La postal y la carta, en el viaje

Enric Bou (mf de la SGE) prologó “Cartas de viaje (1912-1951). Pedro Salinas” (Ed. Pretextos, Valencia 1997) con un compendio de ideas sobre la función de la tarjeta postal y la carta durante el viaje.

 

Por Enric Bou

Bibliografía: Boletín Nº1

 

Pedro Salinas nació en Madrid en 1891. El viaje fue para él una especie de necesidad, ya que desde fecha temprana viajó con regularidad por motivos familiares. En 1911 inició un noviazgo con Margarita Bonmatí, la hija de unos españoles residentes en Argel, que pasaban los veranos entre Santa Pola y Altet (Alicante). Luego, en posteriores veraneos, repartiría su tiempo entre ese lugar y Maison Carrée, cerca de Argel. Más tarde se desplazó por razones profesionales. Fue lector en La Sorbona y vivió en París entre 1914 y 1917; o efectuó múltiples visitas a centros docentes españoles y europeos como conferenciante invitado. Luego otras actividades, tanto literarias como académicas y administrativas, le obligaron a pasar temporadas alejado de su familia, en especial en las épocas en que ejerció de secretario de la Universidad Internacional de Santander.
La vida de Salinas fue presidida por un cierto “nomadismo” profesoral. Determinadas ciudades y países marcan las escalas: París, Sevilla, Madrid, Santander, y las que le suscitó el exilio, a partir de 1936, en esa especie de viaje sin retorno que había de durar quince años: Wellesley, Baltimore, San Juan de Puerto Rico. Durante ese tiempo efectuó escapadas fugaces, pero de impacto certero, a New York, Los Angeles, San Francisco, México, Colombia, Ecuador, Perú. A las maniobras de descubrimientos, en viajes breves, cabe sumarle el propio descubrimiento de los diversos lugares en los que residió a lo largo de su vida, ante los que supo ejercer la sorpresa y los gestos de viajero incondicional. Sin llegar al extremo de padecer de Wanderlust, como Rubén Darío, su circunstancia personal le impulsó, sin duda, a una movilidad constante. Confluyeron pues, la razón de su destino con la particular avidez “contemplativa” que caracteriza la actitud de Pedro Salinas ante la vida, en unos viajes que han quedado suficientemente documentados a través de la correspondencia.
En dos ocasiones Jorge Guillén pidió a su amigo Pedro Salinas la redacción del relato de sus viajes. En una carta de 1938, después de leer los comentarios propiciados por una reciente visita a México, Guillén le reclamaba: “Me ha sabido a poco lo que me cuentas. Eres el viajero nato, el VIAJERO; y, como le decía a Margarita, debes escribir tus recientes impresiones. Si no, quedaría manca tu personalidad esencial. Hay una primera piedra: la “Entrada en Sevilla”. Aquella “Entrada es una salida a todo un mundo. Escribe lo que te dé la gana, por supuesto. Pero yo sé que si tu gana no se equivoca, escribirá de viajes”. Poco después de la muerte, Guillén recordaba una vez más este aspecto de la personalidad literaria del amigo en el Elogio de Pedro Salinas: “Lástima que no haya redactado la narración de sus peregrinajes. Yo se lo aconsejé; pero no tuvo tiempo sino de contarnos de viva voz algunas de sus andanzas durante los años liberales y por América durante los tristes años vergonzosos”. Esta breve selección de las cartas de viaje de Pedro Salinas cumple, aunque sea parcialmente, con esa exigencia y da a conocer un rico aspecto del observar y escribir salinianos.
Pedro Salinas fue durante toda su vida un gran curioso. Así lo definió su gran amigo Jorge Guillén: “Salinas, que conocía muy bien las alturas supremas, era un incesante Colón de Indias anónimas, de esos aciertos que la vida no catalogada propone al desgaire en este o el otro minuto”. En efecto, la curiosidad fue un motor importante de la actividad saliniana, al sentir una genuina atracción por la diversidad frente a la uniformidad. Integró en su vida el riesgo asociado a la curiosidad –casi– impertinente, frente a la seguridad –lo cómodo– de lo ya conocido. Y como un nuevo Colón, Pedro Salinas partió hacia la “conquista” de Europa, del continente americano, y de todos esos viajes volvió con un “botín” de conocimiento, que compartió con familiares y amigos. La publicación de las cartas permite que ahora se amplíe ese público y sean más los que disfruten de sus observaciones de personas y lugares.

