Texto: José Antonio Rodríguez Esteban

Boletín 61
Las Islas Filipinas y España

De cómo algunos mapas y planos de Filipinas, debidos fundamentalmente al cartógrafo sevillano Enrique D´Almonte, proporcionaron una importante ayuda al ejército colonial español y, más adelante, contribuyeron a la victoria de los Estados Unidos.

Diversos autores han señalado que Estados Unidos se convirtió en un imperio en los inicios del siglo XX gracias a las últimas posesiones del imperio español, en una especie de relevo generacional. Pero ese rosario de islas en el trópico de Cáncer no significaban tanto desde el punto de vista territorial como para alcanzar el rango de imperio: lo importante fue más bien cómo se asimilaron y, sobre todo, adaptaron los saberes que, para su gobierno, España había ido poniendo en práctica en sus colonias. En el libro Encrucijada colonial, McCoy, Scarano y Johnson señalan, sin pestañear, que, sobre la herencia colonial recibida, los Estados Unidos pasaron “de una pequeña burocracia con capacidades domésticas débiles y alcance hemisférico limitado, a un aparato expandido y empoderado lanzado en el camino hacia el poder global”. Sin duda los europeos usaron sus colonias como “laboratorios de la modernidad” para experimentos de todo tipo, incluida la ingeniería social, pero los historiadores mencionados sugieren, además, “que este mismo modelo pudo, de alguna manera, aplicarse a la modernización del poderoso estado estadounidense”: es decir, lo importante es cómo la nueva experiencia colonial americana cambió a la propia sociedad americana, porque, junto a otras influencias, extranjeras y domésticas, siguen diciendo los autores mencionados, “la experimentación en el laboratorio colonial filipino contribuyó, tanto en programas como con personas, en la modernización del aparato de seguridad nacional del país”. Este inopinado mérito, o demérito, del colonialismo español, tuvo en la cartografía uno de sus puntos de partida.

LA CLAVE ESTÁ EN LOS MAPAS

Los mapas, en este contexto, fueron fundamentales. Precisamente la falta de cartografía sobre Filipinas que tenía el gobierno americano es la causa de que, como han señalado Eric Losange y lmre J. Demhardt, se creara en la Casa Blanca la famosa Map Room. Entre las primeras delegaciones de especialistas que llegan a Filipinas se encontraba el geólogo George F. Becker, asignado por el gobierno militar en julio de 1898, apenas consumada la victoria sobre España, para acompañar a Manila al General Elwell, S. Otis. Becker permaneció en Filipinas 14 meses, “donde apenas pude –nos comenta- realizar trabajos geológicos por la actitud de los nativos”. Sin mapas no se podía dar un paso en la reorganización colonial y los realizados por España hasta ese momento habían sido traídos de vuelta a la Península o, se cree, quemados en las playas antes de la partida. Entre el valioso cargamento que llegó estaban, sin duda, los mapas realizados por el cartógrafo sevillano Enrique d’Almonte desde 1880: mapas en escalas pequeñas, medianas y grandes, para el conocimiento de las islas, la protección de acuíferos o las operaciones militares.

EL CARTÓGRAFO SEVILLANO ENRIQUE D’ALMONTE

D’Almonte era Auxiliar facultativo de Minas, y como tal tenía que atender las necesidades del Servicio. Trabajó a las órdenes sucesivas de los ingenieros José Centeno y Enrique Abella, con los que recorrió a pie y a caballo el archipiélago. No sabemos mucho de su vida allí, pero, por lo que hizo después en Guinea continental y en el Sáhara español, podemos imaginarle contando pasos sin descanso (sin fatiga, dirían luego de él), para medir distancias y tiempos, con los que iba conformando al hilo de su entendimiento el funcionamiento de la red hidrográfica y de los caminos de cada isla, mientras inventariaba minas o anotaba el efecto de terremotos y baguios. Su modestia le posibilitó entrar en contacto con los grandes ingenieros del momento, de los que, como luego demostraría, aprendió hasta especializarse en diversas materias. Pero no había llegado hasta allí sin preparación. Las dificultades económicas de la familia, a la muerte de su padre en Brasil en 1879, le obligaron a abandonar la carrera de ingeniero de Caminos, que estaba cursando gracias a la generosidad de su preparador. Por ese motivo se presentó a la plaza de Auxiliar de Minas, obteniendo el número uno.

