Texto: Eduardo Martínez de Pisón

Boletín 73 – Sociedad Geográfica Española

25 años explorando el mundo

Nadie mejor que este gran geógrafo y escritor para abrir nuestro boletín dedicado a las transformaciones   producidas en los últimos 25 años, los que cumple ahora la Sociedad Geográfica Española. Años de cambios en el planeta Tierra en que vivimos y en la ciencia que se ocupa de estudiar esa materia viva que es la tierra que pisamos, los cursos de agua, los grandes océanos, las nubes y el universo entero, un objetivo temas ambiciosos y sujetos cada vez más a fuertes mudanzas.

“Llevo en el mundo de la geografía alrededor de sesenta años, de modo que los últimos veinticinco me parecen pocos y recientes. Sé que no es así, pero me refiero a mis impresiones inmediatas.”

La llegada de la presencia formal de la Sociedad Geográfica Española la re- cuerdo  con simpatía. Fue  como una corriente  de aire fresco para aquellas habitaciones cerradas en las que suelen tender  a la clausura casi todas las profesiones. Vino de fuera, de amantes de la geografía que no eran necesariamente ni profesores  o investigadores de la materia, o lo eran de otro modo. Ni tampoco socios de vetustas agrupaciones geográficas nacionales o locales o de asociaciones más recientes  nacidas como consecuencia  del crecimiento  cuantitativo de un gremio profesoral que, por su dispersión y falta de fuerza, buscaba agruparse. Fue algo inesperado,  externo, una grata sorpresa. Ahí estaba, ofreciéndose,  otra geografía, viajera y alegre, donde también te invitaban a entrar. O así lo entendí.

La transformación definitiva de lugares que aún mantienen resonancias de sus nombres en el terreno es muy cercana. Arriba, vista parcial de la zona del Museo de los Molinos, en Taramundi, Asturias. Sobre estas líneas, el Carbayón de Valentín, roble situado en el pueblo de Valentín, en el concejo de Tineo, Asturias.

Aquella nueva Sociedad de hace un cuarto de siglo no sólo no ha perdido esa personalidad brillante, sino que ha impregnado para bien, con su diferente  estilo y otros proyectos, a los propios del mundo académico del que vengo, mundo entregado, no sé si con acierto, a alcanzar el rango de ciencia. No renuncio a tal empeño, pues me considero geógrafo profesional, pero no oculto que me resulta atractiva esa vertiente de apertura  a una concepción despejada de la geografía, de exploración y aventura sin deponer el estudio ni la difusión de la grandeza del mundo.

Porque,  en mi formación como geógrafo, había, además de la ciencia o junto con ella, tres componentes sustanciales del trabajo: uno, la necesidad  de interpretación, de ideas, de historia y pensamiento;  en segundo lugar, el necesario papel educador  de la geografía, aprendido  en las raíces institucionistas; y, además, el gusto por la exploración, por los grandes paisajes, y con él el amor a los mapas y libros de viajes. De modo que, cuando apareció desde sus propios orígenes la Sociedad Geográfica, opiné que activaba para bien algunas de estas facetas sugestivas, bastante más que complementarias -por ser atractivas-para un profesor de la disciplina: oí su llamada y me hice socio.

SOBRE  NUESTRA GEOGRAFÍA PROFESIONAL

A la geografía profesional española le faltan atractivo y peso en nuestra sociedad. Está claro que deben lograrse de diversos modos con tal que no sean incompatibles con el rigor o el método. Y uno de ellos, entre otros, se nos ofreció desde quienes planteaban,  amaban y conocían la geografía de modo afín pero diferente.  Des- de la misma sociedad donde creíamos levitar. Precisamente por ello tenía que ser interesante y, sobre todo, adecuado a tal situación. Lo ha sido, y tal vez se deba en buena parte a lo que, como digo, me pareció inicialmente: un viento refrescante.

