Está a punto de empezar la segunda fase de nuestra prospección con láser aerotransportado en Hatun Vilcabamba la cual, como ya sabéis, va a partir desde Ayacucho aprovechando las nuevas carreteras que abrieron un nuevo acceso desde el oeste cruzando el río Apurímac con una embarcación desde Lechemayoc hasta Villa Virgen.

Aquel mundo selvático y remoto se ha vuelto más accesible, pero conserva todo su encanto y la memoria de su compleja y apasionante historia.

Yo viajé en tres ocasiones por el río Apurímac entre las regiones de Cusco y Ayacucho. Y relaté aquellas experiencias en los tres libros que he publicado sobre esta larga y apasionante investigación.

Tengo un recuerdo especial de mi último viaje al Apurímac en 2019. En aquella ocasión visité de nuevo a Olaf Berg en su hacienda en Capiro, el aislado lugar donde resistió durante los años mas duros de la ocupación de estas tierras por Sendero Luminoso. Ocultándose en la selva y con un grupo muy reducido les combatió con la misma dureza que ellos empleaban . Contra todo pronóstico consiguió sobrevivir e incluso derrotar a un enemigo que parecía invencible.

Había hablado con Berg en varias ocasiones anteriores y en esta le convencí de que su historia merecía ser contada. Por primera vez se dejó fotografiar y relató su dramática historia.

La publiqué en mi libro “De Machu Picchu a Hatun Vilcabamba”, por lo que es posible que alguno de vosotros ya la conozcáis. La reproduzco aquí de nuevo, desde la página 303 de mi libro, porque pienso que, aunque la realidad actual es muy diferente, el relato de Berg ilustra lo que fue la reciente historia del valle del Apurímac; y es una muestra de supervivencia desesperada en condiciones muy hostiles:

“En Huamanga busqué el paradero de autos hacia el Apurímac y contraté un asiento en una camioneta todo terreno que me llevó a San Francisco donde cruzamos el gran puente de hierro hasta Kimbiri. Descansé un rato en un hostal muy modesto y a las cuatro de la madrugada me acomodé en otra camioneta colectiva con la que llegamos en dos horas y media a Villa Virgen, poblado que crece poco a poco luchando contra el aislamiento. Encontré un muchacho dispuesto a llevarme en su moto hasta Capiro por treinta soles y viajé como paquete agarrado al portaequipajes de la moto dando tumbos por un camino de tierra y piedra durante hora y media, entre selvas y montañas con el majestuoso Apurímac al fondo de un barranco hasta llegar sin incidentes a nuestro destino, un claro en la selva con varias cabañas dispersas, a la izquierda una pronunciada ladera cubierta de arbolado y a la derecha un desnivel que llega hasta un recodo del gran río con un embarcadero. A ambos lados del camino hay parapetos con sacos terreros y una gruesa cadena con un cartel que advierte que el paso se cierra durante las noches. No quieren visitantes imprevistos. El camino sigue en dirección norte hacia el tramo final del río Pampaconas.

Con Olaf Berg en Capiro.

Pregunté por Olaf Berg, me senté a esperar y finalmente apareció con unos plátanos en la mano, delgado, sonriente, con pantalón corto y descalzo.

—Hola doctor, de nuevo por aquí —me saludó sonriente.

Le dije que quería hablar con él de Hatun Vilcabamba y también escribir sobre su vida porque es un personaje de novela; y que me gustaría fotografiarle. Me miró un momento meditando y me dijo que estaba de acuerdo. Nos sentamos en un tronco a charlar; me contó que él nació en 1947, su abuelo Abel Berg era un ingeniero noruego-alemán que viajó a Perú a finales del siglo XIX para explotar el caucho y se instaló en el valle del río San Miguel; aunque no sabe exactamente cuándo.

—No sé mucho de mi abuelo… Cuando quebró el negocio del caucho tuvo que buscar otras alternativas y buscó oro —me explicó.

—Encontró una pieza de oro que parecía muy valiosa y se la mostró a un jefe machiguenga, lo cual fue su gran error porque al cabo de unos días enfermó y murió. Estoy seguro de que fue envenenado…Hay venenos que tardan algún tiempo en hacer efecto —afirmó y tras una breve pausa mirando a la selva siguió recordando.

—Tenía un hijo de siete años que quedó solo, se llamaba Elvin Berg; y su socio Sebastián Pancorbo se portó muy mal. En vez de enviarlo de regreso a Europa con sus familiares o de cuidarlo adecuadamente, lo dejó aquí y se crió en su hacienda con los nativos. Enviar al niño a Europa implicaría tener que tratar con los familiares sobre la herencia de su socio y no le interesó hacerlo —me explicó.

