DESCENSO AL INFIERNO MAYA
Una expedición española ha explorado el cenote Xhan Kal, en las desconocidas selvas yucatecas. Los abundantes esqueletos mutilados hallados confirman que este pozo fue uno de los portales de entrada al Xibalbá, el inframundo maya, donde los indígenas precolombinos celebraban sacrificios humanos para apaciguar a sus dioses.
Dos tortuosas horas de baches por estrechas pistas que atraviesan enrevesadas selvas es mucho tiempo para pensar cuando una inquietud ronda tu cabeza. María, mi compañera de fatigas, lleva todo el camino sumida en la preocupación. No le hace ninguna gracia irrumpir en un cementerio de condenados sobre el que recaen ancestrales maldiciones. Es un infierno que no entendemos. Ella prefiere los trabajos en aguas abiertas, entre peligrosos tiburones tigre animales que, por otro lado, no nos cansamos de estudiar. Pero ahora toca iniciar un viaje al mismísimo inframundo maya, a la morada de Chabtán, el dios de los sacrificios humanos.
La Península de Yucatán aún esconde muchos secretos por desvelar. El misterio, la magia, la sangre y la muerte siempre estuvieron presentes en los mayas prehispánicos que poblaron estas tierras mexicanas. Antes de la llegada de Hernán Cortes, estos indígenas abrazaban con fervor, e incluso con fanatismo, una religión que creía ciegamente en un inframundo -ellos lo llamaban Xibalbá- habitado por todo tipo de seres divinos y sobrenaturales que exigían sacrificios humanos para saciar sus instintos más despiadados.
Los cenotes, profundas pozas de agua dulce que recorren en forma de ríos subterráneos el subsuelo de Yucatán, eran considerados por esta civilización como portales de entrada al Xibalbá; no en vano, en lengua maya, el término “ce note” proviene de la palabra ts’onot, que significa “abismo” o “profundidad”.
Las características geomorfológicas de los cenotes, tales como la oscuridad, la presencia de agua y de animales que se asocian a la muerte, a la noche y al mundo inferior, llevan a pensar que estos sitios eran considerados puertas de entrada al inframundo. Las distintas líneas de investigación que sigue el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), el organismo mexicano competente para investigar, estudiar y proteger los restos arqueológicos que se encuentran en estos cenotes, apuntan al uso diverso de estos lugares como depósitos mortuorios, receptáculo de ofrendas y también, según las fuentes coloniales, para sacrificios humanos de niños en honor al dios Chaac, deidad maya de la Lluvia, y a Chabtán, de la destrucción y los sacrificios humanos. En documentos históricos se registran diferentes formas de sacrificios rituales, como la extracción del corazón, la decapitación, el despeñamiento de víctimas atadas por las escaleras de los templos y la precipitación de personas vivas al interior de los cenotes. Éste último ritual, que era conocido con el término Chen Ku, tenía como objetivo el suplicar al dios Chaac que propiciara la lluvia, algo vital para un pueblo eminentemente agrícola. Por eso, en diferentes escritos se relacionan directamente los largos periodos de sequía con el aumento de este tipo de sacrificios humanos. En el Cenote Sagrado de Chichén Itzá, la más famosa ciudad maya del Yucatán, se han documentado cientos de esqueletos de indígenas que murieron en rituales de este tipo. La ofrenda se desarrollaba siempre al anochecer, a la luz de las antorchas. El Xmenob –una especie de sumo sacerdote– ofrecía la víctima a la divinidad a través de cánticos y oraciones y, luego, ordenaba arrojarla viva al cenote, junto a piedras preciosas y otros objetos de valor. Los mayas no pensaban que los sacrificados morían en la caída, sino sólo que desaparecían en el inframundo, donde a partir de ese momento formarían parte de esa otra realidad paralela al mundo de los vivos.
