El mundo entero no sería una soberanía lo suficientemente vasta para un solo monarca. Selim I, padre de Solimán ” reyente sin intransigencias, conquistador con alma de poeta y hábil diplomático, Solimán el Magnífico supo conducir al imperio otomano a su periodo de mayor esplendor. Apadrinó las artes y persiguió las injusticias, sin descuidar el anhelo guerrero que le llevaría a llamar a las puertas de una Europa cristiana que había aprendido a temerle y a admirarle a partes iguales.

EDUCADO PARA REINAR

Es fácil darse cuenta de la excepcionalidad del sultán Solimán, cuando se cae en la cuenta de que el Magnífico era el mote con que le conocían sus rivales. Un mote que le pondrían con el tiempo, cuando el eco de sus victorias, sus éxitos diplomáticos y la riqueza y belleza de su corte trascendiera fronteras. En el inicio, en aquel 30 de septiembre de 1520, cuando Solimán Khan, el hijo y sucesor del sultán Selim I, subió a una embarcación dorada de 36 remos, surcando el Bósforo para hacerse cargo del imperio, nadie imaginaba aún que aquel joven príncipe de 26 años iba a escribir las mejores páginas en la historia del mundo otomano.

Pese a su juventud, Solimán había sido preparado para ese momento bajo la implacable batuta de su padre, Selim I el Inflexible, quien seguramente conquistó su sobrenombre -y el trono imperial- por el expeditivo método de asesinar al resto de posibles candidatos, una práctica ya inaugurada por su abuelo Mehmed II, el conquistador de Constantinopla. Durante su breve reinado, Selim I había engrosado la lista de posesiones del Imperio anexionándose Siria, Egipto y Arabia, y había adoptado el título de califa – jefe religioso de los musulmanes – tras la toma de la Meca. Enfermó de carbunco a la vuelta de su campaña de Egipto, pero antes de morir eligió como sucesor a su hijo Solimán y -más práctico e inflexible que nunca- mató cruelmente a sus demás hijos para que su favorito no enfrentase problemas internos durante su reinado.

Desde muy niño, Solimán fue entrenado para reinar. A los 7 años fue enviado a estudiar ciencias, literatura, teología y tácticas militares en las escuelas del Palacio de Topkapi en Estambul. Se educó en compañía de los pajes de origen cristiano que algún día se convertirían en sus visires, sus pachás, sus generales y sus gobernadores, y en ese período es donde trabaría amistad con Pargali Ibrahim Pachá , quien luego pasaría a ser su hombre de confianza. Ducho en el manejo tanto de las armas, como de las letras, a los 17 años ya había ostentado el cargo de gobernador, por lo que casi diez años después, cuando alcanzó el trono, ya contaba con una impecable trayectoria política. Era un hábil estadista, tan capaz de negociar durante horas con sus enemigos como de mostrarse implacable con aquellos que le decepcionaban, aunque quizá por oposición a la crueldad que había caracterizado a su padre, Solimán destacó siempre por su amor a la justicia, su necesidad de afecto y sus decisiones meditadas y reflexivas. Quizá las únicas decisiones impulsivas que tomara en su vida estuvieran precisamente marcadas por el afecto, el ciego e incondicional amor que sentía por Hurrem, su tercera esposa.

BELGRADO, RODAS, HUNGRÍA

Pero eso sería mucho después. Los primeros años del joven monarca se caracterizan por una estudiada política de expansión que, especialmente en Europa, está jalonada por tres importantes victorias: la conquista de Belgrado en 1521, la capitulación de los Caballeros Hospitalarios de San Juan en la isla de Rodas, en 1522 -lo que le da el control del tráfico marítimo veneciano y genovés-, y, por último, con la victoria en la batalla de Mohács, que acaba con la independencia de Hungría imponiendo en el trono a Juan Zapolya, y declarando al estado vasallo del imperio otomano.

El imperio otomano y la expansión del Islam suponían la principal bestia negra de Europa en el siglo XVI. España y Austria se opondrán enérgicamente a las conquistas de Solimán el Magnífico y contarán para ello con la ayuda de Polonia y Venecia. El mayor adalid de la defensa del cristianismo era, como no podía ser menos, el nieto de los Reyes Católicos, Carlos I de España y V de Alemania. Sin embargo no había una Europa unida frente al turco, sino un abanico de ambiciones y un puñado de fronteras en constante movimiento.

