Hernando de Soto (1539-43)

Amelia Die

«Tan grande como Cortés, tan valiente como Pizarro, fue el más clemente y generoso de todos los capitanes que pelearon en las Indias, y supo conquistar para sí una gloria menos estrepitosa que la de otros, pero más duradera y más digna de la admiración del mundo». Es la definición de Luis Villanueva y Cañedo, biógrafo y paisano de Hernando de Soto, en su estudio sobre el conquistador publicado en 1929. Los elogios a este personaje histórico son tan apasionados como los insultos que se le dedican y, precisamente por eso, es difícil comprender la identidad del verdadero Hernando de Soto en las crónicas sobre su vida y sus viajes. En todas sus aventuras americanas, pero sobre todo en su expedición por el sur de América del Norte, Hernando de Soto nunca se detuvo, ni cuando tuvo dinero, ni cuando le recibían amigablemente (de verdad o para ganar tiempo), ni cuando le presentaban batalla, ni cuando le explicaban una y otra vez que no había oro o plata por aquellos parajes. Tampoco por piedad hacia los suyos o hacia los otros, ni por la remota idea de que en realidad estaba arrebatando la tierra a sus dueños, ni por las miles de bajas de su expedición. ¿Qué impulsó a De Soto a seguir caminando siempre más y más allá en medio del fango de los pantanos en la península de La Florida? ¿Qué hizo que se empeñara en cruzar el río Mississippi, a pesar de que lo tenía todo en contra? Cualquiera se habría echado atrás con la mitad de las adversidades que él sufrió, pero a Hernando de Soto le distinguió, frente al resto de aventureros españoles, una cabezonería a prueba de bomba, sin apenas resultado, una determinación de hierro… para obtener casi nada. Su relación con el río Mississippi no fue excesivamente larga, pero el camino hasta llegar hasta allí es un relato de increíbles aventuras, a menudo crueles y despiadadas y, curiosamente, casi del todo inútiles. No encontró riquezas, ni consiguió establecer asentamientos, ni apaciguó a sus enemigos, ni les destruyó, ni consiguió acuerdos con ellos. Y a pesar de sus sucesivos fracasos, siempre continuó tozudamente adelante.

UN AVENTURERO EN TIEMPOS DE CODICIA

Ya no estábamos en 1492, y ya nadie era inocente. Los españoles que se alistaban para las Indias iban a por oro y plata conociendo las dificultades con las que se iban a encontrar; casi todos los que les recibían allí sabían a qué venían y cuáles eran sus métodos. Pero Hernando de Soto tenía aproximadamente catorce años cuando se embarcó para las Américas, y cabe esperar unas ciertas dosis de inocencia en un joven nacido en lo que hoy día es el pueblo de Villanueva de Barcarrota, en Badajoz, un joven que según el inca Garcilaso de la Vega era noble por los cuatro costados y según el otro cronista de la época, el Fidalgo de Elvas no tenía «más hacienda que su espada y sus buenas cualidades». ¿Por qué cruzó el charco este chico hidalgo y pobre? Por hambre, sin duda, pero también por afán aventurero; los dos componentes eran indispensables para atreverse a semejante acción cuando eres un muchacho extremeño de la época que se tira prácticamente «en patera» hacia el otro continente. Para ser aceptado, seguramente tuvo alguna recomendación; sin duda conocía las hazañas de su paisano Vasco Núñez de Balboa, descubridor del mar del Sur (Océano Pacífico), que había fundado el asentamiento colonial de Acla y luego el de Santa María de la Antigua en Darién, y también al capitán Pascual de Andagoya, que iba con Pedrarias Dávila, el que se hizo cargo de la gobernación de la ciudad.

Hernando se embarcó en la expedición de Dávila, la mayor y más cara que había salido hasta el momento para las Indias. Parece que el rey Católico invirtió en ella más de 54.000 ducados. En principio, Pedrarias se llevó a mil quinientos hombres, y luego salieron otros dos mil para allá. Cuando arribaron, encontraron al «gran» Núñez de Balboa en alpargatas y viviendo en un chamizo. El aumento de la colonia, con la llegada de gran cantidad de hombres, caballos y aperos, significaba que había que repartir, cosa que tampoco les hacía mucha gracia a los que ya estaban allí. Aunque al principio el gobernador Pedrarias quiso congraciarse con el descubridor Núñez de Balboa e incluso le dio como esposa a su hija Doña María , Pedrarias y Vasco Núñez no dejaron de pelearse por el poder ni un día. La cosa acabó con la ejecución por traidor de Núñez de Balboa. La orden de ajusticiamiento partió del gobernador, que vio a través de las rendijas de su casa cómo iban degollando a su oponente y sus fieles. Hernando también lo presenció todo. A los dieciocho años ya era muy hábil haciendo emboscadas a las órdenes del alcalde mayor Gaspar de Espinosa, uno de los que se hizo rico a costa de los descubrimientos de Núñez de Balboa y también uno de los que le degolló. Los niños como Hernando dejaban de serlo rápidamente.

A pesar de que la colonia había dejado de llamarse Nueva Andalucía para conocerse por el ampuloso nombre de Castilla del Oro, la vida no era muy fácil allí. El capitán Pascual de Andagoya contaba en las crónicas cómo morían los españoles como chinches de «hambre y enfermedad de modorra», y el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo describía el miedo que pasaban. Los indios, desde luego, no eran ya las almas cándidas de los primeros tiempos de la conquista; sus propias crueldades tampoco eran mucho menores que las de los españoles de la época, la enorme diferencia era que ellos estaban ahí mucho antes. Sin embargo, para los españoles, el territorio estaba realmente deshabitado, los indios ni existían, bastaba quedarse con las tierras conquistadas y destruir a los que creían poder impedirlo. Minas de oro sí había, e indígenas que podían trabajar en régimen de esclavitud, también, pero la colonia no tenía salida posible.

A no ser que alguien se atreviera a ir más allá. Para los avariciosos, las buenas noticias provenían de Gaspar de Morales, que llegó del mar del Sur con preciosas perlas, arrebatadas a los indios que las defendían con encono en la llamada «isla de las Perlas». Entre ellas estaba la famosa «Peregrina», que puede verse adornando a la emperatriz Isabel, esposa de Carlos V, en un retrato de Tiziano. Para aprovecharlas, la colonia quiso trasladarse a Panamá. Pedrarias deseaba tomar posesión personalmente de lo que Núñez de Balboa había descubierto. El 27 de enero de 1519, Pedrarias hizo constar que «toda la tierra nueva e costa della» pertenecería a Castilla del Oro, y todo lo que se descubriere en adelante pasaría a ser de la Corona Real de Castilla.

Una vez establecido en Panamá, el gobernador envió al licenciado Espinosa y un grupo de hombres por mar a las penínsulas de Azuero y Veragua a buscar lo que necesitaban para subsistir en la colonia, que no eran precisamente los metales preciosos, sino maíz, vasijas para agua y piedras de moler. Dio la orden explícita de que causaran entre los pobladores de la zona el menor daño posible. En esa expedición iba un joven Hernando de Soto, que siempre se había distinguido por llevarse bien con el iracundo gobernador Pedrarias, y también un oscuro y callado capitán de los de Núñez de Balboa, uno de los pocos que quedaban con algo de aliento tras la ejecución de su líder. Se llamaba Francisco de Pizarro.

El cacique local Uraca se opuso con denuedo a las incursiones terrestres de los hombres de Espinosa, quienes, por supuesto, no se conformaban con coger maíz para enviarlo a Panamá, sino que arramplaban con todo objeto de oro que adornara a vivos o a muertos. Hernando de Soto fue uno de los que juró ante un escribano, al regreso de la expedición, que se había cumplido estrictamente la orden del gobernador de no causar más perjuicio del indispensable a los indígenas. Iba aprendiendo mucho.

