Texto: Jorge Latorre

Hernando de Soto fue el protagonista de una de las mayores exploraciones del territorio de los actuales Estados Unidos. Este conquistador extremeño fue también el primero que en 1541 cruzó el Mississippi, en una expedición llena de aventuras que duró tres años y que descubrió a los europeos el sudeste de Norteamérica.

Entre los muchos descubridores, viajeros y aventureros españoles en el Nuevo Mundo que protagonizaron la primera mitad del siglo XVI, probablemente no hubo ninguno tan activo e incansable como Hernando de Soto. Eran tiempos de héroes y de prodigios, unos años en los que confluyeron las vidas de hombres extraordinarios (Pizarro, Cortés, Orellana, Núñez de Balboa, Vázquez de Coronado…), casi todos con biografías cruzadas, entre los que abundaban los aventureros hechos a sí mismos, capaces de embarcarse en proyectos desproporcionados y quiméricos. Pero De Soto fue además un hombre de sólidas convicciones e ideas firmes, lo que hoy llamaríamos sin ambages, un cabezota irremediable. Su nombre no alcanzó la fama de Cortés o Pizarro, pero fue tan grande y valiente como ambos, probablemente más generoso y sobre todo más tenaz, si esto es posible, con una determinación “a prueba de bombas”. De Soto figura entre los grandes personajes de la historia de los Estados Unidos, aunque en nuestro país, su país, resulta casi un desconocido.

Este hombre de biografía apasionada, tuvo una vida “con muchas vidas”, y una de ellas fue la que le llevó por el sur de los actuales Estados Unidos y que le haría protagonista de los primeros contactos europeos con el gran río americano por excelencia: el Mississippi. De Soto no se aventuró por el gran río, ni lo recorrió a fondo, pero su viaje hasta llegar al Mississippi fue una increíble aventura con tintes de heroicidad teñidos en muchos momentos de esfuerzo inútil y hasta absurdo. Nunca consiguió encontrar ningún tesoro, ni suntuosos imperios y ni siquiera un buen lugar para establecer colonias, pero el personaje es uno de esos héroes de leyenda que dejan huella en sus contemporáneos y en la historia.

El Mississippi es el segundo mayor río de Norteamérica, sólo superado por el Missouri con el que se une para formar la gran arteria fluvial estadounidense, una de sus señas de identidad. Su nombre quiere decir “el padre de las aguas”, lo que ya es significativo de su dimensión y sobre todo de su valor simbólico para los norteamericanos de ahora y de siempre. El río discurre entre el norte del estado de Minnesota y el golfo de México y tiene una longitud de 3.770 kilómetros, que unidos a los del Missouri, sobrepasan los 6.800 km. Es sin duda uno de los sistemas fluviales más largos del planeta y decisivo para la economía mundial. Ya antes de que De Soto llegara, constituía una importante vía de navegación para los amerindios que habitaban la zona.

Todo esto era completamente desconocido para el joven extremeño Hernando de Soto, que a los catorce años había abandonado su pueblo natal de Villanueva de Barcarrota, en Badajoz (aunque hay que lo sitúa en Jerez de los Caballeros), para embarcarse rumbo al Nuevo Mundo recién descubierto. Posiblemente le animaban las hazañas de sus paisanos, entre ellos el mismísimo Vasco Núñez de Balboa, descubridor del Mar del Sur (Océano Pacífico), que había fundado el asentamiento colonial de Acla y luego el de Santa María de la Antigua en Darién, y también el capitán Pascual de Andagoya, que iba con Pedrarias Dávila, el que se hizo cargo de la gobernación de esa ciudad.

Hernando se embarcó en 1516 rumbo al Nuevo Mundo en la expedición de Pedro Arias Dávila, la mayor y más cara que había salido hasta el momento para las Indias. Según cuentan, el rey Católico había invertido en ella más de 54.000 ducados y el propio Pedrarias apostó fuerte por esta aventura, llevando primero a mil quinientos hombres y más tarde otros dos mil. Este “Pedrarias Dávila” como era conocido, era un hombre controvertido, arrogante y amigo de desmanes importantes, pero también a él le debemos importantes logros ya que fue el que introdujo el ganado e importantes cultivos en Centroamérica y llevó a cabo notables expediciones como esta en la que llevaría consigo a Hernando de Soto.

