HIRAM BINGHAM Y LA CIUDAD PERDIDA DE LOS INCAS

El 24 de julio de 1911, el explorador norteamericano Hiram Bingham encontró los restos de la gran ciudad-santuario de Machu Pichu, construida por los incas en el siglo XV a seis mil metros de altura en el corazón de los Andes peruanos. En 2011 se cumple un siglo de aquel hallazgo que sorprendió al mundo. siglos, las ciudades perdidas de los in­cas han sido el más duradero y evoca­dor de los mitos sobre el antiguo Perú. Paititi, Vitcos, Vilcabamba; son nombres que han conducido a numerosos buscadores de tesoros, aventureros y exploradores desde la época de la conquista. Los propios españoles enviaron numerosas expediciones en su busca. Todo en vano. Sin embar­go, cuando se habían abandonado todas las esperanzas, a principios del siglo XX, el mito hizo su aparición merced a las aventuras de un controvertido personaje: Hiram Bingham, el descubridor, o al menos redescubridor de Machu Picchu.

¿QUIÉN FUE HIRAM BINGHAM?

Hiram Bingham III nació en Honolulu (Hawaii) el 19 de Noviembre de 1875. Se estableció en Estados Uni­dos en su juventud, se licenció en Administración de Em­presas por la Universidad de Yale en 1898, y prosiguió sus estudios en Berkeley, doctorándose en Harvard en 1905. Trabajó como profesor de Historia en esta última Universi­dad y posteriormente lo hizo en Priceton y Yale. Hombre de espíritu inquieto y aventurero, lideró diversas expediciones arqueológicas en Sudamérica, antes de iniciar una carrera militar centrada en la aviación que le llevó a ser Presiden­te del Cuerpo de Aviación de Estados Unidos durante la II Guerra Mundial.

Bingam se vio también tentado por la política alcanzando el puesto de Gobernador de Connecticut y posteriormen­te el de Senador de los Estados Unidos. Aunque falleció en Washington en 1956, su figura ha estado siempre de actualidad por diversos motivos. Recientemente se ha sa­bido que la Universidad de Yale piensa devolver a Perú ca­si 50.000 piezas arqueológicas incas, retiradas de manera ilegal por Bingham.

EL MODELO DE INDIANA JONES

Joven, intrépido, profesor universitario, explorador y aven­turero, a nadie debe extrañarle que Bingham haya sido se­ñalado en numerosas ocasiones como el modelo del cinema­tográfico Indiana Jones. De hecho, la figura sobre la que se construyó el personaje tiene diversos candidatos, de entre los cuales han destacado tres por encima de to­dos: el Coronel Percy Harrison Fawcett, mítico explo­rador de la Amazonia, desaparecido misteriosamente mientras buscaba la ciudad perdida de Z; el científico y aventurero Roy Chapman Andrews, conocido por sus peligrosas expediciones por Mongolia, China y Siberia a la caza del hombre fósil y de restos de dinosaurios; y el propio Bingham.

Desde nuestro punto de vista, y partiendo de la base de que Indiana Jones, como todo personaje de ficción es una suma de aspectos de diversas personas, existen bastantes argumentos que indican que Hiram Bingham fue el máximo motivo de inspiración para Steven Spie­lberg. Si nos situamos en el origen cinematográfico del personaje en la película de 1981 “En busca del arca perdida”, la presentación del mismo en sociedad se realiza en una escena ambientada en la selva amazónica, en busca de un ídolo de oro por parte de un profesor universitario americano, joven y valiente, que trabaja para el museo arqueológico de su Universidad, y cuyo objetivo es llevar­se la pieza al museo soslayando la legalidad.

Se trata por lo tanto de un personaje norteamericano como Bingham, profesor universitario (de historia sudamericana en el caso real), dispuesto a emprender peligrosas aventuras en la selva (como la que rodea Machu Picchu), cuyo obje­tivo es llevar objetos arqueológicos de forma irregular a su universidad (como los que reclama el Perú) y buen conocedor de los terrenos por los que transita (como la selva sudamericana por Bingham). Si a esto se añade un razonable pa­recido en el aspecto y las indumentarias de ambos, creemos que la candidatura del descubridor de Machu Picchu está firmemente avalada.

