La Compostela de Cosme de Médici
Por Emma Lira
Bibliografía: Boletín 71 – Camino de Santiago
En el siglo XVII, Santiago de Compostela recibió un peregrino de excepción, Cosme de Médici, heredero del Gran Ducado de la Toscana. Su paso por el último tramo de la ruta xacobea, perfectamente documentado, constituye un testimonio fundamental para conocer la evolución de la ciudad compostelana.
Cosme III de Médici, el que sería Gran duque de la Toscana entre los años 1670 y 1723, y el penúltimo de su larga dinastía era, a decir de sus biógrafos, un hombre dual. Por un lado, había heredado esa sed de conocimiento que había convertido en grandes mecenas a los Médici. Como digno hijo de Fernando II, Cosme era un apasionado de la naturaleza y la biología, al que complacían secretamente lo extraño y lo grotesco; de hecho, su colección puede visitarse aún en el Museo Nacional de Antropología y Etnología de Florencia. Por otro lado, la influencia de su madre, Vittoria della Rovere, y la educación que ella se empeñó en proporcionarle, habían hecho de él un hombre profundamente religioso. Quizá la suma de ambas realidades, curiosidad y fe, influyeran en la decisión que tomó en el año 1668, cuando optó por emprender un viaje por la península ibérica, eligiendo, como uno de sus principales hitos, la tumba del apóstol en la ciudad de Santiago de Compostela.
En el siglo XVII la ruta xacobea llevaba ocho siglos de existencia, desde aquel primer momento, en el siglo IX de la era cristiana, en que la iglesia y la monarquía astur habían validado como auténticos los supuestos restos de Santiago el Mayor, discípulo de Jesucristo. Toda una historiografía clásica se había esforzado por colocar a aquel humilde pescador de Oriente Mundo a escasas millas del Finis Terrae, predicando su mensaje a los habitantes de la bárbara y occidental España. La estructura religiosa que guardaba los restos del apóstol había crecido desde ese primer momento, y, con él, la fe, la repercusión y la influencia del reino que los custodiaba. El difunto Santiago había inaugurado un camino que, empezara donde empezara, conducía al fin del mundo, con la promesa de borrar los pecados de quienes se aventurasen en su ruta.
CUANDO EL CAMINO NO ERA YA LO QUE FUE
Durante los siglos anteriores, pueblos, monasterios y órdenes religiosas habían crecido amparados a la sombra del Camino, pero para cuando Cosme visitó Santiago de Compostela (la advocación hacía referencia a las misteriosas luces que se habían divisado en el lugar donde había sido encontrado el sepulcro, el Campus Stelae), la importancia del camino, y quizá incluso la fe, experimentaban horas bajas. Las diferentes brechas religiosas que durante el siglo anterior habían abierto en dos Europa, habían hecho descender dramáticamente el número de peregrinos. Las críticas de protestantes y anglicanos, y las acusaciones de idolatría sumadas a los dudosos senderos de una Europa envuelta en guerras de religión, habían mermado su protagonismo, pero, pese a todo, cuando Cosme de Médici, el heredero del Gran Duque Fernando II, pensó en conocer España, no dudó en hacer de Santiago una de sus escalas.
Parece que el joven Médici, que en aquel momento contaba con 26 años de edad, tenía un motivo más para emprender un largo viaje. Su matrimonio, seis años atrás con Margarita Luisa de Saboya, prima del rey de Francia, Luis XIV, era un absoluto y notorio desastre. Es cierto que tenían ya dos hijos, Fernando y Anna María, de los que en la corte se decía que eran producto de dos reconciliaciones puntuales, pero la relación habitual entre los cónyuges no solo era pésima, sino que provocaba graves problemas en el funcionamiento de la logística doméstica. Las crónicas comentan que, desencantado por no poder solucionar las diferencias entre los jóvenes esposos, Fernando II aconsejó a su hijo ausentarse de la corte durante largos períodos. Hemos de entender que, para Margarita Luisa de Saboya, de talante alegre y amante de los placeres y diversiones de la corte francesa en que se había criado, también supondría un alivio. El ambiente beato y misógino en el que se movía su marido provocaba sus frecuentes huidas a las villas de verano de los Médici, y la llevaba incluso a fingir enfermedades para permanecer alejada de él, y fuera de la casa familiar. Al fin y al cabo, ella ya había dado un heredero varón a la dinastía, y debía considerar que había cumplido con creces su parte del trato.