Y hay más, naturalmente. La dimensión social adquirida por la SGE en su proyección interna española, en contraste con lo que se vive en el hoy rígido día a día en las aulas y en el árbol de las ciencias, es llamativa, captando  geógrafos de oficio, sí, pero sustentada  en un amplio arco de entusiastas en ejercicio. Incluso puedo decir que la SGE se ha infiltrado, para bien, con su tono especial a nuestra profesión. En poco tiempo, esta geografía abierta y comunicativa ha conseguido estar fuertemente refrendada, ha celebrado  actos a la vez sobrios y llamativos con resonancia mediática e internacional,  edita un boletín sugestivo y tiene un número amplio de socios activos. Y la manera de plantear  objetivos abiertos, viajes cerca- nos y lejanos, relaciones y premios ha atraído al término “geografía” a estudiosos, viajeros, científicos, exploradores de muy variada procedencia  y ha propagado externamente con prestigio esa denominación.

LO QUE HA CAMBIADO EL MUNDO

Bajo el término “geografía” frecuentemente se hace referencia  a la vez al saber y al lugar. Leo en un autor: “Hemos andado por toda la geografía española” y no es evidentemente tal hazaña por su bibliografía sino por su espacio. Eso ocurre con otras disciplinas, la “historia” se dice tanto al conocimiento  como al tiempo mis- mo, la “geología” tanto a la ciencia como al roquedo,  pero no es así siempre; por ejemplo, creo que nadie escribe: hemos recorrido  la botánica de Soria, como ex- presión de un viaje por sus paisajes vegetales. O quizá sí, porque puede haber de todo, pero no me suena. Justificado o no por estos antecedentes, primero vamos a echar un vistazo a los hechos geográficos, a la geografía como lugar, y luego a los saberes, a la geografía como disciplina.

“El Geógrafo”, de Johannes Vermeer, obra de 1675, hoy en el museo Städell de Fráncfort.

Escribo desde Asturias. Voy a contarles lo que veo a mi alrededor. Cerca de donde estoy hay cuatro pueblos escalonados en la ladera. El más alto se llama Faedal, heredado  de cuando había hayedos en el monte, el siguiente hacia abajo tiene el nombre  de Rebolleda, de cuando había robledos, el inmediato  Castañal, de los tiempos donde las castañedas dominaban el paisaje ya rural, y el más bajo Biescas, indicador de la presencia de matorral. Son como una cliserie de la vegetación o una lección de geografías perdidas.  Son tales topónimos meros testimonios históricos, pero nada queda hoy, salvo en aspectos muy generales y residuales, que pueda  justificarlos con rotundidad en el territorio,  con dominio además de lo vegetal en su caracterización. Otras veces son nombres funcionales, de dedicaciones específicas que han desaparecido:  por ejemplo, en la costa, aparte de cabos, playas y otros accidentes físicos, La Atalaya, La Casa del Fuego, El Baluarte, relacionados con un antiguo puerto pesquero  donde ya no se otea el mar ni se hacen señales ni se defiende,  sino que se preparan  sardinas para restaurantes. Hacia el interior, hay La Fenosa, de heno, Orderías, de ordio o cebada, Pumar, por sus manzanas, La Puerca, Gallinero, por sus animales domésticos, Faedo, Las Fayas, Freisneda,  El Tejo, Ablanedo, Piñera o Castañedo  y Castañeras  por sus pasadas arboledas, Brañaseca, Bustiello o Busfrío, de pastos vaqueiros, Oviñana, de ovejas, coronado todo ello por los picos de La Uz, de Piedrasmalas y del Viento: un pai- saje de palabras. Casi sólo queda ya funcional el Viento, plagado ahora de aerogeneradores,  del mapa invisible que esos términos evocan.  Un mapa territorial,  de recursos, labores y producciones  o un modo bien práctico de entender la tierra.

Vista parcial de la zona del Museo de los Molinos, en Taramundi, Asturias.