EL COMIENZO DE LA AVENTURA

Cuando en 1533 los españoles conquistaron Cuzco, los incas, derrotados, se retiraron construyendo ciudades en las alturas de los Andes para proteger a los últimos miembros del imperio, estableciendo su capital en Vilcabamba. Cuando el imperio inca cayó definitivamente en 1570, la ciudad terminó por convertirse en leyenda, y se multiplicaron las historias sobre tesoros perdidos de los incas. Encontrar la ciudad perdida de Vilcabamba se convirtió en la meta, no sólo de aventureros y exploradores, sino también de arqueólogos e historiadores.

En estas condiciones parece lógico que un joven y ambicioso profesor de his­toria latinoamericana de la Universidad de Yale se dirigiera a Perú en 1909 con el propósito definido de desentrañar la localización de la legendaria ciudad de Vilcabamba, último bastón del gran imperio inca.

A sus 33 años, tras volver de su primera expedición por Venezuela y Colombia, Hiram Bingham organizó con J. J. Nuñez (prefecto de la provincia de Apuri­mac) una expedición a la ciudadela inca de Choqqequirau, prácticamente inal­canzable y protegida por el turbulento río Apurimac. Tras construir un puente al estilo inca, estuvieron varios meses abriéndose camino por la selva hasta alcan­zar su objetivo, 1500 m. por encima del río, entre cascadas, montañas nevadas, acantilados y selvas. A su regreso a Estados Unidos, el entusiasmo provocado por el viaje le llevó a proponer sin más dilación una expedición a la búsqueda de Vilcabamba.

Tras documentarse abundantemente, Bingham consiguió que sus adinerados compañeros de Yale financiaran un equipo profesional de máximo nivel, a su mando, conocido como “Expedición peruana de Yale 1911”.

A LA BÚSQUEDA DE VILCABAMBA

La amplitud del terreno a investigar, junto con las dificultades orográficas pa­recían condenar al fracaso el proyecto. Pero Bingham era un hombre valiente y tenaz y además se guardaba un as en la manga que ha sido conocido recien­temente. Tras llegar a Perú se trasladó a Cuzco y allí trabó relación con un hacendado local llamado Agustín Lizárraga que había descubierto una “ciudad perdida de los incas” en un viaje por la selva del Urubamba, el 14 de julio de 1902 (9 años antes).

Bingham, impulsado más por sus deseos que por el análisis, consideró de inme­diato que debería tratarse de Vilcabamba y diseñó la expedición hacia donde se lo había indicado el descubridor. Según Alfred, hijo de Hiram, en la biografía que escribió sobre su padre, éste había anotado en un cuaderno de campo: “Agustín Lizárraga es el descubridor de Machu Picchu y vive en el pueblo de San Miguel”. Fallecido trágicamente mientras intentaba volver a la ciudad, Bingham fue “modificando” la historia del descubrimiento, terminando por omitir a Lizárraga en su clásico “La ciudad perdida de los incas”.

En julio de 1911, el grupo expedicionario partió de Cuzco acompañado por el sargento Carrasco del ejército peruano, llevando una caravana de mulas carga­ das con materiales y equipaje. Se dirigieron hacia el río Urubamba, bordeando un enorme desfiladero granítico con desniveles de entre 600 y 1000 m. hasta las majestuosas cumbres andinas. Las laderas estaban cubiertas por un espeso teji­do de densas plantas tropicales aferradas a las peñas.

Un día, mientras instalaban su campamento, se les acercó un sencillo campesino que habitaba una cabaña en las proximidades. Se trataba de Melchor Arteaga, indio muy aficionado al aguardiente, que comunicó la existencia de unas ruinas incas, escondidas bajo la maleza en la cumbre de una montaña situada por enci­ma del campamento y conocida como Machu Picchu (pico joven) por los lugare­ños. Por el módico precio de 50 centavos accedió a guiar a la expedición.

