Texto: Miguel Gutiérrez Garitano y Miguel Gutiérrez Fraile

“No terminaré esta deshilvanada reseña de las más culminantes observaciones realizadas durante mi viaje, sin hablar de un fenómeno que he observado con extraordinaria frecuencia durante las noches pasadas en los bosques, bajo la tienda de campaña. Me refiero a la fosforescencia en la oscuridad de las ramas y hojas caídas de los árboles, producida, sin duda alguna, por pequeños organismos que se desarrollan a expensas de los elementos en descomposición de aquellas partes de los vegetales. Este curiosísimo fenómeno impresiona vivamente al viajero, y es uno de los que más llama la atención entre los muchos que le rodean en aquellas apartadas regiones”.

Amado Osorio y Zabala

“Sr. D. Manuel Iradier: Estoy convencidísimo de que allí, han de recibir de día en día todas las ramas del saber novedades de utilidad general, y, creo, no ha de tocar la menor porción a la ciencia médica (…). De si tengo suficientes méritos para poder formar parte de la expedición que usted tan sabiamente ha de dirigir, pues tal es mi intención en realidad en caso de que me honre señalándome un puesto en esa empresa tan altamente filantrópica, científica y caritativa como, con muy justa razón usted la denomina, ya para prestar los recursos que por mi conocimiento sea capaz en caso de necesidad y ya en primer lugar para ser durante el viaje de usted el más fiel y humilde compañero que como hoy, está siempre a sus órdenes”. He aquí parte de la carta de presentación de Amado Osorio y Zabala ante el explorador Manuel Iradier y Bulfi. Para ese entonces este último preparaba su segunda expedición al país del Muni, en la actual Guinea Ecuatorial, y Osorio, joven miembro de la Sociedad de Africanistas y Colonistas, bebía los vientos por unirse a tan azarosa empresa. Sin duda gracias a su importante aportación de dinero y quizás a su condición de médico, fue aceptado.

La presencia española en Guinea se deriva de un conflicto con Portugal por la posesión de la colonia de Sacramento, cerca de Buenos Aires. Por los tratados de San Ildefonso de 1777 y El Pardo de 1778 la Corona española concedía la colonia sudamericana a los lusos a cambio de que estos cedieran las islas de Annobón y Fernando Poo y otorgaran licencia para establecer factorías comerciales en la franja costera que va desde la actual Nigeria hasta Gabón. En realidad, con los tratados, España buscaba participar del lucrativo negocio de la trata de negros y conseguir un lugar propio donde recalar sus barcos procedentes de Filipinas.

Pero tras un primer momento en que se ocupó solamente y de forma intermitente la isla de Fernando Poo, los españoles, siempre escasos de medios y capitales, se retiraron y, durante décadas, apenas se dejaron ver en el África negra. El único explorador español a resaltar, ya en la segunda mitad del siglo XIX, fue el vasco Manuel Iradier y Bulfi que, en 1875 protagonizó en el río Muni un viaje de más de un año que mantuvo la llama del colonialismo español encendida. Tras su peripecia, fue reclutado por la Corona y la recién creada Sociedad de Africanistas y Colonistas para terminar el trabajo y anexionar a España Camarones (Camerún) y el territorio del Muni.

A partir de la década de 1880, en África los sucesos se precipitaron. Ante el avance alemán por acción de Nachtigal, las potencias con fuerzas navales en la zona del golfo de Guinea se apresuraron a tomar su parte del pastel. Los ingleses ocuparon la costa de la actual Nigeria, tomando posesión del territorio situado entre el Níger y Río del Rey. Los franceses, inquietos en Gabón, ocuparon la orilla sur del Muni y prepararon una nave de guerra para ocupar el resto del territorio que resta hasta el río Campo, límite alcanzado por los alemanes por el sur. Así estaba la situación cuando Iradier y el médico al que había decidido aceptar como compañero de viaje, Osorio, dos desconocidos, dos enanos frente a los poderes desplegados, pusieron sus pies en Fernando Poo. Necesitaron una dosis de suerte, además de valor y determinación, para, contra todo pronóstico, mantener la bandera española plantada en las orillas de la bahía de Corisco.

