HISTORIAS DEL MAR
El mar. Un mundo sinuoso que guarda bajo las olas el canto de mitos y leyendas. La mar. Un precipicio en el horizonte que lleva al gozo y al temblor. Más aún cuando la Tierra no estaba completamente descubierta y navegar era sinónimo de grandes aventuras y miles de anécdotas. Como éstas.
Los sitios verdaderos nunca se encuentran en el mapa. Eso al menos decía Ismael de la lejana isla de Rokovoko, situada entre el oeste y el sur, más exactamente en las páginas de Moby Dick y en la imaginación de Herman Melville. Los marinos saben mucho de estas cosas extrañas. La niebla que nubla el sentido puede hacer que un continente se esfume o que una isla surja para volver a la nada cuando el vaho desaparece. La verdad no está en los mapas, es cierto, como lo es que la fábula pueda pervivir durante muchos años en los dibujos de la mente.
En Nanking, un día de septiembre de 1405, las orillas del río Yang Tse no se veían. Era tal la acumulación de embarcaciones que el resto de la flota esperaba la orden de Zeng He en puertos costeros cercanos a la desembocadura para hacerse a la mar en busca de aventuras. A bordo de trescientos diecisiete barcos (algunos con nueve palos, ciento veinte metros de eslora y cincuenta de manga) había veintisiete mil setecientos cincuenta marinos ansiosos por lanzarse hacia el mar de China, virar a babor cuando la tierra lo permitiera, cuidarse de los piratas del estrecho de Malaca, adentrarse en el mar de Andamán y en el golfo de Bengala, llegar a Ceilán y tal vez seguir aún más hacia al oeste. De un barco a otro, la orden fue saltando a gritos y por un momento el viento enmudeció para quedar prisionero en el trapo de mil velas.
Zeng He era un soldado mogol al que las tropas del emperador chino habían tomado preso. Como era habitual, fue castrado. Su instinto de guerrero le permitió encontrar la estrategia adecuada para superar aquel incidente y se dijo: a grandes males, grandes remedios, también los eunucos sirven para cualquier cosa (excepto para una), incluido mandar una gran flota. Y se granjeó la confianza del emperador. Los chinos (al contrario de los mogoles) no conocían el significado de palabras como expansionismo o colonialismo. Sólo les movían el comercio y la curiosidad por las tierras lejanas. Con estas órdenes Zeng He partió.
Fueron siete viajes realizados entre 1405 y 1433 que lo llevaron a recorrer Ceilán, la costa india, Arabia, Omán, Yemen, Somalia, Kenia (Lamu y Malindi principalmente), Zanzíbar y Madagascar. Viajes que según los historiadores chinos y algún que otro occidental le permiten ser comparado con el almirante Cristóbal Colón.
En ellos, consiguió embarcar jirafas para el emperador Zhu Di, animal que los chinos confundieron con el qilin sagrado portador de buenos augurios. Y se asombró en Siam al saber que las mujeres manejaban los negocios mientras los hombres caminaban con el sonido titilante de cascabeles de estaño y oro que clavaban en su prepucio. En Fuerte Kochi (que ahora se llama Cochín), los chinos dejaron como huella un ingenio armado con poleas para pescar desde la orilla, aunque hay quien asegura que fue Marco Polo quien cien años antes enseñó a los indios del sur este peculiar sistema. El teatro kathakali de Kerala también tiene claras reminiscencias chinas y en la isla de Lamu (frente a la costa de Kenia), viven los bajun, etnia con rasgos asiáticos, ojos rasgados y cabello liso, nada crespo. Mas lejos aún, en el norte de Australia habitado por los baijini, quedan huellas visibles de lo que pudo ser herencia de los marinos de Zeng He.
EN BUSCA DE LA TIERRA ESCONDIDA
Año 1606. Luis Váez de Torres navegaba por el mar del Coral con la orden de descubrir esa Terra Australis Incógnita (o Austrialis, es decir, de la casa de Austria) que debía estar por allí para servir de contrapeso a las tierras del hemisferio norte. No había otra forma de que la esfera terrestre se mantuviera en posición estable.
Dicho de otra manera, que el huevo no se diera la vuelta. Tantas islas había visitado para obtener la certeza de que no eran el continente buscado que ya andaba un poco harto, la verdad. Una paloma gris y blanca con un moño en su pico (la dúcula) acompañaba al barco sin esfuerzo alguno, mientras que de vez en vez se veía en el mar la silueta oronda del dogón, una sirena de mar. “Tierra a estribor”, gritaba de día el vigía desde la cofa del trinquete, y era la isla de Moa, o la de Badu, o Daru, o Sabai. “Tierra a proa”, gritaba de noche el serviola, y era Boigu, o Horn, o Dauan o cualquiera de las doscientas setenta motas de tierra que (hoy sabemos) formaban el archipiélago que dificultaba la entrada al mar de Arafura, ya cerca de Nueva Guinea y del oeste de Indonesia. “Tierra a babor” y, tras la luz del alba, Torres vio un vértice angosto que se abría sin que la neblina dejara ver más. “¿Nos acercamos, señor?” Lo miró y dudó. Dudaba de todo. Tardó unos segundos en decidirse y al fin dio orden de continuar.
