Hoteles Literarios. La vida como en una novela. Julián Dueñas

La vida como en una novela

La inspiración, ese extraño y anhelado concepto que algunos han definidocomo el momento de catarsis casi espiritual en el que conseguimos deshacernos de nuestros fantasmas y alcanzamos a entrever aunque, sea mínimamente, los complejos entresijos del alma humana,suele llegar en el momento más inesperado, en el lugar más insospechado, a la hora más intempestiva. Sin embargo, hay lugares donde la imaginación parece despertar milagrosamente de su letargo invernal y se muestra de manera convulsa y desatada, frenética en ocasiones: cafés, trenes, barcos… y por supuesto, hoteles. Estos lugares de sabiduría y éxtasis que diría Paul Bowles, sustitutos de hogares reales o ficticios, han visto nacer entre sus paredes algunas de las páginas más brillantes, divertidas, interesantes y entretenidas de la literatura mundial. Greene, Miller, Conrad, Steinbeck, Proust, Christie, Lawrence, Below, Kipling, Le Carrè, Hemingway, Bowles, Camba… Todos encontraron en los hoteles la ansiada y esquiva inspiración que necesitaban para dar forma a sus relatos, los arquetipos para levantar sus personajes, las intrigas para construir sus tramas.

Viajé a Cabourg en busca de Proust, y a Estambul tras los pasos de Christie. He paseado por Tánger hasta sentir la presencia de Bowles, y caminado por Sicilia siguiendo el rastro de Mann. En Nairobi me dejé embargar por los sueños de Hemingway y en Wandrille me sumergí en el silencio de Leigh Fermor. Viajeros y literatos, autores y personajes, autores y personajes, nómadas todos,artistas atormentados algunos, cuyas vidas y obras han quedado ligadas para toda la eternidad al lugar en el que un buen día alumbraron sus obras maestras. Y es que, como dijo el poeta francés Léon-Paul Fargue, la vida de hotel es la única que se presta de verdad a las fantasías del hombre. Estos lugares donde afamados escritores encontraron la inspiración son hoy auténticos santuarios, centros de peregrinaje turístico, iconos del culto literario donde los mitómanos, confesos o no, ansiamos alimentarnos con las migajas del genio, descubrir las claves de la inspiración y el armazón de sus fantasías.

METÁFORAS DEL VIAJE

En el invierno de 1926, Inglaterra despertó conmocionada por la desaparición de la ya entonces famosa escritora Agatha Christie. Más de mil policías y civiles comenzaron una infructuosa búsqueda en la que, por primera vez en Inglaterra, se utilizaron aviones en el rastreo. Mientras tanto, en ese mismo momento, en Harrogate, un pequeño y coqueto enclave del condado de Yorkshire con gran tirón entre las clases altas de la sociedad victoriana de la época, una tal señora Neele se registraba en el hotel Swan Hydro, hoy conocido como Old Swan, muy próximo al popular hotel Majestic. Diez días más tarde, mientras la nación seguía consternada la búsqueda de la escritora, Bob Tappin, un músico local, creería reconocer en aquella respetable señora a la célebre autora. Alertada la policía, uno de los misterios más sonados de la época había llegado a su fin. Christie no escribió ni un sola página en Harrogate,pero su aventura propició decenas de escritos e incluso a una película, Agatha, protagonizada por Dustin Hoffman y Vanessa Redgrave.

Pero si hay un hotel al que asociar la persona de Agatha Christie ese es el Pera Palace de Estambul. Inaugurado en 1891 como lugar de descanso para los exclusivos viajeros del Orient Express –era el único en la ciudad que contaba con baños de agua caliente–, la figura del Pera, con su arquitectura art decó, evoca en los viajeros de hoy una curiosa mezcla entre nostalgia y admiración, de envidia y deseo. Metáfora arquitectónica de aventura y viaje. Cruzar su hoy relativamente modesto umbral, vislumbrar sus salones, avanzar por sus enmoquetados pasillos, tomar su vetusto ascensor acompañado por mozos en cuyo uniforme centellean nerviosos los botones de latón, escuchar el tintinear de cubiertos y vajillas, percibir el olor de los siglos y los ecos de sus historias es sin duda una experiencia excitante para los que durante años hemos soñado con ello. Christie, la reina del crimen, pasó aquí temporadas entre 1926 y 1932, cuando daba luz al borrador de su ya legendario Asesinato en el Orient Express, novela que finalmente se publicaría en 1934. La habitación que solía ocupar, la 411, está hoy a disposición de los clientes, y puede visitarse siempre que no esté ocupada. No es gran cosa, pero desde su ventana puede intuirse la belleza de los atardeceres sobre el Cuerno Dorado que debieron sin duda inspirar más de una escena a la escritora británica. No es el único hotel que se arroga este derecho, pues también el mítico Baron Hotel de Alepo, en Siria, quiere compartir el privilegio de haber hospedado a Christie –también a Lawrence de Arabia– mientras escribía su obra.

