La entrada en el “Paraíso” andaluz por Despeñaperros
La mayor parte de los viajeros ilustrados y posteriormente los viajeros románticos que visitaron nuestra península lo hacían por Despeñaperros. En sus relatos de viaje dejaron una muy particular imagen de aquel paso inevitable y trasmitieron interesantes datos empíricos de carácter geográfico sobre la zona.
Por Antonio López Ontiveros
Bibliografía: Boletín nª26
A partir del siglo XVIII, la entrada en Andalucía por el norte, se realizaba siempre por el paso de Despeñaperros, espacio exótico y romántico, entonces desolado y solitario, y para propios y extraños secularmente cubil de facinerosos y bandoleros. Con anterioridad a este siglo el acceso a la Meseta se acometía desde rutas más occidentales de las provincias de Córdoba y Jaén, algunas de las cuales aún hoy responden al topónimo de “caminos de las ventas”.
COLONIZACIÓN CAROLINA Y DESPEÑAPERROS
Pero lo novedoso en el Setecientos se deriva de que a lo largo de un amplio recorrido se extiende en esta entrada a Andalucía la colonización carolina que va desde Almuradiel a Guarromán pasando por Aldeaquemada, Arquillos, Carboneros, Santa Elena y especialmente La Carolina, que se erige en capital de todas las Nuevas Poblaciones. Y hay que advertir que éstas son llamadas “de Sierra Morena”, pero no son únicas, sino que se completan con las denominadas “de Andalucía” que son: La Carlota, Fuente Palmera y San Sebastián de los Ballesteros en la actual provincia de Córdoba, y La Luisiana en la de Sevilla. Únase a todo ello que estos pueblos, respondiendo al ideal ilustrado de poblamiento, comprenden ellos también muchas aldeas, para asegurar los caminos, para colonizar todo el territorio, para transformar todo el paisaje. Este experimento, excepto Almuradiel que se funda en 1781, se inicia en 1767 y 1768, que es cuando se fundan las demás poblaciones. A ellas, por demás, se les concede un fuero especial, que las rige en todos los órdenes al margen de la jurisdicción territorial ordinaria. Cabe, en fin, resaltar que esta colonización carolina es la más importante de España en el siglo XVIII, aunque su importancia no sólo deriva de las dimensiones territoriales de la obra, sino también de la profundidad y ambición del experimento en los aspectos social, económico y geográfico y de las repercusiones y postulados ideológicos que llevó consigo.
Por todo lo dicho no es posible, ni lo pretendemos, resumir dicha colonización, pero sí pergeñar la imagen geográfica que de ella transmitieron los viajeros ilustrados, que sistemáticamente se ocupan del tema, y la que nos dejan los viajeros románticos del siglo XIX, si bien ellos sustituyen la del siglo precedente, y se centran más que en la colonización en el Despeñaperros y en las poblaciones ilustradas, en el paisaje, más que en los datos empíricos de carácter geográfico, en el mito del gran paso, en su simbolismo, en la imagen icónica en virtud de la cual Despeñaperros pasa a ser entrada en el “Paraíso Andaluz”.
El contraste de ambas percepciones es tan profundo y nítido, que yo he concluido al valorarlas en el libro que se cita(1), que constituye un ejemplo antológico de la diferencia radical que existe entre el relato viajero ilustrado y romántico, estudiados ambos en este caso desde un punto de vista geográfico, por dedicarse a esta disciplina –la Geografía– el que esto escribe.
LA COLONIZACIÓN CAROLINA DE SIERRA MORENA SEGÚN LOS VIAJEROS ILUSTRADOS
Tres temas geográficos clave cabe destacar en los viajeros ilustrados que atraviesan Sierra Morena. El primero es el que se refiere a los itinerarios, poblamiento y unidades paisajísticas. Antes de la colonización a Sierra Morena se accedía por Viso del Marqués, prosiguiendo por una carretera muy empinada que pasaba por el Puerto del Rey, encontrándose en el tramo tan sólo la Venta de Miranda, en la “que no hay nada de comer”. Tras la colonización y sobre todo con la fundación de La Concepción de Almuradiel en 1781, se inicia y llega hasta hoy el itinerario de Despeñaperros que, aprovechando el portillo de una gran falla, franquea este pintoresco tramo a través de una carretera atrevida y ejemplar como obra pública, que ejecuta el ingeniero francés Le Maur, en el contexto global de toda la colonización y que es alabada por muchos viajeros.