EL DESCUBRIMIENTO DE MACHU PICCHU

El 24 de julio de 1911, Bingham, Carrasco y Arteaga cruzaron por un inestable puente sobre los rápidos del Urubamba, e iniciaron una difícil ascensión sobre la resbaladiza vegetación, acechados por abundantes serpientes. Tras varias horas de es­calada llegaron a una especie de meseta, avanzando por la loma rodeados de altas crestas.

De repente divisaron varios niveles de terrazas incas (invisibles desde el río), en forma de enormes gradas. Cada una de ellas estaba reforzada con grandes muros de roca de hasta tres metros de altura. Entusiasmado, Bingham fue re­corriendo la totalidad de la meseta. Encontró primero una enorme muralla, perfectamente construida al clásico estilo inca. Posteriormente siguió una pa­red, encontrando la puerta de entrada de una vivienda, y luego divisó muchas  casas cubiertas de muso y vegetación, así como un mausoleo real y un hermoso edificio semicircular construido de manera similar al Templo del Sol de Cuzco.

Al descender por unos escalones de piedra se en­contró con una gran plaza rodeada de edificios ce­remoniales, uno de los cuales fue bautizado como Palacio del Rey, y que al tener tres ventanas en uno de sus muros, como decía la leyenda, fue conside­rado por Bingham como prueba definitiva del des­cubrimiento de Vilcabamba.

A su regreso a Yale con las impresionantes noticias, la National Geographical Society decidió patrocinar nuevas expediciones, todas lideradas por Bingham que, en 1912, 1914 y 1915 limpiaron la selva que rodeaba la ciudad para recuperar, en la medida de lo posible, su apariencia original, y comenzaron a realizar excavaciones. Aunque no se encontró el tesoro de los incas, la ciudad estaba prácticamente intacta, ya que el lugar se había elegido con tanto cuidado que nunca fue encontrado por los conquistadores, lo que supone un tesoro ar­queológico aún mayor, si cabe.

Los resultados de la expedición fueron publicados inicialmente en un artículo titulado “En el país de las maravillas de Perú” que ocupaba en su integridad el número de Abril de 1913 de la revista de National Geographic. El propio Bingham publicó en 1948 “La ciudad perdida de los incas “ y Machu Picchu entró definitivamente en la leyenda.

EL MISTERIO DE LA CIUDAD PERDIDA

Nada mejor, a estas alturas, que darle la palabra a Hiram Bingham, para que narre en primera persona lo que sintió al llegar a Machu Picchu:

“Debajo de un resalto apareció una cueva con las paredes cubiertas de hornacinas talladas en la piedra: era un mausoleo real. Sobre ella se le­vantaba un edificio semicircular con la pared externa en pendiente, como la del Templo del Sol en Cuzco. Las hileras de piedra iban disminuyendo de tamaño a medida que se acercaban a la parte superior, mientras que la parte externa de cada una de las piedras estaba redondeada para formar la grácil curva del edificio. Habría si­do imposible introducir una aguja entre las piedras. Aquella obra era una labor de maestros.

Unos escalones de piedra conducían a una plaza, don­de se recortaban contra el cielo unos templos de granito blanco. Allí, sumos sacerdotes vestidos con su resplandeciente indumentaria celebraban los ritos al dios Sol. Un conjunto de edifica­ciones bellamente construidas y provistas de gabletes, cerca de allí, de­bieron ser la morada del propio Inca. Podía imaginarla, con el pavimento cubierto de estoras de vicuña y suaves tejidos confeccionados por las manos de sus Elegidas, aquellas “Vírgenes del Sol” que tenían tan impor­tante papel en las ceremonias religiosas de los incas.

Cuesta abajo se amontonaban los edificios en una confusa disposición de terrazas, unidas entre sí como mínimo por cien escaleras. Era eviden­te que aquel santuario, tan bien conservado, no había sido nunca hollado por la bota de un conquistador. Comprendí que el Machu Picchu podía ser muy bien la ruina más extensa y más importante de América del Sur descubierta desde la llegada de los españoles.”

Bingham siempre pensó que había encontrado la mítica Vilcabamba. Su teoría ha sido descartada, no puede negarse que su esfuerzo le llevó a presentar al mundo una de sus maravillosas arqueológicas más importantes, seguramente una residencia real de recreo de los, otrora, poderosos Incas.