”, Ayer, 100, 2015, pp. 151-176.