Texto: María Teresa Tellería

Boletín 22 – Sociedad Geográfica Española

Expediciones científicas

La necesidad de conocer y sacar provecho de las nuevas especies botánicas descubiertas en el Nuevo Mundo fue una de las razones que impulsaron las grandes expediciones científicas del siglo XVIII. Coincidiendo con el 250 aniversario de la creación del Real Jardín Botánico de Madrid, su directora nos recuerda las grandes aventuras científicas propulsadas desde esta institución.

La historia del Real Jardín Botánico está, en sus orígenes, indefectiblemente unida a la de la Ilustración. Inaugurado, en su actual emplazamiento del Paseo del Prado de Madrid, en un día no determinado del otoño de 1781, heredaba este recinto la tradición de aquel otro que, por una Real Orden de 17 de octubre de 1755, creara Fernando VI en el lugar de Migas Calientes, en las afueras de Madrid, camino del Pardo. Llegaba así el Jardín, desde su inicial sede, a la Colina de las Ciencias, en el epicentro de la reforma urbanística que Carlos III había emprendido en la capital.

España pugnaba entonces por integrarse en el contexto científico europeo y entró así a participar de la idea de que el saber genera bienestar y progreso; con este motivo la Corona inició una serie de reformas con vistas a potenciar el progreso de la ciencia. Resurgió, de este modo, el interés por ampliar el conocimiento sobre las riquezas naturales de los territorios ultramarinos con un objetivo claro: el de solucionar los problemas concretos que la sociedad tenía planteados, pues un aprovechamiento de esos recursos había de redundar en beneficio de la sociedad a través de una mejora de la sanidad, del comercio o de la agricultura.

Este interés de los monarcas por apoyar proyectos científicos cuyos resultados pudieran contribuir a la mejora de las condiciones económicas y sociales del país, convirtió la botánica en una ciencia mimada, aunque hay quien, como Lozoya (1984)1, ha querido ver alguna otra razón en este acentuado vuelco hacia la historia natural. Sea como fuere, desde el Real Jardín Botánico se propiciaron una serie de expediciones científicas a los territorios ultramarinos de América y Filipinas y éste es el argumento de nuestra narración.

Con este relato se trata de recordar de los periodos más apasionantes de la historia del Hortus Regius Matritensis y, para ello, voy a tomar como base la serie de presentaciones que, desde el año 1997, he ido publicando en una serie de libros que sobre las expediciones ultramarinas ilustradas, el Real Jardín Botánico, con el patrocinio de Caja Madrid, ha venido editando anualmente.

PERH LÖFLING EN EL ORINOCO

La Expedición de Límites al Orinoco (1754-1781) es la primera de todas ellas y se llevó a cabo bajo la dirección de José Iturriaga. Contó con la participación de los naturalistas Perh Löfling –discípulo de Linneo–, Benito Palto y Antonio Condal, y con la de los dibujantes Bruno Salvador Carmona y Juan de Dios Castell que, como integrantes de una expedición de trazado de límites, viajaron a la Nueva Andalucía, en el oriente de la actual Venezuela. Los antecedentes de este viaje hemos de ir a buscarlos al mes de enero de 1750. Reinaba Fernando VI y España y Portugal se aprestan a firmar el Tratado de Madrid, y que ponía fin al de Tordesillas y por el que las monarquías de ambos países se repartían los territorios americanos. Con vistas a poder cumplir con los acuerdos pactados, se vio la necesidad de enviar dos expediciones, una española y otra lusa, que fueran a marcar los límites territoriales. Los expedicionarios españoles debían de viajar primero a Cumaná y después al Orinoco para, con posterioridad, llegar al Amazonas por el recién descubierto caño de Casiquiare; tras alcanzar el río Negro, se reunirían con la expedición portuguesa en la aldea de Mariná.