La coyuntura no podía ser más desesperada en Fernando Poo. Tras una entrevista con el Gobernador José Montes de Oca, Iradier constató que la goleta prometida por el Gobierno para conquistar el Muni, la Ligera, estaba inservible y sin combustible en el puerto de Santa Isabel. Los alemanes ocupaban el Camerún y banderas extranjeras se erguían en la embocadura del Muni. “Es cierto todo lo que nos han dicho —le confiaba Iradier a Osorio al poco de llegar a la isla española—. No sólo se han ocupado los territorios que veníamos a incorporar a España, sino que nos han arrebatado los que eran nuestros. Queda todavía un punto sin ocupar, el Muni, pero bien pronto será francés si Dios no obra un milagro. La goleta no puede llevarnos a Elobey, la lancha cañonera está inservible; lo sé porque se me ha dicho, lo digo de cierta manera porque lo he leído en el rostro de los bravos oficiales de marina dispuestos a ayudarnos en nuestra empresa patriótica. Es necesario ir a Elobey y pronto. En el puerto está anclada una vieja balandra medio podrida que hace agua por todos lados, pertenece a un moreno llamado Thomas Smith, y por dinero hará lo que le mandemos. De aquí a Elobey median 360 kilómetros de agua, los vientos de la época no son favorables, las corrientes son perjudiciales, pero creo que, si no nos ahogamos en el camino, llegaremos a nuestro destino en tres o cuatro días. Una vez en el Muni el país es nuestro. ¿Se decide usted a acompañarme?”. Osorio respondió tan flemático como un lord inglés: “Estoy decidido a todo”. El buque inglés Quisembo evitó, en el último momento, que los españoles se dejaran los huesos en el fondo del mar. Su capitán les aceptó entre el pasaje —franceses agentes de Brazza y Stanley que iban a relevar los puestos y estaciones— y les prometió dejarles en la isla de Elobey Chico frente al Muni, aunque no estaba prevista tal escala. Junto a Osorio e Iradier viajaban dos españoles más: Bernabé Jiménez, notario de Fernando Poo (cuya labor era dar curso legal a los tratados suscritos con los indígenas), y el marinero Antonio Sanguiñedo, cabo de mar de la goleta Ligera. La aventura estaba servida.

Llegados a Elobey, los expedicionarios descubrieron que ondeaba en ella el pabellón alemán, y lo propio hacían los ingleses en la entrada del Muni. No obstante, Iradier puntualiza que “cuando los factores europeos tuvieron conocimiento de nuestra presencia, fueron arriadas aquellas banderas y sustituidas por la española, que no otra cosa debían hacer ante la presencia del Gobernador español, del Comandante y del Segundo”. Poco después, mientras los españoles sellaban doce tratados con las primeras tribus de vicos y bijas, que poblaban el país de Ukoko y Buene, los franceses redactaban en Gabón la orden de ocupar el Muni. De ello se debía encargar el buque de guerra Basilic, que se encontraba anclado en el Munda. Pero la llegada a Gabón del Quisembo truncó toda la operación. Su comandante trajo noticias que cayeron en el ánimo de los invasores galos como un jarro de agua fría: “Los españoles —dijo el inglés— han entrado en el Muni y en estos momentos se iza con entusiasmo entre las tribus ribereñas la bandera amarilla y encarnada entre gritos de entusiasmo y vivas a España”. Añadió que los iberos llevaban con ellos un notario y un secretario y que con ellos tenían “la goleta de guerra de Fernando Poo y un crucero nuevo que acaba de venir de España”. En realidad ninguno de estos barcos apoyaba a los exploradores en la conquista del Muni, pero los franceses así lo creyeron, por lo que el Basilic finalmente permaneció anclado en el Munda. El Muni quedó listo para ser ocupado por España. Su avanzadilla: un ejército de cuatro hombres.

Las tribus fang de los ríos Noya y Mitemele se hallaban en pie de guerra. Los cuatro españoles, acompañados de la inevitable comitiva de auxiliares nativos, se apresuraron a acudir al Noya sobre un pailebot, el Vico, que habían alquilado a un comerciante inglés. Antes habían apalabrado con el rey vico Gaandu la compra de Punta Botika. En el Noya los europeos convocaron a los jefes de tribu a un palaber con la idea de que aceptaran la soberanía española. Además, como los pamues del Noya habían saqueado las mercancías de Foster, un importante mercader inglés que operaba en la zona, Iradier exigió —mediante el uso de su proverbial diplomacia— la vuelta a la paz y la restitución de las mercancías robadas.