Salinas epistolar

Del mismo modo como Roland Barthes distinguió entre el “écrivain” y el “écrivant”, podría distinguirse entre el “viajero” y el “viajante”. Si el viajante actúa de forma mecánica, el viajero lo hace con cierto arte y una atención particular a los detalles del viaje. En Salinas la vocación del viajero se combina con la del escritor, y ello se traduce en la calidad de escritura y observación en sus cartas de viaje. Se amplía así el registro del escritor y se acentúa una de sus voces características. Guardamos en nuestra memoria una gran variedad de voces y registros de Pedro Salinas. Después de leer sus poemas y ensayos, las narraciones y el teatro, y últimamente las cartas, hay una voz que destaca con especial fuerza, porque es común a todas esas modalidades de escritura. Es la del curioso que con ojo ávido observa, y con pluma fiel sabe registrar lo que caza ante el espectáculo de la realidad siempre sorprendente. Así sucede en su poesía, tan atenta a lo episódico, o en las narraciones y en los ensayos, ricos en anécdotas sabrosas que cumplen la metáfora de un argumento (la sorpresa de quien es interrumpido en la lectura de una carta, las descripciones de personas y sucesos, etc). Es en las cartas, y en especial en las cartas de viaje, donde se cumple otra afirmación guilleniana: “La atención del transeúnte se convertía en posesión de profundidad”. En efecto, la carta, que en muchos casos actúa como una especie de diario –compartido– del artista sirve como blanco de pruebas para el escritor. Así, asoman en este epistolario frases y pensamientos que después encontrarían una plasmación más efectiva en el libro terminado: versiones de poemas de Todo más claro, el interés primerizo por Rubén Darío, la sorpresa ante el paisaje de América, que llegó a un momento culminante con la redacción de El contemplado (1946). Lo que dijo Maurice Blanchot a propósito de los diarios de un escritor se puede aplicar a un epistolario: “constituent les traces anonymes, obscures, du livre qui cherche à se réaliser”. Es el libro por venir.
Como profesor, Salinas vivió en el umbral de esa forma de conocimiento y relación que constituyen las invitaciones a dar conferencias y que David Lodge ha satirizado a la perfección en su novela Small World. Las “straffenexpeditionen”, según eran denominadas esas invitaciones en el léxico privado de los poetas-profesores del 27, fueron un método singular de relacionarse con sus colegas en Europa y de mantener los contactos de los años de formación, antes de la guerra civil. Luego, en el exilio, fueron la excusa para el reencuentro y reanudar amistades de años. Un grupo de amigos, llamó Guillén a los poetas del 27, apelativo que se puede ampliar a una franja generacional de intelectuales del Madrid de esos años. Y esos amigos, poetas y profesores, políticos y pensadores, cumplieron con fidelidad al designio de la amistad: verse, hablar, escribirse. Por eso están surgiendo tantos buenos epistolarios de los poetas de esta generación. Razón de amistad, marcada por la distancia. Porque (…) la distancia, el vivir separado, provoca la carta. La interrupción de la convivencia que genera un viaje exige el mantener el contacto con “nuestra” gente, para poder comentar las sorpresas, hacerles partícipes de los descubrimientos, o poder refugiarse en lo familiar ante el asalto de la otredad. La necesidad comunicativa se asocia a nuestros desplazamientos por el planeta. El primer socorro es la postal. Enviada a múltiples destinatarios en cuanto nos alejamos cien kilómetros de nuestra morada habitual. Luego viene la carta. Más serena, dirigida a corresponsales muy selectos. (…) Pedro Salinas fue un gran amante de la literatura epistolar, como practicante de la misma y como teórico. En la “Defensa de la carta misiva”, subrayó la facilidad del género para suscitar la intimidad. Según él, la carta se transforma en un espacio de la convivencia íntima, puesto que las cartas, como las miradas, son sólo para dos: “Es la carta pura. Privada, pero no solitaria, compartida, convivida”. Quizá por ello en su caso las cartas son vehículo de la amistad y se convierten en multiplica-doras de atenciones. “La atención de Salinas –escribió su amigo Jorge Guillén– se manifestaba en “atenciones”, gentilísimo plural castellano. Curiosidad, juego, conciencia, servicio: muchas fuentes formaban aquellos caudales de atención.” Así podríamos aludir a una de las constantes más fecundas del epistolario: mantener un contacto.
En el caso concreto de las cartas de viaje, la necesidad de eliminar la distancia es más urgente y la carta sirve de vehículo de unión, y a veces desde la escritura se prevé un determinado ceremonial de la lectura: “Esta carta va a ser para los tres juntos, carta de familia. El tema es más bien para los niños, pero como quiero juntaros a los tres, te la mando a ti, tú se la lees, y así os reunís en mi carta.” Porque, como quería Salinas, la carta “aporta otra suerte de relación” un entenderse sin oírse, un quererse sin tactos, un mirarse sin presencia, en los trasuntos de la persona que llamamos, recuerdo, imagen, alma. Por otra parte, lo intenso de la experiencia se traduce en un esfuerzo autoreflexivo y, de este modo, las cartas están atentas a la propia escritura: “Algo tiene que salir mal hecho cuando yo escribo. A mano son las letras las que salen contorsionadas. A máquina son las palabras, porque equivoco en ellas el orden de las letras. Todo es falta de concordancia entre mi velocidad personal, psíquica, siempre presurosa, lanzada, ansiosa y las limitaciones materiales de máquina o pluma”. Lo específico de la carta de viaje es la capacidad de captar impresiones fugaces acerca de nuevos mundos. “Son señas de lo visto”, dice el propio Salinas en una misiva de 1940. La novedad inherente en la experiencia del viaje provoca otro gesto característico: el recurso a la comparación con el mundo abandonado.