Aquel chico creció en la selva y con una nativa tuvo tres hijos: Elvin el mayor, el segundo Berger y el tercero Olaf. Los tres se criaron en la selva y aprendieron a conocerla. Me cuenta que sus hermanos usaban zapatos y el fue el único que caminó siempre descalzo por la selva.

—Aprendí de los nativos. Hay que pisar de forma diferente a como se pisa con calzado y es mucho mejor porque no se hace ruido —me explicó, pero también me advirtió de los riesgos.

—A veces se producen lesiones, hay un tipo de piedras que por su forma te hacen daño y puede ser un daño interior, que no se ve, pero hay que curarlo.

Para ello quien quiera caminar descalzo por la selva deberá llevar siempre un poco de grasa de vaca y estar dispuesto a utilizarla.

—Si se te hace sangre se aplica un poco de grasa y después se aplica dos o tres veces un tizón encendido… Hay que aguantar el dolor…

La guerra que empezaron los senderistas en Chungui se extendió y cuando se declaró el estado de emergencia en Ayacucho los terrucos establecieron refugios en valles y montañas al este del río Apurímac y empezaron a atacar a campesinos para que se marcharan. En mayo de 1984 los dos hermanos Berg fueron a Osambre a buscar a Elvín, para convencerle de que se marchara de allí porque sabían que los senderistas iban a ir a por él; y justo en aquel momento les atacó un grupo de treinta y cinco senderistas con algunas armas y cartuchos de dinamita. Dos hermanos consiguieron refugiarse en los pequeños edificios que había pero al mayor lo alcanzaron:

—A Elvin lo hirieron. Y estando herido en el suelo lo rociaron con gasolina y le prendieron fuego —recuerda Olaf la trágica escena. —Berger también resultó herido y a consecuencia de las heridas murió semanas después.

Olaf refugiado en una casa se defendió a tiros. Intentaron quemarle lanzando objetos ardiendo pero el techo era de teja y no se incendió.

—Decidí salir…A uno le pegué tres tiros en el pecho con mi carabina del calibre ventidós. A otros dos los maté con mi revolver. Pero perdí la bolsa con la munición y tuve que escapar a la selva —me explicó.

En aquella situación desesperada caminó a través de montañas y selvas en busca de ayuda.

—Fui hasta Quillabamba a denunciar el asesinato a la policía y me acusaron a mí de terrorista y me detuvieron. Pero después llegó un jefe policial y ordenó que me liberaran y que me devolvieran mis armas.

Regresó caminado solo hasta Capiro y, ante la situación desesperada, formó un grupo dispuesto a todo para resistir, formado por sus con hijos, sobrinos y algunos nativos, todos adolescentes.

—Éramos siete y decidí que nos llamaríamos “Novios de la muerte”. No teníamos nada que perder, solo la vida, nada más…—recuerda. Olaf Berg quien permaneció siempre en la zona, durmiendo en escondites en la selva que continuamente cambiaba y siempre alerta.

—Yo organizaba la vigilancia: dos aquí, dos allí…

Lee mucho y para resistir se inspiró en la guerra de guerrillas de Mao.

—Hay que conocer a tu enemigo para combatirlo con sus propias armas —me explicó.

—Un grupo pequeño pero de total confianza, es lo más efectivo… porque si matas a varios enemigos y rescatas su armamento todos van a callarse; mientras que en un grupo grande alguien va a ir contando cosas…

Un día llegó un helicóptero policial cuanto estaba entrenando con su grupo. Le detuvieron y le llevaron hasta Ayacucho con las tres escopetas del calibre 22 que estaban usando. Un jefe militar ordenó que lo liberaran y que le devolvieran las armas porque estaban encantados con su eficacia. Berg andaba siempre fuera de los caminos, se movían por medio de la selva, atacaban por sorpresa a los senderistas y después se escondían.

—El ejército anda siempre por los caminos y así es muy fácil tenderles emboscadas, pero a nosotros no conseguían sorprendernos ni alcanzarnos nunca, aunque había más de quinientos senderistas en esta zona. — me explicó.

—Supongo que usted personalmente mató a muchos… —le pregunté —¿Mató a más de cincuenta?

—Si, claro… muchos más…

Los novios de la muerte causaron tantas bajas a los senderistas que intentaron pactar con él.

—Pusieron carteles en algunos árboles con mensajes diciéndome: Berg sabemos que no eres rico. Unete a nosotros. Y yo les puse otros carteles que decían: Y me vais a devolver la vida de mis hermanos? Y aunque me la devolvierais no me uniría a vosotros.