Junto al trazado de límites, la expedición debía llevar a cabo, también, una serie de misiones científicas y políticas. En lo científico, se trataba de conocer el medio natural de las cuencas del Amazonas y del Orinoco con la orden general de estudiar “árboles, hierbas raras, minerales y piedras” y, en lo particular, realizar un estudio sobre el cacao de las misiones de Rojos y una investigación sobre la canela. Además llevaban unas precisas instrucciones políticas: las de recabar información sobre los territorios visitados, tales como las relativas a la formación de poblados, acosos a los establecimientos franceses y holandeses de la Guayana…

Tras tres meses de viaje, en abril de 1754, llegó la expedición a Cumaná y durante casi dos años trabajaron en los alrededores de esta ciudad, misiones de Piritú, La Guayana y en las misiones de la desembocadura del Caroní. El 22 de febrero de 1756 muere Löfling en San Antonio de Caroní. Su muerte da al traste con la comisión naturalística que en el marco de la expedición dirigía el discípulo de Linneo, de tal modo que, tras la deserción primero de Condal y después de Pastor, ésta se deshace. La expedición al mando de Iturriaga continúa con su labor de “físico amojonamiento” y los dibujantes que acompañaron a los naturalistas prosiguieron con la expedición hasta el final de la misma.

Los materiales generados –papeles, láminas y herbarios– se enviaron a Madrid. Una parte de ellos se perdieron y la mayoría permanecieron inéditos –conservados en el archivo del Real Jardín Botánico–, excepción hecha de una pequeña parte de los mismos que Linneo publicó, en 1758, en su obra “Iter hispanicum”.

Portada de la obra de Linneo Species plantarum (1753), donde se instauró el uso de la nomenclatura binominal.

LA AVENTURA ANDINA

La “aventura andina”, como así se ha dado en llamar a esta “Expedición Botánica al Virreinato del Perú” (1777-1788), puede ser el prototipo de empresa ilustrada y es la primera expedición que se plantea en nuestro país con unos objetivos exclusivamente botánicos; pero también es algo más. Los acontecimientos que se sucedieron durante y, sobre todo, tras el sucesivo regreso de los expedicionarios a la metrópoli son un claro ejemplo de cómo el éxito de una empresa científica no sólo viene marcado por la calidad de los resultados obtenidos, sino también por un sinfín de circunstancias; pues si bien la financiación y el interés político son factores importantes, no son los únicos; otras cuestiones como los desencuentros personales, las acusaciones, las envidias y frustraciones –las emociones, al fin– pueden dar al traste con una gran empresa que, como la que nos ocupa, había nacido para respirar grandiosidad y magnificencia.

La búsqueda de la quina o cascarilla de Loja y la del palo de Chile, así como el describir, dibujar y formar herbarios con los que editar una flora –“propiamente un tesoro de las maravillas naturales de esa parte del orbe, tres siglos hace desconocida y ahora tan envidiada”– eran los objetivos que llevaban los expedicionarios Hipólito Ruiz, José Pavón y Joseph Dombey cuando, junto a los dibujantes José Brunete e Isidro Gálvez, partieron el 28 de octubre de 1777 rumbo a Perú. Recorrieron los territorios de Perú y Chile y, a estos iniciales protagonistas, se les fueron uniendo otros en el transcurso de su prolongada peripecia; entre ellos destacaremos especialmente a Juan José Tafalla y el dibujante Francisco Pulgar que, en 1784, llegaron a Lima como integrantes del Regimiento de Infantería Soria. Tras el regreso, primero del francés Dombey y después de los españoles Ruiz y Pavón a la metrópoli, Tafalla y Pulgar continuaron trabajando, sobre todo en los alrededores de Guayaquil.

Esta epopeya andina tiene, en mi opinión, tres partes claramente diferenciadas: la de su gestación, la del desarrollo de la expedición por tierras americanas y la de la publicación de los resultados. “El lector moderno –dice Arthur R. Steel en su obra “Flores para el Rey”, 1982– que desee saber cómo se llegó a hacer la “Flora Peruviana et Chilensis” debe prepararse a un largo viaje en el tiempo”. Viaje que nos hará participes del calor, del cansancio, del hambre y de la sed que sintieron los expedicionarios; de las tormentas, terremotos, plagas y ladrones que los acosaron; de los incendios, naufragios y muertes –“lo más penoso de todo”– como los propios H. Ruiz y J. Pavón comentan cuando se refieren a la del dibujante Brunete, en los prolegómenos de su “Prodromus” – 1794– que los abrumaron y de las perdidas parciales de los manuscritos y otros materiales que con tanto esfuerzo lograron atesorar. Pero fueron otros infortunios, estos menos heroicos, como el desencuentro entre los expedicionarios y las envidias y rencillas, los que hicieron mella en el corazón de esta “aventura andina” y la hirieron de muerte. No obstante, fue esta expedición la única de las grandes empresas científicas de la época que logró publicar una parte de sus descubrimientos en vida de los expedicionarios. Los tres volúmenes de la “Flora Peruviana et Chilensis” y el “Prodromus” son, junto a la obra de A.J. Cavanilles, la aportación científica más notable de esa época.