Cuando el barco donde iba Hernando llegó a La Española, se encontró con su héroe Núñez de Balboa viviendo en la más completa desidia y a un buen puñado de hombres que poco tenían que repartir entre ellos y mucho menos con los muchos que llegaban en la expedición. El enfrentamiento entre Pedrarias y Vasco Núñez a partir de entonces fue permanente y terminó con la ejecución por traidor de Núñez de Balboa, presenciada por el joven Hernando que poco a poco se había ido haciendo a la forma en la que por entonces se hacían las cosas en las recién creadas colonias. La vida en la llamada Castilla del Oro no era fácil: los españoles morían por hambre y enfermedades, igual que lo hacían los indios que aún quedaban vivos. Había oro e indios para explotar los yacimientos, pero la colonia no tenía demasiado futuro para un joven emprendedor como De Soto, a no ser que se atreviera a salir de allí.

Fue en este momento cuando llegaron noticias del hallazgo de preciosas perlas en el Mar del Sur, como la famosa “Peregrina” que adorna a la emperatriz Isabel en un famoso retrato de Tiziano. Muchos colonos optaron por trasladarse a Panamá, entre ellos por supuesto el ambicioso Pedrarias, que tomó posesión de estas tierras hoy panameñas y una vez establecido allí, mandó que le trajeran todo lo que necesitaban para subsistir en la nueva colonia: maiz, vasijas, piedras de moler… Para ello se emprendieron expediciones para esquilmar a los indios, en las que participó el joven Hernando de Soto que curiosamente siempre se había llevado bien con el controvertido gobernador Pedrarias, y otro joven y callado capitán de los del grupo de Núñez de Balboa que había sobrevivido a la ejecución de su jefe: Francisco de Pizarro.

Hernando de Soto, a diferencia de su jefe, no tenía nada que perder en cada una de las nuevas aventuras que la vida le iba proponiendo. Sólo tenia su propia vida y ello le llevó a una actitud de riesgo permanente y desprecio por todo lo que no fuera ponerse a salvo, que se dejaría notar en toda su vida como conquistador. En el fondo lo único que sabía hacer era arriesgar su propia vida e intentar salir indemne.


CON PIZARRO, EN PERÚ

El destino de Hernando de Soto siguió unido a Pedrarias durante algún tiempo. Por ejemplo participó en la siguiente expedición organizada por el gobernador, en la que nombró capitanes a sus más fieles y experimentados hombres, Francisco Compañón y Hernando de Soto. Su objetivo era hallar un paso entre los dos océanos, el Pacífico y el Atlántico.

En esa época Pizarro había formado una sociedad con Almagro, Sebastián Belalcázar y Ponce de León para conquistar el Perú, donde Pizarro ya sabía que podía encontrar oro en abundancia porque había participado en una incursión anterior por la zona. Pedrarias, viendo que se ponían en marcha, quiso adelantarse a la salida de Almagro y Pizarro pero aquí fue cuando De Soto decidió que podía incorporarse a la nueva aventura a título particular. De esta forma, en 1530 partió junto con la expedición para el Perú que resultaría decisiva en su vida.

En 1532, Hernando De Soto se encontró frente a frente con el rey inca Atahualpa por primera vez, una escena que relató Pedro Pizarro con todo lujo de detalles. Dice la crónica que la expedición de Francisco Pizarro había llegado cerca de Cajamarca, donde vívía el rey inca y le envió una embajada de paz con quince jinetes al mando de De Soto. Cuando llegaron donde estaba el gran inca, le saludaron respetuosamente sin bajarse de los corceles, saludaron al rey inca suplicándole que acudiera al campamento de los españoles. Atahualpa no se inmutó pero pareció admirado por la montura de Hernando de Soto quien, dándose cuenta de las miradas de Atahualpa, empezó a hacer relinchar y caracolear a su caballo delante del inca, cabalgó, frenó en seco ante Atahualpa… Los hombres del inca salieron despavoridos pero el rey disimuló su impresión aunque desde entonces ambos, De Soto y Atahualpa, se guardaron mutua admiración.