Pero, ¿quién pagaba todo eso? El gobierno de España aportaba sus dineros cuando la expedición o su jefe le merecían cierta credibilidad y sin duda la razón religiosa e imperialista pesaba enormemente en la decisión, pero también es cierto que muchos particulares ponían de su bolsillo. Como se requerían bolsillos muy llenos, vendían sus haciendas, se empeñaban hasta las cejas, se asociaban, liaban a tres o cuatro ricos con promesas de devolución de ciento por uno y se lanzaban a los mares. Necesitaban la documentación necesaria de la Corte española para quedarse con gran parte de las riquezas y territorios que iban descubriendo, y las luchas por los títulos de propiedad, por la consideración de gobernador y otros cargos de ultramar eran encarnizadas. Los que no tenían ni siquiera hacienda que vender, ponían sobre el tapete de juego la única apuesta posible: su propia vida. Pedrarias era un ejemplo de los primeros. Como para otros gobernadores, la conquista era, aparte de todo lo demás, un negocio en el que iba invirtiendo dinero. Sin embargo, Hernando de Soto era en ese momento y fue algunos años del grupo de los segundos, de los que sólo tenían la vida para perder y que cada día que pasaba y eran capaces de seguir palpándose la ropa podían considerarse ganadores. Esta actitud aventurera y de desprecio por todo lo que no fuera conservar intacto el pellejo quedó como poso en la personalidad de Hernando de Soto durante sus años como conquistador. Las actitudes que tomó ante las numerosas adversidades demuestran que la ambición, la posesión de tierras, la expansión cultural, la avaricia no fueron las únicas razones que le impulsaron a seguir. Una parte de su persona no sabía hacer otra cosa que arriesgar su vida y salir indemne de los desafíos. Era su trabajo.

LAS RELACIONES CON LOS INDIOS DEL NORTE: DE LA NEGOCIACIÓN Y EL ENGAÑO MUTUO AL EXTERMINIO

En América del Norte no había en la época una cultura comparable a las grandes civilizaciones del sur. Las zonas costeras y las del interior estaban muy separadas entre sí por accidentes geográficos: pantanos, grandísimos ríos como el Mississippi, bosques, montañas, lagos… Una naturaleza descomunal, desatada y terriblemente inhóspita para un aborigen de Extremadura o de Castilla. En cada lugar, distintas tribus indias, con rasgos cercanos, pero sin una cultura común ni autoridad centralizada, convivían a menudo sin conocerse y a veces peleándose con el vecino más próximo. En el momento de la llegada de los europeos se calcula que vivían en lo que ahora son Estados Unidos y Canadá entre diez y dieciocho millones de aborígenes. En la zona que exploró Hernando de Soto en su viaje por la Península de La Florida, pasó por los actuales estados de Florida, Georgia, Carolina del Sur, Carolina del Norte, Tennessee, Albama, Arkansas, Mississippi, y Louisiana. Parte de la expedición también recorrió Texas. En ese larguísimo viaje se encontraron con zonas de tribus de indios creek, hichitas, apalaches, cheroquis, choctaw, natchez, chitimach, chicasaw, quapaw, tonkawa, tuskegee… sin hablar de las etnias menores o las derivadas de las anteriores.

Los indios del norte eran gente muy fuerte y acostumbrada a cazar animales salvajes porque no tenían ganado y la carne escaseaba. Su principal alimento era el maíz y los frijoles; los que vivían cerca de la costa también comían pescado. Se vestían con pieles de animales y los nobles se distinguían de los plebeyos por sus tocados de plumas muy altos. La organización social se basaba en caciques (alguna que otra mujer) que dominaban un pueblo y eran la autoridad civil y religiosa. Muchos eran animistas, adoraban al sol y a la luna o al gran espíritu, aunque los ritos religiosos eran escasos y diferían de un pueblo a otro, y también tenían distintos idiomas. En muchas ocasiones, cuando los españoles trataban de establecer algún tipo de comunicación con ellos, los cronistas relataban las dificultades que los enviados de su majestad católica tenían para entenderse con las autoridades locales, dada la ausencia de centralismo cultural. A menudo había un intérprete de español y alguno de los idiomas indios, que se lo contaba a otro intérprete del pueblo contiguo y este a su vez a otro que sabía dos lenguas, y así sucesivamente. Las escenas debían de ser surrealistas porque casi siempre había una gran desconfianza por ambas partes (con razón, por otro lado) y los españoles trataban de engañar a los caciques indios y estos también pretendían ganar tiempo o tender emboscadas atrayendo al grupo de españoles hacia una zona peligrosa, con trucos y estratagemas. Así que las conversaciones eran realmente kafkianas.

Pero lo peor es que los habitantes de América del Norte no tenían salida alguna frente a los españoles. En el momento en que parte de México se podía decir que era territorio español, a los americanos del norte les quedaban muy pocas opciones de evitar la colonización. Cuando los soldados europeos llegaban a un poblado, la autoridad local podía hacer varias cosas: la primera, tratar de hacerles frente por las armas. Los apaches, por ejemplo, jamás dejaron de guerrear contra los europeos. Pero los aborígenes, en ese sentido, estaban en clara desventaja: podían resistir, molestar, instigar a los españoles, hacer, en fin, la guerra de guerrillas, pero la superioridad armamentística de estos era mucho mayor. Su organización no era tan jerarquizada y eficaz como la de los incas del sur, por ejemplo. Los norteños llevaban arcos, flechas, picas, lanzas, hondas, porras, iban vestidos de modo terrible, pero ningún europeo se asustaba ya por un maquillaje o una pintura de guerra. Y nuestros imperialistas, además, tenían caballos. En las batallas, los indios norteños morían a miles, cuando los españoles perdían alguna decena de hombres.

Otra opción era llegar a acuerdos con los cristianos, lo que podía suponer cederles comida u oro o minas o personas para esclavos. El que se decidía por el colaboracionismo, a menudo era por librarse de males mayores como una matanza y el consabido saqueo. La tercera posibilidad era establecer algún tipo de alianza con ellos, por ejemplo, para derrotar a sus propios enemigos; eso sucedió frecuentemente. Un cuarto modo de afrontar el problema era tratar de engañarles; esto último casi nunca les salió bien a los norteamericanos, antes al contrario, fueron mucho más objeto de traiciones que traidores. Además de todos estos males, los indígenas del norte continental tenían en su contra las enfermedades. Viruela, gripe, peste bubónica, cólera… diezmaron las poblaciones a lo largo de toda la colonización europea, hasta dejarles demográficamente anulados, cosa que sucedió de distinta forma entre las culturas americanas del sur.

Los españoles, por su parte, tenían unos pocos asuntos en contra: la naturaleza no sólo inabarcable e incomprensible para ellos, sino francamente incómoda; las enfermedades de las que morían más que por las flechas de los indios y, por último, la falta de dinero. Si no encontraban algún metal precioso, era difícil que las expediciones siguieran su plan establecido de antemano; sólo la tozudez de algunos, como Hernando de Soto, o la pura convicción de que era peor volver sobre los pasos que seguir adelante, provocó que algunas invasiones realmente disparatadas no se detuvieran a tiempo.