El misterio que envuelve toda estas creencias y, cómo negarlo, el afán de aventura, es lo que nos ha traído hasta las selvas de Homún, un pequeño municipio del interior del Estado de Yucatán, en la provincia de Mérida, a unos 35 km de la ciudad maya de Chichén Itzá. En algún lugar de esta región (que me sería imposible volver a encontrar sin ayuda) se encuentra el cenote Xkan Kal, un pequeño agujero localizado entre dos grandes árboles que conduce a lugares, hasta ahora, insondables. Nuestra misión es explorar esta cueva inundada de agua y comprobar y documentar que, tal y como aseguran las leyendas locales, este cenote es uno de los portales de entrada al inframundo que utilizaron los indígenas prehispánicos para sus macabros rituales de sangre. Para ello, nos hemos puesto en manos de Don Elmer, un anciano y sabio guía local que se conoce todos los recovecos de esta intricada selva, y del incombustible Pepe Esteban, uno de los mejores espeleobuceadores de México, la persona a la que todos los buzos nos gustaría tener al lado cuando las cosas se ponen feas bajo el agua. Xkan Kal -o Kankal- (pues aún no se sabe muy bien como se escribe) significa “cuatro gargantas” y hace referencia a las cuatro entradas de luz que tiene esta poza. El cenote es del tipo dolina (cuello de botella) y su estrecha boca de entrada mide poco más de metro y medio de ancho. Desde la superficie hasta el espejo de agua hay un tiro de entre 18 y 20 metros de altura. Para solventar esta restricción, utilizamos un sistema de cuerdas y poleas para que los buzos que íbamos a hacer la prospección pudiéramos bajar hasta el agua con nuestros pesados equipos. En superficie, Don Elmer dirige un grupo de chamaquitos mayas que son los encargados de sujetar y tirar de las cuerdas, primero, para bajarnos y, por último (y más importante) para sacarnos de allí cuando todo acabe.
(Estarán ¡Seguro!… se les ha prometido pagarles bien) .
Sentado en una rudimentaria canastilla de hierro, colgando de una cuerda sobre el negro agujero sin fondo, esperé el momento para descender, Don Elmer se me acercó: «¿Está usted seguro, doctor? ¿sabe que éste es el portal de entrada al Lugar del Temor?». No tuve tiempo de responder. Sentí el primer tirón de las cuerdas y protegí con fuerza entre mis brazos el pesado y delicado equipo fotográfico. Comencé a penetrar en el cenote sagrado de los sacrificios con la misma indecisión que lo hace una herrumbrosa llave antigua en su oxidada cerradura.
EN EL CENOTE SAGRADO
Arriba, desde la espesa selva, un haz de luz penetraba por la angosta boca del pozo e iluminaba tímidamente la enorme gruta. Abajo, a unos veinte metros, Pepe Esteban y María Junco esperaban, flotando en aguas oscuras con todos los equipos de inmersión ya montados y preparados. Antes de abandonar la seguridad de la caverna aérea, una última mirada nos muestró un lugar de ambiente estremecedor. Hay un cierto nerviosismo en el grupo, no por la inmersión en sí, cuyo perfil no supone grandes dificultades técnicas, ya que esta enorme poza, de unos veinte metros de diámetro, tiene una profundidad máxima de cuarenta y tres, sino por la sensación de estar violando un santuario sagrado, un lugar donde descansan las almas en pena de unos pobres diablos que fueron ejecutados para saciar la sed de los monstruos que aquí habitan, como Vucub Camé (Siete Muerte), soberano del Inframundo, Ahalcaná (Productor de Bilis) o Cuchumaquic (Jefe de la Sangre).
