Vagabundo en África
Nunca he sabido explicar bien por qué me gusta Dar-es-Salaam y creo que más de uno ha pensado que estoy algo majara cuando lo he dicho en voz alta. Me gusta por sus habitantes, desde luego, pero gentes simpáticas y hospitalarias las hay en otros sitios mucho más hermosos que Dar, por ejemplo en la bella isla de Lamu. Su aire es carnoso y sensual, pero eso sucede también en otros lugares más bellos, como Zanzíbar. Es una urbe donde conviven religiones y culturas, pero lo mismo pasa en cualquier ciudad del litoral swahili del índico, Mombasa en especial.
La circulación de Dar es caótica, el asfalto es poco más que un campo de socavones y una buena parte de sus edificios muestran las mordeduras del tiempo o están sencillamente abandonados. Al llegar a Dar, uno tiene la impresión de que por allí acaba de pasar un tifón. Además, se come mal, si no estás dispuesto a irte al restaurante de un hotel de lujo a gastarte un buen puñado de dólares; te sirven cerveza caliente en casi todos los bares, las mujeres son por lo general bastante feas y hay mendigos y leprosos casi en cada esquina. El puerto abunda en cascos de navíos abandonados, comidos ya por el óxido. En muchas calles huele a alcantarilla y hay que caminarlas tapándose las narices. Dar, más que sucia, es mugrienta; y la mayoría de sus habitantes se echan cada día a la calle sin nada en los bolsillos, a buscarse la vida simplemente. Lo que extraña es que, pese a ello, no haya apenas delincuencia, salvo algunos raterillos en los mercados y las estaciones de trenes y autobuses. Las gentes de Dar son alegres y amigables, y uno no acierta a explicarse qué pueden encontrar de alegre en su vida.
Tengo algunos amigos a los que quiero bien que no presentaría a nadie respetable. Con Dar me sucede algo parecido: no debería recomendarle a nadie ir allí. Pero a mí me gusta, ¡qué demonio!
Porque los hombres te sonríen desde su pobreza, porque las mujeres intentan ser bellas a pesar de no serlo, porque sus gentes aman una ciudad que es horrorosa, porque los extranjeros son los amos de la ciudad y eso a nadie nacido en Dar le molesta demasiado, porque huele a sal caliente y a mar bravo y flores y a cloacas, porque nadie te confunde con un gesto ambiguo, porque cuando te dicen sí es que sí y cuando te dicen no se arrepienten al segundo de haberte negado algo, porque llegas allí y te imaginas que tienes que sobornar a quien necesita dinero y a ese mismo tipo, con sólo una sonrisa amable le has hecho tu amigo, porque nadie tiene prisa y trabajar es un empeño que todos en Dar consideran deleznable, porque hay pesca y no hay hombres desesperados ni tampoco cobardes, y porque hay amigos posibles en cada bar, en cada autobús y en cada tren.
Pero ese tipo de cosas, y muchas otras más, son cuestiones que la mayor parte de la gente ha dejado de apreciar hace bastante tiempo.
(…)
Decidí ir a Kilwa, al sur de Dar, antes de tomar el tren para cruzar la barriga de Tanzania rumbo al lago Victoria. tenía, desde años atrás, un viaje pendiente a Kilwa.
El lugar fue un rico sultanato antes de la llegada de los portugueses a las costas del índico, y el puerto desde donde, según las leyendas, se embarcaban los tesoros de las minas de Ophir para transportarlos a la corte del rey Salomón. también fue uno de los principales mercados de esclavos del litoral del Oriente de áfrica, punto de llegada y de partida de las caravanas árabes de negreros.
Pero viajar a Kilwa no es tan sencillo en estos días. No hay aviones de línea regular que vuelen hasta allí desde Dar, y alquilar una avioneta quedaba fuera de mi presupuesto y de mis intenciones. El viaje por tierra, los 290 kilómetros que separan Dar de Kilwa, había que dejarlo comoúltima opción, dado el estado infame de la carretera que desciende hacia el sur del litoral tanzano. Me quedaba el barco. Así que me fui al puerto por si caía la breva.
