Embajadas a Persia La embajada de Don Juan de Persia
En el siglo XVI, una embajada persa viajó hasta España. Algunos de los viajeros decidieron quedarse en nuestro el país, se convirtieron al catolicismo y adoptaron nombres cristianos. Esta es la extraordinaria historia de Uruch Beq, conocido a partir de entonces como Don Juan de Persia.
Por Yago Ruiz-Morales
Bibliografía: Boletín Nº22 – Expediciones científicas
La realidad, se dice, siempre supera la ficción. Si se contara en una novela que, para ir desde Isfahan hasta Valladolid una embajada persa tuvo que ir a través del océano Ártico, pensaríamos que el novelista estaba pasándose de fantasioso. Si a eso añadimos que el embajador fue recibido fastuosa-mente por Boris Gudunov y por Rodolfo II, que llegó a besar el pie del Papa y que varios miembros de la embajada se convirtieron al catolicismo y uno de ellos tomó el nombre de Don Juan de Persia –varios años antes del primer Don Juan, el del Burlador de Sevilla de Tirso de Molina- pensaríamos que la imaginación del autor era ciertamente excesiva. Sin embargo, esto es exactamente lo que ocurrió durante una embajada persa a España que tuvo lugar a finales del siglo XVI.
EL CONTEXTO HISTÓRICO
“Leste gueste”, dice Colón en su libro de bitácora –de Este a Oeste en portugués arcaico–. Pero muchos españoles han ido güeste leste. Ya a principios del siglo XIV Enrique III de Trastámara, Rey de Castilla y León, había enviado, no una, sino dos embajadas al Gran Tamerlán, el caudillo del segundo mayor imperio jamás conocido, y la segunda de estas embajadas había llegado nada menos que a Samarkanda en el actual Uzbekistán, en el corazón de Asia, el lugar de la tierra más alejado de todos los mares. De aquella visita queda una ciudad, Madrid, al norte de Samarkanda, y la Avenida de Ruy González de Clavijo que empieza en el Gur Emir, la tumba de Tamerlán. El objetivo de aquellas embajadas era pinzar en una tenaza al Turco que desde Anatolia amenazaba a la Europa cristiana. Gracias a Tamerlán, Europa se salvó entonces del Islam y permaneció cristiana, aunque Constantinopla cayó finalmente ante el Turco, medio siglo más tarde.
Exactamente la misma situación se produjo doscientos años más tarde, cuando el Emperador persa, Shah Abbas I el Grande, el de Isfahan, decidió, después de años de guerra contra el Turco, que era necesario aliarse con potencias de la retaguardia de éste para atenazarlo. “El enemigo de mi enemigo es mi amigo”, decía Richelieu, una constante histórica universal, que una vez más se cumplía con gran precisión, produciéndose de nuevo extrañísimas alianzas.
En 1599 reinaba en España Felipe III, desde que su padre Felipe II muriera un año antes. Su valido era Francisco Gómez de Sandoval, Marques de Denia, quien rápidamente se había hecho nombrar Duque de Lerma, como será conocido. Este valido había escalado posiciones en la corte rápidamente con los favores reales y, aunque venía de una familia arruinada, hizo fortuna gracias a sus influencias.
Ésta España de principios del siglo XVII, cuando no estaba en guerra en Europa o expulsando moriscos, estaba totalmente volcada al Atlántico y hacia América, por lo que en sí poco podía interesar a Shah Abbas, el poderoso caudillo de Asia Central. Sin embargo, recordemos que desde veinte años antes, 1580, y hasta 1640, los reyes de España eran también reyes de Portugal, con un dígito menos –nuestros Felipe II, III y IV fueron Felipe I, II y III de Portugal, durante el reino de sesenta años- un hecho que en España es casi ignorado mientras que en Portugal lo recuerdan bien, pues para ellos fue un periodo nefasto. Nuestros Felipes eran por tanto también reyes de un imperio portugués que se extendía fundamentalmente hacia Oriente, que mantenía el galeón de Goa que cumplía la misma misión que tenían para España los galeones de Manila y de Veracruz, es decir, un eje vital de comunicación marítima. Portugal dominaba en aquella época el estrecho de Ormuz, ese angosto canal entre el cuerno de la península Arábiga y Persia, que hasta hoy en día es uno de los puntos geoestratégicos más conflictivos del mundo pues pasa por allí casi todo el petróleo del Medio Oriente.
