Fernando de Aranda. El arquitecto de Damasco

Por Miquel SilveStre

Bibliografía: Boletín 40

Los grandes exploradores no conocieron el transporte aéreo. Seguir sus míticas huellas obliga a recorrer los mismos caminos de aquellos obstinados. Sólo así se puede aprehender algo de su espíritu. El fantasma del personaje español que esta vez busco en Oriente Medio me ha traído primero hasta Estambul, donde su padre había sido invitado por el Sultán Abdul Hamid II para dirigir su orquesta. Pronto, el capaz y ambicioso músico fue ascendido a general de división y nombrado director de todas las bandas militares del Imperio Otomano. Su hijo, Fernando de Aranda, fue un reputado arquitecto en Siria. Esta es su historia.

 

Cuando el sultanato empezó a decaer, Fernando de Aranda (padre) dejó Estambul para emigrar con su familia a Damasco, donde llegaría en 1903. Pongo pues rumbo a Siria tras los pasos de este personaje. Esta vez no utilizo el populoso paso que lleva de Antakia a Aleppo, sino el mucho más remoto de Nusaybin, cercano a Iraq y puerta de entrada a un desierto plano e infinito en el que apenas algunos rebaños de camellos rompen la polvorienta monotonía. Al llegar a Tadmor desde el noreste no veo nada más que los sórdidos callejones de una barriada humilde. El único punto de referencia es la imponente ciudadela árabe construida en el siglo XVII sobre un monte cercano. Desde esta atalaya diviso las crestas de un paseo erizado de columnas. Es Palmira. Desciendo campo a través y llego hasta el corazón del yacimiento. No soy el único motociclista. Los comerciantes locales de bisutería y antigüedades falsificadas usan pequeñas motos para circular entre las ruinas romanas.

Patrimonio de la Humanidad desde 1980, Palmira es un testimonio vivo de otra época. A diferencia de otras joyas arqueológicas, se puede acceder libremente. No hay barreras ni guardianes. Literalmente a tiro de piedra está el hotel Zenobia, el más antiguo. Su nombre fue elegido en honor a la esposa del gobernador romano Septimio Ordenato que al enviudar se erigió en soberana de un reino independiente hasta que en el 272 fue derrotada por las tropas imperiales.

De una sola planta y perfectamente integrado en el entorno, el Zenobia fue inaugurado cuando se desconocía por completo algo llamado turismo. Quienes a principios del siglo XX llegaban hasta aquí eran viajeros cosmopolitas sin urgencia alguna. Espías, diplomáticos o fugitivos. Desde su privilegiada terraza se contempla la puesta de sol entreverada de capiteles y ábsides milenarios. En la recepción hay una foto de don Juan Carlos I y doña Sofía. También Alfonso XIII pernoctó aquí. El hotel es conocido en España. La razón es un reciente libro de éxito de Cristina Morató sobre Marga d’Andurain, bohemia dama francesa que fue su directora. Pero lo que busco no son las novelescas andanzas de esa mujer de leyenda a quien algunos consideraron espía británica, sino las huellas del hombre que diseñó este sobrio edificio: Fernando de Aranda, hijo del director de la orquesta del Sultán, que decidió quedarse en Siria cuando el Imperio Otomano se desintegró.

El gerente confirma que muchos españoles han visitado el hotel a raíz de la publicación del libro sobre d’Andurain, pero que nadie le había preguntado antes por Aranda, quien además fuera vicecónsul honorario de España durante la Primera Guerra Mundial con la misión de proteger a los occidentales que permanecieron en Oriente Medio. Me sorprende ese desinterés. La historia es poco conocida pero no es secreta. Recientemente, el Instituto Cervantes ha publicado un volumen completo sobre su figura, esencial para entender la fisonomía de la Damasco moderna.

Tras el desierto, aparece la bulliciosa capital de Siria. La puerta del romano templo de Júpiter separa la Mezquita de los Omeyas del bazar cubierto de Al-Hamadiye, donde se mezclan todos los aromas, se venden todas las telas, se ofertan todos los sabores y se demandan todos los oficios. La Vía Recta, plantada sobre la Vía Decumana latina nace en el zoco y termina en el barrio cristiano, por el que la mayoría de las mujeres caminan descubiertas, los restaurantes sirven alcohol y los colegios acogen una muchachada mixta que camina despreocupada y alegre. El arquitecto español unió su vida a este lugar y lo llenó de genio. Aquí murió en 1969 y aquí está enterrado en un cementerio musulmán. Casado con una turca rica, se convirtió al Islam, al igual que hicieron otros aventureros españoles. Como Domingo Badía, primer occidental que visitó la Meca y que fue bautizado con el nombre de Alí Bey. Más de setenta edificios llevan la personalísima impronta de Aranda. El Serrallo (hoy sede del Ministerio del Interior), la Universidad Vieja, el Banco Comercial de Siria y multitud de palacetes privados. También algunas mezquitas de las más de setecientas que hay en el municipio permanentemente habitado más antiguo del planeta.

Sin duda, la obra más representativa de su estilo sobrio y funcional, bello y alejado del manierismo modernista, es la estación ferroviaria del Hedjaz O Hiyaz, construida entre 1917 y 1920 para llevar a los peregrinos hasta los santos lugares de Arabia. La línea uniría Damasco con Medina, en lo que hoy es Arabia Saudí. Sin embargo, este tendido ferroviario fue pronto saboteado por los árabes, pues más que una finalidad religiosa la veían militar. El tren llevaría soldados turcos de modo rápido hasta el extremo de las posesiones otomanas. Uno de los más fieros enemigos de este ferrocarril fue el famoso Lawrence de Arabia, motero él, por cierto (se mató en una Brough Superior, el Rolls Royce de las dos ruedas), que desde el Wadi Rum de Jordania dirigía la sublevación árabe contra el sultanato.

El recepcionista del cercano hotel Sultán no sabe que la bellísima estación la diseñó un español. Para él los responsables fueron alemanes. Pero si bien es cierto que la línea férrea, que en muchos tramos circulaba por debajo del nivel del mar, fue obra del ingeniero Heinrich August Meißner, el edificio en el centro de Damasco es obra exclusiva de Aranda, quien no escatimó medios en su construcción. Así, reclamó que trajeran azulejos de Talavera de la Reina, levantó dos amplias plantas, decoró el interior con maderas oscuras y colocó vidrieras que tamizaran la recia luz meridional. En el que quizá sea su trabajo más logrado, combinó perfectamente la eficacia de una ingeniería civil con el delicado refinamiento oriental.

 

Hoy la vieja estación de Damasco está sin uso. Permanece intacta en su céntrica ubicación. Nadie reclama que se demuela para levantar en su valioso solar una torre de apartamentos o un centro comercial. Tampoco es un cascaron vacío. Alberga una librería y una colección de fotos de la historia gloriosa del ferrocarril. Perfecta en su tranquila belleza, el reloj de la fachada está parado y el interior evoca un mundo de trenes de vapor y viajeros sin prisa. Por sus pasillos aún pasean los apasionantes fantasmas de Fernando de Aranda y su época: tiempo convulso de aventureros, mujeres fatales, espías, agentes dobles, diplomáticos y fugitivos que jamás conocieron esa moderna atrocidad de los vuelos low cost.