D’Almonte era descendiente de una familia de artistas gaditanos dedicados a la alta decoración en teatros, los Muriel, y quizá por ello, ya en la escuela, había despuntado en la parte más difícil sin duda en la realización de mapas (la que no se puede enseñar), hasta el punto de ser premiado a nivel nacional y obtener un mapa suyo en la Exposición Internacional de Viena de 1871 la medalla de bronce. Quizá por ese motivo su primer destino en Madrid fue la construcción del primer gran bosquejo del Mapa Geológico de España a escala 1:400.000, bajo las órdenes de Manuel Fernández de Castro, que alabó públicamente su labor: un gigantesco mapa que hoy podemos ver aún en colgado con orgullo en las paredes del IGME. Su trabajo apenas duró un año antes de partir para Filipinas. Dada la ausencia de cartografía a escalas medias y grandes en los que basar las investigaciones geológicas en Filipinas, cabe la posibilidad que Fernández de Castro influyese en el destino elegido por D’Almonte.

DE LA ACTIVIDAD COMERCIAL A LA NECESIDAD DE CONOCER EL TERRITORIO

La apertura del Canal de Suez en 1859 había facilitado y abaratado el viaje hasta las islas. La expansión de las grandes potencias despertó un renovado interés por el Pacífico y el Extremo Oriente, en espera de la apertura del inmenso mercado chino. Como ha señalado entre nosotros Dolores Elizalde, “la suma de todos estos factores provocó que, a partir de 1880, el Gobierno español impulsara una nueva política hacia Filipinas: inició reformas en su gobierno y administración, potenció su defensa y el control del territorio, y fomentó las inversiones públicas y privadas en las islas. En 1897, un año antes de su pérdida, Filipinas era una colonia rentable, capaz de autofinanciar el gobierno de las islas y de producir beneficios. Representaba para España una esperanza para el porvenir”.

Los planes para conocer la parte relativa a sus riquezas naturales y explotar racionalmente sus recursos se materializaron en la creación de diversos Servicios, como el Forestal o el Minero, cuyas necesidades de personal atrajeron, como hemos comentado, a D’Almonte. En ambos seguían rigiendo como base de su legislación las Leyes de Indias, proteccionistas con los derechos de los indígenas, y en consecuencia de los recursos, aunque a veces la tensión con los mercados emergentes entrará en colisión.

A tres años de su llegada a Manila, D’Almonte había ya dado a la luz el mejor mapa jamás realizado sobre la gran isla de Luzón. Un mapa bellamente ejecutado a escala 1:400.000, donde, resolviendo dudas imprecisas del intrincado sistema montañoso de la isla, se indicaron las cotas más importantes y, entre otros elementos novedosos, se marcaron los criaderos carboníferos y metalíferos, los manantiales minerales y termales y las grutas más notables. Al mapa de Luzón siguieron los de Panay, Negros y Cebú, como complemento de la magnífica labor de los Ingenieros de Centeno y Abella en sus investigaciones geológicas y mineras.

MAPAS PARA VARIOS FRENTES DE GUERRA

Pero la falta de cartografía a escalas más grandes fue un grave problema cuando estalló la revolución tagala (la rebelión filipina de las crónicas españolas) en 1896. Sin mapas y con los guías locales huidos del ejército, el gobernador militar, Fernando Primo de Rivera, aceptó la ayuda de D’Almonte entre el voluntariado español, asignándole la tarea de guiar a uno de sus más preciados destacamentos, la famosa división Lachambre. Primo de Rivera comentará sobre D’Almonte que: “teniendo una modestia desconocida, ha sido, sin duda, a quien debo los resultado de mi corta campaña. En todo el país, y a ningún precio, encontraba un guía, un conocedor del terreno en que tenía que operar; no lo era D’Almonte como práctico de él; pero sus conocimientos científicos, sus estudios en planos que él se agenciaba, hacían que, cual práctico del terreno, llevase siempre las vanguardias de las columnas por los sitios donde no éramos sorprendidos, y desde los que sorprendíamos nosotros”.

En esas circunstancias, D’Almonte fue ascendido a agregado a la Secretaría del Gobierno General de Filipinas, con el objetivo de compendiar los mapas del todo el Archipiélago a escala uno 800.000, mediante la mejora y actualización de los mapas existentes, en buena parte realizados por él.

BAJO LA PRESENCIA DE ESTADOS UNIDOS

La entrada de los Estados Unidos en el conflicto, y su rápida victoria marítima basada en la superioridad de su flota, hicieron que esos mapas cobrasen un valor sobresaliente. Pero todos esos mapas de última hora están por desagracia desaparecidos, aunque contamos con algunos testimonios. Como es bien conocido, pese a la rendición de España, el destacamento en Baler permaneció defendiendo la plaza sin darse por enterados del final de la contienda. El presidente del gobierno español, Francisco Silvela, pidió al arzobispo de Manila mediar ante Dewey, en calidad de jefe supremo de las tropas norteamericanas, para que enviase un buque menor y los trajese a Manila. Pero Dewey no tenía mapas detallados, por lo que puso dos condiciones al prelado: una carta de su puño y letra al jefe del destacamento para que diese crédito al oficial de la escuadra yanqui, y un plano de la zona de Baler, “plano que –comenta el propio Nozaleda-, facilitado por el eminente cartógrafo D. Enrique d’Almonte, también se envió”. La carta, como sabemos, no sirvió de nada, pero la cartografía entregada por D’Almonte permitió la remontada del río y diversas incursiones en la zona de los soldados norteamericanos.