Esta era la situación en Europa y en España cuando, después de años de guerras turco-persas, finalmente Shah Abbas considera enviar una embajada a Europa para crearse aliados contra el Turco. Esta embajada estaba planeada que viajase en el galeón de Goa, pero justo entonces llega a Persia un aventurero, mercenario y corsario inglés, Sir Anthony Sherley, quien decía ser primo del Rey de Escocia, junto con su hermano Robert. Sir Anthony convenció a Shah Abbas de que le convenía a Persia aliarse con los cristianos, pero que la embajada debía ir por tierra. Sherley había llegado a Isfahan por Venecia y el Imperio Otomano, –Alepo, Bagdad– vestido de turco. Este camino de vuelta era imposible de tomar, y aconsejó que era mejor ir por Tartaria y Moscovia.
Y así comienza, el 9 de julio de 1599, la embajada de Hussein Ali Bey, acompañado de tres consejeros, uno de los cuales es Uruch Beq, que es el nombre original de nuestro héroe Don Juan de Persia. La Embajada sería acreditada ante el Rey de España y Portugal, el Sumo Pontífice, el Emperador de Alemania, el Rey de Francia, el Rey de Polonia, el Señor de Venecia, la Reina de Inglaterra y el Rey de Escocia. Sólo tres de estos ocho, incluido Felipe III, recibirían finalmente la visita de la Embajada.
La embajada parte desde Isfahan, viaja a Kashan, Qum, la ciudad sagrada, Saba, Qazvin, la antigua capital, Gilan, ya en el Azerbaijan persa en la costa del Mar Caspio. Entre tormentas y calmas atraviesan el Caspio, tardando dos meses hasta que suben por el Volga por Astrakan, Samara, Kazan, rumbo a Moscú. El relato de este viaje, “Las Relaciones de Don Juan de Persia”, describe en gran detalle los sitios por donde pasan, con comentarios de las costumbres: los tártaros vivían alrededor del Volga, y pescaban esturiones, de veinte a cuarenta libras, que tenían cada uno seis a siete libras de caviar, negro como un higo maduro, que guardaban de uno a dos años enjutos y secos sin corromperse, y de gran delicadeza. (…) Los tártaros son paganos, pero muy hospitalarios –matan un caballo y dan sus partes viriles aderezadas y adobadas a sus huéspedes–, como muestra de lo mucho que les estiman. (…) En Kazán hay baños públicos donde hombres y mujeres, aunque son cristianos, se bañan desnudos en promiscuidad, y tienen torpes conversaciones.
Los viajeros llegaron por fin a Moscú, después de habérseles hecho esperar un mes en Nijni Novgorod. A su entrada en el Kremlin, salió a verles infinidad de gente con sus mejores vestidos ya que se había declarado fiesta. Fueron a recibirles seis mil personas con doscientos carruajes, todos muy elegantes, con los caballos cubiertos de Durante dos semanas se pasearon por la ciudad, vieron el tesoro, de riqueza indescriptible, el ajuar de vestimentas, la armería y el zoológico. Había muchas y bien surtidas tiendas, muy variadas, y en la plaza principal había enormes cañones, tan grandes que dos hombres entraban por la boca a limpiarlos. En Pascua, después de cinco meses, en que hubo mucha lluvia y nieve, el Gran Duque les despidió con tres grandes abrigos de hilo de oro, copas de oro, y toda clase de presentes.