Diecisiete reyezuelos acudieron al cónclave del Noya. Fue un momento fundamental y muy peligroso; en la reunión, efectuada en la selva profunda, los exploradores consiguieron que los principales señores de la guerra de la tribu fang dejaran las hostilidades, lo que significó el reconocimiento de facto de la soberanía y la autoridad española en los ríos. Antes de que las cosas se arreglaran definitivamente en el Noya y los europeos pudieran continuar sus negocios en el río, se formó un tumulto en el que a punto estuvo de ser asesinado el doctor Osorio cuando un negro enorme lo derribó de un empujón; Iba a ser rematado cuando Iradier amartilló el revólver e hizo desistir al guerrero de su empeño homicida. Al final, el causante de la asonada, huyó al bosque e Iradier y sus hombres se hicieron con la situación. Ya sólo quedaba pacificar el Utamboni (hoy Mitemele), donde el jefe Schoke se alzaba en armas junto a sus cientos de hombres dotados de espingardas. Llegados al río, los fang les esperaban emboscados en el poblado de M’Kangañe (la actual Cangañe). El jefe fang fue invitado a parlamentar a bordo de la embarcación. Aceptó y pronto constató su error cuando los blancos, nada más pisar el africano la cubierta, le apuntaron con sus fusiles. “¡Quietos! —les dijo el intérprete al régulo y a sus hombres—. Si movéis los labios, los ojos o los brazos, sois muertos. Habéis robado hace poco tiempo una embarcación que contenía mercancías; eran propiedad de un blanco. Nosotros venimos a que nos entreguéis los objetos robados o a darte muerte”. La amenaza tuvo su efecto y las mercancías fueron devueltas. Se firmó la paz y se obsequió a Schoke con una serie de pacotillas a cambio de su rúbrica, recogida en el impreso que proclamaba la autoridad española sobre los países regados por el río.

Para demostrar su poder mágico, los españoles lanzaron ante los asombrados indígenas una traca de fuegos de artificio y petardos, con la mala fortuna de que uno vino a hacer explosión en una canoa que se encontraba en las cercanas aguas. La embarcación pertenecía a gentes procedentes de una tribu del interior que se habían acercado atraídos por el alboroto. El accidente pudo haber resultado fatal. Al poco tiempo la balandra que acogía a los expedicionarios se vio asaltada por varios cientos de guerreros fang, furiosos ante lo que ellos consideraban un atentado. “Apenas rayó la aurora por oriente, cuando las accidentadas cumbres de la Sierra de Cristal se destacaron sobre un fondo fosforescente, apareció en el río una masa oscura, después otra y otra. Salían por la derecha y por la izquierda como naciendo del oscuro manglar, un segundo después estábamos rodeados, y en el tiempo que empleó el criado benga Imama en dar el grito de alerta una nube de piraguas dieron el ataque por todos lados. Unos trescientos pamues completamente desnudos, armados de espingardas y machetes, pugnaron por subir a la balandra y, cuando nosotros salimos precipitadamente a cubierta algunos de ellos habían ganado la borda. Se entabló una lucha a culatazos que dio como resultado desalojar de enemigos los costados de nuestra embarcación”. La cosa no pasó a mayores, porque como explica Iradier, “durante la refriega no se disparó un tiro y esto nos salvó de una muerte cierta”. Los dos líderes, Donga y Mependa, fueron invitados a subir a cubierta a negociar. Una vez arriba, y dentro de la usual dialéctica diplomática, se les amenazó de muerte, a no ser que se avinieran a firmar los tratados que proclamaban la soberanía de España. Después de firmar, se les dijo, recibirían regalos y bienes para comerciar. Los guerreros aceptaron; se hizo la paz en los ríos y ya todo fue baile y celebración; es cierto que recibieron algunas pacotillas, pero sin saberlo acababan de regalar su país.