Después los viajeros accedían a Venta de Cárdenas, con “posada suntuosa y bien provista”, para coronar la subida en Santa Elena, que presenta la mayor pendiente aunque “hoy –dice Ponz– con camino muy cómodo y suave, con sus buenos y muchos puentes” y que es “un pueblecito nuevo, y agradable por su situación, reciente caserío, espaciosa calle, Casa de Postas, Iglesia, etc.”. Siguen después Las Navas de Tolosa, La Carolina, que tiene “una Fonda, la Posada, y la Venta” y de la que después hablaremos, Guarromán –con topónimos muy dispares a causa de su mala interpretación– y una serie de aldeas por las que se llega hasta Zocueca y al Valle del Guadalquivir, cuyo comienzo no se precisa con claridad.
Los viajeros en su conjunto identifican en el tránsito este de Sierra Morena las siguientes unidades paisajísticas: transición a La Mancha en torno primero a Viso del Marqués y después en torno a Almuradiel; entrañas de Sierra Morena y Despeñaperros hasta Santa Elena; vertiente meridional de Sierra Morena, presidida por La Carolina, que es el territorio más humanizado de la colonización; Bailén y sus cercanías que se reconoce como paisaje antiguo de cereal y olivar; y el tránsito al Valle del Guadalquivir y Andalucía, centrado imprecisamente en el río Rumblar.
Conviene advertir que este primer tema del viaje ilustrado –itinerario, poblamiento y paisaje– responde con total adecuación a una geografía itineraria, muy propia de la época, presidida por el deseo de objetividad y el dato empírico y que, por tanto, puede considerarse geografía a todos los efectos y que en consecuencia nos ofrece muchos aspectos de cómo se inicia, realiza y progresa la colonización carolina.
El segundo gran tema del viaje ilustrado es la descripción e interpretación del paisaje agrario creado en la colonización, que ha conseguido sustituir lo que durante siglos había sido “guarida de ladrones y lobos” en un campo para “colonos y labradores”. La primacía de esta temática se justifica por la exaltación en aquel siglo de un pensamiento fisiocrático que confiere a la agricultura y al campo el origen de toda riqueza, y todo ello con un optimismo excesivo y hasta utópico. Y este optimismo lleva a muchos –aunque no a todos– a una exaltación también del medio ecológico en que se realiza la colonización, conviniendo por ello que los inconvenientes reales de las nuevas poblaciones, que fueron muchos, no son físicos sino políticos, a saber: llegada de “vagabundos perezosos y débiles”, actuación inadecuada de los responsables como el aventurero Thürrigel, mala planificación etc. El francés Peyron, el inglés Townsend y el español Ponz, excelentes viajeros todos, enfatizan esta interpretación ecológica.
Y ellos también –sin duda con el concurso de otros muchos–, configuran con nitidez los rasgos principales del paisaje agrario carolino que son los que siguen: nueva estructura de propiedad a base de lotes individuales e inalienables de carácter familiar; aprovechamientos agrarios variados y promiscuos, que tienden al autoabastecimiento, y que comprenden cereales, otros cultivos herbáceos, viñedos, moreras, ganadería e industrias de todo ello derivadas; el amor al árbol y la diversificación productiva ha de ser según ellos absoluta; y diseño de un paisaje rural integral que no solo se refiere a la configuración de un nuevo y geométrico catastro rústico sino también a la integración en él de todo el poblamiento (que no solo apuesta por núcleos concentrados en pueblos o aldeas sino también por la población dispersa) y de todo el sistema caminero, tanto rural, como regional y nacional (ya que la colonización se articula toda a lo largo del arrecife real Madrid-Andalucía).