Las paredes laterales del Xkan Kal son prácticamente lisas y, con el movimiento de los focos, nuestras sombras se proyectan en ellas adoptando siluetas diabólicas y espeluznantes. La bajada continúa de sobresalto en sobresalto y, a unos veinte metros de profundidad, nuestras luces descubren, por fin, algo sólido…, parece la cima de una montaña de escombros, arena y piedras. Es lo que los espeleobuceadores conocen como El Monte y que se forma en todos los cenotes de este tipo con el paso de los años, de los siglos y de los milenios, resultado de la acumulación de todo tipo de materiales caídos desde el exterior. Pronto comienzan a verse los primeros restos óseos semienterrados. Se trata de la quijada de un enorme animal que, por la forma y gran tamaño de los molares y premolares debió pertenecer a un herbívoro. La mandíbula yace junto a otros huesos que bien podrían ser vértebras de la misma bestia. Sin embargo, los hallazgos más interesantes se producen poco después, cuando el grupo consigue bajar hasta la base del pozo. Con casi tres cuartas partes al descubierto, una vasija de color arcilla, asoma entre la tierra del fondo. Su aspecto denota mucha antigüedad y destaca porque su base no es plana, sino que termina en pico, una forma típica de los cántaros usados por la civilización maya para extraer el agua potable de los cenotes. No tenían la base plana porque su función no era la de almacenar el agua, sólo sacarla del pozo. Junto a ella, otra olla de forma globular, ésta de color azulado, hace sospechar que llegaron hasta aquí fruto de un accidente al caerse desde el exterior mientras se extraía el agua. En medio de la euforia contenida, intentando rastrear el suelo en busca de más vestigios del pasado, las luces descubren los primeros restos humanos: un cráneo caído boca abajo y, más allá, otro ladeado y, un poco más adelante, un tercero junto a un montón de huesos fácilmente reconocibles. Son fémures, tibias, húmeros y otros huesos del cuerpo humano. Es un verdadero cementerio subacuático. Algunos de los cráneos muestran mutilaciones dentarias y “deformaciones intencionadas” (como se dice en el argot arqueológico) en el hueso frontal (plano y hacia atrás), un indicio más de que pudieron pertenecer a indígenas mayas de la época prehispánica, ya que esta cultura tenía la costumbre de modificar, por medio de tablillas y ataduras, los cráneos de los recién nacidos para intentar conseguir una estética más alargada de sus cabezas, una señal que se interpretaba como signo de belleza y jerarquía social.
Las exploraciones realizadas por la Expedición Xibalbá documentaron un total de dieciocho esqueletos humanos, numerosos, restos óseos de animales y nueve vasijas, bastantes más de los que hasta ahora tenía registrado el INAH, que era de ocho esqueletos y siete vasijas, según los datos que nos aportó Pilar Luna, responsable de la Subdirección de Arqueología Subacuática de este organismo. Todas las prospecciones que se han hecho hasta ahora en Xkan Kal sólo han sido de reconocimiento y documentación y los restos hallados están situados en las capas superficiales del fondo del cenote y del El Monte, con lo que se supone –a la espera de estudios más concienzudos del INAH- que pertenecen a la época más reciente de la antigua civilización maya, es decir desde la llegada de los españoles (época en la que se dejaron de realizar sacrificios humanos) hasta el principio de periodo Post Clásico (900 d.C.-1541 d.C.), aunque es factible considerar que la mayoría de la riqueza arqueológica que alberga el Xkan Kal se encuentra sepultada por esa enorme montaña de toneladas de sedimento y que una futura excavación podría hallar restos más antiguos, pertenecientes al periodo Clásico (250 d.C.-800 d.C.) e, incluso, al Preclásico Tardío (300 a.C.-250 d. C.). El INAH se encuentra en estos momentos estudiando los restos hallados en Xkan Kal, según indicó Pilar Luna, y presentará pronto un informe preliminar al Consejo de Arqueología de este organismo, que es la instancia que aprueba o rechaza, según sea el caso, todos los proyectos arqueológicos que se quieran hacer en territorio mexicano. Por hoy, los trabajos de prospección en el Xkan Kal han terminado. Los miembros de la expedición inician el lento ascenso. Mientras esperamos a cumplir los tiempos de descompresión, respirando los últimos gases del nitrox de nuestras botellas, un grupo de peces albinos y ciegos, sin ojos (no los necesitan dentro de estas cuevas donde la oscuridad es total), nos rodean y nos hacen compañía. La ciencia me recuerda que se trata de una rara especie endémica de los cenotes (Ogilbia pearsei), en peligro de extinción y conocida como la damablanca ciega…, pero en mi cabeza, hoy, las ideas se confunden y, más bien, me decanto por pensar que, en realidad, se traten de los wayob, los espíritus sagrados que habitan en el Xibalbá y que actúan como guías del alma de los que hasta aquí llegan. Por si acaso, lo mejor es no molestarles…