La carta de viaje

Los relatos de viajes tienen una forma particular que, como pasa en otros casos de la literatura autobiográfica, es producto de la contaminación de otros subgéneros: son cartas (como éstas de Pedro Salinas) escritas durante expediciones, anotaciones de un diario (como en el caso de Walter Benjamin viajando a Moscú), artículos periodísticos (o “encuestas”, “reportajes”, como los que escribía Joseph Pla), derivaciones del ensayo, o directamente, son un capítulo de unas memorias, como ha hecho Julián Marías. En esos relatos priman las impresiones calidoscópicas que se fijan en experiencias concretas, a partir del hilo conductor que marca el interés que les lleva a alejarse de casa. La propia experiencia del viaje, una tranche de vie, actúa sobre la disposición del texto.
La aventura del viaje se caracteriza por su capacidad de generar necesidad y sentido. Es como una isla en la vida que determina el inicio y el final de acuerdo con unas normas propias. El viaje tiene un inicio y un final definidos; y a pesar del carácter accidental, es decir de la extra-territorialidad respecto a la continuidad de la vida, el evento resulta conectado con el carácter y la identidad de quien lo vive, de su protagonista. Y esto sucede “in einem weitesten, die rationaleren Lebensreihen übergreifenden Sinne und in einer geheimnisvollen Notwndigkeit zusammenhängt” [“en un sentido amplio, trascendiendo, por una necesidad misteriosa, la estrechez de los aspectos más racionales de la vida]. Un viaje, o una aventura, forman parte de nuestra existencia, pero al mismo tiempo sucede fuera de la monotonía de la vida. Georg Simmel destaca la existencia de una afinidad entre el aventuro y el artista. Ambos extraen consecuencias de la experiencia percibida, separándola de todo lo demás y dándole una forma autosuficiente, definida internamente. Además, el viajero vacila en su aventura: ve lo nuevo con ojos acostumbrados a otras realidades y no puede sino medirlo según su experiencia anterior. De modo que duda entre la sorpresa ante lo exótico y el recuerdo de lo familiar, el deseo de escapar y el sentirse preso de sus propias limitaciones culturales. El viaje le sirvió a Salinas para hacer hincapié en esa contradicción íntima que arrastró a lo largo de su vida. Es la oscilación –que ha indicado Javier varela– “entre el sí y el no al mundo nuevo, urbano, burgués, racionalista. Entre la vida multiforme, con sus valores y ritmos no cuantificables, y la razón discursiva que impera en la naturaleza mediante los instrumentos”.
Como reza el verso memorable de Cavafis, “La ciudad, allá a dónde tú vayas, irá contigo”. Al viajar cambiamos por fuerza de costumbres, comemos otros manjares y arrastramos con nosotros las limitaciones y prejuicios que influyen en nuestra percepción de lo (des) conocido. En los viajes llevamos con nosotros lo más íntimo, y este yo solapado se explaya en comentarios y apreciaciones que tienen poco de observación fría y desinteresada, y mucho de opinión, ejercicio de la comparación entre lo que dejamos atrás y lo nuevo que se presenta ante nosotros. A menudo el libro de viajes sirve para hacer un retrato sutil de la propia