Los textos viajeros dieciochescos sobre el tema agrario, creo que son los más ricos y extensos de la literatura viajera ilustrada y constituyen un corpus geográfico de obligada utilización porque describen meticulosamente, valoran, critican y exaltan, según los casos, tanto los aspectos utópicos e irrealizables, como los fracasos y realizaciones. Éstas no conviene infravalorarlas porque aún hoy basta acercarse a un espacio carolino para descubrir un paisaje agrario genuino y distinto del circundante.
Y el tercer tema que cabe descubrir en nuestros viajeros ilustrados es el de su urbanismo y especialmente el de su capital La Carolina. El autor inglés Swinburne, que visita las poblaciones de Sierra Morena en 1775-76, en el texto que sigue sintetiza bien cómo fue naciendo y creciendo esta capital. Dice así:
«La Carolina, la capital de todas las colonias, se sitúa en una hermosa colina que otea sobre el conjunto del asentamiento e incluso sobre la mayor parte de las provincias de Granada y Córdoba.
A causa de esta pretensión de que vigile el resto de las colonias, la han situado en un lugar deficiente de madera y agua, viéndose obligados a la necesidad de abrir increíble número de pozos para la bebida y riego de sus huertos. Toda la ciudad es nueva desde sus cimientos, pues no había ni una choza hace ocho años; las calles son anchas y trazadas en línea recta, pero el terreno no está suficientemente nivelado; las casas se han levantado según un plano uniforme, sin la menor decoración; la iglesia frente a la principal carretera del sur; y una torre colocada en cada ángulo marcan la extensión de la ciudad, que pretende ser un cuadrado perfecto; el lugar del mercado y otra plaza son muy espaciosos y aparentes. Toda la culminación de la colina, antes de que la ciudad se trazara, estaba ocupada por huertos, y ahora ha sido plantada con avenidas de olmos, que están dispuestos para servir de paseos públicos».
En el texto aparecen una serie de temas que son comunes a otros relatos de la época: en primer lugar, el buen emplazamiento del pueblo, con el que se persigue no solo la finalidad estratégica de dar seguridad al territorio, sino también la estética de conseguir buenas vistas. Otro tema común es la integración con la carretera, o sea su carácter caminero, que obedece también primordialmente a razones de seguridad y abastecimiento. También aparece en todos los relatos de la época el carácter geométrico de su urbanismo, que en algún autor, como Ponz, no sólo es la referencia de un dato real sino que se acompaña de su defensa y exaltación frente al urbanismo laberíntico y caótico de las ciudades tradicionales andaluzas. Por último, aparecen siempre también otras noticias sobre monumentos y su estilo arquitectónico, con defensa del neoclacisismo siempre, casas, habitantes, economía, etc.
EL ABANDONO DE LOS TEMAS CLÁSICOS DEL VIAJE ILUSTRADO EN EL ROMANTICISMO
En el siglo XIX, en la literatura viajera decae el interés por las poblaciones carolinas por una serie de causas. Es la primera que la diligencia, el caballo y el coche o galera particular son sustituidos por el ferrocarril como medio de transporte, que además, no transcurre en Sierra Morena por el núcleo central carolino de La Carolina, sino que sólo atraviesa las nuevas poblaciones por la intrincada angostura de Despeñaperros. Y, como advirtiera agudamente Gautier, “la excesiva rapidez de los medios de transporte quita todo el encanto de la ruta; va uno arrastrado como un torbellino, sin tener tiempo de ver algo. Para llegar enseguida, tanto da quedarse en casa. Para mí, el placer del viaje consiste en ir y no en llegar”. Si bien los mejores viajeros románticos viajan en la primera mitad del XIX en diligencia y a caballo, pero en la segunda mitad, el viaje romántico y el interés por lo rural está herido de muerte, se pasa a un turismo esencialmente urbano donde desaparecerá el placer de “ir” y predominará el de “llegar”.