15 cajas con documentos, más de 2.200 dibujos botánicos, 24 zoológicos, 300 planchas calcográficas y gran parte de sus estampaciones son los materiales que, relacionados con esta expedición, se conservan en el archivo del Real Jardín Botánico.

JOSÉ CELESTINO MUTIS Y LA FLORA DEL NUEVO REINO DE GRANADA

La Real Expedición Botánica al Nuevo Reino de Granada (1782-1808) es quizá la más conocida de todas por la enorme cantidad de materiales que generó y por la fuerte personalidad del sabio gaditano que la dirigió. Más de 6.000 láminas, una buena parte de ellas profusamente coloreadas, casi 4.000 documentos y un herbario de 20.000 pliegos, junto a una colección de semillas y maderas constituyen el fondo Mutis que se conserva en el Real Jardín Botánico, desde que en 1817 llegó a Madrid en 109 cajones, bajo la custodia de Antonio van Hallen, procedente de Santa Fe de Bogotá. El año anterior, el general Pablo Morillo, enviado por Fernando VII a tierras americanas con el objetivo de sofocar la rebelión independentista, ordenó el traslado de todo el material a España. Sinforoso Mutis parece que se ocupó en Bogotá de inventariar, preparar y embalar los materiales. Todo esto sucedió nueve años después de la muerte de José Celestino Mutis, quien fuera el promotor y director de la expedición.

Fue la del Nuevo Reino de Granada –actual Colombia– una expedición atípica a todas luces; y lo fue tanto por su gestación como por su desarrollo y número de integrantes. Se gestó desde el Nuevo Mundo y no desde la metrópoli como el resto, no tuvo un carácter itinerante ya que se llevó a cabo únicamente dos sedes: una en Mariquita y otra en Santa Fe de Bogota, e integró a una gran cantidad de participantes: cinco botánicos –Juan Bautista Aguiar, Francisco J. Caldas, Eloy Velenzuela, José Mejía de Lequerica y Francisco J. Matiz– además de José Celestino Mutis y su sobrino Sinforoso, así como un gran número de dibujantes, que llegaron a 40 en el transcurso de toda la expedición. Entre los objetivos de la misma estaban el de “recoger todas las plantas y cuerpos preciosos que produce el Nuevo Mundo con las que llenar el Jardín y el Gabinete” como escribe Mutis a Carlos III en la carta petitoria de una expedición en el Nuevo Reino de Granada. Además de éste, otros planes –que causaron la admiración de Humboldt2– completaban la labor proyectada y realizada en el marco de la misma; entre ellos, de nuevo, el estudio de las plantas útiles a la sanidad, al comercio y a la industria, a destacar la quina y la canela.

UNA COMISIÓN CIENTÍFICA EN ORIENTE

Menos dilatada en el tiempo y más modesta en sus planteamientos y resultados fue la Comisión Científica de Juan de Cuellar en Filipinas (1786-1801), una aventura científico-comercial planteada por la Real Compañía de Filipinas y el Real Jardín Botánico. Entre sus objetivos: establecer un comercio activo con el único territorio que España tenía en el lejano Oriente, dada la posibilidad que existía de cultivar y posteriormente comercializar las plantas de Filipinas y muy especialmente la canela. Se trataba así de emular a las Compañías de Indias que, el siglo anterior, holandeses, franceses e ingleses había establecido.

Se eligió para dirigir la Comisión a José Ruperto Cuellar, alumno de botánica del Jardín. Parte Cuellar para Filipinas donde llegó tras nueve meses de viaje. Llevaba órdenes claras de trabajar como botánico en el cultivo de la canela, el café, el añil y el té y de actuar como comisionado del Real Gabinete de Historia Natural y del Real Jardín Botánico para enriquecer los fondos de ambas instituciones. Una vez en Manila, buscó a sus ayudantes: dos dibujantes –Miguel de los Reyes y José Loden– y dos amanuenses –Andrés Fernández y Apolinar Montes–.

