Llegaron a Tombuctú como invasores del imperio marroquí en el siglo XVI, pero sus orígenes se encontraban al otro lado del Mediterráneo, en al-Ándalus. Aún hoy es posible encontrar sus huellas, y aunque llegaron a la curva del Níger con intenciones poco pacíficas, la habitaron durante más doscientos años.
Cuentan que en 1828 René Caillié pisó Tombuctú y se convirtió en el primer europeo en conocer la mítica ciudad africana. Cuentan también que sufrió una gran desilusión al encontrarse las ruinas de una ciudad de barro y polvo, donde no quedaba apenas rastro del riquísimo Imperio de Mali, mitificado por el oro del que hizo alarde el rey Kankou Musa en su viaje hacia La Meca, allá por 1324. Aquella Tombuctú que recibía a Caillié no era ni la sombra de la que había sido la capital intelectual y espiritual del islam en todo el continente durante los siglos XV y XVI, así como tampoco el francés era el primer europeo en visitarla.
Mucho antes ya habían llegado los Arma, y sí, su nombre está escrito en español. Pero ¿quiénes eran esos hombres? La respuesta es una de las grandes curiosidades de nuestra historia, además de una gran desconocida.
Los Arma son los descendientes de los andalusíes que llegaron a las orillas del Níger de la mano de Yuder Pachá. Algunos expertos argumentan que el nombre del militar proviene de Yudar, Dyaudar, o Judar, aunque en la Historia de África de Pierre Bertaux, publicada por la editorial Siglo XXI, el autor dice que le llamaban Joder Pachá en honor a la muletilla que no abandonaba.
Sea como sea, Diego de Guevara, su nombre original, era almeriense, nacido en Cuevas de Vera (hoy Cuevas de Almanzora) hacia 1560, en una familia morisca huida de tierras granadinas. Cuando tenía 13 años fue tomado como botín junto a un centenar de personas por una tropa de piratas berberiscos llegados en 23 barcos. Habían desembarcado en Mesa Roldán al mando del caíd Said ad-Dugali, quien ordenó el saqueo y se llevó a Tetuán al adolescente Diego.
Como es de suponer, no hubo rescate, y el futuro Yuder Pachá creció como eunuco sirviendo en el palacio del sultán Abd al-Malik, hablando árabe y convertido al islam. Con 18 años participó de manera notable en la batalla de Alcazarquivir o de los Tres Reyes, donde murió Abd al-Malik.
El nuevo sultán, Ahmed al-Mansur, reconoció el valor del joven andalusí y lo nombró caíd de Marrakech, para más tarde ponerlo al frente del poderoso ejército con el que pretendía satisfacer su sueño de crear un gran imperio marroquí en el África subsahariana.
La atracción de Al Mansur por las tierras del Níger venía inspirada por las historias de oro y gloria que rodeaban Tombuctú desde los tiempos de Kankou Musa, que el cartógrafo Abraham Cresques inmortalizó en 1375 en su magnífico Atlas Catalán como un rey negro con una gran pepita de oro en la mano. Habían pasado dos siglos desde la peregrinación de éste a La Meca, pero su imperio había crecido hasta fusionarse con el Songhay, al que la ciudad le debía realmente el prestigio en las artes y las ciencias.
Yuder Pachá se encaminó a Tombuctú en 1590, dispuesto a cruzar 3.000 kilómetros de desierto y a jugarse la vida y la tropa en la travesía: 1.500 jinetes y 2.500 infantes (muchos de ellos armados con arcabuces), ocho mil camellos, mil caballos de carga, mil mozos, seiscientos trabajadores y ocho cañones ingleses.
Decía el sultán sin temor alguno que, por donde pasaban las caravanas de comerciantes, podían pasar también los ejércitos. A pesar de las pérdidas, que las hubo y muchas, para 1591 Pachá había logrado controlar pozos de agua estratégicos, las minas de sal de Taghaza y dominar al enemigo en la mítica batalla de Todibi, muy cerca de Gao, la capital imperial.
Los Songhay estaban bien preparados y esperaban a los marroquíes con un gran ejército de 30.000 infantes y 18.000 jinetes. Además, el gobernante songhai Askia Ishaq II envió mil cabezas de ganado con la idea de distraer al enemigo, pero perdieron de vista la gran ventaja con la que llegaba el ejército de Yuder Pacha: la pólvora y las armas de fuego, que al explotar, provocaron, además de muertos, la estampida de hombres y animales.
“¡Al arma!”, dicen que gritaban en el fragor de la batalla, aunque no sabemos si la frase forma parte del mito. Lo que sí es cierto es que los invasores que hablaban español pasaron a ser llamados así.