Pero en general el interés por las poblaciones carolinas decae también por otras causas: supresión de su fuero en 1835 e integración en un régimen territorial ordinario; el progresivo desinterés por este experimento político, sociológico y económico; y, como veremos, cambio en el esquema perceptivo del viajero que ha sufrido una profunda modificación; y, sobre todo, paisajística y humanamente nuestras poblaciones han perdido su peculiaridad y se encuentran ya totalmente asimiladas en el contexto andaluz de su entorno. Un ventero de La Carlota declara a Borrow, el célebre don Jorgito de La Biblia en España:
“Sólo hablamos español, o más bien andaluz. Verdad que algunos muy viejos, saben algunas palabras de alemán, aprendidas de sus padres, nacidos en aquella tierra… Son cristianos como los españoles… Sus costumbres no son ni pizca mejores que las de los andaluces, y acaso sean algo peores, si es que hay entre ellos alguna diferencia.”
Por todo ello, los itinerarios de forma precisa y en sí mismos, como un ejercicio de geografía, no le interesan ya al viajero y lo normal es la alusión no sistemática y ocasional a los lugares por donde se pasa. La colonización carolina –su historia, vicisitudes y situación actual–, otro tema tan querido del Setecientos, deja de ser el argumento fundamental de la narración en Sierra Morena, y, si se aborda, ello se hace asépticamente.
Igualmente ocurre con los temas de poblamiento, agrícolas y económicos, obsesión para el viajero ilustrado, y que ahora, en general, o se aluden esquemáticamente o se abordan no económicamente sino de forma simbólica o estética, como precisamos más adelante, sin que tampoco interese el asunto del medio físico como condicionante de los cultivos y la colonización. El romántico erige Andalucía en “paraíso”, cuya entrada está en Despeñaperros, y por tanto a esta región convienen todas las virtudes climáticas, todas las potencialidades productivas y todas las excelencias posibles.
Y, por último, cambia también de manera radical la forma de percepción y valoración del urbanismo carolino y especialmente el de la emblemática capital de las poblaciones carolinas que es La Carolina, como a continuación veremos.
SIERRA MORENA Y DESPEÑAPERROS, PUERTA DE EUROPA Y PARADIGMA DE ANDALUCÍA
Y si los románticos abandonan los temas y el esquema perceptivo de los viajeros ilustrados respecto a Sierra Morena y Despeñaperros ¿cuáles son los asuntos que interesan a la nueva generación de viajeros y cómo los encaran o disciernen? Tres temas mayores, entre otros muchos, creo que podemos abordar al respecto.
Es el primero y consustancial a la mirada del romántico, que en general no sienten especial interés por un tratamiento económico, técnico o productivista de los asuntos del relato –de aquí su silencio o desdén por los temas rurales de la colonización carolina– sino que más bien tienden a la comprensión estética y simbólica y a una captación de la belleza de cuanto abordan. Todo lo contrario, como sabemos, de cuanto hicieron los ilustrados. Un ejemplo muy andaluz y mariánico lo pondrá en evidencia. Véase cómo Gautier y Latour, inmersos ya en la mirada romántica, describen los olivares entre La Carolina y Bailén.
Gautier: “Grandes olivares, cuyo follaje pálido recuerda la cabellera enharinada de los sauces norteños y armonizan admirablemente con el tono ceniciento del terreno. Este follaje, de tono sombrío, austero y suave, fue muy sabiamente escogido por los antiguos, tan hábiles apreciadores de las relaciones naturales, como símbolo de la paz y de la sabiduría”.
Latour: “Estos hermosos olivares me encantaban y me recordaban los que había visto en Grecia, en el camino de Delfos o en la llanura de Ática. Sus troncos torcidos y cavernosos, cuyas cabezas comenzaban a cuajarse de sabrosos frutos, me hacían pensar en esos sabios con el cuerpo encorvado, pero con la frente coronada por esa previsión de pensamientos que da la experiencia, pensamientos cuya dulce serenidad tiene también su secreta amargura”.
Townsend sobre este mismo espacio en el siglo anterior había reseñado los distintos cultivos, descrito el suelo arenoso, advertido de la existencia de fiebres intermitentes, anotado el precio de la carne y el pan, y de los olivos dicho: “extensos olivares que pertenecían, al igual que esta población –Bailén– y una gran parte del territorio que se extiende a su alrededor, a la condesa de Peñafiel”. ¡Qué radical diferencia en el entendimiento del paisaje por parte de ilustrados y románticos!