DEL AYER AL HOY: UN EJEMPLO EVIDENTE

Claro está que son denominaciones arcaicas y que el paso del tiempo ha ido modificando, pero a veces no tanto: yo he visto esos lugares aún con resonancias de sus nombres  en el terreno,  porque  su transformación  definitiva es muy cercana. Incluso podría decir que está ocurriendo  ahora mismo a toda velocidad. Letreros con el rótulo de “Se venden parcelas” y un número  de móvil indican las tenden- cias. Recientemente he pasado por aldeas que no visitaba desde hace unos años y alguna casi no la reconocí. Se han transformado  desde un hábitat rústico, bien vivo, con los hórreos en servicio, las casas según modelos constructivos tradiciona- les, las tejas sujetas con pesadas piedras para evitar su vuelo en los vendavales, en viviendas deshabitadas  y cerradas o, sobre todo, reformadas  en chalets de revista de arquitectura o decoración, dejando en ruinas paneras y hórreos, desvencijados o ya en escombros, entre  hiedras, zarzas y ortigas. He visto una hermosa panera con su puerta  de madera  de castaño cuidadosamente tallada, hace veinticinco años conservada en su función, convertida en bar de copas en una aldea medio deshabitada,  o la huerta de una casa en campo juvenil de baloncesto, como en las películas americanas, o la cuadra en garaje y el jardín con enanitos.

Se ha ganado sin duda en confort y se ha perdido en calidad paisajística. No sé si esto era su precio, pero a veces no pasa así, lo que parece indicar que no es siempre inevitable. Han resurgido las urbanizadoras  y constructoras,  han cambiado las industrias, avanzan las energías renovables, han crecido el turismo, los coches, los hoteles, mientras, tras este aspecto, el siglo XXI enseña sus dientes con pandemias y guerras del pasado, renacidas en casa o a las puertas, que tambalean el mundo. En- tretanto, aquí estamos pasando de un paisaje rural a barrios de residencias secundarias. Otra geografía. En el objeto y en el tema. Y de los hayedos, robledales y casta- ñares que dieron nombre a los lugares hemos pasado al eucaliptal que da rentas a su propietario. Sé que es una imagen local, pero me temo que pueda extenderse,  con modalidades, a escalas de mayor superficie. Que cada cual repase su entorno.

LA PROFUNDIDAD DE LOS CAMBIOS

Vayamos más lejos. ¡Cuánto han cambiado desiertos, selvas, barrancos! Y no digamos las ciudades. No hay más que observar los movimientos de la geopolítica en el mapamundi  para tener  un estremecimiento. Se ha intensificado el despoblamiento rural, ha avanzado la urbanización,  se han redoblado  los transportes.  Ha ido cambiando sutilmente  la circulación atmosférica, se ha movido el esquema de sequías e inundaciones, tal vez cíclicas. Proliferan los incendios forestales. No hay altozano sin su silueta de gólgota por la fila en su línea cimera de molinos eólicos (aplico, por similitud en el paisaje, la acepción 3 de la RAE a la palabra “gólgota”: “Lugar, generalmente en las afueras de una población, en el que ha habido o hay una o varias cruces”. Y, con no menos corrección, la cuarta: “sucesión de adversidades y pesadumbres”). El aumento  del centripetismo autonómico ha influido entre nosotros en los mapas de relaciones, dependencias y decisiones, con fijación de sus límites de acción. Observo además que los seres humanos estamos por todas partes y, tras el confinamiento  de la pandemia, abrumadoramente. El turis- mo se ha hecho masivo en la naturaleza,  desde el arroyo serrano a la cumbre  del K2. Los avances técnicos incrementan y generalizan la capacidad de influencia antrópica en el territorio  de manera creciente  y de modo más eficiente e intenso. También  contribuyen  al conocimiento.  Cuando fui por primera  vez al Himalaya vi cañones que hendían  la cordillera y suscitó mi interés geográfico uno, que la partía en dos, que nadie había logrado cruzarlo. Ahora un pasivo observador los sobrevuela en su pantalla manejando Google Earth.

“Paisaje. Arroyada de las huertas de Luche, cercanías de Madrid”, óleo sobre lienzo de José Jiménez Fernández, realizado en 1873, que se encuentra hoy en la colección del Museo del Prado. El arroyo Luche desembocaba en el rio Manzanares cerca de la Ermita del Santo.

Carbayón de Valentín, roble situado en el pueblo de Valentín, en el concejo de Tineo, Asturias.

Desarrollo urbanístico del barrio de Aluche, en Madrid. Su nombre procede del arroyo Luche, que regaba las huertas de esta zona hasta su canalización en los años cincuenta del siglo XX.