Pese a que Cuéllar propusiera un revolucionario sistema de explotación de la tierra para el cultivo de la canela, un complicado entramado de intereses y una falta de inversiones dieron al traste con los objetivos del proyecto. Alrededor  de ochenta dibujos de plantas, en su mayoría útiles, es lo que se conserva de esta Comisión en el archivo del Real Jardín Botánico.

Quararibea turbinata.

José Celestino Mutis, botánico de Nueva Granada (la actual Colombia), nacido en Cádiz, España, en 1732. Wikipedia.

TRAS LOS PASOS DE FRANCISCO HERNÁNDEZ

Un año después del inicio de la aventura de Cuéllar en Filipinas comenzó la Real Expedición Botánica a Nueva España (1787-1803), aunque para empezar nuestro relato debamos hacer un viaje en el tiempo.

El 17 de junio de 1671, a las tres de la tarde, una de las chimeneas del piso alto del Real Monasterio de El Escorial comenzó a arder; una reacción rápida dio por apagado un incendio que, poco tiempo después, resurgió con violencia y se llevó por delante los aposentos de los frailes y dependencias de la biblioteca del Monasterio. Abril de 1767, los jesuitas son expulsados de España. Dos fechas, dos épocas y dos acontecimientos sin relación aparente pero que, sin embargo, son piezas fundamentales en la génesis de la expedición que ahora nos ocupa.

Demos otro salto hacia atrás y adentrémonos en el Renacimiento. Corría el año 1570 cuando partió la primera expedición científica española al Nuevo Mundo. Francisco Hernández, que ostentaba el título de Protomédico General de las Nuevas Indias, islas y tierra firme del Mar Océano iba al frente de la misma; llevaba la instrucción de redactar una historia natural de aquellas tierras y debía también “dibujar las hierbas y otras cosas naturales”. Para cumplir con su cometido, recorrió Nueva España –actual México– entre los años 1571 y 1576. Los manuscritos de Hernández, “aquellos encuadernados en cuero azul” que despertaron la curiosidad y admiración del Padre Francisco Santos en 1657, acabaron depositados en los anaqueles de la biblioteca de El Escorial y desaparecieron con el devastador incendio antes aludido.

Pero la obra de Hernández no cayó en el olvido y gracias al compendio del napolitano Nardo Antonio Recchi y, sobre todo, a los esfuerzos de Federico Cesi y otros miembros de la Academia del Lincei se dio a conocer en Europa, a través de Italia.

La salida de los jesuitas de España, tras su expulsión en la primavera de 1767, abrió las puertas del Colegio Imperial de Madrid a Juan Bautista Muñoz, Cosmógrafo Mayor de Indias, que había sido comisionado para redactar una historia del Nuevo Mundo. En su búsqueda de materiales para cumplir tal cometido encontró, en los estantes de la biblioteca del Colegio, una copia original de los manuscritos de Hernández “… elaborados y corregidos de su propia mano y contenidos en cinco volúmenes”. Puso Juan Bautista Muñoz en conocimiento de D. José Gálvez, marqués de Sonora y ministro de Indias de Carlos III, el hallazgo y éste, que había sido visitador y asesor de los virreyes de Nueva España, hizo partícipe de la buena nueva a Casimiro Gómez Ortega, director del Real Jardín Botánico y coordinador de las expediciones científicas ultramarinas.

La inmediata reacción de Gómez Ortega fue la de intentar publicar los manuscritos pero pronto chocó con dos problemas; uno, que la obra de Hernández escrita dos siglos atrás necesitaba de una actualización y, otro, que faltaban los dibujos originales. Se intentó primero buscar la información que faltaba en los archivos tanto de Nueva España como de Italia, pero la búsqueda resultó un total fracaso. Se pensó entonces en una expedición científica cuyo objetivo general fuera “no sólo (…) promover los progresos de las ciencias físicas (…) sino también con el especial de suplir, ilustrar y perfeccionar con arreglo al estado actual de las mismas ciencias, (…) los escritos originales que dejó el doctor Francisco Hernández” según consta en la Real Cédula de Carlos III de 20 de marzo de 1787 por la que se da luz verde a esta Real Expedición.