DE SOTO Y ATAHUALPA, UNA RELACIÓN QUE DEJÓ HUELLA

La siguiente empresa marítima de los hombres de Pedrarias, incluido Hernando de Soto, fue la ya mitificada búsqueda de una conexión entre los dos mares, que por supuesto no existía. Tras ella, parece que en aquellos días de 1526 Hernando de Soto visitó España para llevar a la Corona la rapiña adquirida en la colonia. Entonces Pedrarias decidió organizar la siguiente expedición con su supervisión total y nombró a sus más fieles y experimentados hombres. Francisco Compañón y Hernando de Soto se convirtieron en capitanes, título que llevaba aparejadas posesiones económicas. Soto, por ejemplo, se compró un caballo y un esclavo negro, pues los de esta raza eran aún menos a los ojos de los europeos que los propios indios. Al mismo tiempo, Soto y los otros capitanes «alquilaban» estas posesiones y cobraban su propio trabajo a la expedición. Él ganó mil pesos de oro exentos de impuestos.

En esa época Pizarro había formado una sociedad con Almagro, Sebastián Belalcázar y Ponce de León. Aquí la cosa ya se ponía muy seria, porque iban a por oro de verdad. Y ese oro estaba en Perú. Pizarro lo sabía porque no era la primera vez que se intentaba: Pascual de Andagoya se había internado sin éxito por la zona y el propio Pizarro encontró ciertos indicios en una expedición anterior. Pedrarias, viendo que se ponían en marcha, quiso adelantarse a la salida de Almagro y Pizarro. «En esta ocasión, Hernando de Soto no estaba ya dispuesto a secundar las iniciativas de su antiguo protector –escribe Concepción Bravo en su biografía sobre el conquistador. Podía, por fin, ser el árbitro de su propio destino, participar en aquella empresa con la categoría que su rango y su experiencia de capitán le otorgaban. Y participar como socio de la Compañía aportando su persona y su fortuna, que ahora era mucho más cuantiosa que aquel caballo y aquel esclavo negro con los que contribuyó a la conquista de Nicaragua».

En 1530 partió la expedición para el Perú y esta sí que fue decisiva en la vida de Soto. El primer encuentro entre el rey inca Atahualpa y De Soto en 1532 está relatado por Pedro Pizarro, aunque negado por el inca Garcilaso de la Vega por irreverente. La expedición de Francisco de Pizarro había llegado a poca distancia de donde vivía el señor de los incas. De Soto comandó una embajada, teóricamente en son de paz, para entrevistarse con el rey. Quince jinetes a galope aparecieron en un campamento cercano a la ciudad de Cajamarca, donde estaba el gran inca. Sin bajarse de los corceles, saludaron respetuosamente al líder. Luego aparecieron otros veinte caballos más con sus correspondientes jinetes y mandados por Hernando Pizarro. Suplicaron al magnífico rey inca que acudiera al campamento de los españoles. Atahualpa no movió una ceja, sólo la montura de Hernando de Soto pareció provocarle una pequeña admiración. Por su parte, el español también quedó atónito ante la magnificencia del imperio y su jefe. Hernando se dio cuenta de las miradas de Atahualpa y empezó a hacer piafar y caracolear a su caballo delante del inca, partió a galope desde lejos, le hizo detenerse en seco y el corcel resopló casi en la oreja de Atahualpa. El gran rey disimuló su impresión, mientras algunos de sus mejores hombres salían despavoridos. Sin embargo, Atahualpa y Soto establecieron desde ese primer encuentro una relación de admiración y respeto que permaneció a lo largo de toda la vida de ambos. Ya en aquel primer encuentro Atahualpa accedió a tomar chicha (aguardiente) con ellos. Pizarro y Atahualpa en vasos de oro, Soto en un vaso de plata.

El rey inca ofreció numerosos regalos en señal de amistad, pero no le valió de mucho. Al anochecer, los españoles atacaron a los indígenas y le tomaron prisionero. Durante ocho meses, indígenas e invasores convivieron en sus campamentos a pocos metros. Nadie confiaba en nadie, pero nadie podía hacer nada por cambiar la situación. Atahualpa, en realidad, era prisionero de Pizarro, pero también podía, en un momento dado, dar orden de atacar a su disciplinado ejército. El rey inca quiso comprar su libertad y ofertó oro, mucho oro, mucho más de lo que cualquier español podía imaginar, un oro que tenía que llegar en cualquier momento. Hernando de Soto, en una inactividad impropia de su carácter, se dedicó por entero al prisionero, estableciendo con él una auténtica relación de amistad. Se sabe que enseñó al inteligente Atahualpa a hablar unas palabras de español y a jugar al ajedrez, apostándose hasta cien esclavos por partida. En abril de 1533 llegaron Diego de Almagro y Hernando Pizarro de una expedición. Ambos empezaban a impacientarse y Atahualpa iba viendo cómo sus aportaciones de oro no parecían cubrir las expectativas de los españoles. Pese a la encendida defensa de Soto del prisionero con el que había establecido lazos afectuosos, al volver de una de sus salidas para apaciguar supuestas rebeliones, Hernando supo que Atahualpa había sido ejecutado. Paradójicamente, fue el momento en que el conquistador se hizo verdaderamente rico. De los tesoros aportados por el inca para agasajar a los españoles y comprar su libertad a Hernando de Soto le tocaron ochenta kilos de oro y ciento sesenta de plata.

Hernando no quería irse de Perú sin apoderarse del ombligo del mundo, Cuzco. En uno de los enfrentamientos con indios que tuvo en el camino hacia Cuzco, capturaron a tres mujeres de la aristocracia del inca Huayna Capac. Una de ellas era viuda de un general de Atahualpa y se llamaba Tocto Chimbo Curicuillor. De Soto tuvo amores con ella y acabó llamándola doña Leonor Curicuillor. El conquistador quiso ser el primer español que entraba en el Cuzco, aunque su pequeño grupo de soldados estuvo a punto de ser derrotado por tres mil guerreros procedentes de Quizquiz en la tremenda cuesta de subida a la ciudad. Lo único que salvó a todos fue la llegada de la noche y de los refuerzos de Almagro y la confusión de los indios ante lo que creían un ejército mucho más importante de lo que era en realidad.

Otras varias aventuras en el país andino terminaron con la vuelta de Hernando a la colonia de Panamá con el obispo fray Tomás de Berlanga y posteriormente a España en 1537. Desembarcó en Sevilla y luego la Corte imperial de Valladolid le recibió con todos los honores, precedido como llegó por crónicas del capitán Cristobal de Mena y del secretario de Pizarro, Francisco de Xerez. De pronto, aquel rudo soldado extremeño, que no sabía hacer otra cosa que arriesgar su vida, montó una casa de auténtico lujo, con piezas de plata labrada y servicio a todo tren. Casó con la hija de Pedrarias Dávila, Isabel, el día 14 de noviembre de 1536. Hernando pudo entonces dedicarse a vivir de las rentas en España, con una buena casa, una mujer de alcurnia y una fama respetable, pero, como dicen los corresponsales de guerra, cuando se ha estado allí ya nunca puedes volver a la normalidad de una vida cotidiana. Pidió una audiencia con el emperador Carlos I para proponerle una expedición pagada de su bolsillo a la península de La Florida.