EN LA TIERRA  NADA ESTÁ FIJADO

En los lugares de dominio natural, sobre un sustrato paisajístico con apariencia permanente (a escala humana,  claro), factores internos y externos, ofertas y de- mandas en modificación, además de fenómenos físicos como el calentamiento  del clima, contribuyen a una aceleración de los procesos de cambio de sus superficies, sus dinámicas, formas y usos. Conviene recordar que en la Tierra nada está fijado; todo tiene sus tiempos, pero todo cambia, ya sea a ritmo geológico o a veloci- dad urbana; el estatismo terrestre es inexistente. Por ello, hay que contar con el cambio como parte del cuadro. De todos modos, hay tendencias  incontrolables (por ejemplo, las de causas astronómicas) pero hay muchas otras sobre las cuales conviene claramente  ejercer vigilancia, influencia y rectificación. Me refiero a di- námicas tanto de orden natural como humano, que también es natural, aunque  a veces no lo parezca, pues ambas se interfieren. Sin duda, por todo lo dicho, el cri- terio geográfico debería ser de aplicación conveniente,  aunque de hecho es infre- cuente contar con él. Y así nos va. Una parte de la culpa la tenemos los geógrafos por nuestra poca capacidad de inserción social, pero también hay otra en modelos imperantes que nos relegan de manera habitual, no sólo ahora.

Varias veces he expuesto lo que pasa en las montañas,  para mí tan importantes. Por supuesto, hay movimiento: tectónica,  fisiografía del relieve, erosión, aguas que corren, glaciares en lo alto, bosques, prados, fauna, y sus hielos experimentan la aceleración desde fines del siglo pasado, y muy en concreto  en los años más cercanos, de sus procesos de ablación, con rupturas,  retrocesos,  disminución de volumen y hasta desaparición de aparatos. Las pérdidas  de los paisajes glaciares de montaña son, como resultado, un elemento  sustancial de los cambios geográ- ficos en las áreas de cordillera y sus lugares relacionados. Con ello se nos va ante nuestros  ojos uno de los cuadros de la naturaleza  más intensos y significativos. Crecientes  tales retrocesos en este cuarto de siglo, altavoces de un calentamiento global de efectos más globales pero menos evidentes, constituyen la modificación más paisajística y geográfica hoy en nuestra alta montaña. En las grandes cordille- ras se constatan sus retrocesos en todas las latitudes, pero en casos como nuestro Pirineo, marginal en glaciación, la pérdida  llega a sus momentos  últimos no sólo en los más pequeños aparatos sino en sus glaciares más notables, como el del Aneto, el de la Maladeta, el del Monte Perdido o el del Viñemal.

Han resurgido las urbanizadoras, han cambiado las industrias, avanzan las energíasrenovables, ha crecido el turismo. En la imagen, alojamientos junto a la playa de  Cadaqués (Girona).

LO QUE HA CAMBIADO LA GEOGRAFÍA

Como es lógico y deseable, también han evolucionado las ideas de los geógrafos, algo más sus técnicas y métodos e incluso en parte sus objetos. En cartografía hemos aceptado  como normal la revolución de internet  y el mundo  digital.

Los drones  son el nuevo ojo del geógrafo de campo. Ello ha abierto  no sólo posibilidades sino especialidades.  La geografía debe además asimilar los cam- bios producidos  en las ciencias afines y convergentes,  por lo que es inevitable y deseable  la apertura  a lo nuevo… sin que sea necesario el menoscabo  de lo mucho valioso en lo viejo, claro está. El geógrafo está también  más atento  a la conservación territorial,  incluso más activo en planteamientos proteccionistas. Ha habido un resurgir de los paisajes. También  una dilatación del horizonte de trabajo, en objetivos, asuntos y lugares. Y, principalmente, tras varias generacio- nes de geografía creciente  con criterio moderno,  hemos asistido a la madurez de la materia en España.  Esto no ha ocurrido en veinticinco años, sino en más tiempo, yo diría que desde Dantín  Cereceda  a hoy, pasando por Terán y otros. La geografía como producto  social y cultural fructificó con ellos. Hay al menos tres generaciones  más de geógrafos universitarios desde cuando yo pertenecí al gremio activo, con número  muy ampliado, con carreras  consolidadas, con ya abundante producción científica, con reconocimiento, relaciones e implantación exterior, es decir, con presencia. Y es a esto a lo que me refiero como madurez. Y en ella conviven, participan y producen  hoy esas tres generaciones,  una ya en el retiro o casi, otra en plena actividad y la más joven, aunque ya productiva, aún en formación.