Así quedan muy resumidos, casi novelados, los prolegómenos de la peripecia de la Real Expedición Botánica a Nueva España. Martín de Sessé la dirigió y los botánicos Vicente Cervantes –alumno de Gómez Ortega y condiscípulo de Cuéllar–, Juan del Castillo, José Maldonado y José Mociño la integraron. Les acompañaron el naturalista José Longinos y el farmacéutico Jaime Sensevere, así como los dibujantes Vicente de la Corda y Atanasio Echevarría. Recorrió la expedición México, las islas del Caribe, California y por la costa noroeste llegaron hasta Nootka en Alaska, donde unos años después también arribaría la expedición de Malaspina y Bustamante.

En el archivo del Real Jardín Botánico sólo se conservan 119 láminas de las casi 2.000 que generó la expedición; pues si, como hemos visto, rocambolesco fue su prólogo, inquietante fue su epílogo. Pero eso forma parte de otra historia.

Lilaea subulata.

Mutisia clematis. Pintada por Salvador Rizo durante la Real Expedición Botánica del Nuevo Reino de Granada, de José Celestino Mutis, 1783-1808. Acuarela sobre papel.

EL VIAJE DE MALASPINA Y BUSTAMANTE

Con fecha 10 de septiembre de 1788, los capitanes de fragata Alejandro Malaspina y José Bustamante firmaron su plan de viaje alrededor del mundo y lo remitieron al por entonces ministro de Marina, Antonio Valdés.

Se trataba de un viaje de circunnavegación planteado a imagen y semejanza de los que Francia e Inglaterra llevaban realizando desde hacía veinte años pues, en opinión de los dos marinos, gracias a estas empresas, la navegación, la geografía y la humanidad habían hecho rápidos e importantes progresos. Quedaba patente en el plan presentado que trataba de un viaje científico y político que habría de ser el más ambicioso de todos los emprendidos por España en el Siglo de las Luces.

La mañana del 30 de julio de 1789 partió de Cádiz la expedición. La “Descubierta” al mando de Alejandro Malaspina y la “Atrevida” a las órdenes de José Bustamante, pusieron rumbo hacia el oeste. Primero las Canarias; después, ya en América, tocaron puerto en Montevideo y desde allí hasta Puerto Deseado de donde zarparon hacia las islas Malvinas a las que llegaron en el comienzo del verano austral, unos días antes de la Navidad de 1789. Por la costa occidental de América recorrieron después todo el continente, desde Chile, en el sur, hasta la ensenada del Príncipe Guillermo, en el norte, a donde llegaron tras la búsqueda del paso del noroeste, haciendo escalas en Perú, Ecuador, Colombia, Panamá, Nicaragua, México, California, Nootka y varias islas del Pacífico. El 20 de diciembre de 1791 partieron de Acapulco hacia el oeste en un largo viaje que les llevó a Nueva Zelanda y Australia, pasando por las Marianas y Filipinas en el viaje de ida y por las islas de Vavao y de los Amigos en el de vuelta. De nuevo en América, Malaspina, al mando de la “Descubierta”, reconoció Patagonia y Tierra de Fuego para recalar de nuevo en Puerto Egmont, en las Malvinas, el día primero del año 1794; mientras que Bustamante, al frente de la “Atrevida”, pasó por las islas de Diego Ramírez y llegó a las Aurora el 20 de enero de ese mismo año. Reunidas ambas fragatas en Montevideo, iniciaron su regreso a la metrópoli para llegar a Cádiz el 21 de octubre de 1794.

Este largo viaje, de cinco años, un mes y veintidós días, tuvo una serie de objetivos concretos que las dotaciones de ambos navíos se apresuraron cumplir. Al buen número de tareas relativas a la toma de datos sobre flora, fauna, minerales, astronomía, suelos, tribus y razas, costas, ríos, etc. se les vinieron a unir los relacionados con los transportes y comunicaciones, fortificaciones, construcción naval, urbanismo etc. de las tierras que visitaban. Esta amplitud de temas tratados y la gran cantidad de territorios visitados hacen que los materiales generados or esta expedición sean ingentes. Es por eso que, aún hoy en día, este viaje científico y político, concebido para que lo fuera alrededor del mundo, es una fuente inagotable de documentación para historiadores, geógrafos, antropólogos, botánicos, zoólogos, médicos e ingenieros.