Y pasemos a la diferencia radical en la concepción urbanística de la ciudad andaluza en general y La Carolina en especial. Borrow solo dice de ella: “pequeña pero linda ciudad en las faldas de Sierra Morena, habitada por los descendientes de los colonos alemanes”.Pero Gautier es más explícito y abiertamente repudia el urbanismo del pueblo. Escribe:
“Este pueblo, edificado de una vez, nacido al soplo de una voluntad, tiene esa regularidad fastidiosa que no poseen los caseríos agrupados poco a poco por el capricho del azar y del tiempo. Todo está tirado a cordel; desde el medio de la plaza se ve el pueblo entero; aquí, el mercado y la Plaza de Toros: allá, la iglesia y la casa del alcalde. No es necesario decir que prefiero el villorrio más mísero, edificado a la aventura.”
Davillier, en un viaje que ilustra Doré, es de la misma opinión: “nada es más monótono –dice– que esta metrópolis de las Nuevas Poblaciones”. Habiendo otros viajeros significativos como Poitou, Andersen, etc, en cuyos textos, breves y anodinos, no aparece crítica alguna pero que demuestran que no sienten interés por este urbanismo. Por tanto dos conclusiones muy claras creo que se deducen de estos textos románticos: la primera es que es obvio que La Carolina no despierta el mismo interés que en el siglo XVIII. El paso del tiempo –“hace un montón de años”– ha convertido en meramente histórico el tema, como la colonización en general. La segunda conclusión es que, excepto Borrow, todos los viajeros o son indiferentes a su urbanismo o positivamente lo rechazan como “monótono” y “fastidioso”. El romántico, en efecto, no se conmueve por la rigidez y frialdad de este urbanismo geométrico; se apasiona en cambio con el laberinto profuso y rico desorden del urbanismo de impronta musulmana. Adviértase no obstante que también existe la excepción y que el norteamericano Mackenzie escribe un texto es- pléndido y extenso, que tengo como uno de los más valiosos sobre la ciudad carolina, tanto de los viajes románticos como de los ilustrados, y no sólo por su precisión geográfica sino también por su belleza formal y por su positiva y fundamentada valoración.
Y el último tema a abordar es en realidad el más importante de todos: ¿qué significan en conjunto Sierra Morena y Despeñaperros para los viajeros románticos? Nuestro análisis en el libro que nos sirve de base, tras estudiar y escoger textos más que suficientes, nos lleva a dos conclusiones claras: Sierra Morena para el romántico es “puerta de Andalucía”, “el paso de Europa a África” y “la entrada al Paraíso”, y el desfiladero de Despeñaperros es el paisaje de montaña romántico por antonomasia.
Respecto al primer tema conviene precisar que para los viajeros románticos la entrada en Andalucía en primer lugar era el paso de Europa a África, la entrada “a una tierra que se parece a Egipto” (enmendando la afirmación de A. Dumas “África empieza en los Pirineos” se podría decir que para los románticos “África empieza en Despeñaperros”) pero también la llegada al Paraíso terrenal, abandonando La Mancha cuyos dicterios contra ella no pueden ser más elocuentes: Latour afirma que “el paño pardo de Castilla y La Mancha fue sustituido por telas alegres y de colores vivos”; Davillier habla de “llanuras inmensas, desnudas y áridas que se extienden hasta perderse de vista sin que aparezca un poco de verde donde poder descansar los ojos de vez en cuando”; y Wylie exclama:
“¡Adios a las desoladas Castillas! Ellas están ahora detrás de nosotros. Abandonamos las imágenes de desolación y horrible ruina, física y moral con que ellas han colmado nuestro espíritu. Estamos ahora a las puertas del soleado Sur. Estamos ahora en la frontera de Andalucía: «la tierra que una vez fue el Paraíso »”.