La geografía ha pasado en ese tránsito de lo empírico a lo técnico, por lo que el adiestramiento con fines instrumentales ha ganado terreno,  a veces a costa de los contenidos  como fondo y sentido del saber y del contacto directo con el terreno como fuente de información y apego al paisaje. La exagerada burocratización  de la universidad actual y sus mecanismos no facilitan en ella el libre deambular  del quehacer  geográfico, si bien otros factores de apoyo y relación científica permi- ten acciones antes impensables y una mejor proyección. El estilo y las exigencias de las publicaciones, sus controles y valoraciones también  condicionan  la pro- ducción de un modo bastante diferente  al de hace cincuenta años. En fin, las es- tructuras  se modifican incluyendo a la geografía, los comportamientos cambian, las escuelas se consolidan, se buscan o desencuentran los intereses  propios de la materia y los de la sociedad, se imponen  determinados temas y modelos que merman  la libertad de elección (hay premios y castigos invisibles), en atención a tendencias  y a veces modas imperantes.  La búsqueda  de visibilidad perturba  el quehacer  silencioso, que es esencial.

UNA TRANSFORMACIÓN   POSITIVA

Desde mi perspectiva de jubilado, observo que ha crecido notablemente el número de profesionales y de geógrafos que trabajan en la aplicación, fuera de la enseñanza y la investigación, con lo que la implantación de la geografía se ha extendido y asen- tado. La geografía de hoy es menos dependiente de las ciencias convergentes, por ejemplo en su rama física, y se ha abierto al mundo, se ha internacionalizado  y se presta a una colaboración externa desde nuestro puesto. Es decir, ha adquirido ya una aportación propia y una fortaleza que le permite colaborar con sus criterios, mé- todos y resultados con otros profesionales, en investigación, en docencia y en otros asuntos considerados (no sé por qué) más prácticos. Hemos pasado de pedir colabo- ración a prestarla. En áreas próximas a mis trabajos, como en geomorfología glaciar y volcánica y en la relación entre geografía y cultura, los estudios, antes escasos o pioneros, han crecido y afirmado notablemente en esa convivencia intergeneracional.

Y lo mismo podría decir de las áreas de conocimiento de geografía humana y regional. Hemos logrado un ensanchamiento de las fronteras de la ciencia geográfica, sin temor, sin dispersión, por ejemplo, hacia el arte o hacia la geología o la biogeo- grafía o el clima y se ha consolidado nuestra  mirada al eje agregador constituido por el paisaje. Esa pérdida del miedo a no parecer una ciencia, que ha perseguido críticamente  a la geografía, la entiendo como un logro mayor. En este temple abo- garía incluso por recobrar la geografía descriptiva, tan informativa, y su buen estilo literario, tan comunicativo, indispensables en el horizonte actual. Por último, pues estoy desbordando las dimensiones permitidas a este artículo, habrá que reflexio- nar también sobre lo que no ha cambiado, que es mucho y bueno en general, aun- que con otras inercias inevitables, en el terreno  y en la disciplina. Queda para otra ocasión. A veces veo como en pesadilla una sociedad sin geografía y su ignorancia me asusta. Combatamos ese mal sueño.

*Eduardo Martínez de Pisón, catedrático emérito de Geografía de la Universidad Autónoma de Madrid, es también autor destacado de temas montañeros,  tratados  desde un punto de vista a un tiempo literario y científico.  Referente en el mundo académico  y en el de todos los aficionados a la geografía, recibió en 2001 el Premio Nacional de la SGE, con el que la SGE  quería reconocer su dilatada trayectoria profesional consagrada al estudio de la Geografía  Física y en particular de los glaciares, así como a la formación de futuros geógrafos.