DESDE SANLÚCAR Y LA HABANA RUMBO A LA FLORIDA Y EL DELTA DEL MISSISSIPPI

¿Qué se sabía de aquella zona norteña en la tercera década del siglo XVI? Pues mucho y poco. Juan Ponce de León, el conquistador de Puerto Rico, exploró La Florida en 1513 por el lado este, y Pineda, en 1519, por el oeste, partiendo de México y tocando apenas tierra. Ponce de León le puso nombre y la identificó como península. Se dio la vuelta en cabo de las Corrientes y bajó hacia cayo Oeste. Rodeando el cabo llegó a arribar a la bahía de San Carlos (Charlotte Harbour). Otra expedición de Gordillo y Queixos que partía de La Española subió más arriba por el lado este, hasta alcanzar el río Jordán. De la misma isla había partido Ayllón en 1526. Dos años más tarde, Pánfilo de Narváez, saliendo de Cuba tomó tierra en la bahía de Tampa y se adentró en el continente. La expedición de Cabeza de Vaca fue la primera de europeos que vio la desembocadura de «un gran río»: el delta del Mississippi. Cuenta Alvar Núñez Cabeza de Vaca en sus Naufragios que fue prisionero de los indios durante seis años hasta que se escapó de allí. Tardó tanto en tomar las de villadiego porque quería ayudar a otro español, Lope de Oviedo, a escapar con él. Cabeza de Vaca cuenta así su experiencia, la primera de un europeo en el río Mississippi:

En fin, al cabo lo saqué [a Lope de Oviedo] y le pasé el ancón y cuatro ríos que hay por la costa, porque él no sabía nadar, y así, fuimos con algunos indios adelante hasta que llegamos a un ancón que tiene una legua de través y es por todas partes hondo; y por lo que de él nos pareció y vimos, es el que llaman del Espíritu Santo.

Cabeza de Vaca llegó a la Corte española y refirió el desastre de su viaje, proponiendo un nuevo intento, pero De Soto ya tenía en sus manos una capitulación del Emperador del 20 de abril de 1537 para poder explorar la zona. Había pasado casi un año desde las capitulaciones y la expedición no acababa de salir. La Corona no ponía dinero, era Soto el que pagaba, pero también había convencido a otros nobles de lo rentable de la empresa. Por eso se apuntaron gente ilustre, como Antonio de Osorio, hermano del marqués de Astorga, que puso 600.000 reales; su pariente Francisco de Osorio, que vendió un lugar de vasallaje que tenía; Andrés de Vasconcelos, un portugués que renunció a sus privilegios en Ceuta; dos hermanos Moscoso de Sevilla. De Elvas, de Barcarrota, de Badajoz, de Salamanca, una tropa de hijos, hermanos e hidalgos locales hipotecaban privilegios y haciendas a cambio de una promesa, una quimera. Soto despertaba una confianza que muy pocos exploradores de las Indias fueron capaces de provocar entre sus paisanos. La gente se alistó con el convencimiento de que la oportunidad era, literalmente, de oro, y no podían perdérsela. Pero ninguno recordaba que los indígenas de La Florida y alrededores del río Mississippi habían rechazado ya tres invasiones anteriores. El propio implacable río y su inmenso delta, habían tenido mucho que ver en estos fracasos. Señala el biógrafo Luis Villanueva y Cañedo que De Soto proyectó la conquista de un territorio con unos mil hombres y trescientos cincuenta caballos y que, tres siglos después, los Estados Unidos tardaron siete años, gastaron más de cien millones de dólares y emplearon nueve mil soldados con artillería y al mando de los mejores generales del ejército de la época en ganar a los descendientes de los mismos indios un territorio mucho más pequeño que el que pretendía el español. Pese a lo descabellado del intento, la suerte estuvo echada el 6 de abril de 1538, cuando partieron todos de Sanlúcar.

Hernando tenía 38 años y era, según el inca Garcilaso de la Vega, «más que mediano de cuerpo, de buen aire, parecía bien a pie y a caballo, era alegre de rostro, de color moreno, diestro de ambas sillas y más de la jineta que de la brida». Y, desde luego, tenía dos cualidades indispensables para la expedición: era valiente y carente de escrúpulos. En un grabado de Theodore de Bry que se publica en la Historia del Nuevo Mundo de 1565, del viajero italiano Girolamo Benzoni, se le puede ver dando órdenes a uno de sus hombres que empuña un hacha para que corte la pierna a un indio, con el fin de que el pobre indio confesara dónde tenía escondido el oro.

Por esa disposición a la acción violenta y a la camorra, sus funciones administrativas y burocráticas como gobernador durante el año que estuvo en Cuba le fueron bastante ajenas. Antes de partir, dictó su testamento el 13 de mayo de 1539, encabezándolo de una forma que definía muy bien su filosofía de vida: «Sabiendo que la muerte es cosa natural y que cuanto más aparejado de ella estuviere, mejor satisfacción recibirá de mi».

Dejó La Habana el 18 de mayo de 1539, con una decena de barcos (parece que eran ocho navíos, una carabela y dos bergantines), trescientos cincuenta caballos y más de seiscientos hombres. Llegaron a la bahía de Tampa veinte días más tarde, bautizándola con el nombre de «Espíritu Santo». Supieron enseguida que era el lugar donde había desembarcado Pánfilo de Narváez, por el mal recibimiento que les dedicaron sus habitantes, hiriendo a algún que otro caballo con sus temibles flechas. Había otra novedad: un prisionero sevillano llamado Juan de Ortiz, el único que quedaba de la expedición de Narváez, que había escapado a la muerte por intervención de algunas mujeres y al que los aborígenes tenían como esclavo en el poblado del cacique Mucozo. Según estaban guerreando, escucharon a uno de los supuestos indios encomendarse a la Vírgen en español; fue así como encontraron al soldado de Narváez que llevaba doce años allí. El gobernador pensó astutamente que Ortiz podía servirles de intérprete, por lo que dispuso su rescate, pero Mucozo les recibió muy bien, advirtiéndoles que cerca de allí había un temible señor llamado Paracoxis que tenía sojuzgados a varios pueblos, razón suficiente –según De Soto– para que los españoles entraran al trapo, metiéndose en tierra firme.

El gobernador personalmente dirigió una expedición con sus más fieles para ver si había alguna forma de entenderse con Paracoxis. Era la primera vez que veían la realidad que iban a encontrar a lo largo de todo el viaje: extensos pantanos, ciénagas profundas, lagos que tardaban tres días en cruzar, ojos que les miraban entre la maleza y flechas clavadas en la piel de caballos y jinetes. Pero sobre todo, ríos como mares que se interponían en su ambición. El Mississippi, por ejemplo, tiene un delta que se extiende trescientos veinte kilómetros por el río, desde la actual Memphis hasta Vicksburg. Más que delta de un río, es una tierra de aluvión, y hasta que no fue canalizado poco después de la Guerra Civil americana, e incluso cuando lo fue, sufría una y otra vez inundaciones sin control que devastaban cosechas y destruían todo a su paso. Los españoles, lo más grande y navegable que tenían por aquel entonces era una minucia en comparación: el Guadalquivir.

En Ocale, donde llegaron en septiembre de 1539, tuvieron un tremendo enfrentamiento con los hombres del curaca o cacique local, Vitacucho, que en principio les recibió muy bien e incluso besó las manos del gobernador mientras maquinaba una traición y pensaba cómo tomarle preso. Pero para traidor ya estaba Hernando de Soto, y se adelantó al curaca. De pronto dio la señal de prenderle, antes de que lo hiciera el indio con él, disparando un arcabuz. A raíz de ello se desató la llamada batalla de los Lagos, en la que los españoles cogieron entre doscientos y trescientos prisioneros seminoles. A los indios más bravíos de entre los atrapados trató el gobernador de ganárselos con fingida magnanimidad e incluso parece que sentó a su mesa a algunos hombres de Vitacucho, incluido el propio cacique. En un momento dado, dicen algunos cronistas que Vitacucho se abalanzó sobre Hernando de Soto y le pegó tal golpe en la cara que le derribó al suelo. Otros biógrafos apuntan que no fue Vitacucho sino otro de sus fieles quien, prisionero y atado con cadenas, intentó ahorcar con ellas al gobernador. Si no hubieran intervenido algunos de los mandos militares allí presentes, Hernando de Soto habría muerto en ese preciso instante a manos de uno de los caciques más duros, violentos y astutos con los que se topó la expedición o de alguno de sus disciplinados hombres. «Al fin –dice Concepción Bravo en su biografía–, aquellos doscientos hombres que se movían como energúmenos, pudieron ser reducidos, y en esta ocasión, la clemencia de Soto cedió paso a su enérgica represalia: los mandó ajusticiar amarrados a un madero, en el medio de la plaza».