Lo que cayeron sobre mí aquella mañana de sábado fueron media docena de chavales de los muchos que se ganan la vida en el puerto cazando turistas para los barcos que van a Zanzíbar, a cambio de una pequeña comisión. Cinco años antes, en aquel mismo lugar, sólo había barco dos veces al día para cruzar a la isla, y muy poca gente visitaba Zanzíbar. Ahora, la isla estaba de moda, las naves que hacían el trayecto se contaban por decenas y la competencia por el turista se había convertido en una algarabía de chicos histéricos.
–Mi barco sale en cinco minutos –decía un chaval tirándome del brazo izquierdo.
–El mío es más barato –gritaba el que me sujetaba del brazo derecho.
Otros me cantaban sus precios y la bondad de sus servicios. Logré zafarme y hacerme oír.
–Yo no quiero ir a Zanzíbar, quiero ir a Kilwa. Se produjo una suerte de general desconcierto. Uno dijo: –¿Y para qué quiere ir a Kilwa si allí no quiere ir nadie? –Esa es una de las razones –respondí. –Zanzíbar está mucho más cerca que Kilwa, añadió otro. –ésa es otra razón para ir a Kilwa, contesté.
Parecieron convencerse de que estaban ante un incurable chiflado. Pero no había barco a Kilwa. Uno de los chavales, al fin, me indicó que más arriba, en Kivoni Front, siguiendo la bocana del puerto, tal vez había una compañía naviera que tal vez tenía un barco que tal vez iba a Kilwa y quizás una vez por semana. “Pruebe a ver”.
Me alejé caminando bajo la sombra de los almendros indios. Y sí, había una oficina de una naviera, pero la habían cerrado un mes antes porque su barco había naufragado. Eso decía un cartel pinchado en la puerta.
Seguía dándole vueltas a la cabeza sobre qué hacer para ir a Kilwa. Tal vez en una agencia de viajes pudieran aconsejarme y allí cerca estaba el hotel Kilimanjaro, un establecimiento de lujo, el mejor hotel que tuvo Dar durante un par de décadas y ahora algo envejecido por la impiedad del tiempo.
Mientras desandaba el camino, un tipo se pegó a mi lado. Era pescador, el motor de su barco se había roto y no podía trabajar. Quería un poco de dinero.
–Me llamo Viernes, todo el mundo me conoce aquí y sabe que soy un hombre honrado.
–¿Y por qué Viernes?
–Porque nací en viernes y a mi padre no se le ocurrió otra cosa.
–Es el nombre de un personaje de un gran libro, Robinson Crusoe.
–Nunca oí hablar de él. Ese…, ¿cómo dijo?
–Robinson Crusoe.
–¿Ese Robinson era de por aquí?
Le di unas monedas, entre en el Kilimanjaro y busqué la oficina de turismo.
No había barco a Kilwa en ninguna línea regular. Aunque tal vez si iba a Oyster Bay, tal vez había una compañía que tal vez tenía un barco que quizás iba a Kilwa. La amable empleada me anotó una dirección en un papel.
No había compañía naviera en Oyster Bay ni en consecuencia Barco.
(…)
Después de comer, reservé en la agencia de viajes un todoterreno en la compañía de alquiler más barata. La carretera que hunde en el sur del país es, en su mayor parte, una pista de tierra y es difícil viajar con automóviles que no lleven tracción en las cuatro ruedas. Durante la época de lluvias, se cierra al tráfico, y el sur queda aislado. Por fortuna faltaban aún unas semanas para que finalizara la estación seca.
(…)
El todoterreno recién lavado no tenía mal aspecto y su interior parecía estar en orden: rueda de repuesto, gato, bidones con agua y gasoil, y herramientas para un apuro. Firmé los papeles, cargué mi bolsa y eché a andar camino del sur. Me perdí en el caos de las afueras de Dar, como era previsible, antes de encontrar la salida hacia Kilwa. Eran las ocho de la mañana, pero el día llevaba ya en pie un par de horas largas.