No sabía que aquello era el cabo de York, que lo que en ese momento se le ocultaba era una península ni que la tierra firme continuaba hacia el sur formando un continente mayor que Europa entera: Australia.
No crean que a todos les gustaba el mar. Había muchos que tenían miedo de él. Al océano Atlántico lo llamaban el Mar Tenebroso, porque si navegaban hacia el oeste, en un momento determinado ese mar que era tan plano como la tierra se acababa y los navegantes se precipitaban hacia un vacío que nadie sabía qué era. Si navegaban hacia el sur, las aguas se tornaban tan calientes que bullían a temperaturas extremas, cociendo en ese horno a todo aquel que traspasara el límite de lo prudente, es decir, de lo conocido. Nadie quería probar la sopa de marino valiente hasta que los portugueses del cuatrocientos se atrevieron a visitar las aguas caldas.
Al otro lado, en tierra americana aún no descubierta por los europeos, parece como si las civilizaciones e imperios dominantes también sintieran miedo a navegar.
Mayas, aztecas e incas costeaban en barcas escasamente marineras o se trasladaban en canoas monóxilas por ríos y lagos, aunque con bastante cautela. Claro que había rutas marítimas, como la de Veracruz a Honduras para llevar miel, copal, cera, esclavos, plumas vistosas o mantas de algodón y conseguir a cambio alabastro, cristal de roca, cobre, oro, turquesas, obsidiana y cacao, aunque todos sabían que el mal llegaba casi siempre por mar. No se referían a los españoles (señalados por las profecías como gente barbada y de piel blanca que llegarían para comenzar un periodo más feliz), sino a los indios caribes que vivían en las islas menores de la costa venezolana. Estos caribes hacían incursiones en canoas y barcazas rápidas con el fin de robar aquello que encontraran a su paso, matar a varones y ancianos y llevarse a las mujeres y niños. Si los comparamos con los vikingos del siglo X, éstos fieros guerreros que poblaron el norte europeo y asolaron las costas europeas eran encantadores y con un corazón como el de la madre Teresa de Calcuta.
Veamos: a mediados del siglo XVI, Hans Staden cayó prisionero de los indios tupí que habitaban las tierras y aguas del Orinoco y zonas de Venezuela que a veces llegaban al mar. Las costumbres antropófagas de estos indios eran similares a las de los caribe (palabra que se transformó en caribal y de ésta pasó a caníbal). Él nos narra su experiencia en un libro cuyo larguísimo título puede resumirse en Verdadera historia y descripción de un país de salvajes desnudos,feroces caníbales, situado en el Nuevo Mundo, publicado por Argos Vergara en Madrid, 1983. Gracias a su narración y a otras menos explícitas, conocemos que los caribe, en sus correrías marinas, tomaban presos a los niños y mujeres con fines alimenticios. Los pequeños eran engordados en apriscos como si fueran cerdos para comerlos cuando se considerara oportuno. A las mujeres se las violaba para que quedaran embarazadas y cuando daban a luz, se comían a los bebés (o sea, a sus propios hijos). En su crónica, Staden narra cómo mataban, cortaban y cocinaban sus presas como en un libro de recetas culinarias antropófagas. Esto es lo que los españoles se encontraron al sur de ese mar de fuego. El espanto que aquellas costumbres crearon en la mente de los conquistadores españoles pudo ser la razón que propició la rápida desaparición de los indios caribe.
EL ENIGMA DE LA ISLA DE PASCUA
La brutalidad de los aztecas, mayas, incas y otros imperios americanos sólidamente poderosos y basados en cultos muy sangrientos parece ser común en todo América, como también lo es el miedo al mar. Costear ya era un peligro, cuanto más lanzarse al interior de los océanos: el Atlántico al este, el Pacífico al oeste, el Antártico al sur. El mayor misterio se quedó enganchado de los ahu y los moai que los Hanau eepe (más conocidos como orejas largas) levantaron en la lejana isla de Pascua. En su origen, una isla siempre es habitada en su primer momento por gente venida de otras tierras. Las distintas teorías dicen que la Isla de Pascua fue colonizada por navegantes que llegaron de la costa americana (a 3.760 kilómetros de Chile), o de la Polinesia (a 2.350 de las islas Pitcairn y a 4.251 de Papeete, la capital de la Polinesia francesa), o de ambas partes al este y al oeste. Muy buenos marineros debieron de ser aquellos que llegaron desde tan lejos, los hanau eepe (o sea, los orejas largas), fuertes, altos y bien alimentados que tal vez llegaron de la Polinesia, los hanau momoko (los orejas cortas), de estatura escasa, cuerpo delgado como el de las lagartijas y menos agresividad en sus genes, que pudieron llegar del continente americano. Sin embargo, hace muchos siglos que perdieron la noción de la navegación. Tienen miedo al mar y no construyen otras embarcaciones que unas pequeñas balsas para pescar a pocos metros de la costa en las que sólo cabe una persona. Es la tierra de Te Pito Te Henua, el ombligo del mundo, un mundo hecho con su isla y el agua que la rodea en un radio de no más de cien metros.