Tras la batalla, Pachá y sus hombres saquearon Gao y se encaminaron hacia Djenné y Tombuctú, que supuso también una decepción para el almeriense, pues esperaba lujos en el palacio del Askia y minas de oro a pie del camino.
Nada más lejos de la realidad. Sin embargo se instaló entre Tombuctú y Gao hasta 1599, cuando regresó a Marruecos cargado de mercancías y regalos para Al Mansur, quien sin embargo lo había sustituido por otros pachás al poco tiempo de llegar a Mali. Murió en 1605 víctima de las pugnas por el poder de los herederos del sultán, según algunas versiones.
Muchos de quienes acompañaron a Yuder Pachá no emprendieron el viaje de regreso y se integraron con la población local, celebrando bodas de oficiales con princesas y de soldados con plebeyas.
Así se fue creando la insólita dinastía de Los Arma, la “dinastía andalusí” de las orillas del Níger, con costumbres y lengua castellanas, blasones en las fachadas de sus casas y con un poder reconocido hasta mediados del siglo XVIII. A Yuder le sucedieron en el poder otros andalusíes, como Mahmud ben Zarqun, de Guadix, que gobernó con mano de hierro (y gran crueldad) la curva del Níger; Mansor Abderramán Diago, conocido como El Cordobés, pacificó un poco la zona, pero dicen que murió envenenado por una concubina de Yuder. Le sucedió Ammar al-Fata, también cuevano, que perdió a medio ejército (500 renegados andalusíes) en el desierto y sufrió una gran derrota ante los soldados de Mali que cercaban Djenné. Fue depuesto por Al Mansur por dejar el gobierno en manos de sus lugartenientes, para entregarse a los placeres de palacio en brazos de la toledana Nana Hamma.
El prudente cordobés Suleyman llegó para ocupar su lugar, y a éste le siguió un morisco sevillano, Mahmud Longo, apartado por el codicioso y concupiscente tesorero Alí de Tlemcén. El último gobernador andalusí de Tombuctú fue el arbitrario Yahya de Granada, pachá en 1648, que saqueó sin motivo Gao y Bamba y murió en la cárcel en 1655. Años después pasó sin pena ni gloria otro pachá de origen hispano, Abd al-Rahman Ben Said al Andalusí y, por último, en 1707 llega el último gobernador andalusí de Tombuctú: El-Mobarek Ben Muhammad, granadino, depuesto por su tropas por su incapacidad para detener el avance de las tribus tuareg, cuya victoria en la batalla de Taya en 1737 puso fin al poder de los Arma a orillas del Níger.
La preeminencia de este grupo étnico continuó, a pesar de que el gobierno de Tombuctú quedó en manos de los marroquíes, hasta 1833, cuando los peules derrotaron a los marroquíes y se creó el reino de Macina. Para esa época, en la que los franceses se consideraban los primeros europeos en conocerla, ya poco o nada quedaba de la erudita y misteriosa ciudad del desierto donde los españoles habían dejado su huella, y no sólo desde la llegada de Yuder Pachá. Los sabios y comerciantes se habían ido, las caravanas ya no la incluían en sus rutas y los sultanes no veían rentable mantener una colonia sin minas de oro. Pero efectivamente, los Arma no habían sido los primeros andalusíes en Tombuctú.
Mucho antes que los guerreros y la pólvora, había llegado a la ciudad Alí Ben Ziyad al Quti, un juez y bibliófilo toledano que se exilió de su ciudad en 1468 por la persecución de los Reyes Católicos contra los moriscos. Lo que vino después de su llegada es bien conocido por los lectores de este boletín: Al Quti es el patriarca de la estirpe de los Kati, la familia que, durante más de quinientos años y hasta hoy, ha protegido y aumentado los fondos de la maravillosa Biblioteca de Tombuctú.
Curiosamente, la historia es caprichosa y quiso que por la invasión marroquí de Yuder Pachá, los primeros Kati, andalusíes como él pero emparentados con los songhai, tuvieran que volver a huir esta vez de Tombuctú con la biblioteca a cuestas, para protegerla y esconderla en aldeas perdidas de las marismas del Níger. Es probable que Yuder ignorara el valor de aquellos libros, así como que las peculiares mezquitas y demás edificios de barro de la ciudad fueran obra de Abu Haq Es Saheli, poeta y arquitecto granadino que llegó a Tombuctú en el séquito de Kankou Musa. Puede que tampoco tuviera ni idea de que los poemas que se recitan con emoción, aún hoy, para celebrar el nacimiento de Mahoma en aquellas mezquitas fueran de Al-Fazzazi Al-Qurtûbi, gran poeta místico nacido en Córdoba.
Pero, ¿acaso podemos imaginar de que hay tanto de nosotros tan lejos?