Derrota en el estrecho de Smith

TEXTO: Miguel Gutiérrez Garitano

Dicen que toda aventura polar entraña algún tipo de sufrimiento. El 27 de julio entablamos nuestra primera gran batalla contra el hielo. Y la perdimos. Nunca olvidaré el estruendo producido por los golpes de los hielos contra el casco.  Las carreras  desde las camas a cubierta. Y las largas horas de miradas esperanzadas y nerviosas tratando de atisbar una salida en el laberinto de hielo.

Dos días antes entramos en la bahía de Inglefield -una vasta abertura de 60 por 20 kilómetros- como vikingos en el paraíso. Admirando la luz blanca invernal rielando en el agua donde los pequeños pájaros guillemot se zambullían en busca de presas. El sol de medianoche nos calentó el ánimo; por lo que, al fondear en Qaanaaq, nuestro punto de partida, lo celebramos con unas catas de vodka Berezka al estilo ruso.

La tripulación, con Miguel en primer plano, en la cubierta del Northabout. / Rafa Gutiérrez

En Qaanaaq dimos de lleno con un mundo fascinante, una rompiente donde la cultura inuit luchaba denodadamente por sobrevivir a la ola de la cultura global. Las construcciones modernas seguían el guión de la posibilidad. Todo en la aldea de 700 habitantes está hecho para sobrevivir al invierno boreal. No había puerto, ni carreteras, ni bares, ni casi infraestructuras más allá del hospital, el museo -que en su día fue la morada del explorador Knud Rassmussen– y un enorme depósito de combustible. En el primero una sola médico danesa, María, nos confesaba  la austeridad a la que obliga el lugar.

– Aquí estoy yo sola con dos enfermeras. Cuando hay una emergencia se tarda tres días en evacuar a un enfermo en avión. Y eso con buen tiempo. Muchos han muerto aquí mismo mientras esperaban.

En la cercana aldea de Soriapaluk, auténtica parada fronteriza donde aún se desplazan en trineo de perros y se cazan la morsa, el narbal y el buey almizclero, empezaron a hacernos mella los días y noches de navegación casi ininterrumpida (trabajábamos en parejas, en turnos de tres horas cada seis horas, haciendo de todo). El desalinizador mostraba visos de exhalar su último aliento y el marcador de profundidad funcionaba día no y entre medias tampoco. Tanto en Qaanaaq como en Soriapaluk nos vimos obligados a pelear con el hielo cada vez que fondeábamos. Apartando enormes hielos con dos pértigas de fibra. Pero aún no sabíamos la que nos esperaba.

Vista aérea de Soriapaluk, la última frontera que nos separa de polo Norte. / Rafa Gutiérrez

Lo supimos en Soriapaluk gracias a un tipo que se diría salido de una película de Kurosawa; respondía al nombre de Ikuo pero es difícil averiguar más datos sobre él, pues no quería figurar, ni ser fotografiado. Era japonés; casado con una inuit, llevaba en la aldea -que se disputa con la capital de Svalbard el título de pueblo más al norte- cuatro décadas de cazador, como un moderno Dersu Uzala, entre mares helados y colinas inhóspitas. Me dijo: conozco la zona a la que se dirigirán mañana. Suelo ir allí a por bueyes almizcleros. Si navegan en esa dirección quedarán atrapados. Se espera para esta noche viento del suroeste. Toda el área será en unas horas una trampa de hielo compactado, de banquisa. Hace una semana dos pescadores quedaron atrapados allí tres días en una lancha. Y eso que era un bote pequeño y muy rápido.

Les transmití la información a nuestros capitanes Stewart y Litau. El inglés mostró su disposición a partir. Los ojos del ruso eran impenetrables, como dos bloques de hielos perpetuos. Se encogió de hombros y sentenció: «Hay paso». La decisión -me dijeron- era mía. Y la tomé. Marchamos hacia el peligro del hielo. Rumbo al Estrecho de Smith, que abría sus fauces como un cruento gigante de invierno.