La isla fue descubierta en 1722 por el navegante neerlandés Jacob Rosseveen, que en su ratos libres ejercía el noble oficio de la piratería. El segundo en llegar fue el español Felipe González de Haedo, quien cartografió la isla con sus moais y acertó a bautizar la playa donde desembarcó desde sus naves San Lorenzo y Santa Rosalía como Bahía González. Luego llegó Cook y La Pérouse para cambiar esa toponimia con nombres ingleses y franceses (incluidos los suyos), de modo que el único dado por González de Haedo que hoy subsiste es el de Punta Rosalía, mientras que aquéllos dados por chilenos, pascuenses, ingleses y franceses conviven en armonía.
La triste historia de la isla de Pascua hasta la década final del siglo XX daría para un tema largo y apasionante, pero no es éste el fin de lo que ahora escribo. Sólo me permito un leve apunte: en 1862 una flota peruana de esclavistas (fundamentalmente criollos, pues Perú ya era nación independiente de España desde hacía cuarenta y un años) partió de El Callao para asaltar la isla de Pascua y llevarse encadenados a más de mil hombres, incluido el rey y los sacerdotes que guardaban los secretos de la cultura pascuense y la escritura rongo rongo. Los querían para emplearlos como mano de obra en la isla peruana de Chincha, en la que la recogida del guano estaba produciendo beneficios cuantiosos. Muchos de los pascuenses se marearon y enfermaron en el viaje (otra vez el miedo al mar), algunos murieron trabajando (dicen que de pena) y los que pudieron regresar portaban enfermedades como la tuberculosis o la viruela desconocidas para ellos. Al final, quedaron ciento once varones que fallecieron poco después de su regreso. El exterminio de los sacerdotes llevó a la desaparición de la cultura
tradicional. Hoy se considera que no existe el pascuense puro, sino el que surgió de la mezcla de las mujeres isleñas con otros varones llegados desde el continente.
En 1877 (es decir, quince años después) quedaban allí cien personas vivas.
A cambio, ellas siguen manteniendo sus rasgos puramente polinésicos, bailando el hula–hula o el sau–sau con ágiles movimientos de cadera vestidas con el kau huru–huru hecho con ristras de plumón blanco de gallina, junto a los hombres que llevan hojas largas desde la rodilla a los pies, una falda vegetal y una corona casi siempre espectacular. Todos se muestran orgullosos de su carácter polinésico.
UNAS ISLAS MUY PARTICULARES
Tampoco es para ponerse así ni enfadarse demasiado con estos sucesos tan repetidos en la historia fatal de la humanidad. Así que pasemos a otras cosas. Un siglo antes,
navegaba el capitán francés Alphonse Pontevès a bordo de Le Lys por el Índico africano cuando encontró dos atolones hermosos llenos de esbeltos cocoteros. Acertó a llamar al mejor de ellos con el nombre de Alphonse (tal vez en su honor). Lo curioso es que estos pequeños pedazos de tierra no aparecían en ningún mapa ni de ellos había referencia hablada o escrita a pesar de que estas aguas fueron muy navegadas de norte a sur y de este a oeste por africanos swahilis, omaníes, árabes, portugueses y chinos. Nadie los había visto hasta entonces. El mar los había mantenido ocultos.
Hoy, Alphonse es una isla privada que alberga uno de los resort (establecimientos hoteleros que ofrecen cabañas de lujo en medio de una geografía frecuentemente asombrosa) más bellos del bello archipiélago de las Seychelles.
Claro, que para saber lo que es el lujo del mar mirado con ojos de película, no hay nada como alquilar un velero en Auckland (Nueva Zelanda) y dejarse llevar con el acompañamiento de peces voladores, leones marinos que sestean en la orilla o pingüinos que nadan prodigiosamente hasta islas como Tiritiri Matangi, la única casa del robusto pájaro takahe, o el pukeko arrogante con su cara roja, o el torea comeostras con su pico aflautado. Tampoco está mal navegar (o volar en helicóptero) a Turtle Island, en Fidji. Cuando la visité, había catorce cabañas diseñadas como lo hubiera hecho el decorador de Paris Hilton y albergaban a veintiocho personas (sólo admitían parejas heterosexuales sin niños ni otros animales). Los clientes podían pasar la noche como robinsones en un pequeño atolón deshabitado en el que eran desembarcados al atardecer para dormir en un tienda iluminada por antorchas, y recogidos al día siguiente. La cena estaba servida sobre la arena de la playa y el champán permanecía fresco en su cubitera hasta la hora de ser bebido. Cuando me fui de allí, mi tarjeta de crédito tuvo un intento de suicidio.
Para animarla, me fui a Jamaica y recorrí en unos minutos la silueta arenosa de la Isla Verde, ahora llamada Navy, que ganó Errol Flynn en una partida de póker.