Al principio, la carretera mostraba un asfalto más o menos digno. Sorteando ciclistas que, por lo general, parecían aquejados de sordera, atravesaba pueblos miserables, arrabales paupérrimos, y campos verdosos y amarillos de cultivo de banano y palma de aceite. Luego, los poblados comenzaron a escasear y el áfrica indomable asomó a ambos lados del camino. corría paralelo al océano, sin alcanzar a verlo, pero el paisaje de colinas lejanas y azules daba una impresión de infinitud marina. Para compensar la belleza del mundo, desapareció el asfalto y empezó la penitencia interminable de los baches. Al llegar a Kibiti, algo más de tres horas después de haber salido de Dar, me topé con un cruce de carreteras. El cartel señalaba a mi derecha el parque de Selous, la mayor reserva de caza de áfrica y un lugar sobre el que había leído mucho. Una punzada de calor me tocó el alma, pero seguí derecho en dirección a Kilwa. Tal vez a la vuelta, me dije.
Una veintena de kilómetros más adelante alcancé las orillas del río Rufiji. La anchura del cauce era allí de unos trescientos metros y las aguas bajaban calmas, teñidas de un verdor lechoso. No había puente y el ferry atracaba en ese momento en la otra orilla, cargando vehículos y pasajeros. Así que había que esperar. A los lados de la pista, en la cuesta que descendía hacia la orilla del río, se alineaban tenderetes de comida y refrescos. Dejé el coche enfilado hacía el embarcadero y bajé a tomar algo. Las fritangas de carne, que olían a grasa recia, y los peces gato ahumados, negros como tizones, no parecían demasiado apetitosos, de modo que compré una mazorca de maíz asada y una naranjada. Me arrimé a una sombra después de sacudirme el polvo de la camisa y los pantalones. La chavalería del puerto fluvial rodeaba mi vehículo: sobre todo parecían admirar el grosor de sus ruedas. habían llegado un par de destartalados autobuses, repletos de pasajeros, y la gente descendía a tomar un refrigerio mientras los conductores aparcaban sus vehículos guardando turno detrás del mío. El embarcadero se convirtió en una batahola de gentes ruidosas y de ritmos alegres surgidos de media docena de radiocasetes.
Desde el lugar donde me encontraba podía ver el curso manso del río y los árboles de la otra orilla, cuyos perfiles diluía la calima. El Rufiji es un vigoroso curso de agua que nace en las montañas de Udzungwa, en el corazón salvaje de Tanzania, atraviesa las estepas del parque de Selous y va a morir al índico, formando un amplio delta que es un dédalo de islotes y canales donde abundan los elefantes, los leopardos, los cocodrilos, los hipopótamos, las serpientes y, por supuesto, los anofeles transmisores de malaria. Es un río con historia, la historia de un barco de guerra: el crucero alemán Königsberg.
“El bandido invisible” , así llamaron los británicos a este barco alemán que, desde el comienzo de la I Guerra Mundial y durante casi un año, mantuvo en jaque a toda la armada británica del índico.
El Königsberg, bautizado así en honor de la capital de Prusia, era un crucero ligero de tres chimeneas, construido en 1905, dotado de poderosos motores y armado con diez cañones y dos tubos lanzatorpedos. Cuando los vientos de guerra comenzaron a soplar en Europa, el Estado Mayor alemán decidió enviarlo al índico para proteger las costas de su colonia de áfrica Oriental e interceptar y destruir los mercantes británicos que hacían la ruta de la India.
El barco entró en el puerto de Dar-es-Salam el 6 de junio de 1914. Fue todo un acontecimiento, una demostración de fuerza. Los swahilis lo llamaron Manowari wa bonba taru, que significa el guerrero de los tres tubos, en alusión a sus chimeneas. El comandante Max Loof iba al mando del buque, con una tripulación de 322 hombres, entre oficiales y marinos. En su misión africana, quedaba a las órdenes del coronel Von-Lettow, jefe supremo de las fuerzas germanas en el áfrica Oriental alemana.