Al fin, pues, la entrada en el Paraíso, el Edén, los Campos Elíseos es la que constituye el puntal básico de la geografía mítica y simbólica de la región, y la que fundamenta todos sus rasgos físicos y humanos. Si bien el Edén no se jus- tifica por sus habitantes –que dejan mucho que desear– sino por el sol, la luz, el clima, la fertilidad del suelo, la policromía, el exotismo africano, el pintoresquismo, el arte, su atraso mismo. De aquí, el estado de auténtico delirio, que muchos viajeros expresan al ingresar en Andalucía por Despeñaperros: “¡Prostérnate lector! Y agradece a Dios que te ha permitido pasear con tu mirada profana por la tierra prometida” (Cuendias y Féréal). Me parece que ha sido Gautier el viajero, que como ningún otro, en varios textos ha expresado con precisión y suma belleza cuanto venimos diciendo, como en éste que sigue:
“Una vez franqueada Sierra Morena, el aspecto del país cambia totalmente; es como si de pronto se pasara de Europa a África; las víboras, al dirigirse a su agujero, rayan con rastros oblicuos la arena fina del camino; las chumberas comienzan a blandir sus grandes hojas espinosas en el borde de los fosos. Aquellos grandes abanicos de hojas carnosas, espesas, de un gris azulesco, dan súbitamente una fisonomía distinta al paisaje. Se siente uno en otro lugar; se comprende que se ha dejado París de un modo definitivo. La diferencia de clima, de arquitectura, de trajes, no le hace a uno creerse tan fuera de su país como la presencia de esas grandes vegetaciones de zona tórrida que no solemos ver más que en invernaderos. Los laureles, encinas, alcornoques, higueras de hojas barnizadas y metálicas tienen una calidad libre, robusta y salvaje, que indica un clima donde la naturaleza es más fuerte que el hombre y puede prescindir de él.
Ante nosotros extendíase, como un inmenso panorama el hermoso reino de Andalucía. Aquella vista tenía la grandeza y el aspecto del mar; cadenas de montañas, sobre las que la distancia pasaba su tamiz, se desplegaban en ondulaciones de infinita suavidad, como grandes oleadas de azul. Amplios jirones de rubio bañan las corta- duras; aquí y allá los vivos rayos del sol doraban algún montículo más cercano y lo tornasolaban polícromamente como la garganta de un pichón. Otras cimas, extrañamente drapeadas, asemejábanse a esas telas de los cuadros antiguos, amarillas por un lado y azules por el otro. Todo estaba inundado de una luz fulgurante, espléndida, como debía ser la que iluminaba el Paraíso terrenal. La luz rielaba en aquel océano de montañas como oro y plata líquidos, rompiéndose en áurea espuma fosforescente al tropezar con los obstáculos. Aquello era más grande que las más amplias perspectivas del inglés Martywny; mil veces más hermoso. El infinito iluminado es mucho más sublime y prodigioso que el infinito en oscuro.”
Este texto hay que completarlo con otros muchos de Borrow, Gautier, Doré, Davillier, Andersen, Amicis, Mackenzie, Ford, etc. donde aparecen otros ingredientes fundamentales del paradigma del relato romántico sobre Sierra Morena y Despeñaperros. Aunque de estos elementos el primero y principal, como síntesis de todo, está el descubrimiento en este sector de un paisaje romántico por antonomasia: por ser montaña, siendo esta como lo es la máxima expresión de lo “sublime”, clave de la estética romántica; por su grandiosidad y pintoresquismo; por ser un asiento tradicional del bandolerismo andaluz; por su policromía y sobre todo por su luz ya que “el infinito iluminado es mucho más sublime y prodigioso que el infinito en oscuro”. Se comprenderá, pues, ante todo esto que las poblaciones carolinas ya no significaban nada para estos viajeros que se ocupan de una temática y practican una percepción estética que son radicalmente diferentes a las de los viajeros ilustrados.
Es así, en conclusión, como el de Despeñaperros es erigido por los románticos en uno de los símbolos estético-paisajísticos más notables de España. ¡Lástima que visitando hoy el Parque Natural de Despeñaperros y su centro de interpretación nada se diga a los turistas sobre la historia y el descubrimiento de Andalucía que se iniciaba y canalizaba precisamente por este inaudito paso de montaña!
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(1) López Ontiveros, A. Catedrático de Geografía en la Universidad de Córdoba: Sierra Morena y las Poblaciones Carolinas: su significado en la literatura viajera de los siglos XVIII y XIX. Córdoba, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Córdoba, “Estudios de Geografía”, 1996, 59 pp.