Durante los ochos meses que duró el cautiverio del rey inca, Hernando de Soto, se dedicó por entero al prisionero, estableciendo con él una auténtica relación de amistad. Se sabe que enseñó al inteligente Atahualpa a hablar unas palabras de español y a jugar al ajedrez, apostándose hasta cien esclavos por partida. Un día, al volver de una de sus salidas para apaciguar supuestas rebeliones, Hernando supo que Atahualpa había sido ejecutado. Fue también el momento en el que se hizo rico, ya que de los tesoros del inca con los que había intentado infructuosamente comprar su puesta en libertad, le correspondieron a Hernando de Soto ochenta kilos de oro y ciento sesenta de plata.

De la aventura andina de Hernando de Soto, todavía quedaría mucho por contar, como su camino hacia Cuzco o sus amores con una aristócrata inca, doña Leonor Curicuillor, antes de emprender el regreso a la colonia de Panamá y posteriormente a España en 1537. Desembarcó en Sevilla y más tarde la Corte imperial de Valladolid le recibió con todos los honores, precedido por crónicas del capitán Cristóbal de Mena y del secretario de Pizarro, Francisco de Xerez. De repente era rico y famoso. Se casó con la hija de Pedrarias Dávila, Isabel, y podía haberse dedicado el resto de su vida a vivir de las rentas, pero la atracción de la aventura y del Nuevo Mundo pudo más que el oro. En 1539 solicitó una audiencia con el emperador Carlos I para proponerle una expedición pagada de su bolsillo a la península de La Florida.

DESDE SANLÚCAR A LA FLORIDA

Aquí empieza la relación de Hernando de Soto con Norteamérica, una zona que por aquellos tiempos era casi completamente desconocida. Juan Ponce de León, el conquistador de Puerto Rico, había explorado La Florida en 1513 por el lado este, y Pineda, en 1519, por el oeste, partiendo de México y tocando apenas tierra. Ponce de León le puso nombre y la identificó como península. Otra expedición de Gordillo y Queixos partió de La Española y subió más arriba por el lado oriental, hasta alcanzar el río Jordán. De la misma isla había partido Ayllón en 1526 y dos años más tarde, de Cuba, Pánfilo de Narváez, que tomó tierra en la bahía de Tampa y se adentró en el continente. La expedición de Cabeza de Vaca fue la primera de europeos que vio la desembocadura de «un gran río»: el delta del Mississippi. El propio Álvar Núñez Cabeza de Vaca en sus “Naufragios” cuenta su experiencia, la primera de un europeo en el río Mississippi: “En fin, al cabo lo saqué [a Lope de Oviedo] y le pasé el ancón y cuatro ríos que hay por la costa, porque él no sabía nadar, y así, fuimos con algunos indios adelante hasta que llegamos a un ancón que tiene una legua de través y es por todas partes hondo; y por lo que de él nos pareció y vimos, es el que llaman del Espíritu Santo”.

Cuando Cabeza de Vaca logró regresar de esta aventura, siete años después, y propuso al Emperador emprender una nueva expedición, De Soto ya se le había adelantado y había pedido a Carlos I una capitulación para poder explorar la zona, colonizar la Florida, además de los títulos de adelantado de la Florida y gobernador de Cuba. Tardó en poner en marcha la nueva empresa porque una expedición de este calibre requería muchos hombres y sobre todo muchos recursos. A los que le acompañaron les convenció finalmente con la promesa del mucho oro que les aguardaba, pero nadie olvidaba la ferocidad de los indígenas de La Florida y sobre todo la naturaleza terrible del río y de su inmenso delta. Por fin, el 6 de abril de 1538, partía de Sanlúcar. Hernando tenía por entonces 38 años y era un hombre valiente y bastante carente de escrúpulos, lo que auguraba un buen fin para esta expedición que se preveía complicada.

Tras pasar por La Habana, el 18 de mayo de 1539, con una decena de barcos (ocho navíos, una carabela y dos bergantines), trescientos cincuenta caballos y más de seiscientos hombres, llegó a la bahía de Tampa veinte días más tarde, bautizándola con el nombre de «Espíritu Santo». Era el mismo lugar donde había llegado Pánfilo de Narváez y fueron recibidos por los indios de la misma forma hostil. Allí encontraron a un superviviente de los de Narváez, un tal Juan de Ortiz, que permanecía como esclavo de los indígenas desde hacía doce años. Incorporado como intérprete de la expedición, fue él quien les advirtió de que cerca de allí vivía un cacique señor llamado Paracoxis que tenía sojuzgados a varios pueblos. De Soto decidió dirigir una expedición para intentar entenderse con aquel temible jefe, y por primera vez se enfrentaron a lo que iba a ser su principal enemigo en los siguientes años: los inmensos pantanos, ciénagas profundas y enormes lagos en los que vivían unos indígenas que les miraban constantemente entre la maleza con intenciones no muy pacíficas. Era una región de ríos que parecían mares y que les dificultaban el avance No sabían entonces que el delta del Mississippi tiene más de trescientos veinte kilómetros tierra adentro, y que es zona de terribles inundaciones, un río imposible de comparar con el Guadalquivir, el único que conocían muchos de ellos.