NOSTALGIA DEL TIEMPO PERDIDO

Christie no fue la única que sucumbió al encanto de los hoteles. T. H. Lawrence esbozó Los siete pilares de la sabiduría en el Mena House de Guiza, mientras Dostoievski terminó su obra El idiota en el hotel Couronne de Ginebra. Joseph Conrad escribió gran parte de su Tifón en el singular Raffles Hotel de Singapur, hotel que también dejaría su impronta en Rudyard Kipling, Herman Hesse o Somerset Maugham, y Thomas Wolfe gestaría toda su producción literaria en el Chelsea Hotel de Nueva York. Jack Kerouac daba forma a En la carretera en el Windsor Hotel de Denver, Hemingway haría lo mismo con Por quién doblan las campanas en la habitación 511 del Hotel Ambos Mundos, en Cuba, mientras que el escritor egipcio Albert Cossery, al que se conocía como el Voltaire del Nilo por su ironía, no se conformó con escribir, sino que vivió durante más de sesenta años en la misma habitación del hotel Louisiane de París. Graham Greene ambientó su celebrado El americano impasible en el hotel Continental de Saigón, y James Joyce, a pesar de su glaucoma, aprovechó parte de su estancia en el hotel Lutetia de París para escribir su último y más revolucionario trabajo, Finnegan’s Wake. En hoteles vivió toda su vida Jean Genet, y en moteles escribieron sus obras Bukowski y Carver.

Estos autores son tan sólo algunos ejemplos de cómo la soledad del artista nómada encuentra un asidero en la habitación de un hotel. También la razón de que muchos de ellos terminasen por convertir “su hotel” en un símbolo de marca personal, en su propio hogar. Es lo que le ocurrió a Marcel Proust, quien afirmaba que iba al Ritz de París para alejarse del bullicio, a veces para escribir pero, sobre todo, porque “me dejan en paz y me siento como en casa”. Pero más que el Ritz de París, el hotel que se relaciona con la figura de Proust, y en el que pasó largas temporadas veraniegas entre 1907 y 1914, es el Grand Hotel de Cabourg. La angustia vital que embargaba la existencia del escritor debió encontrar el escenario perfecto en este melancólico hotel al borde del mar. Llegué a él una plomiza tarde del mes de septiembre, y rendí mi personal tributo al autor caminando por el paseo marítimo que hoy lleva su nombre. Me adentré en el hotel como si de una radical inmersión en la melancolía se tratara y, sentado en un pequeño saloncito del vestíbulo, saboreé con deleite la nostalgia de los tiempos perdidos. Acompañé mi breve estancia con un profundo calvados y la serena lectura de unas páginas de su obra. Desconozco si al autor le gustaba el aguardiente, pero me tomé esta pequeña licencia porque el lugar y la temperatura lo requería.

No hay en el Grand Hotel una habitación que lleve el nombre de Proust; fueron muchas en las que se alojó el autor durante sus estancias estivales, ya que cambiaba cada año dependiendo de la bonanza o precariedad de la economía familiar. Proust se aislaba para escribir en la buhardilla del último piso, el más económico, y allí gestaría A la sombra de las muchachas en flor, novela con la que ganaría años más tarde el premio Goncourt y con la que se consagraría como escritor de fama mundial. Las cosas han cambiado bastante desde entonces, y donde antes había damas con sombrillas y niñeras con cofia, ahora hay estresados congresistas y estirados ejecutivos que intercalan sus interminables sesiones de negocios con atrevidos baños en las gélidas aguas del Atlántico. Desde el escondite donde Proust se apartaba del mundo aún se puede contemplar ese cielo plomizo y el mar embravecido, esa “armonía gris y rosa” que habitaba con tanto ímpetu en su corazón.