Lo más duro de aquella guerra en la zona fue desde 1984 hasta 1992, ocho años en los cuales Berg y su grupo aplicaron una dura ley:

—Ojo por ojo…, siempre… —me dijo. Y tras un momento pensativo recordó una excepción, en una ocasión perdonó…, solo una vez. Era una operación contra los senderistas junto con el ejército y recuerda perfectamente la escena.

—Yo estaba con un soldado y nos encontramos saliendo de entre la maleza a una terruca. Había perdido su arma y nos miró de frente… Era valiente aquella terruca… y tenía los ojos azules… Ya iba a dispararle a la barriga, pero me contuve… y le dije al soldado: yo no voy a dispararle… Yo tampoco, me dijo… No le digas nada al capitán… y le dejamos que huyera.

Pensativo, con la mirada perdida en la montaña murmuró:

—Chay kosi ñawi p´asña… —y tras una leve pausa melancólica me tradujo del quechua. —Significa “esa chola tiene los ojos azules”.

Olaf Berg.

Después llegó un periodo de paz. Se movían cargamentos de PBC por la montaña de noche evitando encontrarse con nadie; hasta que en 2009 volvieron a instalarse en la zona antiguos senderistas ayacuchanos bajo el mando de Quispe Palomino, el camarada Gabriel, muy bien armados por el dinero del narcotráfico, con una nueva estrategia más selectiva, con ataques muy violentos contra policías y militares, sin hostilizar a la población campesina.

—Gabriel vino a verme. Me sorprendió con un grupo de gente y yo le dije: Ahora puedes matarme. Pero él no quiso. —recuerda Berg.

Le dejaron en paz en su hacienda, pero la policia tuvo noticias de aquella entrevista y Berg fue detenido, acusado de colaborar con los neosenderistas de Quispe Palomino. Le llevaron a Ayacucho y después a Lima y añadieron otra acusación, la de varios asesinatos por la venganza sobre los que mataron a su hijo; y él piensa que le salvo su fe religiosa:

—Un jefe policial me dijo que iban a enviarme a la prisión de Ayacucho… Eso para mí era la muerte.

Allí están todos mis enemigos… Le pedí con todas mis fuerzas a Jesucristo que me ayudara… y él me ayudó —afirmó convencido.

—La juez consideró que no había pruebas de mi colaboración con los senderistas y me dejó en libertad. Y la otra acusación no la consideró…, o por alguna razón no le había llegado. Yo se lo agradecí a Jesucristo…, porque se que él me ayudó.

Al verse libre tomó precauciones para que no volvieran a detenerle.

—Cuando salí de la comisaría me escondí. Sabía que la policía me buscaba. Pero conseguí escapar de ellos. Viajé en una camioneta que tenía un escondrijo oculto preparado y dando varias vueltas llegué hasta aquí. Ahora estoy libre porque la acusación por ese asesinato fue sobreseída porque no hay ninguna prueba.

—¿Cual es ahora la situación, después de la muerte o la detención de los Quispe Palomino? —le pregunté.

—Está tranquilo todo, pero algo pasa en la zona. Alguien vio hombres uniformados y armados… ¿Quiénes eran?… —Dejó la pregunta en el aire.

Lee mucho y me recomendó “La nomenclatura”, de Michel Bolewsky:

—Ahí se dice que el marxismo es el opio de los intelectuales —afirmó.

Me explicó que un gringo llamado Jhonson le confirmó que su abuelo le vendía oro que sacaba de Capiro. El dedicó mucho tiempo a buscarlo en las montañas selváticas de su hacienda y no pierde la esperanza:

—En alguna parte debe de estar escondida esa veta, pero no he conseguido encontrarla todavía —me explicó señalando con el brazo la montaña y su ladera selvática.

Le preocupa mucho el deterioro de la naturaleza, sobre todo que hayan desaparecido los peces en el río Apurímac; y él conoce el motivo.

—La culpa es de una mina que hay en el río Pampas. En una ocasión todo se puso negro por algo que vertieron y desde entonces no volvió a haber peces aquí en el Apurímac.

El tiempo pasaba y el motorista que se comprometió a recogerme no llegaba, por suerte apareció un todoterreno que iba hacia Villa Virgen y me aceptaron como pasajero. En el viaje supe que para regresar a Ayacucho ya no tenía que dar un rodeo por Kimbiri, porque hay una nueva carretera que yo desconocía que hace más corto el viaje. En Villa Virgen me acerqué caminado hasta al río donde hay una barca que por dos soles cruza el Apurimac hasta Lechemayoc. En Lechemayoc contraté un asiento en una combi por treinta y cinco soles y un cuarto en un hospedaje con un baño común por diez soles, para esperar la salida a las tres de la madrugada y llegar de amanecida a Ayacucho”.

La prisión de Ayacucho.