La intención de los viajeros era ir a Lorena, Sajonia y Alemania pero les aconsejaron que era mejor bajar por el río al Ártico en dos galeras. Por fin llegaron a Kholmagory, donde el Dunia desemboca a diez leguas. En el puerto de Arcángel, en el estuario, había barcos franceses, ingleses, y luteranos que comerciaban muy activamente. A veces se concentraban hasta cuatrocientos barcos en el puerto, y la aduana proporciona buenos ingresos al Gran Duque. Sir Anthony les comunicó que el barco flamenco en que iban a embarcar era muy viejo y que podía naufragar, y que los regalos para los reyes se los debían depositar a un inglés amigo suyo que los entregaría en Roma, cosa que hicieron. Después de veinte días en Arcángel salieron en el barco flamenco bien armado con veinte cañones. Embarcaron y durante cuarenta días no vieron la noche. El viaje estuvo lleno de anécdotas: se encontraron numerosos barcos corsarios ingleses: dos de ellos estuvieron a punto de atracarles pero los ingleses de Sherley gritaron que eran ingleses y se alejaron. Les avisaron que tuvieran cuidado con otros doce barcos cristianos, que eran corsarios. En una gran tempestad que duró cinco días, todos los cabos se rompieron, arriaron las velas, y bombearon. Un barco vecino se hundió, y pudieron rescatar algunas mercaderías y ropas pero no a los hombres. Vieron manadas de hasta treinta ballenas, caballos marinos, y morsas y les dispararon cañonazos para ahuyentarlos.
Después de dos meses rodeando la costa noruega la embajada persa llegó a Embden, en el estuario del Elba. Continuaron por muchas ciudades alemanas, que describen con gran detalle, así como los palacios y festejos con que les recibían. Llegando a Praga, donde reinaba el Emperador Rodolfo II, les recibieron diez mil personajes, embajadores y príncipes y les llevaron a sus aposentos. Descansaron durante una semana en el Palacio Hradcany, el más suntuoso de Praga, donde les recibieron cuatro regimientos vestidos y armados todos diferentes. Les recibió Rodolfo II en el salón del trono, de pie. El Emperador preguntó uno a uno a los visitantes sobre su condición, si estaban cansados, con gran condescendencia y la incomparable nobleza de la Casa de Austria y sus perfectísimas dotes. Se pasearon los embajadores por Praga, con el Moldava helado en noviembre. Se maravillaron del puente Carlos, y visitaron la armería, el tesoro con las joyas, el guardarropa, las caballerizas, y el zoológico, con jaulas con enormes tigres y leones.
La estancia en Praga duró tres meses y en la primavera de 1601 partieron de nuevo, cargados de regalos.
Siguieron camino visitando un bellísimo Innsbruck, Nuremberg, Augsburgo y Munich. En todos estos si tios fueron recibidos en el palacio del noble del lugar, y les dieron festejos y regalos. Desde Mantua bajaron en una galera río abajo hasta Otranto y Verona, una de las ciudades más bellas de Europa. Estuvieron tres días esperando a que regresara el caballero que habían mandado a anunciarse a Venecia. Y finalmente Dogo les comunicó que, como estaba un embajador de Turquía negociando importantes asuntos de Estado con ellos, no verían conveniente para la Cristiandad que recibieran al Embajador persa, ya que ambos países eran tradicionales enemigos y pudiera ser mal interpretado, pero que les enviaría lo que hubieren menester. El Embajador, enojado y afrentado, dijo que le importaba poco el Embajador turco y que no comentaría sobre la insolencia del Dogo, y siguieron a Ferrara.