La enfermedad impidió que Iradier pudiera terminar su labor de lograr la adhesión de los reyes nativos a la causa española, cometido del que se encargaría su lugarteniente  Osorio. Los demás afluentes del Muni, como el Mitong, el M’Bañe y el Congüe, ya no constituían ningún problema. Sus habitantes eran vicos e itemus, mucho menos beligerantes que los fang. Iradier asegura que “a lo largo de estos ríos, no encontramos más que amigos y simpatías”. Sin embargo, a su regreso al mar, el explorador vitoriano caía enfermo de gravedad. La fiebre regresó y la situación llegó a ser tan alarmante que Osorio recomendó a Iradier que regresara a España. “Parta usted para España si en algo aprecia su vida”, le dijo. Manuel Iradier abandonó el Muni para no volver el 28 de noviembre de 1884. Partió de Fernando Poo rumbo a Canarias con los documentos, actas, contratos de anexión de territorios y el plano del país con los emplazamientos de los pueblos anexionados. “El resultado de este viaje fue el de haber obtenido para la Sociedad de Africanistas y Colonistas de Madrid la soberanía sobre 101 jefes indígenas de las tribus pamues, vicos, bijas, itemus, bundemus, valengues, dibues, bujebas, etc., y el de haber declarado parte integrante de la nación española el territorio de su jurisdicción explorado por mí en 1875 y que comprende una extensión superficial de 14.000 km2, mediante una subvención anual de 2.150 pesetas”. Osorio quedaba atrás para continuar la labor.

El doctor Osorio

Es hoy un personaje desconocido. Si atendemos a la distancia recorrida y a los tratados firmados, el verdadero explorador español de Guinea sería Osorio antes que Iradier. No obstante, de su vida y trabajos quedan solamente unos pocos datos, escuetos y desorganizados. En su África, Iradier lo presenta como un tipo frágil, que se marea en los barcos. No obstante, su salud resistió cuando las de otros, en apariencia más fuertes, sucumbieron, incluida la del propio alavés. En aspecto, carácter y modos, Iradier y Osorio eran como la noche y el día, por más que se adivine en ambos idéntico espíritu inquieto al servicio de personalidades complejas y anómalas ambas, por lo menos desde el punto de vista de la época. Tras sus respectivas hazañas ecuatoriales, Osorio gozó del reconocimiento institucional e Iradier de la fama imperecedera. Los dos fueron en África grandes amigos, para después separarse en Europa y convertirse en rivales irreconciliables. Ambos, no obstante, han quedado inscritos en el mismo y emocionante pasaje de la historia. Osorio vino al mundo en el pueblo de Vegadeo, Asturias, el 6 de septiembre de 1851. Aunque sus primeros estudios se desarrollaron entre el Principado y Galicia, fue en Madrid donde obtuvo —en la Universidad Central— el título de Doctor en Medicina y Cirugía en 1877. En un principio ejerció en su pueblo natal como médico. No obstante, empujado por su espíritu pionero, comenzó a adoptar costumbres higiénicas poco ortodoxas y a experimentar hábitos que, en un lugar de mentalidad tan cerrada como era Vegadeo en aquella época, no fueron vistos con buenos ojos. Tanto es así que, presionado por el alcalde, tuvo que dejar el pueblo. Osorio finalmente encontró su oportunidad en Madrid con la Sociedad de Africanistas y Colonistas, a la que contribuyó con 5.000 pesetas de su fortuna personal, una de las mayores cantidades aportadas.

Durante la segunda exploración de Iradier, tras enfermar este de gravedad, Osorio se negó a dar la lucha por perdida. Se reunió en Fernando Poo con el Gobernador José Montes de Oca y juntos decidieron emprender un nuevo periplo que garantizara la soberanía hispana en la región del Muni. Montes de Oca y Osorio, gracias a la financiación de la propia Sociedad de Africanistas y Colonistas (sobrante de la segunda expedición de Iradier) y al dinero otorgado a tal efecto por los misioneros del Inmaculado Corazón, emprendieron una nueva expedición en 1885, viaje que redundó en la firma de 370 tratados con jefes indígenas de las cuencas del Muni, el Noya y el Laña. Tanta era la determinación de ambos hombres, que ni siquiera la noticia de la muerte del padre de Osorio consiguió hacerle desistir de su empeño, hasta que Montes de Oca cayó enfermo de fiebres y se vio obligado a regresar a Fernando Poo para restablecerse. “Montes de Oca —cuenta Osorio— enfermó también en 1886, por lo que hube de seguir yo solo, con los porteadores y cuatro fusiles, la exploración de la parte norte de la Guinea, desde Río Campo, hasta doscientos kilómetros de la costa. Durante este viaje visité las tribus de los vilas, de los vicos, de los ilo hiten, de los bujebas y de los bundemus, entrevistándome con un total de noventa y cuatro jefes de tribu, y recorrí un territorio de más de trece mil kilómetros. Gracias a ello, la soberanía española sobre Guinea pudo sumar catorce mil kilómetros de posesión, alcanzando yo acuerdos con un total de ciento un jefes de tribus, cuatro de los cuales rechazaron la soberanía francesa para abrazar la española”.