BAJO EL CIELO PROTECTOR AFRICANO

Para Bertolt Brecht habitar en un hotel era concebir la vida como una novela. Y eso fue lo que debió pensar el norteamericano Paul Bowles, quien convirtió Tánger y su hotel El Minzah en su alojamiento permanente durante una temporada. A su llegada en 1931, el legendario hotel personificaba todo el exotismo y el misterio orientalista, la tradición romántica que Bowles se encargó de canalizar sabiamente en algunas de sus novelas. Allí, bajo el cielo protector de la Tánger más cosmopolita, rica en escenas y grandes personajes, el escritor hizo del mítico Caid’s Piano Bar el lugar de recepción de generaciones de periodistas. Hoy, el hotel, aun siendo de lo mejor que puede encontrarse en una Tánger en plena transformación, conserva ese aire decadente que traslada al visitante a una época cercana en el tiempo pero extraordinariamente lejana. Sentarse en el bar, con las blancas puertas abiertas a su jardín y su piscina, es impregnarse de la sabiduría y el éxtasis con que tan acertadamente Bowles describió a este magnífico hotel. No es el único de la ciudad impregnado de literatura. En el Continental, construido en 1865, se hospedaron, soñaron y seguramente se inspiraron escritores como Pío Baroja, Jacinto Benavente o Somerset Maugman, además de un joven Winston Churchill. En el Al Muniria se hospedó William Burroughs, quien aterrizó en Tánger en la década de los 40 huyendo del aburrimiento americano. Aquí, acompañado del pintor Brion Gysin, escribiría El almuerzo desnudo, que pronto llegaría a ser una de las obras cumbres de la generación Beat.

La llamada de África también la sintió con especial fuerza otro de los grandes escritores de la literatura universal: Ernest Hemingway. Las enormes ansias de aventura y peligro llevarían al escritor norteamericano a viajar dos veces al continente africano. La primera vez que viajó a Kenia fue en 1933, y lo hizo probablemente en busca de una nueva fuente de inspiración. Al poco tiempo de llegar, Hemingway cayó enfermo de disentería, lo que le obligaría a guardar cama durante una temporada. Durante ese tiempo llegó a conocer a importantes figuras de la sociedad local, entre ellos a Bror Blixen, el que fuera marido de Karen Blixen, icono africano y autora de la cinematográfica novela Memorias de África, quien solía visitarlo con frecuencia. El alojamiento habitual de Hemingway durante su estancia en la ciudad era el hotel Savoy, y en él escribiría, además de diversos escritos, Las Nieves del Kilimanjaro. El Savoy, completamente reformado desde 2003, conserva aún todo el encanto de la época. En su lobby, decorado con maderas nobles y presidido poruna flamante escalera que conduce al bar, imágenes en blanco y negro recuerdan la época dorada de los safaris, la figura de los Blixen y la construcción del Lunatic Train, la línea de ferrocarril que unía Mombasa con Nairobi y que se haría tristemente famosa por los ataques de los dos leones asesinos a sus operarios. Curiosamente, el autor de Los devoradores de hombres de Tsavo, el coronel J. H. Patterson, también se alojaría en el mismo hotel, al igual que Winston Churchill, quien no perdía una oportunidad de alojarse en un buen hotel. Es obligatorio pasarse por su bar, donde aún se conservan importantes recuerdos de la época colonial británica y cuyo mobiliario, aún sin ser en gran parte original, destila literatura.

INSPIRACIÓN MEDITERRÁNEA

De vuelta a Europa, la isla de Sicilia, y en especial la hoy explotada, saturada y siempre bella y cautivadora Taormina, también fue fuente de inspiración y reclamo de decenas de escritores y artistas que, como en tantos otros lugares, encontraron un hotel donde poner negro sobre blanco su genial universo interior. Éste no fue otro que el Grand Hotel Timeo. Desde la terraza del hotel, con las privilegiadas vistas del monte Etna, nevado o no, contemplaron el lento carrusel de la vida Thomas Mann, Somerset Maughan o Tennessee Williams, quien escribió aquí dos de sus obras más afamadas, Un tranvía llamado deseo y La gata sobre el tejado de zinc. El hotel fue construido en 1874 como refugio invernal para las clases pudientes europeas –aquellas que tenían entre sus vicios confesables el de realizar el llamado Grand Tour pedagógico y cultural por Europa, germen del turismo moderno–, y sirvió de alojamiento a miembros de la realeza europea que disfrutaban aquí de una incógnita estancia. Una vez más, un clima agradable, la belleza del paisaje, el ambiente cosmopolita y la vida relajada atrajeron a los escritores en busca de la ansiada inspiración. El Timeo fue pronto sustituido por el San Domenico, un antiguo convento que abrió sus puertas en 1905 y rápidamente acaparó las preferencias de viajeros invernales, artistas y literatos como Truman Capote, Tennessee Williams o D. H. Lawrence. Del primero se cuenta que, en una noche donde la bebida había corrido más de la cuenta en el San Domenico, llegó a cerrar un trato por el que compraba a un propietario local Isola Bella, una preciosa islita junto a la costa de Taormina, por la suma de 10.000 dólares. La felicidad de vendedor y comprador duró el tiempo que tardó en llegar una notificación de un banco de Nueva York: el cheque no tenía fondos.