EN BUSCA DE LA TIERRA DE LOS METALES PRECIOSOS

Pero, por otro lado, para avanzar no sólo eran necesario matar indios sin más; los españoles tenían que mantener un cierto tipo de relación con los habitantes de aquellas tierras, no había más remedio que establecer acuerdos (desventajosos para los indios, por supuesto) que les ayudaran a sobrevivir, convencerles para que les guiaran y les dejaran hacer puentes para cruzar los pantanos y les dijeran si había metales preciosos y dónde. Tampoco podían establecerse en colonias dado que la naturaleza les era francamente hostil y no llevaban mujeres ni aperos. Nadie olvidaba en ningún momento la razón última de la expedición: encontrar metales preciosos. Soto y sus hombres, sin embargo, tuvieron relativa suerte en esa primera parte de la expedición; a una batalla encarnizada seguía un pueblo amable o un cacique colaborador. Así llegaron hasta las tierras de Apalachee en octubre, se aposentaron en Ivihaico, cerca de la actual ciudad de Tallahasee y se dieron cuenta de que los indios ya habían visto antes gente como ellos: de hecho era la última parte a la que llegó la desgraciada expedición de Narváez. Allí establecieron sus cuarteles con la intención de pasar el invierno y, desde aquel lugar, Hernando de Soto asumió el reto de ir más allá que su, en el fondo, admirado rival. Para él era un honor superar a Narváez y también una machada que estaba dispuesto a llevar hasta sus últimas consecuencias.

Era el momento de llamar al retén que había quedado en la bahía de Tampa. Juan de Añasco fue el encargado de ir a buscarlo e indicar a los hombres la ruta que ya habían abierto por tierra los del gobernador. Por su parte, Añasco envió a Cuba una carabela con algunas esclavas indígenas para el servicio de la señora y noticias del viaje, y regresó con otros barcos al puerto donde se establecieron los cuarteles de invierno. Hernando de Soto envió a Maldonado a reconocer la costa y, a los dos meses, regresó con buenas noticias: en la desembocadura del río Alabama, al final de la bahía de Pensacola había un sitio apto para acampar. El gobernador quiso que se encontraran allí los dos comandos: él se encargaría de mandar la expedición por tierra hacia el norte, en el lado del Océano Atlántico, y volver luego a la zona del Pacífico, mientras los de Maldonado iban por mar hasta la localidad de Achuse. Y todo eso, según Soto, les ocuparía apenas seis meses; pasado medio año deberían encontrarse. Pero lo cierto es que aquella cita pactada nunca llegó a producirse.

El adelantado De Soto y sus hombres caminaban en lo que ahora es el estado de Georgia, seguían las indicaciones de algunos indios capturados en Apalachee, que aseguraban que siempre hacia el norte había «algo». El terreno fangoso era especialmente propicio a los mosquitos y las enfermedades. Mientras tanto, los indios de las zonas y algunos que venían persiguiéndoles desde Apalachee no paraban de hostigarles, con el muy legítimo fin de que desistieran de su empeño de invadir el territorio. Una flecha en el cuello de un hombre, un caballo muerto… y del oro y la plata, ni rastro. Como no existía autoridad centralizada y por tanto no había una política común, en cada localidad de las que atravesaban era posible encontrarse algo nuevo e inesperado: un recibimiento amable e ignorante o una resistencia fiera e implacable o una tribu misérrima o un pueblo sólo de viejos o un rico cacique dispuesto a agasajarles. El gobernador se adelantaba en persona para ver qué sorpresa les deparaba el siguiente alto en el camino.

Llegaron a Ichisi el 25 de marzo de 1540, Jueves Santo y también día de la Encarnación de Nuestro Señor, un buen augurio, según los españoles. Y se cumplió porque el cacique local les recibió con gran respeto. En ese lugar, los cristianos se sorprendieron agradablemente de los tejidos indios hechos con cáscara de morera. Los indígenas les brindaron incluso sus canoas para que pudieran cruzar el caudaloso río Ocmulgee. Pero a Hernando de Soto no le interesaban la amistad, ni las telas, ni la idea de establecer colonias sin correr riesgos; pasó de largo por el amable lugar; le atraían poderosamente las noticias de que más arriba se encontraba la famosa provincia muy rica. El siguiente alto en el camino, en Ocute, también fue amable, aunque pudo haberse estropeado. El cacique local les envió un emisario con todas sus armas puestas. Hernando de Soto le regaló un tocado en señal de amistad para atraer al verdadero jefe, que acabó por mostrarse amistoso y acogerles en su pueblo, el más rico de la zona. Los hombres del gobernador enseguida lo advirtieron y estaban dispuestos a saquear la villa sin piedad. Hernando de Soto tuvo que llamarles al orden e impedirlo; desde luego no lo hizo por piedad ni por nobleza y lealtad a sus amigos indios, que tan bien le habían recibido, sino por una cuestión práctica: el lugar no le interesaba, sólo quería un poco de comida y descanso para proseguir el camino.

En esa provincia también acamparon sin problemas con los indígenas. Guerreros indios se unieron a la expedición de españoles reconociendo su superioridad militar. Querían vengar antiguos agravios de los señores de la zona contigua y adentrarse en una región que nunca se habían atrevido a cruzar, con la garantía de que las batallas estaban ganadas. Iban ocho mil indios y más de dos mil españoles con la absoluta convicción de hallar por fin aquella tierra de promisión que todos aseguraban se encontraba en Cofitachequi, actualmente, en el estado de Carolina del Sur.

En relato de Luis Villanueva y Cañedo:

¿Pero cuál no sería la sorpresa de tan numeroso ejército cuando se encontraron en un despoblado, sin camino y sin saber por cuál de las muchas veredas que se les presentaban podían seguir? Tal era el desconocimiento que los indios tenían de su propio país, y el aislamiento en que vivían, que ni los mismos vecinos tenían noticias ni conocimiento de sus respectivos territorios.

Había hambre, el mar estaba lejos, no se esperaban refuerzos, los españoles estaban tan perdidos como los indios y las condiciones de vida en aquel lugar inmenso y despoblado parecían, una vez más, como tantas en esta expedición, dispuestas a ganarles la partida. Pero Hernando de Soto era mucho más testarudo que la misma madre naturaleza y practicó la táctica de enviar a varios equipos en direcciones contrarias, a ver cuál de ellos conseguía encontrar algo. Fue el de Juan de Añasco el que lo logró, la aldea de Aymay estaba bastante cerca. Hacia ella salieron todos los hombres de Soto y los indios. Los habitantes parecían muy hostiles y el gobernador ordenó torturar a algunos prisioneros con fuego (había aprendido a hacer violentos interrogatorios en la expedición a Perú) para que le dijeran dónde se encontraba el camino de la ansiada Cofitachequi. La actitud de los indígenas le resultaba algo extraña, pues sus últimos encuentros con los habitantes locales habían sido amistosos, hasta que se dio cuenta de que los indios de su expedición ya habían practicado en las aldeas alguna de las barbaridades que habían venido a hacer, y para las que se unieron a los españoles.