sociedad desde una perspectiva lejana, aprovechando al mismo tiempo la deformación que proponen realidades tan distintas. Dos ejemplos clásicos lo confirman: las Letres persannes de Montesquieu o el Candide de Voltaire. Libros de filósofo que analizan en profundidad la propia sociedad reflejada en el espejo imaginario y aparentemente neutro de los problemas de unas civilizaciones primitivas. El observar genera la deducción y de ésta derivan las teorías. Salinas es rico en ellas. Establece, por ejemplo, una teoría del turismo. Tiene éste “tres grados”: “ver” (sin voluntad); “mirar” (hay elección y actividad); “contemplar” (se pone en la vista la voluntad de penetrarlo con el alma, y así va uno apoderándose de ello). O, también, un “sabio apotegma” acerca del turista fotógrafo: “La actitud del turista hacia los paisajes es la misma que la del cazador hacia la fauna: ver, apuntar, disparar y seguir hasta la próxima presa. Supongo que luego, al volver a casa, verán en foto, lo que no pudieron ver en realidad porque se les pasó el tiempo en hacer fotos. ¡Técnica de turista!”.
De natural observador y de educación racionalista, Salinas siempre busca el sentido de los paisajes naturales o urbanos: “Esas cosas inmensas me dicen algo, si, pero no se me formula en la conciencia su mensaje, comprendes, de modo organizado y comunicable. Espero. Quizás algún día vea lo que ayer miré, hecho forma expresiva.” Escribe algo parecido al observar Los Angeles: “Escritura sin sentido, o con sentido oculto y sin cifra. La mira uno, la remira buscando lo que dice. Y luego a la mañana, todo borrado. Todo envuelto en luz de plata, en alegría plácida, sin signos. De día la ciudad ya parece que no quiere decir nada. Habla, de noche, con sus luces, y luego se calle, en su dicha diurna.”
Pero no sólo retrata una sociedad. Establece también un autorretrato. Las cartas de viaje ponen en evidencia las obsesiones personales. El viajero prepara el equipaje, calcula itinerarios y horarios, sopesa las escalas, los desvíos necesarios. La obsesión tan saliniana por planificar al minuto los detalles más mínimos del viaje aparece en esta correspondencia en la carta en que proyecta la primera visita a Argel, en el período 1912-13, o en cartas de 1937 y de 1949, cuando viajó a Europa desde Estados Unidos. Paralelamente aflora su conocida obsesión por los museos. En 1914 escribía: “Si vieras, Margarita, qué ganas tengo de que pases dos o tres meses en el Prado o en Louvre. En cuestión de pintura, ver es lo primero. Un mes de museo vale más que un año de libros. “Y en mayo de 1949 decide rehacer un itinerario para poder visitar un museo en Cleveland. Así puede escribir esa memorable teoría del museo y su visita. En 1930 imagina un paisaje de égloga que ve en Colombia en 1947. Poco a poco se apodera de él ese gesto característico del exiliado de comparar lo que dejó atrás con lo que tiene ahora. Opinar sobre Norteamérica resulta la actividad última del viajero Pedro Salinas. Porque el viaje lleva su fecha inscrita, no sólo en el lugar y el espacio, sino en los gestos de sorpresa que en el viajero producen determinados detalles, que a nosotros ya no nos sorprenden.