El propio rey francés Francisco I, quien se sentía amenazado por el liderazgo europeo del monarca español, no dudaría en aliarse con Solimán para socavar el poder del país vecino. Y Solimán, astuto diplomático y hábil negociador, hasta el punto de estar considerado uno de los principales estadistas de su época, supo como nadie aprovecharse de las rivalidades internas de los líderes cristianos. Occidente temía la expansión del islam, pero no supo unirse, pues cada uno de sus estados temía aún más la pérdida de sus feudos y de su status en la política europea.

A LAS PUERTAS DE VIENA

Quizá crecido por sus logros militares y las disensiones internas de sus enemigos, la audacia de Solimán llegara hasta el punto de amenazar el auténtico corazón del imperio austro-húngaro, la ciudad de Viena. Su obsesión le llevó a asediarla en dos ocasiones, en 1529 y en 1532, campaña en la que el gran abanderado del catolicismo, el emperador Carlos I, se vio obligado a pactar con los protestantes para lograr rechazar la ofensiva. El fracaso en las campañas de Viena le empujó a orientar sus conquistas fuera del territorio europeo. Invadió Bagdad y Mesopotamia, llegando hasta la India, y a la muerte de su vasallo, Juan Zapolya, en 1541, anexionó Hungría al imperio otomano. Apenas dos años después, en 1543, el mismo año en que Persia pasaba a sus dominios, el propio Fernando I de Habsburgo quedó obligado a pagar al Imperio un humillante tributo anual de 30.000 ducados.

Los cronistas se hacen eco de la férrea disciplina que el Califa imponía a sus tropas, y el ingenio que desplegaba tanto en la batalla como en la mesa de negociaciones.

Pese a la derrota en las campañas de Viena y el infructuoso asedio de Malta en 1565, el resto de sus expediciones acumularon un éxito tras otro, hasta tal punto que los monarcas de toda la cuenca del Mediterráneo se echaban a temblar cada primavera, cuando el ejército otomano se ponía en marcha hacia un nuevo objetivo. Las conquistas de Solimán pusieron bajo el control del Imperio a las principales ciudades musulmanas (La Meca, Medina, Jerusalén, Damasco y Bagdad), muchas provincias balcánicas (llegando hasta las actuales Croacia y Austria) y la mayor parte del norte de África a excepción de Marruecos.

Su expansión por Europa proporcionó a los turcos otomanos una fuerte presencia en la balanza europea del poder.

LEGISLADOR, POETA Y MECENAS

Sería en torno a 1530, diez años después de su ascensión al trono, cuando, el Califa y Príncipe de los creyentes, el guardían de los Santos Lugares, el Príncipe y Señor de la Feliz Constelación, el César Majestuoso, el Sello de la Victoria, y la Sombra del Omnipotente, empezase a ser conocido en Europa como El Magnifico debido al esplendor que caracterizaba su aparición en las ceremonias públicas. Pero para sus gentes, y desde hacía mucho tiempo, Solimán I era Al Kunani, el legislador, debido a las reformas que impuso en la legislación para tratar de adecuar la realidad de sus territorios a un escenario cambiante. Impuso a las familias cristianas la obligación de entregar un hijo de cada cinco para integrarlo en sus compañías de jenízaros; practicó el rapto de niños (devsirme) para nutrir sus tropas; dividió las tierras conquistadas en feudos militares sometidos al gobierno de un bajá. Reformó la administración civil y militar, insistiendo mucho en el deber de la imparcialidad con respecto a todas las clases sociales. No dudaba en destituir y condenar a muerte a los funcionarios corruptos y se ganó el favor popular por los leves impuestos que estableció. Pese a ser un musulmán piadoso, Solimán no fue nunca intransigente en materia religiosa, y el conjunto de sus leyes suponía una aplicación moderada del código del Corán. Eliminó el vino, puesto que era abstemio, pero no el café, introducido en Estambul en 1554. Promulgó nuevas legislaciones criminales, prescribiendo un conjunto de multas para ofensas específicas y reduciendo los casos que se castigaban con la muerte o la mutilación.

Consciente del importante papel de la educación, fundó escuelas religiosas adjuntas a las mezquitas, lo que proporcionaba una educación casi gratuita para los muchachos musulmanes, aventajando así a los países cristianos de la época. Incrementó el número de mektebs (escuelas primarias) en las que se enseñaba a los niños a leer, escribir y los principios del islam. Los que desearan recibir más educación podían entrar en una de las ocho madrazas, que les instruían en gramática, sintaxis, lógica, metafísica, filosofía, estilística, geometría, astronomía y astrología. El Sultán concedió bienes a los ulemas, los doctores de la ley, para lograr su acuerdo en materias polémicas, y, en definitiva logró que súbditos de veinte pueblos distintos y diferentes religiones viviesen en armonía.