Del capítulo circunscrito a la historia natural de la expedición son protagonistas los naturalistas Antonio Pineda, Luis Neé y Tadeo Haenke y los dibujantes José Guio, Francisco Lindo y Fernando Pulgar. La aportación de esta expedición a la ciencia botánica vino de la mano de Antonio José Cavanilles que estudió una buena parte de los materiales que la expedición generó y describió así un gran número de taxones hasta entonces desconocidos.

EL TRAZADO DEL CANAL DE GÜINES

La Real Comisión de Guantánamo del Conde de Mopox (1796-1802) fue una empresa militar. Se desarrolló en Cuba y su objetivo primordial fue trazar un canal, el de Güines, que había de permitir el transporte de madera desde el interior de la isla al arsenal de La Habana. De nuevo, la madera está presente entre los objetivos de una expedición. Ya Hipólito Ruiz, Pavón y Dombey viajaron por tierras de Perú y Chile en busca del palo de Chile –Araucaria araucana– y Mutis, en el transcurso de su expedición al Nuevo Reino de Granada, reunió una importante colección de maderas, pues no debemos olvidar que la necesidad de mantener la flota de Indias obligó a las autoridades de la época a propiciar la búsqueda de fuentes alternativas de madera para la construcción naval; bosques que, en tierras americanas, pudieran suplir las diezmadas florestas de la Península.

Además de trazar un canal, fueron, también, parte de los objetivos de esta expedición mejorar las comunicaciones al hacer más accesible el interior de la isla y valorar las riquezas naturales de estos territorios; de ahí que desde el principio se propiciara la presencia de un botánico en la misma. Una vez más Casimiro Gómez Ortega designó a un alumno suyo; para este cometido, el elegido fue Baltasar Manuel Boldo, al que acompañó el dibujante José Guio que ya participara, hasta que cayó enfermo, en parte de la expedición de Malaspina y Bustamante.

La mayor parte de los fondos generados por esta expedición se custodian en el archivo del Museo Naval de Madrid; en el archivo del Real Jardín Botánico se conservan dos cajas y 66 láminas botánicas que se reúnen bajo el título “Dibujos de plantas de la isla de Cuba…”.

COLOFÓN

Pero este periodo apasionante de la historia del Real Jardín Botánico tuvo un traumático final. Quien mejor lo resumió fue Mariano de Lagasca –discípulo de Cavanilles y Director del Real Jardín Botánico– en sus “Amenidades Naturales”, fechadas en Orihuela en 1811, donde se lamentaba diciendo: “Tales son los efectos del descuido y poca ilustración de un Gobierno, malograr el fruto de infinitas expediciones, después de haber gastado en ellas más caudales acaso que todas las naciones juntas”.

1 Lozoya, X. (1984). en su obra “Plantas y luces en México. La Real Expedición Científica a Nueva España (1787-1803)” [Ed. del Serbal. Barcelona] argumenta a este respecto: “Todos estos cambios [que sacuden al continente] son vistos por algunos con gran desconfianza. Se teme que el modernismo quebrante la fortaleza teológica de las instituciones cuyas leyes y compromisos ocultan una lacerante desigualdad social y económica. Todo ha de mantenerse en cuidadosa observancia. Las ciencias naturales, lo expectante y glorificador del concierto de la Creación divina es el campo más firme –y aparentemente más neutral– del proceso renovador que invade Europa, por lo que España se vuelca hacia la Historia Natural”.

2 Alexander Humboldt en carta a A.J. Cavanilles, fechada en Méjico el 22 de abril de 1803, dice refiriéndose a Mutis “… uno se asombra de los trabajos que ha hecho y de los que prepara para la posteridad; es admirable que un hombre solo haya sido capaz de concebir y ejecutar un plan tan vasto” [cf. Ch. Minguet (1980). Alexander Humboldt, cartas americanas. Ed. Ayacucho. Caracas