No sabemos si, al visitar la Tumba del Apóstol, Cosme de Médici buscaba expiar sus pecados o recabar la intervención divina en su matrimonio; de lo que no quedan dudas es de su fervor religioso, de su confianza en el clero, e incluso de su intento de hacer méritos ante los ojos de Dios. En los años de su posterior reinado, buscando quizá asegurase el cielo, había emprendido una cruzada particular contra todo aquello que consideraba inmoral, hasta el punto de mandar retirar del altar de la catedral de Florencia las estatuas de Baccio Bandinelli, que representan a Adán y Eva desnudos, por considerarlos pornográficos. Así mismo suspendió las fiestas de mayo, el calendimaggio, debido a sus orígenes paganos, y emprendió una persecución sin cuartel contra la comunidad judía, mientras el 10% de la población de Florencia, vinculado de uno u otro modo a la iglesia, ni siquiera se veía obligado a pagar impuestos. Su religiosidad llegó a alcanzar, según algunos autores, niveles patológicos, y era vox populi que los esfuerzos por salvar su alma incluían, aparte de la oración, a la que dedicaba varios momentos del día, la peregrinación a lugares santos, y el descubrimiento de reliquias y de santos hasta entonces poco conocidos. Visitar la tumba del Apóstol encajaba a la perfección en su agenda de actividades.
En septiembre del año 1668, el heredero de Fernando II de Médici, inicia su segundo gran viaje -el primero le había llevado el año anterior hasta Amsterdam, incluso a conocer a Rembrandt- partiendo de Florencia. Será el más extenso de su vida y le llevará un año y medio, tiempo durante el que le acompaña un nutrido séquito, que llegará a ser de hasta 39 personas. Pese a ello, sus cronistas se complacen en recordar que, siempre que pudo, el príncipe se mantuvo prácticamente de incógnito, aunque no sabemos si lo hizo por gozar de mayor libertad de movimientos, o para no incrementar los gastos del viaje, pues estaba completamente en contra de los fastos de la corte. Sabemos que el ilustre peregrino viajó en carroza y en caballo, y que se alojó preferentemente en conventos, rechazando a menudo las invitaciones de aristócratas de la corte española. Su día a día estaba tan condicionado por los acontecimientos religiosos que escuchaba misa diariamente, visitaba monasterios y lugares de peregrinaje con regularidad, y, siempre que podía, se complacía participando en procesiones y compartiendo opiniones con los clérigos españoles.
La variopinta comitiva que le acompañaba incluía los servicios de un mayordomo, un tesorero, un sacerdote, varios médicos, cortesanos, secretarios, ayudas de cámara, lacayos, cocheros, caballerizos, mozos de cuadra y hasta un médico personal. Pero sobre todo contaba con unos profesionales, gracias a los cuales, la crónica de su viaje ha llegado íntegra hasta nuestros días. En su expedición viajaban hasta tres amanuenses, cuya misión era dejar constancia de su proeza. Uno de ellos era el conde Lorenzo Magalotti, gran literato y amigo personal de Cosme de Médici, que fue el encargado de poner por escrito el relato oficial, la Relazioni Ufficiale. Filippo Corsini redactó por iniciativa personal la Memorie del Viaggio fatto in Spagna del Serenissimo Principe Cosimo di Toscana y, por último, el médico particular del príncipe, Giovan Battista Gornia, también por cuenta propia, escribió el Viaggio fato dal Serenissimo Principe Cosimo terzo di Toscana per la Spagna, Inghilterra, Francia et altri luochi neglí anni 1668 e 1669. La comitiva también contaba con su propio dibujante, Pier María Baldi, el “fotógrafo” de cabecera, quien iba plasmando con sus pinceles cada una de las ciudades y villas por las que pasaba el grupo. Las imágenes que nos ha legado son de gran valor para la historia del arte y del urbanismo, pues presentan una instantánea muy fiel del estado de las concentraciones urbanas a mediados del siglo XVII.
El grupo en pleno entró en España, procedente de Florencia, por el puerto de Barcelona. Desde allí se dirigió a Zaragoza, Madrid y Toledo. Partió luego hacia Andalucía, parando en Córdoba, Granada y Sevilla. Visitó después Extremadura, y desde allí entró en Portugal, haciendo parada en Lisboa y volviendo a salir, camino de Galicia, por la localidad de Tui y el camino portugués. En Galicia, Cosme de Médici se demora un mes entero y se complace en visitar Pontevedra y Padrón, antes de alcanzar Santiago de Compostela el 3 de marzo de 1669. ¿Quedó impresionado el Gran Duque cuando llegó a la catedral que guardaba los restos del Apóstol? Atendiendo al relato de sus cronistas, se podría asegurar, sin temor a equivocarse, que no mucho, aunque en su descargo debemos decir que, al fin y al cabo, el Médici viene de la deslumbrante Florencia, y a su lado cualquier construcción tardomedieval en España seguramente le parecería humilde. Sabemos de la decepción que le produjo la ciudad del apóstol, prácticamente desde antes de llegar, ya que los documentos oficiales califican de “incómodo” el camino de acceso a la ciudad, aunque ignoramos bajo qué criterios exactos. En la catedral, que para los visitantes carece de la pompa que habían imaginado, ni los acompañantes de Cósme ni él mismo encuentran mucho sentido a la ceremonia del abrazo del apóstol. Eso sí, parece que el príncipe florentino quedó impresionado por el hipnótico vaivén del botafumeiro. Probablemente en ningún otro edificio religioso, por mucho que su arquitectura superase a la catedral de Santiago, había sido testigo de nada igual.