Pero, además de administrador y legislador, Solimán fue también hombre de gran cultura. Curioso y apasionado, sentía un gran interés por las matemáticas y la historia, en particular por la figura de Alejandro Magno. Además de turco, Solimán hablaba árabe y persa y entendía el italiano. Dedicaba mucho tiempo a leer, en particular novelas persas, y él mismo escribió una extensa obra poética en persa y en turco bajo el seudónimo artístico de Muhibbi (Amante). Amaba la música y poseía discretos conocimientos de astronomía, y, como su antagonista Carlos V, era un apasionado de los relojes y del arte de medir el tiempo.

Su pasión por la cultura hizo de él un destacado mecenas. Tras la conquista otomana de 1453, Constantinopla no había dejado de ser un gran centro cultural, cosmopolita y abierto al mundo. A la ciudad llegaban toda suerte de hombres ingeniosos, oradores, soldados y expertos en política. Muchos artistas, también extranjeros, gozaron del favor del sultán. En la sede imperial, el Palacio de Topkapi, se administraban cientos de sociedades artísticas imperiales, lasEhl-i Hiref o “comunidad de talentos”. Tras un periodo de aprendizaje, los artistas y artesanos podían promover dentro de su gremio y se les pagaban grandes estipendios en cuatro entregas anuales. Los registros nominales que nos han llegado testifican del intenso mecenazgo que Solimán ejercía sobre las artes: el más antiguo documento, de 1526, lista 40 sociedades con más de 600 miembros.

Las Ehl-i Hiref atraían a la corte a los artesanos con mayor talento del imperio, tanto del mundo islámico como de los territorios recién conquistados en Europa, dando como resultado un crisol de culturas islámica, turca y europea. Los artesanos al servicio de la corte incluían a pintores, encuadernadores, peleteros, joyeros y trabajadores del oro. Mientras que los anteriores gobernantes habían estado influenciados por la cultura persa, el mecenazgo de Solimán sobre las artes consolidó el propio legado artístico del Impero otomano y estableció las bases de una literatura nacional.

Pero si por algo destacaría el Imperio de Solimán sería por la renovación urbanística que emprendió en las principales capitales. El sultán estaba decidido a convertir Estambul en el centro de la civilización islámica con una serie de proyectos que incluían puentes, mezquitas, palacios y distintos edificios con fines sociales y de caridad. La mayor parte de ellos serían construidos por el principal arquitecto del sultán, Mimar Sinan, con quien la arquitectura otomana alcanzaría su momento de máximo esplendor. Sinan fue el responsable de más de trescientos monumentos repartidos por todo el imperio, incluyendo sus dos obras maestras, la Mezquita Süleiymaniye y la mezquita de Selim, construida en Edirne durante el reinado del hijo de Solimán, Selim II. Igualmente preocupado por sus posesiones más lejanas, especialmente por las construcciones de carácter religioso, Solimán también mandaría restaurar la Cúpula de la Roca y las murallas de Jerusalén, y renovaría la Kaaba de La Meca.

MUERTE DE UNA LEYENDA

En el año 1566, Solimán se dirigió de nuevo con su ejército hacia los Balcanes. Se enfrentaba a Maximiliano de Habsburgo, como consecuencia de su negativa a satisfacer el impuesto anual acordado años atrás. Era su octava campaña continental europea, y la decimotercera expedición de su vida, pero, para entonces, la edad y los achaques pasaban ya factura. Parece ser que sufría de gota, hidropesía y desvanecimientos. Ello no le impidió dirigir en persona el asedio a la fortaleza húngara de Szigetvar, uno de los más duros de su reinado. El 29 de agosto hizo acopio de todas sus fuerzas, se levantó de su sillón, montó a caballo y ordenó el asalto general. Mientras se abría la brecha definitiva en la ciudad sitiada, Solimán hubo de retirarse a su tienda, totalmente agotado, donde moriría días después, víctima de una apoplejía. Cuentan los cronistas que durante más de un mes, ministros y generales mantuvieron la ficción de que el sultán seguía vivo, e incluso se colocó su cuerpo embalsamado en el trono para que el gran visir pudiera comunicarle a diario los informes sobre la campaña. Hasta que su hijo Selim II no tomó posesión del cargo, no se anunció oficialmente la muerte del sultán.

