Texto: Emma Lira

Boletín 72 – Sociedad Geográfica Española

Rusia: una aproximación

El concepto de una tercera Roma, heredera de la primera, la italiana, y de la segunda, su marca oriental, Bizancio, es atractivo. ¿Qué país no abrazaría la idea de convertirse en un imperio férreo, unificado y próspero llamado a expandirse y a existir durante siglos años? En el siglo XV, la idea de una Tercera Roma fue acuñada para el germen de lo que hoy es Rusia. A raíz de los últimos acontecimientos, cobra más interés y protagonismo que nunca.

Dos Romas han caído. La tercera se mantiene. Y no habrá una cuarta…”. Las palabras que el monje ruso Filoféi de Pskov dirigió en 1510 al gran duque Basilio III en Moscovia, apenas 60 años después de la caída de Constantinopla en manos musulmanas, se teñían ya entonces de la transcendencia de las profecías. El monje ortodoxo exigía al Gran Duque que se revistiera del papel que le proponía la historia: el del último bastión cristiano frente a las herejías católicas de la Europa Occidental, por un lado, y la amenaza oriental del Islam, por otro. La actual Rusia era un lugar limítrofe entre ambas realidades “¡Nadie reemplazará tu reino de zar cristiano!”, clamaba el monje. Una vocación de exclusividad que sonaba -y sigue sonando- un poco a apocalipsis.

La idea no era del todo nueva. Surgía de la creencia de que alguna ciudad, estado o país europeo debía ser la sucesora del Imperio Bizantino, como éste, unos 1000 años antes, se había alzado en heredero del Imperio Romano. Fue Constantino el Grande el primero que adoptó esta idea de transición cuando, en el siglo IV d.C., al mudar la capital del Imperio a la actual Estambul, la bautizó como Nueva Roma. Con el tiempo todo el mundo la conocería como lo que era, la ciudad de Constantino, es decir Constantinópolis. Y, cuando casi 1.000 años después, en 1453, sus murallas cayeron ante el asedio del Imperio Otomano de Mehmed II, la amenaza del islam, filósofos, religiosos y consejeros con ínfulas empezaron a buscar un nuevo imperio naciente, que se definiera por oposición a los que ya existían y que recogiera el legado del que agonizaba.

EL NUEVO IMPERIO NACIENTE

Y muchos lo encontraron. En Moscú, una ubicación situada entre siete colinas. Como Roma. Como Constantinopla. El monje Filofei no fue el artífice de la idea. Su mérito radicó en dejar por escrito aquella vieja reivindicación de imperio de los príncipes ruríkidas que, además, con el tiempo, había alcanzado cierta legitimación historicista.

La dinastía ruríkida, que gobernaría en las estepas centrales durante seis siglos, provenía, según los historiadores, de tres hermanos de origen escandinavo, que se establecieron, en torno al siglo IX de nuestra era, en el terreno que se conoce como la Rus de Kiev. No está claro si se autoimpusieron como gobernantes o si, como asegura el mito fundacional recogido en una crónica del siglo X, fueron reclamados como príncipes por los habitantes de la zona, una confederación de tribus eslavas que no eran capaces de gobernarse a sí mismas, y necesitaban protección contra otras tribus nómadas de la estepa. Rurik y sus hermanos eran Varegos, es decir, escandinavos. De hecho, rus es una palabra de origen finés para nombrar a los remos, el medio con el que los vikingos llegaron a los más diversos puntos de Europa. La Rus de Kiev se convirtió en un estado próspero que fue haciéndose cada vez con más territorio, y -pese a las discrepancias que cada uno de ellos introducen actualmente en el relato- constituye el origen histórico conocido de los actuales pueblos ruso, bielorruso y ucraniano.

Pintura de Nikolai Sverchkov: Nicholas I, excursión de invierno. 1980.

El nuevo zar Putin.

Interior del Coliseo.

LA RUSIA DE KIEV Y EL PRÍNCIPE VLADIMIR

A semejanza del proceso seguido por los vikingos en otras partes de Europa, llegó un momento en que los navegantes se asentaron, abandonaron sus dioses paganos, y terminaron por convertirse en la nobleza de los lugares en que se establecieron. Apenas un siglo más tarde desde el nacimiento de la Rus de Kiev, el príncipe Vladimir entendió la importancia de relacionarse con su entorno. Los anales cuentan que se mandaron embajadores a los países europeos católicos, a los musulmanes y a Bizancio. Dicen que Bizancio, su riqueza, su sofisticación, y la estética de sus iglesias ortodoxas les fascinó, aunque probablemente las rutas caravaneras compartidas y una serie de intereses económicos comunes hicieran el resto. El caso es que el príncipe eslavo decidió aliarse militarmente con el emperador bizantino Basilio II, y, en compensación, recibió la mano de su hermana Anna. A cambio, aseguró, se convertiría a la fe ortodoxa. Vladimir debía ser un hombre de palabra o un hábil diplomático al que interesaba estar a bien con su cuñado, pues en el año 988 orquestó su bautismo y el de todo su pueblo