Entrada en América

Los viajes de Salinas se reducen a tres destinos: expediciones breves por España y Europa antes de 1936. Viajes por América, los EEUU y la América hispana desde 1936 hasta su muerte, en 1951. Por razón del largo exilio Salinas vivió en un estado mental de viajero permanente. El tercer destino incluye las estancias más largas, de residencia, en París, Wellesley, Baltimore, Puerto Rico, Los Angeles, Berkeley. Al emplearse aquí el término “viaje” en un sentido amplio, se incluyen cartas acerca del entorno inmediato en las que destaca todavía la curiosidad innata, más propia del viajero. Las cartas escritas desde estadías más largas complementan las del peregrinaje itinerante.
El gran tema de este epistolario, por su insistencia y amplitud, es el del impacto que tuvo en él el continente americano. Viajar a América, vivir en el Nuevo Mundo, fue la experiencia que marcó los últimos quince años de la vida de Pedro Salinas y que dejó una huella precisa en la obra y en las cartas. Las circunstancias, trágicas, en que se produjo ese conocimiento y la zona que le deparó la suerte para su desembarco, influyeron sin duda en sus reacciones y en el incómodo y largo proceso de adaptación. Lo conocemos con detalle gracias a la correspondencia que mantuvo con familiares y amigos.
Las cartas que Salinas escribió en América pueden agruparse en dos grandes series: las que escribe a su círculo íntimo, en momentos de “expedición”, para informar sobre lo nuevo que va conociendo; y las cartas que escribe para mantenerse en contacto con los amigos. Las primeras se articulan como auténticos diarios o libros de viaje, anotaciones directas de la exploración; las segundas están escritas desde el reposo y tienen un carácter más reflexivo. Pero ambas series establecen la cronología exacta y los motivos velados de una decepción. Después de la natural sorpresa, se analiza el descubrimiento con detalle, se compara con lo que dejó atrás, con otras realidades vecinas (la América hispana) y se va produciendo el enfriamiento. Salinas, cronista fiel, así lo anotó en su correspondencia.
A partir de la “curiosidad y simpatía”, o su condición de “entusiasta de América”, Salinas se nos presenta como un personaje intrépido, que se siente atraído con fuerza por la aventura de un “país por el que siento una vivísima curiosidad y simpatía”. Después de un entusiasmo inicial, se sintió alienado, cada vez más distante de una realidad inhóspita porque la consideraba superficial. Al principio fue como un juego: “Yo observo todo esto como un salvaje, me divierte a ratos, y a ratos, me aburre, y me encuentro un poco solo.” Claro que estaba en un ambiente singular, una universidad de mujeres: “El hombre aquí es una excepción rarísima, como el vestigio de una especie medio desaparecida”, escribe no sin humor. Pero al cabo de pocos meses empezó el rechazo: decide escribir una “Oda contra la primavera”, para combatir “este ambiente convencional y rutinario de Wellesley”. El epistolario nos permite observar en la intimidad a un Salinas que se enfrenta con nuevas costumbres. Se muestra poco amigo de la confraternización a que conducen los trenes nocturnos norteamericanos. Le preocupa el peso, lo frugales que son las comidas en Norteamérica, en una obsesión casi busconiana: “No se comprende cómo pueden trabajar lo mucho que hay que trabajar aquí y nutrirse con escasez tan milagrosa.” O topamos también con un Salinas asustado ante las complejidades de la vida doméstica: se niega a hacerse la cama, a prepararse un café. Llegado al primer verano ya puede afirmar: “si algo sale nuevo en mí de esta tierra, será por reacción, por contraste, no por adhesión”. En sus viajes en tren cruzando el Midwest reacciona ante el paisaje:
Y ésta es una Castilla que no puede engañar, sin alma, sin iglesias, sin castillos. Paisaje sin historia, simplemente pobre. Apenas poblado, muy de lejos en lejos hay unas casuchas de madera, sucias, como de gitanos. Y por los caminos, blancos como los castellanos, el eterno auto, la marca de América.
Diez años más tarde, lo menos americano es el criterio base para establecer la autenticidad y belleza de un lugar: “tiene para mí un encanto inmenso el volver a respirar este provincianismo. Popayán es quiza lo más remoto de lo yanqui, que he visto, es decir lo más auténtico.” En el momento de acatar su destino reconoció la gran distancia que sentía entre Europa y Norteamérica: “Viviremos aquí bien, lo espero, pero siempre en el fondo de mí habrá, creo, una nostalgia por algo indefinible: la densidad, la antigüedad, de lo humano”. Se enfrenta con una dimensión de la otredad: “los miró, (¡yo, pobre de mí, el extranjero, el extrañado!) como a extranjeros.” Extranjero, extrañado, así es su reacción ante Norteamérica, de sorpresa ante las maravillas del ingenio mecánico de decepción ante la poca densidad espiritual.