Hernando de Soto sabía que el curaca de Cofitachequi era una mujer y pretendió agasajarla enviándole cortésmente un emisario. Ella se le adelantó, mandó a una hermana suya con su séquito en barco por el gran río tras del cual estaba el poblado, como embajadora de buena voluntad. El gobernador no se fiaba, todo su ejército permanecía apostado a la orilla, esperando divisar los soldados de la cacica y sin fiarse de la pretendida amabilidad. Sin embargo, el ejército indio no apareció, y al día siguiente llegó la propia curaca real en un barco que el Fidalgo de Elvás describía así:

(…) una almadía que tenía entoldada la popa. Y en el suelo estaba ya echada su estera, extendida y encima dos cojines, uno sobre otro, donde ella se sentó. Y con sus principales en otras almadías de indios que la acompañaban fue para donde el gobernador estaba.

La señora se dirigió a Hernando de Soto y le hizo saber que venía en son de paz, que podía aportarle algo de comida a pesar de lo mala que había sido la cosecha del año y que estaba dispuesta a prestarle piraguas para cruzar el río. Para congraciarse con el gobernador, se quitó un collar de perlas sorprendentes y se lo entregó a Hernando de Soto, que correspondió quitándose un anillo con un rubí y colocándolo en el dedo de la señora.

La escena parecía también otro buen augurio, y lo hubiera sido si no fuera por la ambición de los españoles. Se alojaron en la región y les dieron abundante comida y mantas preciosas, pero De Soto y sus hombres no dejaban de preguntar por el oro y la plata. Les mostraban a los indígenas piezas de los metales preciosos para que los indios les dijeran dónde se podían encontrar cosas así. La curaca mandó a sus súbditos a buscar algo similar, pero lo que le portaban de vuelta eran piezas de cobre. El gobernador estaba cada vez más airado y los españoles se llevaron otro chasco al comprobar que una región tan rica tenían muchos pueblos abandonados. La cacica les explicó que los habitantes de sus villas estaban asolados por enfermedades que habían llevado a la tumba a muchos de ellos. De hecho, toda la zona estaba llena de enormes necrópolis con enterramientos muy ricos cubiertos de hermosas perlas. Los conquistadores sabían que si los muertos no estaban adornados con oro, es que realmente no lo había. Perlas sí, en abundancia y gruesas como garbanzos: la cacica estaba dispuesta a ceder cuantas cupieron en las manos recias de los soldados.

Otra sorpresa fue descubrir en la zona algunos indicios de la presencia de españoles: hachas castellanas o rosarios de azabache les dieron idea de hallarse ante huellas de la expedición de Lucas de Ayllón. Los indígenas se lo confirmaron: los restos habían sido recogidos en la playa años antes, lo que significaba que aquel viaje se detuvo junto al mar sin proseguir tierra adentro, como creían los españoles. ¿Qué sentido tenía, entonces, acercarse al océano?, pensaba Hernando de Soto. Si existían algunas minas de oro o plata en la zona deberían estar al norte y tierra adentro. Los españoles estaban ya agotados, la zona y sus habitantes eran lo bastante acogedores como para establecer allí alguna colonia, era lo más razonable… Pero, ¿quién dijo que Soto fuera a ser razonable? Una vez más puso su tozudez y su autoridad sobre el tapete: había que seguir.

La caravana continuó hacia el oeste por el actual estado de Carolina del Norte, la cacica de Cofitachequi y parte de su séquito se unieron a ella, hasta los gigantescos montes Apalaches, que marcaban el límite del territorio de sus dominios y, más que nada, les superaban. Tres o cuatro desertores españoles y la cacica con sus súbditos viajeros decidieron dar allí por terminada la aventura. Por vez primera, personas procedentes de otro continente cruzaban los montes Apalaches, entre mayo y junio de 1540.

Al final de la cordillera, en la localidad de Chiaha, tuvieron noticias de minas próximas. De Soto envió a dos soldados de a pie y varios indios aportados por el cacique local a inspeccionar la zona, los adelantados sólo trajeron lo que había: maravillosas perlas. El señor de esa tierra fue el más proclive a los europeos de todos los que encontraron en el camino. «También, aquellas vegas fértiles –escribe Concepción Bravo– parecían un buen lugar para poblar y asentarse, pero Soto permaneció en ellas solamente treinta días. Pero las exigencias desmedidas del propio Soto, que reclamaba servicios con cierta altanería, y los desmanes de algunos de sus hombres pusieron en peligro la seguridad del grupo».

LA BATALLA DE MABILA Y EL PRINCIPIO DEL FIN DE LOS INDIOS

El gobernador estaba ya preocupado por la proximidad de la fecha de la cita en Achuse con Maldonado. La expedición estaba lejísimos y era el momento de iniciar la ruta hacia el sur con la esperanza de que tal vez allí encontraran la misma acogedora hospitalidad que al otro lado de los Apalaches. Sin embargo, los españoles no eran precisamente simpáticos cuando llegaban a un pueblo. El propio gobernador (a quien no se puede calificar de alma cándida) tenía que reprimir duramente los intentos de saqueo y violación de sus hombres cuando hallaban algo habitado. En la localidad de Coosa encontraron una resistencia a medida de su crueldad. El curaca local de nombre Tuscaluza era un gigante imponente, escribe el cronista de Elvas: «sentado en un cojín y cubierto con una ropa de martas, de la apariencia y tamaño de un manto de mujer. Traía en la cabeza una diadema de plumas, alrededor de sí, muchos indios tañendo y cantando». Cuando el gobernador le pidió que les acogiera, el indio contestó que no acostumbraba a servir a ningún señor. El español se mostró aún más arrogante que Tuscaluza y tampoco quiso fiarse de sus promesas de que en el pueblo próximo tendrían tropas a su disposición. Le tomó como rehén y siguió camino hacia el sur bordeando el río Coosa.

El siguiente alto en el camino fue particularmente desgraciado para los americanos, porque en la localidad de Mabila tuvo lugar la más terrible batalla de cuantas se desataron en todo el viaje de Hernando de Soto. Ahora traspasaban el territorio de los chocktaw, fuertes y fieros, y gigantescos: mucho más altos que los españoles. Además, estaban entrenados para la guerra mientras los hombres de Soto desfallecían de hambre, cansancio y desesperación. Había otra novedad militarmente relevante: las ciudades no eran ya poblados más o menos desprotegidos, sino verdaderas fortalezas amuralladas con troncos altísimos hincados en tierra. A su alrededor, los indios habían desbrozado la selva para tener extensiones donde atacar a sus enemigos. Dentro de los recintos existían grandes casas fuertemente construidas, algunas con torres de vigilancia en las que apostar los guerreros armados con arcos y flechas. Mabila sólo tenía dos puertas de entrada.