Desde aquel momento, la expedición de De Soto tuvo que hacer frente no sólo a los caciques locales, sino también a los elementos naturales. Con los primeros luchó con valentía, pero también con la astucia y recurriendo en ciertos casos a la traición. Nunca olvidaba su objetivo real, encontrar metales preciosos y también pensaba en establecer colonias, pero la naturaleza era realmente hostil y no llevaban consigo ni mujeres ni los aperos necesarios. Avanzaron hasta llegar en octubre a las tierras de Apalachee, que marcaban el límite de lo recorrido por Cabeza de Vaca, y se aposentaron en Ivihaico, cerca de la actual ciudad de Tallase, para pasar el invierno. Hernando de Soto envió a Maldonado a reconocer la costa y, a los dos meses, regresó con buenas noticias: en la desembocadura del río Alabama, al final de la bahía de Pensacola había un sitio apto para acampar.

La expedición de Hernando De Soto atravesaría posteriormente el actual estado de Georgia hasta el río Savannah. Desde allí giró al noroeste, cruzó las montañas Azules y, en la frontera de Tenesee, volvió hacia Georgia para seguir después por Alabama y tras pasar otro inmenso río llegaron en diciembre de 1540 a la localidad de Chicaza, situada en una zona fértil. Allí se dispusieron a invernar aliándose para ello con los señores locales con los que se establecía un curioso intercambio de alimentos y mantas y unas relaciones de “hermandad” que era necesario controlar con mano férrea para que no se produjesen desmanes por ninguna de las partes. Fue un invierno duro, en el que murieron más de sesenta expedicionarios por deshidratación, avitaminosis y otras enfermedades derivadas del hambre.

MISSISSIPPI, EL PADRE DE LAS AGUAS

tras la expedición de Hernando de Soto, hubo otros muchos que trataron de explorarlo, cruzarlo o colonizarlo. Por ejemplo el francés La Salle, que en 1682 bajó todo el río hasta su desembocadura y reclamó para su país la zona explorada. Pocos años después, otro francés, D’ Iberville, hizo el camino opuesto: desde la desembocadura hasta territorio de los indios natchez. En 1716 se instaló la primera colonia en el río, en Fort Rosalie, y dos años más tarde se fundó New Orleans. Desde este momento, el río sería una de las principales vías de transporte y navegación de los futuros Estados Unidos, junto con el ferrocarril que siempre se encontró con el obstáculo de este río que anegaba las vías con sus inundaciones. Mark twain le daría voz propia, e incluso tomó del río su seudónimo, ya que «mark twain» significaba en la zona «dos brazas de profundidad», las necesarias para que pudiera navegarse el Mississsippi. Hubo muchos que después le pondrían también música propia y mucha literatura, convirtiéndole en el gran río de Norteamérica. Un río que fue cruzado por primera vez por un español, que reposa para siempre en su lecho, desafiando a la Naturaleza y probablemente a la inmortalidad. Sólo el Mississippi fue capaz de detener a Hernando de Soto.

EL ENCUENTRO CON EL RÍO GRANDE

Tras el penoso invierno en Chicasa, la expedición tomó el camino de noroeste, avanzando penosamente por ciénagas y pantanos. En el pueblo de Quiquiz tuvieron un encuentro con indios que jamás habían visto a ningún europeo y huían despavoridos a su llegada. Hernando de Soto logró capturar a algunos de ellos, que les preguntaron asombrados si ellos eran esas personas de piel blanca que sus antepasados profetizaban que vendrían algún día y a quienes debían someterse. Lo mismo le había sucedido a Hernán Cortés a su llegada a México. Los españoles pidieron hablar con el cacique pero en realidad no era más que un vasallo de otro gran cacique que vivía más allá del río. Y hacia ese río se encaminaron, sin saber que iban a enfrentarse con un río gigantesco, al que llamaron Río Grande, porque era el mayor que habían visto en su vida. Los indios le conocían por Chucagua o Misisepe, de donde tomó el nombre que tiene ahora: el Mississippi. Era un río rodeado de barrancos tan altos y espesos que resultaba imposible acercarse a su orilla.