La reacción ante lo norteamericano le empujó casi por fuerza a interesarse por lo hispano. Y aquí también hay un progreso, de sentido opuesto, desde la indiferencia al –casi– fervor. En 1940 Salinas analizaba la problemática de las relaciones entre España y la América hispana en términos más bien pesimistas:
¿Qué tendrá el hispanoamericanismo que acarrea tras de sí las frases de cajón y los lugares comunes? Yo pienso honradamente en ello y no lo entiendo. Porque la verdad es que lo hispanoamericano es una realidad, algo cierto y resistente en el tiempo. Y no obstante apenas comienzan los discursos se despeña por la vertiente de lo convencional. ¿Será que no hemos dado con la verdad de esa realidad?
Pero pronto cambió de opinión. Influyeron dos visitas breves a México, una estancia de tres años en Puerto Rico, la visita a Cuba y la República Dominicana y un largo viaje por Colombia, Ecuador y Perú. En muchas de esas cartas asoma su sorpresa ante la unidad y diversidad en la presencia de lo hispano en los países de Sudamérica que visita, y se entretiene en establecer las razones para la unidad subterránea. Con el tiempo desarrolló una nueva mirada, que intenta explicar el resultado de la experiencia colonialista bajo nueva luz, ahora que, a través de lo que observa puede enriquecerse y recuperar su propio pasado. Visitar México fue una revelación. En las pocas cartas que se han conservado de esa visita se nota el impacto profundo de la Nueva España. Descubre el valor vago, sugestivo, de los nombres antiguos que se asocian a nuevas realidades, en una maniobra que califica de proustiana: “Y tengo la sensación de haber abierto un caja misteriosa de la vida atrás y de verme en un sitio donde he vivido y donde no he vivido, que me es familiar y nuevo a la vez.” En especial, valora el idioma: “La verdad es que para mí no hay política ni hay nacionalismo: hay sólo, lengua.” Años más tarde, en Colombia, le fascina el impacto de la muerte de Manolete, el fervor que despiertan sus conferencias, el contraste entre el vivir literariamente de incógnito en los Estados Unidos, y “aquí, de pronto, esta lluvia de atenciones, de alabanzas, muy provinciana, claro, pero tan distinta.” Es la reacción del español trasterrado que se sorprende ante lo profundo de la huella de sus antepasados en el Nuevo Mundo:
Pero tanto en los tejidos como en los cacharros, se revela una concepción del mundo y de la vida mágica, extraña, infinitamente lejana de nosotros. (…) Salí transtornado, de la inmersión en ese mundo. Figúrate, pasar de allí, dos horas después, a Garcilaso, el Renacimiento, al mundo de las claridades, de las formas puras, de la eliminación de todo lo monstruoso por fuerza del espíritu ordenador. Tremendo viaje que yo hice, ayer. Pero estas gentes tienen los dos mundos dentro, y no hay duda de que se debaten del uno al otro trágicamente. Los voy conociendo mejor, y con más respeto.
Todo ello le conduce a valorar con más profundidad la relación entre los dos mundos. Es aguda la manera como percibe los indicios de independencia a partir del arte religioso:
Esa influencia de lo americano, introducida por el artesano, por el tallista indio, fuera de la voluntad del maestro de obras español, es lo más típico de este arte de por aquí. Se ve ya un anhelo de independencia, una afirmación de su modo de ser, que se asoma, y se insinúa, en los detalles, ya que lo principal está regido y dirigido por otros, por los amos, los conquistadores. (…) Es el arte el que primero lo expresa, con su voz misteriosa, que no percibían o no entendían los dominadores. La libertad se busca siempre sus salidas.
El resultado casi lógico de tanto viaje y deambular por realidades extrañas o que, a lo sumo, le recuerdan su lugar de origen es una proclamación de fidelidad a los orígenes, que se traduce en una añoranza del Mediterráneo. Observando el Pacífico en California en 1939 puede escribir: “Y ya sabes lo que es eso para mí: el Mediterráneo. Me declaro ciudadano del Mediterráneo. Claro es que a este falso Mediterráneo le falta algo: la antigüedad de las cosas”. Salinas aprende poco a poco a dibujar un paisaje idealizado de lo perdido, que surge ante las evocaciones de las visitas: “esos patios con jardines, paredes encaladas, jazmín, palmeras, que me recuerdan nuestro mundo: desde Alicante a Sevilla, por Argen, donde nos siguieron siempre esas flores, esos árboles, esos muros blancos.” A la larga, estos viajes general otro obsesión, la de no integrarse en el Nuevo Mundo y reconocer a cada paso las formas de su vida anterior. Por ello quiere contemplar el mar desde un café, se alegra de hablar a gritos en una tertulia, reconoce con alegría voces y gestos, colores, en las calles de México o Colombia.