En Florencia estuvieron dos semanas en el Palacio de Frenco I de Medici, y después fueron a Pisa y Livorno, una nueva ciudad que había sido construida por cinco mil esclavos y que era cosa monstruosa. En Siena, esperaron permiso del Papa. A los tres días, llegó un Cardenal con el salvoconducto. Discutieron entonces el Embajador y Sherley pues los treinta y dos cofres de regalo se habían perdido, y luego se supo que los mercaderes ingleses habían revendido los brocantes en Moscovia. Al llegar a Roma, les recibieron mil carruajes, cuatro mil gentilhombres a caballo e infinita gente a pie. Cien cañones dispararon desde el Castel Sant’Angelo y una volea por los arcabuceros del Papa. Estuvieron tres días de descanso en un palacio antes a ver al Papa en su trono, donde todos los cardenales les recibieron, y el Embajador se excusó de no tener regalos. El Embajador besó el pie del Papa, recibió su bendición, y se sentó a sus pies en un cojín, mientras que el Papa les saludó diciendo “Dios os haga cristianos”. Esta asombrosa escena es, sin duda, única en la historia.
Durante dos meses permanecieron en Roma viendo palacios, jardines e iglesias. Para cuando decidieron partir, los ingleses habían desaparecido. También se quedaron allí tres persas (un cocinero, un barbero, y un guarda) quienes se habían convertido.
El viaje prosiguió por Génova, donde fueron instalados con gran magnificencia, Savona y Aviñón –otros dos días con el vicelegado de Su Santidad–, Nîmes, Montpellier, Narbona, y Perpiñán. De ahí siguieron custodiados con treinta soldados, pues había bandoleros en el Pirineo, y llegaron salvos a Barcelona. A media legua de esta ciudad, el Virrey, el Duque de Feria, les mandó recibir con toda la nobleza catalana. “La ciudad es espaciosa, con espléndidos edificios y calles amplias y limpias que eran un deleite a los ojos”, dice el relato. Continúan rumbo a Zaragoza, donde el Virrey el Duque de Alburquerque les manda recibir con seis carruajes y toda la nobleza de Aragón. Permanecieron tres días viendo el Pilar, que con Montserrat, les dieron gran alegría, aunque todavía eran infieles.
Llegaron por fin a Valladolid, donde fueron entonces cinco carruajes a buscarles y les recibieron nobles y caballeros. Durante cuatro días sin parar, todos los Embajadores extranjeros acreditados en la Corte les fueron a visitar, así como el Duque de Lerma. Por fin fueron a Palacio, donde les recibió el Rey rodeado de palafreneros y alabarderos. El Embajador tomó sus cartas credenciales, las besó, y las entregó al Rey. El intérprete las tradujo, el Rey agradeció su presentación, prometió que las contestaría, y le pidió al Embajador que se retirara a descansar.
Permanecieron en Valladolid durante dos meses con fiestas, visitas a monumentos y corridas de toros. Decían que estos espectáculos eran los mejores de todos los países que habían visto”, pues esta república española aún en cosas de burla, tenía una gravedad y concierto que le faltaba en otros estados. El sobrino del Embajador, un secretario, Ali Qwili Beg, quiso entonces asistir a los ritos de la Iglesia Cristiana, se puso en manos de los jesuitas y fue convertido. Tomó el nombre de Don Felipe de Persia.
Este es el momento en el que se plantea ya la vuelta a Persia, vía Lisboa y el galeón de Goa. Al despedir al Embajador, el Rey les ofrece regalos y dineros para ir a Lisboa y volver a Hormuz. Pero antes de partir, fueron a Segovia, donde hubo una gran recepción que les fue ofrecida por el Corregidor, donde doscientos años antes Enrique III había recibido a Muhammed El-Kesh, el embajador de Tamerlán, el primer embajador de Asia a Occidente, en una ceremonia idéntica. Les fueron enseñadas las cuatro cosas famosas de la ciudad, la Fuencisla, el Alcázar, el Acueducto y la Ceca, aunque no menciona la Catedral.