en una ceremonia de conversión masiva en el río Dnieper. Además de asegurarse el cielo y de emparentar políticamente con Bizancio, que era de algún modo como rozar la eternidad histórica, Vladimir copió la unificación de poderes del estado vecino, e hizo, desde entonces, recaer en la persona del gobernante tanto el poder terrenal como el religioso.

Palacio Topkapi.

Kremlin.

EL ZAR, HEREDERO DEL CÉSAR

La admiración por Bizancio, la implantación del credo ortodoxo, la expansión del territorio, y las relaciones comerciales fueron creciendo en los siglos venideros. Y quinientos años más tarde, con Constantinopla recién caída en manos musulmanas, se produce un hecho definitivo para que la incipiente Rusia se crea legitimada a la hora de reclamar la herencia imperial romana. En 1472, Iván III contrajo matrimonio con la heredera del imperio bizantino, Sofía Paleóloga. Probablemente no sea una casualidad que, a partir de su sucesor, Iván IV, a quien la historia conoce como el Terrible, el título otorgado a los gobernantes autócratas dotados de un poder absoluto sería oficialmente el de Zar, La palabra rusa para César.

La influencia del concepto de la tercera Roma se ha dejado sentir en determinados momentos de la historia, imbuyendo de supremacía a la nación rusa en una concepción determinista de país elegido. Fue así tras la derrota de Napoléon en 1812, y fue así durante el zarato de Nicolás I (1825-1855), que adoptó los tres principios fundamentales sobre los que en adelante se asentaría el Imperio ruso: ortodoxia, autocracia y nacionalismo. En un artículo publicado hace unos años en EL PAIS, el escritor Carlos Fuentes ya se hacía eco de esta constante en la historia rusa que al mismo tiempo la contrapone a la tendencia occidental. “¿Dónde termina Europa y empieza Rusia?” se preguntaba, y “¿es Rusia parte de Europa o está aparte de Europa?”.

La idea de una “tercera Roma” es muy atractiva. Legitima a Moscú de mesianismo y de una misión histórica. Y le dota de una identidad propia, casi exclusiva, frente a sus vecinos. Ya en 1860 Dostoyevski escribía: “En Europa éramos rémoras y esclavos, mientras que en Asia seremos los amos. En Europa éramos tártaros, mientras que en Asia podemos ser europeos”.

MOSCÚ, LA TERCERA ROMA

Ni tártaros ni europeos. Ni católicos ni musulmanes. Rusos. Todos. Sin fisuras. El concepto de Moscú como la tercera Roma es una idea nacionalista que continúa en vigor, y que ha ido infiltrándose en la sociedad y la conciencia nacional rusa durante siglos, alentada tanto por los zares como, posteriormente, por los líderes soviéticos. El mismo Vladimir Putin, desde su llegada al poder en el año 2000, se propuso devolver a Rusia el orgullo nacional que había perdido en la década anterior, debido a la crisis interna tras la desintegración de la Unión Soviética y a la humillación que supuso la expansión de la OTAN y de la UE hacia su anterior espacio de influencia. Quizá su discurso no fuera tan diferente a otros que nos suenan familiares: Make Russia great again!

Conocer su destino predestinado de Tercera Roma, su ansiado papel en la Historia permite quizá conocer algo mejor algunos sentimientos que emanan de Moscú. Algunas actuaciones, algunas apropiaciones de símbolos pretéritos -como la bandera del águila bicéfala- a la hora de recuperar el orgullo nacional, y algunas maniobras propagandísticas para la difusión de la lengua y cultura rusa. Un trabajo que se ha estado haciendo en los últimos años con discreción y eficiencia desde la Fundación Russkiy Mir, o desde agencias de comunicación como Sputnik y Russia Today (RT).

¿Se ve Putin como el artífice de un destino? ¿Quién sabe? Quizá en su visión de la realidad ortodoxia, nacionalismo e imperio -con las características expansionistas que a los imperios se les atribuye- componga una trinidad política a la que le esperen 1.000 años de gloria. O, al menos, si contamos desde la desaparición de la Segunda Roma, unos quinientos.

*Emma Lira, periodista y escritora, es autora de “Espejismo, viaje al Oriente desaparecido”.

Catedral de la Dormición, Kiev.