Tuvieron que caminar cuatro días río arriba hasta encontrar algún punto practicable (concretamente al sur de lo que hoy es Memphis) y fabricaron embarcaciones para superar los veinte o más metros de fondo que puede tener por aquella zona, mientras divisaban muy de vez en cuando a lo lejos, algunas tribus. En otros puntos ni siquiera se veía la otra orilla. No tenían muchas ganas de seguir adelante, pero la vuelta atrás era imposible y todos trabajaron en la construcción de las embarcaciones entre las que se incluían cuatro grandes piraguas, cada una de ellas pensada para meter sesenta hombres y unos pocos caballos. La primera partió a primeros de junio de 1541. Tardaron casi una semana en lograr atravesar aquel río con terribles corrientes, pero no encontraron al gran jefe que buscaban ni los metales preciosos que tanto codiciaban.

Decidieron subir de nuevo hacia el norte hacia el poblado de Casqui, ocupado por indios kaskakias y aquí la suerte les sonrío en forma de “milagros” o de “golpes de suerte”, según queramos verlo. La zona padecía una terrible sequía y los indios, viendo como los religiosos españoles que acompañaban la expedición, plantaban la cruz y rezaban, les pidieron que rogaran a aquellos nuevos dioses para que lloviese. Los sacerdotes montaron una solenme procesión y animaron a los indios a besar la cruz. La suerte quiso que al día siguiente comenzase a llover y los indios de Casqui se convirtieron así en los aliados que los españoles necesitaban para hacer frente al resto de los caciques locales. También tuvieron otro golpe de suerte al encontrar una mina de sal, que para ellos resultó más valiosa que si hubiese sido de oro.

Los conquistadores continuaron hacia el norte y allí vieron un espectáculo insólito: las manadas de bisontes corriendo por las praderas. Pararon en la zona del límite de las actuales Arkansas y Oklahoma, donde estaban los feroces indios caddoan y tula. A estos últimos lograron convertirlos en sus colaboradores y su cacique aconsejó a la expedición que se dirigiera hacia el sur. Hernando de Soto siguió el consejo, pues necesitaba un lugar en el que pasar el invierno.

La expedición estaba ya en las últimas. Había muerto su intérprete, Juan de Ortiz, no habían encontrado ni oro ni plata, estaban exhaustos y muertos de hambre…. Lo único que tenían eran hombres, españoles e indios, para fundar una ciudad. Y De Soto decidió que había llegado el momento de hacerlo, a orillas del Gran Río, en Guachoya. Tal vez este hombre tenaz e incansable no había nacido para parar, sino sólo para seguir adelante, porque fue aquí donde sintió que iba a morir. Las fiebres tifoideas acabaron con él, pero antes de morir, convocó a sus leales para que eligiesen sucesor, aunque recomendó que fuese Luís de Moscoso. Cinco días más tarde, Hernando de Soto moría. Era el mes de junio de 1542. No tuvo funeral ni entierro: Moscoso y sus hombres querían ocultar el fallecimiento a los indios para que pensaran que era un ser invencible.

Tampoco querían que los indios encontrasen su cuerpo y lo desenterraran y cortaran en pedazos para evitar que en el otro mundo su cuerpo se juntase con su alma. Por eso, Juan de Añasco, Juan de Guzmán, Arias Tinoco, Alonso Romo de Cardeñosa, Juan de Abadía y Diego Arias metieron el cadáver de Hernando de Soto dentro de un tronco de árbol hueco, le colgaron un lastre y lo echaron al río Mississippi.

Allí, en el fondo del río que descubrió, el Mississippi, el Rio Grande, descansa para siempre este hombre orgulloso, fiel exponente de una raza de exploradores que estaba a punto de acabarse. Sus hombres lograron descender por las orillas del gran río hasta su desembocadura en la actual Nueva Orleáns donde se embarcaron en 1543 para llegar en el mes de septiembre de aquel año a las costas mexicanas. Más de cuatro años después de su partida, los trescientos supervivientes, la mitad de los que habían salido, llegaban a Tampico, en México.