El hotel Cecil de alejandría no contó con el privilegio de que algún autor de fama residera en sus habitaciones mientras escribía su gran obra, pero sí consiguió que diversos autores mo Lawrence Durrel, Costantin Cavafis o Edgar M. Foster lo inmortalizaran a sus páginas. El caso más conocido es del escritor británico Durrell, quién situó el inicio de Justine, en El Cuarteto de Alejandría, en este magnífico hotel, hoy propiedad de la cadena Sofitel. Algo similar ocurre con la Costa Azul francesa, refugio habitual de escritores como Maupassant, Verne o Simenon, además del cretense Nikos Kazantzakis, que escribiría aquí El Cristo recrucificado y Carta al Greco, el alemán Ernst Jünger, con su Una tarde en Antibes, y el inglés Graham Greene, quien escribió en su piso de la calle Pasteur El cónsul honorario, El factor humano y Viajes con mi tía. Pero sería el norteamericano Scott Fitgerald quien dejaría huella indeleble en la costa francesa al escribir su novela Suave es la noche en una villa de Juan-les-Pins, hoy reconvertida en el flamante hotel Belles-Rives.

No quiero abandonar Francia sin rendir mi particular homenaje a la figura de otro gran escritor británico, Sir Patrick Leigh Fermor, considerado uno de los grandes escritores de viajes del siglo XX. Su bello A time to keep silence no fue escrito en un hotel, pero sí en las celdas del monasterio de Saint-Wandrille, en Normandía. Todavía hoy es posible alojarse en esta impresionante abadía –sólo los hombres, pues la mujeres deberán irse a un hostal del pueblo– y sentir la sonoridad del silencio tal y como él lo hizo. Y si bien no es un hotel literario, probablemente el hotel de escritores más conocido del mundo sea el Pont Royal, junto al boulevard Saint-Germain, en París, donde degustaron su atmósfera intelectual Camus, Sartre, Genet o Simone de Beauvoir.

MITOS AMERICANOS Y LOCALES

Si Europa se encuentra plagada de hoteles literarios, no hay ciudad como Nueva York para seguir la senda de la inspiración de los grandes genios de la literatura al otro lado del charco. Si las personas son el resultado de su paisaje, tal y como dijo Lawrence Durrell sobre Cavafis, no encontrarán los peregrinos literarios mejor lugar en el mundo que el Chelsea Hotel, en la 23rd Street, centro neurálgico de la vida bohemia y artística, del intercambio cultural y filosófico. En él vivió Arthur Miller durante siete años, y allí escribió Las brujas de Salem, mientras William Burroughs, quien vivió en el hotel en 1965, comentaba las posibilidades del lugar como generador de historias inverosímiles. No fueron los únicos: Arthur Clarke se alojó en la habitación 1008 cuando ya esbozada su 2001, Odisea en el espacio, y Sam Shepard, hasta las cejas de alcohol y drogas, terminaba sus Crónicas de motel.

Algo más al sur, en Buenos Aires, un viejo recordaría con gran cariño un hotelito, ya derruido, en la cercana localidad de Adrogué. El hotel Las Delicias, en el que llegó a vivir un año y donde pasaba buena parte de sus vacaciones familiares, estaría muy presente en toda su producción literaria. “Muchos argumentos, muchas escenas, muchos poemas que he imaginado nacieron en Adrogué”, diría el genio argentino. La obra de Julio Cortázar también tiene un nexo con un hotel en Montevideo. El Cervantes, un “hotel sombrío, tranquilo, casi desierto”, fue el lugar elegido por el escritor para alojarse durantes sus estancias en la capital uruguaya. Tal fue el vínculo con él que incluso lo llevaría a su cuento La puerta condenada, relato que no fue escrito en sus habitaciones sino en la tranquilidad de su piso en París.

Este recorrido por los hoteles de la literatura no podía terminar sin mencionar el caso particular del español Julio Camba, uno de los escritores y periodistas más admirados y respetados de la primera mitad del siglo XX. En 1949, el ilustre gallego ya era huésped de la habitación 383 del hotel Palace de Madrid –hoy conocida como suite Julio Camba–,dicen que gracias a la generosidad de Juan March, a quien parece que ayudó en sus años repúblicanos, y no lo abandonaría hasta el mismo día su muerte, acaecida en febrero en 1962, a la edad de setenta y ocho años. Después de haber recorrido medio mundo, Camba consideró que no había otra salida para vivir bien que hacerlo tal y como lo había hecho siempre: como un extranjero.