A pesar del encanto del botafumeiro, su opinión general no mejoró mucho tras asistir a la ceremonia de la misa, desde una capilla que se presume fue la de la comunión. Según los datos recogidos por sus acompañantes, el noble no dejó de criticar los tesoros compostelanos al compararlos con la grandeza de su Florencia natal. Y tampoco la manida figura de Santiago Matamoros le despertó un especial sentimiento religioso. En los tiempos en los que el apóstol se había convertido en el patrón de la España cristiana frente al avance en la península del islam, aquella iconografía belicista pudo haber tenido sentido, pero en el siglo XVII el islam estaba relegado a las posesiones del Imperio Otomano, a quien se combatía incesantemente en el mar. Para Cosme de Médici, que, desde niño había dado muestras de un temperamento melancólico, y a quien ni siquiera gustaban las partidas de caza, la imagen de aquel hombre santo blandiendo un arma, dispuesto a decapitar mahometanos, le resultaba profundamente perturbadora. Esta postura personal que desvinculaba por completo iglesia y violencia le llevaría, con posterioridad, a generar una gran polémica en su ciudad: cuando, ya en el gobierno, ordenó retirar de la Iglesia de San Giovannino Degli Scolopi la espada y el yelmo de Guglielmino Ubertini, un aclamado obispo guerrero muerto en la batalla de Campaldino. Cosme de Médici no concebía adorar objetos bélicos provenientes de un religioso.
Pero no solo la catedral y los tesoros del Santo decepcionaron a Su Sereníssima. El peregrino italiano continuó con el mismo tono crítico en su paseo por la Compostela del siglo XVII, a la que llegó a calificar de “pequeña y fea”. Lo cierto es que los dibujos de Pier María Baldi dan fe de lo que vieron los ojos del Médici, y en la vista que muestra de la ciudad desde Santa Susana, la catedral de Santiago de Compostela no tiene nada que ver con la que nosotros tenemos en mente ahora. El complejo religioso no había evolucionado aún a su estética posterior. En el dibujo aparece la muralla y se identifican el Hospital Real, el Palacio del Arzobispo, San Martín Pinario, el monasterio de San Paio, la iglesia de las Huérfanas y el convento de San Agustín, pero no hay nada de la ciudad exquisita y barroca en que Santiago de Compostela se convertiría. La característica fachada del Obradoiro no existía, como tampoco existían como tales sus torres ni la torre del Reloj. El dibujo de Baldi se convierte, pues, en una instantánea congelada en el tiempo. Un documento importantísimo, que nos muestra una visión medieval anterior a todas las intervenciones que la convertirán posteriormente en una ciudad barroca. No nos permite, sin embargo, apreciar por completo la estética de la fachada medieval, pues, o bien por la complejidad de la misma, o bien por carecer de tiempo, con cierta picardía el artista decidió taparla con un árbol.
Cosme de Médici se detuvo en Santiago de Compostela durante tres días, en los que se alojó en el convento de San Francisco. Tras abandonar la urbe, el noble y su séquito pusieron rumbo por el Camino Inglés hacia A Coruña, ciudad que, según afirmaron sus acompañantes, le gustó bastante más que la que había dejado atrás. Por orden del príncipe, el pintor Pier María Baldi dibujó una magnífica vista de la ciudad desde el Monte de Santa Margarita, en la que destaca especialmente el puerto, algo con lo que, evidentemente, Compostela no podía competir.
El 19 de marzo de 1669, Cósme de Médici embarcaría en este mismo puerto con dirección a Inglaterra, Irlanda, Francia y Holanda, despidiéndose de su periplo ibérico y de la escala compostelana. Puede que la tumba del apóstol y la mítica del camino no cumplieran sus expectativas, pero, sin lugar a dudas, la que sí lo hace es la gastronomía española. Sus cronistas destacan los exquisitos platos que degustan en cada uno de los lugares por los que pasan: el cordero en Toledo, los jamones de Andalucía o las lampreas en el Tajo, pero los mayores elogios se los llevan las tierras gallegas, donde hacen especial referencia a la abundancia de pescado exquisito procedente del río Miño y su desembocadura, como el salmón, el sábalo, el rodaballo, y el lenguado, y a los vinos blancos con sabor suavísimo y delicado con que la comitiva era obsequiada en los monasterios en los que pernoctaban. Habida cuenta de la pasión con la que el Gran Duque de la Toscana acabaría por relacionarse con la comida -convirtiéndole en un hombre de gran volumen- quizá después de todo su viaje a Santiago sí tuviese el propósito secreto de expiar un pecado capital, el de la gula.