La expedición española traía a Tuscaluza y su séquito consigo. El señor de los choctaw les preparaba una trampa: había reunido las fuerzas de varios caciques locales dentro de Mabila y pretendía que los españoles entraran en la ciudad y atraparles en su interior. Tuscaluza prometió a los cristianos que en el pueblo aquel iban a ser recibidos como merecían. Por supuesto, Hernando de Soto no se lo creyó, llegó a los alrededores de la villa, acampó allí a sus huestes y dijo a Tuscaluza que entraría él solo con su séquito y que detrás vendrían los demás. Los espías enviados por Hernando de Soto le habían informado de que dentro del pueblo no había mujeres, niños, ni ancianos. Hernando de Soto, junto con unos pocos de confianza, como Rangel o el capitán Espínola, entraron en el pueblo acompañados de Tuscaluza y su gente. El resto del ejército español iba caminando rezagado detrás a la espera de órdenes, pero sin llegar a penetrar del todo en el pueblo. Alonso de Carmona contó que salieron a recibirles varios indios con bailes y danzas, y después otro grupo de mujeres muy hermosas, destinadas a distraerles. En un momento dado, cuando los que iban con De Soto casi estaban dentro, vieron a Tuscaluza meterse en una de las estancias de la villa. Baltasar de Gallegos le siguió discretamente y contó enseguida al gobernador que en el interior del edificio estaba dando órdenes a los principales capitanes. El propio Gallegos fue el primero que desenfundó el cuchillo contra uno de los indios que le cerraba el paso. Fue como una señal: de las casas salieron unos seis mil indígenas ferozmente armados, se llenó todo de gritos y flechas, los españoles trataron de huir de la empalizada, pero los choctaw se lo impidieron, cerrando las puertas. Grave error porque casi todo el ejército estaba fuera; ellos mismos se estaban encerrando. Pero tampoco esto era bueno para los españoles, la lucha en campo abierto con miles de flechas cayendo sobre los caballos resultaba muy arriesgada. Por eso el gobernador dio la orden de pelear a pie, sólo él y Nuño de Tovar permanecieron en sus monturas. En el interior y sobre todo el exterior de la fortaleza, los españoles libraron la lucha cuerpo a cuerpo contra aquellos valerosísimos y duros rivales. Hernando de Soto mandó abrir huecos en la empalizada, entrar en ella e incendiar las casas. Así se hizo y algunos contaron luego cómo los indios pelearon como (…) bravos leones con tanto ánimo que volvían muchas veces a lanzar a los nuestros afuera (…) las mujeres y aun muchachos de cuatro años reñían con los cristianos y muchos indios se ahorcaban por no venir a sus manos, e otros se metían en el fuego de su grado.

Siete horas duró la feroz pelea y la desolación posterior fue total. Los choctaw perdieron dos mil quinientos hombres, el único jefe que sobrevivió fue precisamente Tuscaluza, obligado por sus hombres a huir en los primeros momentos de la batalla, para evitar quedarse sin líder en la zona. El pueblo era una brasa, los cadáveres obstaculizaban el camino de los caballos. Los españoles perdieron veinte hombres, había numerosos heridos, caballos muertos, la comida y hasta los cálices de consagrar misa, destruidos y el único botín recogido en toda la expedición, las perlas de Cofitachequi, calcinadas. Biedma resumió la desolación general relatando cómo los españoles se arrancaban las puntas de flecha y se curaban con «el unto de los mismos indios muertos, que no nos había quedado otra medicina, que todo se nos había quemado aquel día».

Para los indios americanos del norte fue el comienzo del fin de las ilusiones. Nunca podrían rechazar por la fuerza a los europeos, y jamás efectivamente consiguieron hacerlo, por más bravos, desconfiados o astutos que fueran sus guerreros. El campamento español desfallecía pocos días después, y los sacerdotes supervivientes de la expedición se planteaban dudas teológicas, como si se podía consagrar la forma en recipientes que no fueran los cálices perdidos. Lo resolvieron haciendo misas sin consagración, lo que llamaban «misa seca». Había hambre y dolor cuando el traductor Ortiz advirtió al gobernador que acababan de llegar unos indios de la costa relativamente próxima de Achuse, con noticias de Maldonado. Estaba la flota española esperándoles con avituallamientos, comida y abrigo prácticamente a la vuelta de la esquina.

¿Y qué hizo entonces Hernando de Soto? A estas alturas deberíamos suponerlo: prohibirle a Ortiz que se lo dijera a persona alguna. Cuando, pasados unos días de recuperación, dio la orden de proseguir el camino, muchos de sus hombres quedaron desconcertados ante el rumbo que tomaba la expedición. Se dirigían hacia el norte, justo en dirección contraria al mar, hacia territorio de los chicasaws. De Soto pensó que bajar hacia la costa en ese estado lamentable suponía poner fin a la expedición y no podía soportar la idea de reconocer el fracaso. Seguro que muchos de sus hombres optarían por regresar a Cuba desde Achuse, así que decidió no darles la opción. Algunos se enfadaron: de hecho, no se trataba de un ejército al uso sino de aventureros y exploradores en busca de fortuna y, cuando sólo pasaban penalidades sin ninguna recompensa, se lo pensaban muy mucho antes de seguir adelante. De Soto no consultó a nadie su decisión, se encerró en su propio mutismo y dio las órdenes firmes de seguir adelante.

Tras el paso de otro inmenso río llegaron en diciembre de 1540 a la localidad de Chicaza, situada en una zona fértil. Pero el frío arreciaba y el gobernador necesitaba ganarse a los señores locales invitándoles a compartir comidas de hermandad para que les dejaran alimentos y mantas para cubrirse. De vez en cuando, varios de sus hombres se le desmandaban y cometían alguna razzia contra pueblos supuestamente amigos. Los indios, como respuesta, parece que robaban casi lo único comestible que les quedaba a los españoles: los cerdos. Cuenta Concepción Bravo en la biografía del conquistador una anécdota curiosa de aquellos días:

La ira y la energía de Soto por mantener la paz y hacer respetar sus órdenes, llegó al extremo de decretar la muerte de dos de sus hombres, denunciados por el cacique de Chicaza. Se salvaron en el último momento gracias a los oficios de Ortiz, que logró hacer creer a Soto que el indio pedía clemencia, y a éste que el Adelantado cumpliría su castigo sin piedad.

En Chicaza hubo un intento de destrucción de la compañía por parte de indios, enviados por el cacique supuestamente amigo, que conocían muy bien el campamento: se limitaron a acercar recipientes con tizones encendidos a las tiendas de campaña en plena noche, cuando todos los hombres estaban dormidos y reinaba la oscuridad. El adelantado encontró entre los aterrorizados caballos al suyo, e intentó organizar la defensa, pero muchos corceles habían escapado del fuego, así como los pocos cerdos que aún quedaban. El resultado para los españoles fue nefasto, con pérdidas materiales y humanas. El gobernador destituyó al jefe de la guardia, Luis de Moscoso, por su negligencia y pasó el cargo a Luis de Gallegos.

Pero por muy mal que estén las cosas, todo es capaz de empeorar. El problema ahora no eran las flechas de los indígenas, sino la falta de sal en la alimentación. Esto ocasionaba a los españoles muertes por enfermedades, deshidratación y avitaminosis, hasta el punto que se calcula que unos sesenta expedicionarios perdieron la vida en medio de grandes dolores y un olor repugnante de sus cuerpos, por la falta de minerales. Tuvieron que preguntar a los indios, quienes les dieron una receta de infusión de hierbas quemadas con la que aderezar los platos. Algunos españoles se negaban a comerla, por la pinta repugnante que tenía, y cuando les entraban los males y pretendían recurrir a ella, ya era tarde.

EL MISSISSIPPI, INMENSA TUMBA PARA UN GRAN DESCUBRIDOR

El penoso camino les llevó hasta el pueblo de Quiquiz. Allí no habían visto jamás a ningún europeo y los lugareños huían despavoridos a su llegada. Hernando de Soto capturó a varios indígenas, aunque les soltó enseguida para congraciarse con el jefe local. Sin embargo, los indios no entendieron el regalo y varios de ellos se presentaron adornados a observarles a escasa distancia. Juan de Ortiz tradujo a duras penas las preguntas de los aborígenes: querían saber si ellos eran esas personas de piel blanca que sus antepasados profetizaban que vendrían algún día y a quienes debían someterse. A Hernán Cortes le había sucedido lo mismo. Los españoles no contestaron, sólo pidieron hablar con el cacique, que no se presentó. Luego averiguaron que en realidad era un pequeño mandamás que debía vasallaje al gran cacique que vivía más allá del río. Hacia él se dirigieron los españoles con el fin de cruzarlo, sin imaginar con qué clase de masa de agua iban a enfrentarse.