LOS JESUITAS SE QUEDAN: MAPAS Y PREDICCIONES METEOROLÓGICAS

Pero no sólo de mapas viven los imperios: la flota americana necesitaba una fiable predicción del tiempo. Como señala James F. Warren, las consecuencias potencialmente devastadoras del clima extremo en la cuenca asiática del Pacífico eran tan grandes como el peor enemigo, capaces de enviar barcos, incluso flotas enteras, al fondo del mar en tormentas ciclónicas. Conocedores del Observatorio Meteorológico del Ateneo de Manila, que habían puesto en marcha los jesuitas desde 1865, pidieron en noviembre de 1898 a su director, el científico José Algué, una reunión en el puente de mando de la joya de la flota americana, el buque Olympia, estacionado en la Bahía de Manila. El entendimiento fue total y, en elocuentes palabras de Warren “la reunión entre Dewey y Algué resultó un matrimonio entre la ciencia jesuita y el imperialismo estadounidense con poderosas implicaciones para ambos socios”. Entre las tareas emprendidas por el Observatorio en 1989, estaba las de copiar, por hábiles dibujantes filipinos, toda la cartografía del Archipiélago de que disponían, unificándola, con la ayuda de la Office U. S. Coast and Geodetic Survey, en formato y escala. El resultado fue un magnífico Atlas con treinta mapas, de los cuales más de la mitad habían sido copiados de los realizados por Enrique D’Almonte. Ciertamente, en las copias se perdieron detalles importantes, como las cotas de altitud o las esquivas delineaciones de los conos volcánicos, pero durante un tiempo serían los únicos mapas con los que los americanos contarían, poniendo con ello las bases cartográficas al nuevo imperio.

RECONOCIMIENTO DEL GRAN VALOR CARTOGRÁFICO

El geólogo Warren Du Pré Smith, especialista en yacimientos no metálicos y paleontología, que llegaría a ser, entre 1908 y 1914, jefe del Bureau de Minas establecido en Manila, señaló en sus informes con elocuentes palabras el valor de esta cartografía: “Entre todos los que han trabajado en la formación de mapas de aquellas islas durante la dominación española, sobresale d’Almonte en primera línea. Sus mapas, que en muchos casos no han podido basarse en los medios usuales de comprobación son, dadas las condiciones del país recorrido, por extensión y por ejecución, sencillamente maravillosos. Ningún otro hombre, en verdad, rayó a tal altura en esta materia en Filipinas… debo considerar a D’Almonte como uno de los grandes exploradores de la vigésima centuria. No sé si ha merecido siempre el merecido testimonio de aprecio por sus colegas geógrafos en otras partes del mundo. Si no es así, este reconocimiento tardío debería ser pronto realizado” (1909, 534).

D’Almonte regresó a la Península en 1898, y poco después fue enviado al río Muni con la primera expedición española tras los acuerdos de París de 1900, en los que las potencias dominantes reconocían a España una pequeña porción de territorio continental en la costa de los camarones. Dos años después de regresar, dio a la luz el primer mapa de este territorio. En 1913 haría lo mismo con el Sáhara español, del que no existían más que croquis imprecisos. Pero todos estos mapas, previos a la era de las mediciones detalladas que vendría para estos territorios varias décadas después, dejaron sin valor los mapas de D’Almonte, que pasó a ser nuevamente un desconocido entre nosotros. El hundimiento del vapor-correo Carlos de Eizaguirre en el que regresaba a Filipinas, al chocar accidentalmente con una mina de la Gran Guerra en Ciudad del Cabo, se tragó el merecido reconocimiento que pedía el geólogo americano: tan sólo el hecho de que el ayuntamiento de Madrid le dedicara una calle en los años veinte, ha servido para reconocer a uno de los grandes entre los exploradores y cartógrafos coloniales del momento.

LECTURAS RECOMENDADAS

Mc Coy AW, Scarano FA (eds): Colonial crucible empire in the making of the modern American State. University of Wisconsin Press, Madison, 2009. Warren J. F.: “Scientific Superman. Father José Algué, Jesuit Meteorology, and the Philippines under American Rule, 1897–1924”, , pp 508–521.

Rodríguez Esteban, José Antonio; Campos Serrano, Alicia: “El cartógrafo Enrique d’Almonte, en la encrucijada del colonialismo español de Asia y África”, Scripta Nova. 2018, vol. XXII, nº 586. ISSN: 1138-9788. http://dx.doi.org/10.1344/sn2018.22.19305.