Por extraño que pueda parecer, Osorio nunca escribió un libro sobre sus viajes, solamente el opúsculo Fernando Poo y el Golfo de Guinea: apuntes de un viaje, apenas unas breves líneas escritas de forma caótica y leídas por el viajero asturiano en el Ateneo de Madrid el 20 de mayo de 1886 a modo de leve crónica de la expedición recién terminada (y cuyas líneas usaría en su único texto publicado, Vocabulary of the fang language). Contiene material testimonial, etnológico, arqueológico, geológico y zoológico, pero todo de manera tan escueta, que deja al lector indiferente. En este texto el médico promete una extensa memoria, que nunca llegaría a escribir;  quizá por ello, desaparecida su generación, se lo tragó la historia. Sin libro –vocabulario fang aparte-, numerosas aventuras que debió de correr, se han perdido.

El corazón errabundo de Osorio nunca se concedió mucho reposo y, así, emprendió nuevos viajes —entre 1889 y 1892— por varios países de América del Sur. Después, llevado por su alma patriotera, se unió a las tropas españolas que combatían en Marruecos, donde compartió con el doctor Llorente la dirección del hospital de campaña instalado por el Heraldo de Madrid en Melilla. Luego vendrían la Guerra de Cuba, y de nuevo, una misión en Guinea en el seno de la Comisión de Límites de 1901.

Como ya se ha dicho, tres años después de servir en Marruecos, Osorio decidió cambiar África por América y se enroló como médico en el Batallón de Voluntarios del Principado, cuerpo a través del que se hizo cargo de la enfermería militar de Puerto Padre. Finalmente, en 1898, España perdió Cuba, Filipinas y Puerto Rico, el resto de lo que fuera su imperio de ultramar, lo que, tanto para Osorio —que había empeñado años en las guerras coloniales— como para Iradier, resultó una auténtica conmoción. Pasados unos años del regreso de Amado Osorio a la Península, fue designado por el Estado para formar parte de la Comisión española destinada a negociar con Francia la demarcación de los límites de lo que habría de convertirse en la nueva colonia de la Guinea Española. Decididos estos en el seno de la Conferencia de París de 1900, Osorio recibió la orden de recorrer in situ las fronteras de las nuevas posesiones, así como asistir en calidad de médico —dada su experiencia tropical— a los miembros de la partida. La Comisión estaba liderada por el Comisario Regio Pedro Jover y Tovar (que se suicidó en Guinea) y en ella había exploradores y naturalistas de renombre como Manuel Martínez de la Escalera o Enrique D’Almonte. Este cometido, por lo tanto, le llevó de nuevo a las frondas del país ecuatorial y, Con López Vilches y Nieves, se paseó por los nuevos límites meridionales y orientales del hinterland concedido a España antes de regresar a Bata que, según lo acordado, detentaría la nueva capitalidad de los territorios continentales. En total, el periplo se prolongó más de 600 kilómetros. Por sus trabajos recibió el reconocimiento de Francia, que le concedió la Legión de Honor en 1903. Cumplidas sus obligaciones con la patria, el médico volvió a España, donde al parecer, intentó sentar cabeza. Casado desde 1906 (a los 55 años) con Josefa Rodríguez Carballeira, Amado Osorio tuvo en lo personal una gran relación con la música; sus dos hijas, Pilar y Carmen, fueron renombradas concertistas de piano, lo mismo que su hijastro, Pepito Arriola, a quien acompañó en alguna de sus giras internacionales. Parece que en estos momentos de quietud el explorador se dedicó a la investigación médica, en el campo de la oftalmología, para lo cual se desplazó unos años a Alemania para ampliar sus conocimientos técnicos y empaparse de las nuevas tendencias, aptitudes que le permitieron contribuir a la fundación del Instituto Ruber. En 1912 publicó Vocabulary of the fang language, su única obra relacionada con sus exploraciones africanas. Nombrado —a pesar del alcalde Arango, que no fue invitado a la fiesta— hijo predilecto de Vegadeo. Falleció en 1917 a los 66 años.