Advertidos de la presencia del Königsberg , los británicos enviaron una pequeña flota a las costas cercanas a Dar, en previsión de que la guerra estallara y con ordenes de hundir el navío germano tan pronto como se tuvieran noticias del inicio del conflicto. A primeros de agosto los barcos británicos rodearon el de Loof, pero aprovechando una noche de niebla intensa, el comandante alemán logró burlar el cerco y alejarse hacia el norte. Esa misma noche, el 5 de agosto, se declaró la guerra.
Loof se preparó para interceptar los mercantes y los convoyes de tropas del enemigo, como un leopardo que comienza a acechar la manada de antílopes , en palabras de historiador Charles Miller.
Un día después de comenzar la guerra, el Königsberg divisó su primera víctima, un carguero que transportaba té por valor de dos millones de libras esterlinas, el City of Westminster. El buque alemán requisó el carbón del mercante, hizo prisionera a su tripulación y lo hundió. Unas semanas después, en la costa sur de Arabia, Loof logró encontrarse con el buque-nodriza Somalí , que le abasteció de agua y más carbón para que siguiera su trabajo destructivo por el índico. Necesitado de limpiar sus calderas y motores, el Königsberg se refugió por primera vez en el laberinto de canales del delta de Rufiji. Encontrarle allí era, para la flota británica, casi como buscar una aguja en un pajar.
Ante el peligro que suponía el “bandido invisible”, Londres decidió suspender temporalmente sus transportes en las costas del este de áfrica y se enviaron tres barcos de guerra en su busca.
Pero en septiembre de 1914, dos de los buques enemigos hubieron de regresar a las costas de Suráfrica y sólo quedó un navío británico, fondeado en Zanzíbar, el Pegasus, un barco de menor capacidad de tiro que el Königsberg. Loof interceptó un mensaje británico sobre la presencia del buque enemigo en la isla, a 150 millas de su escondite en el Rufiji. había reparado ya sus máquinas y había sido abastecido de nuevo por su nodriza el Somalí.
El 19 de septiembre el “leopardo” salió de su madriguera, alcanzó el puerto de Zanzíbar al día siguiente y hundió a Pegasus, sorprendido en los muelles, en apenas diez minutos. Loof minó el puerto de la isla, inutilizándolo durante varios meses, y regresó a su escondrijo del Rufiji.
Una poderosa flota británica emprendió por toda la costa la búsqueda del buque alemán. En Lindi, al sur del Rufiji, los navíos de guerra británicos interceptaron al Präsident, un nuevo nodriza enviado por Berlín para asistir al Königsberg, que navegaba camuflado como buque hospital. Los marinos británicos abordaron el nodriza germano, y encontraron cartas de navegación con datos sobre el escondrijo de Loof. La guarida del “bandido invisible” había sido descubierta y la flota británica se apostó en los canales de salida del delta, dejando definitivamente prisioneros al Königsberg y a su nodriza el Somalí a finales de octubre de 1914. Loof, advertido de la presencia del enemigo en todas las bocas de la desembocadura del río, camufló con palmeras sus mástiles y sus chimeneas, desembarcó ametralladoras y cañones para proteger las entradas de los canales y desmontó las calderas para enviarlas a Dar-es-Salam por tierra y repararlas.
Pasaron noviembre y diciembre sin que el Königsberg pudiera salir ni los barcos británicos entrar. En noviembre, el Somalí fue hundido en la boca de uno de los canales cuado intentaba salir en busca de carbón y provisiones. El jefe de la flota británica, capitán Sidney Drury-lowe, descartó atacar por tierra e intentó un ataque sorpresa contra el Königsbergs utilizando lanchas rápidas; pero las defensas establecidas por Loof acribillaron a las lanchas desde las orillas.
Javier Reverte