Le llamaron río Grande, porque era el mayor que habían visto en su vida. Los indios le conocían por Chucagua o Misisepe, de donde tomó el nombre que tiene ahora. En Washington, en el Capitolio, hay un cuadro que representa la primera visión de Hernando de Soto y sus hombres de ese impresionante accidente geográfico: 3.778 kilómetros de río, desde el lago de Ítaca, en el que nace, hasta el golfo de México, pero, si se incluye su tributario principal, el Missouri, alcanza los 5.970 kilómetros, una enormidad sólo superada por el Amazonas.

Estaba rodeado de barrancos tan altos y espesos que resultaba imposible acercarse a su orilla. Tuvieron que caminar cuatro días río arriba hasta encontrar algún punto practicable. Se dispusieron a fabricar embarcaciones para superar los veinte o más metros de fondo que puede tener por aquella zona, mientras divisaban muy de vez en cuando a lo lejos, al otro lado del río, la clásica fila de indios de las películas del oeste con pinta de pocos amigos. En otros puntos ni siquiera se veía la otra orilla. No hubo ni un solo español que no pensara en desertar. Sin embargo, la vuelta atrás era imposible y todos, soldados y oficiales, se afanaron en la manufactura de navíos. El plan de los trabajos de construcción de embarcaciones incluía cuatro grandes piraguas; mientras las hacían, no pudieron siquiera dejar de vigilar sus armas, por si se producía un ataque indio. Unas semanas más tarde quedaron listas las piraguas, cada una de ellas pensada para meter sesenta hombres y unos pocos caballos. La primera partió a primeros de junio de 1541.

Un primer grupo se aventuró, mientras el resto observaba, con el ánimo en suspenso, cómo se alejaban –escribe Concepción Bravo–, luchando por dominar la corriente hasta que comprobaron que tocaba la orilla lejana. El regreso, con hábiles remeros, tampoco tuvo especiales dificultades, y tres horas antes de la puesta de sol del día ocho de junio todos pudieron pisar la tierra que se abría al otro lado del río.

Eran los primeros europeos que cruzaban el río Mississsippi y superaban sus temibles corrientes. Pero la otra orilla estaba demasiado al sur para encontrar al gran jefe que buscaban y al que Hernando de Soto no cejaba en su empeño de preguntar si acaso había metales preciosos por aquellos parajes. Así que tuvieron que subir de nuevo hacia el norte hacia el poblado de Casqui, ocupado por indios kaskakias. En la primera de las localidades, sucedió lo que en tantas otras ocasiones habían referido los conquistadores: esos golpes de suerte que les ayudaron en momentos críticos. Parece que había una sequía terrible; los pocos clérigos que quedaban en la expedición, como siempre que se asentaban en algún territorio, plantaron su cruz y empezaron con sus ritos. Los indios se dieron cuenta enseguida de que se trataba de un asunto religioso y dijeron a los españoles que pidieran a su Dios la ansiada agua que caía del cielo. Así lo hicieron los sacerdotes en un solemne ritual en el que todos se fundieron en una procesión y los norteamericanos llegaron a besar la gran cruz instalada por los cristianos. Con tan buena suerte, que al día siguiente comenzó a llover; los aborígenes de Casqui se convirtieron en aliados eternos de los españoles, cosa que ellos aprovecharon para embarcarles en su lucha contra el gran cacique de Pacaha.

Otro golpe de suerte dio un poco de aliento a la expedición: algunos adelantados fueron hacia el norte y encontraron una mina, lo que resolvía muchos de los problemas de los españoles. Pero la mina no era de oro, sino de algo mucho más valioso en ese momento: sal. Pacaha estaba circundado por un canal derivado del río san Francisco, con abundante pesca; otro pequeño aliento para los españoles. El cacique de Pacaha vio enseguida que no tenía nada que hacer contra ellos y los indios de Casqui que les acompañaban y huyó apresuradamente por el canal hasta una isla fortificada. Los invasores entraron, saquearon la ciudad, profanaron enterramientos y capturaron mujeres y niños, al parecer sin el consentimiento de Hernando de Soto. Los indios casquines sustituyeron las cabezas de sus paisanos, que los de Pacaha tenían puestas en picas, por las de los que no habían sido capaces de huir con el curaca. A pesar de que el gobernador envió una embajada de buena voluntad al señor de Pacaha, hubo allí otra batalla con reconciliación posterior.

No tuvo honras fúnebres: Moscoso y sus hombres querían ocultar el fallecimiento a los indios. Para ellos debería ser un jefe invencible que no podía más que subir directamente a los cielos. Tuvieron el cadáver unos días allí, lo llegaron a enterrar, pero tampoco podían arriesgarse a que los indígenas hicieran con él lo que ya habían practicado con tantos otros muertos españoles: desenterrarle y cortarle en trozos, para que no pudieran reencontrarse en el otro mundo su cuerpo con su alma. Juan de Añasco, Juan de Guzmán, Arias Tinoco, Alonso Romo de Cardeñosa, Juan de Abadía y Diego Arias metieron el cadáver de Hernando de Soto dentro de un tronco de árbol hueco, le colgaron un lastre y lo echaron al río Mississippi.

Allí quedó Hernando de Soto, allí acabó el orgullo, la violencia, la destreza, la valentía y la tozudez. Tras un intento de Moscoso y expedicionarios de buscar comida hacia el oeste, la expedición con su nuevo jefe bajó por las orillas del gran río Mississsippi, en aquella zona y por nombre español, río del Espíritu Santo. Sólo siguieron una cierta lógica, por la que nunca brilló Hernando de Soto, hasta su desembocadura en la actual Nueva Orleans. De ese lugar partió Moscoso por mar en 1543. En septiembre de aquel año el maltrecho equipo alcanzó las costas mexicanas.

Este río es especial. Su historia y su cultura posterior también lo fueron, muy distintas de la del resto de América del Norte. Tras la expedición de Hernando de Soto, otros exploradores, tramperos, viajeros y colonos se acercaron a él. En 1682, el francés La Salle bajó todo el río hasta su desembocadura y reclamó para su país la zona explorada. Pocos años después, otro francés, D’ Iberville, hizo el camino opuesto: desde la desembocadura hasta territorio de los indios natchez. En 1716 existió la primera colonia en el río en Fort Rosalie, y dos años más tarde se fundó New Orleans. Luego, el río se convirtió en una de las vías de trasporte más importantes de Estados Unidos, junto con el ferrocarril cuyas vías cada poco anegaba con sus inundaciones, sin que nada pudiera detener esa fuerza de la naturaleza. Mark Twain lo recorrió en sus barcos y tomó de él su seudónimo, ya que «mark twain» significaba en la zona «dos brazas de profundidad», las necesarias para que pudiera navegarse el Mississsippi. Es, además, un río lleno de música, de literatura, de jugadores de ventaja, de comida cajún. Todos son aspectos culturales particulares e ausentes en cualquier otro lugar de Estados Unidos.

La expedición de Hernando de Soto, el primero que cruzó aquella masa de agua tan especial, fue un fracaso bajo el punto de vista económico y humano, ya que no logró nada de lo que se proponía. El Mississippi, tumba del conquistador, representa aquí las cosas que suelen hacer fracasar a las personas: desafiar a la naturaleza, emprender acciones irracionales, carecer de piedad, hacer sólo caso al propio orgullo y la ambición y creer que se es invulnerable. Pero a veces, todas esta mismas actitudes son precisamente las bases de las grandes acciones y de las victorias, así que también podemos considerar un visionario a Hernando de Soto, un visionario que ciertamente no tuvo ni suerte ni prudencia. El Mississippi se encargó, en nombre de todo y de todos, de hacerle entrar en razón. Por una vez.

 

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