Siguieron a Balsaín, “un Paraíso en la tierra”. Pasaron por El Escorial, “la octava maravilla del mundo, pero que las siete del mundo antiguo no se le acercan”. A cinco leguas del Escorial y dos de Madrid, contemplan el Palacio de Carlos V, el Pardo, que tiene mucha caza, la Casa de Campo, y por fin Madrid, “que es la mejor y más bella ciudad de España”. Pasan por Aranjuez, la “novena maravilla del mundo”. Ven Toledo, la capital de los godos, con su Alcázar y con el artificio de Juanelo y la Catedral, la “Roma española”. Rumbo ya a Lisboa, pasan por Trujillo y Mérida, pero en ésta última, ocurre una tragedia: fue asesinado el Alfaquí, que era como el capellán, descendiente del profeta. Finalmente, llegan a Lisboa, donde el Virrey de Portugal, Don Cristóbal de Mora, les ofrece una gran recepción.
En este punto el Embajador persa envía a Valladolid a Don Juan para aclarar el asesinato del Alfaquí. Cuando llega allí, Don Juan se va a ver a Ali Qwili Beg que estaba con sus jesuitas, y decidie convertirse al catolicismo. El Duque de Lerma, “que era de gran inteligencia y corazón caritativo”, le dice a Don Juan que vuelva a Persia a buscar a su mujer y su hijo. Se bautiza como Don Juan de Persia, sin intención de que se supiera, pero hubo una gran ceremonia de bautismo, con el Rey y la Reina de padrinos, quienes le abrazaron y le hicieron grandes honras.
Volvieron entonces a Lisboa, vestidos de persas. El Embajador les recibie con gran alegría y prepararan el viaje de regreso. A los pocos días, cuando Don Juan ta señal, Boniat Beg decidió convertirse. Volvieron entonces a Valladolid, y Don Juan presentó a Boniat Beg al Rey, explicando que, como no pudo traer a su hijo, traía a otro persa para convertirle. Fue éste bautizado en El Escorial, apadrinándolo el Rey y la Duquesa de Lerma, y tomó el nombre de Don Diego de Persia. El Rey dio a Don Juan una pensión vitalicia de mil doscientos escudos más una casa, lo que le confortó por la pérdida de su mujer, hijos, patria y hacienda.
Un par de años más tarde, Don Juan se vio involucrado en un extraño incidente: el nuevo Embajador de Persia fue asesinado por los tres conversos durante una discusión. Éstos se refugiaron en la Nunciatura y en la Embajada de Francia, pero al final el Rey Felipe III los liberó. Parece ser que dicho Embajador llevaba consigo una lista con todas las mujeres que había poseído en España, con una detallada descripción de cada una, incluido su nombre y el de su marido, y sus artes y encantos y “hasta la calidad de sus pantorrillas, y sumaban cientotrés”. Cualquier parecido con el catálogo del tocayo de Don Juan, el Don Giovanni de Mozart, siglo y medio más tarde, con sus in Spagna, mille e tre donne es mera coincidencia. El libro, las Relaciones de Don Juan de Persia, fue publicado en 1604 en castellano, pero hasta el siglo XX nunca había sido reeditado. Fue traducido al inglés en 1926 por Guy Le Strange. En 1946 se reeditó por la Biblioteca de Clásicos Españoles, con introducción de Narciso Alonso Cortés, y hoy está agotado. Que sepamos, no hay más ediciones, aunque el Profesor José Cutillas de la Universidad de Alicante pretende lanzar una edición moderna.
El libro consta de tres partes, las dos primeras, muy extensas y detalladas, con una historia de Persia y de las más recientes guerras de los persas contra los otomanos y los tártaros, y la tercera parte la “Relación” de la embajada propiamente dicha.
No se sabe más de Don Juan de Persia. Don Felipe casó con Doña Luisa de Quirós y Arce, previa dispensa papal pues estaba casado en Persia. Don Diego fijó su residencia en Madrid, como probablemente harían los otros dos. Hemos localizado en Barcelona a Don Jorge de Persia, crítico musical argentino de La Vanguardia, quien nos dice que el origen de su familia es napolitano, descendiente sin duda de alguno de nuestros héroes.
Una vez más, un libro y una aventura increíbles, escritos en español, e ignorado por todos.