Solimán fue enterrado junto a su cimitarra, como corresponde a un soldado caído en el campo de batalla, y con el rostro vuelto hacia el enemigo. Su mausoleo se dispuso en la gran mezquita que él mismo ordenó construir, la Suleimaniye, junto al que sería el gran amor de su vida, su esposa Hurrem. Para el sultán, la mujer a la que dedicó sus mejores versos de amor, y, para el pueblo otomano, la inductora de las decisiones más drásticas que se vio obligado a tomar en su vida.

Se dice que detrás de todo gran hombre hay una gran mujer, y, Solimán el Magnífico no escapa al refrán. El sultán tuvo tres esposas, pero sería Hurrem, la última, la que supo ganarse un puesto en el corazón y el lecho del monarca. Hurrem, o Roxelana, como también se la denominaba, era hija de un sacerdote ortodoxo de la actual Ucrania que había sido hecho esclavo en la década de 1520. La joven entró a formar parte del harén del sultán a muy temprana edad. Se dice que no era excepcionalmente bella, pero estaba dotada de una gran inteligencia y una capacidad para la estrategia que la llevó a destacar en el harén, desbancando a otras mujeres e incluso a la favorita del sultán, ocupando su puesto, y consiguiendo posteriormente que el sultán contrajese matrimonio con ella, rompiendo con dos siglos de tradición otomana, durante los cuales ninguna concubina había pasado a ser la esposa oficial de ningún sultán. Hurrem también rompería otra vieja tradición palaciega que imponía que cuando los herederos imperiales alcanzaran la mayoría de edad, fuesen enviados junto con su madre, a gobernar las provincias más remotas del imperio. Lejos de respetar esa tradición, Hurrem se quedó en la corte durante toda su vida y logró que su hijo Selim, pese a no ser ni el primogénito ni el favorito de Solimán, ni siquiera el mejor preparado de entre los posibles herederos, sucediera a su padre en el trono.

Interesada en los juegos de política internacional, se decía de Hurrem que ejercía un auténtico poder en la sombra, y que era de ella de quien partían muchas de las decisiones tanto internas como externas. Era de sobras conocida la debilidad que el sultán sentía por su esposa favorita, y probablemente como consecuencia de ese amor ciego que le profesaba, cometiera dos actos de venganza que le atraerían el descontento del pueblo y acabarían empañando su memoria.

El primero de ellos fue el asesinato de Ibrahim Pachá, su amigo de la infancia, acusado de conspirar junto a los cristianos. Se cree que Hurrem fue la instigadora de esta muerte, pues no gozaba de la simpatía del gran visir, y probablemente le hiciese sombra a la hora de sugerirle decisiones al sultán. El segundo y aún más dramático sería la muerte de su hijo mayor, Mustafá, hijo de su primera esposa. Los cronistas de la época coinciden en que el príncipe Mustafá era visto por el pueblo otomano como un digno sucesor de su padre. Era inteligente, buen soldado y sabía ganarse la voluntad popular. El favorito del sultán y del pueblo era sin embargo un peligro para Hurrem, pues la tradición otomana impelía al heredero a matar a sus hermanos para asegurase una sucesión sin fisuras. Hurrem, decidida a que su propio hijo Selim aspirase al trono, conspiró junto al nuevo gran Visir Rustem Pachá, hasta que entre ambos convencieron a Solimán de que el príncipe Mustafá, espoleado por el pueblo, deseaba matar a su padre para garantizarse el trono del imperio antes de tiempo. Rustem mandó nota al príncipe para que fuera a reunirse con el ejército de su padre, y cuando este lo vio llegar a su tienda, convencido de que iba a matarle, ordenó a su propia guardia personal que lo ejecutara. Se dice que Solimán no se recuperó nunca de la muerte de su amado hijo, o quizá del papel que él había jugado en ella, y que pese a la presunta traición que iba a perpretrar, el sultán organizó un funeral de estado y el luto se impuso durante varios días. Eso, sin embargo, no impidió que la astuta Hurrem siguiera reinando en su corazón y moviendo los hilos en la sombra hasta lograr imponer a su hijo Selim II en el trono y descansar junto a su esposo en la mezquita de Sulemaniyye. Cuentan que, Selim II, usurpador de un trono que ni le pertenecía ni merecía, abandonó los asuntos de estado en manos de su visires y se dedicó a la buena vida, hasta el punto de terminar siendo conocido como Selim II el Borracho, empañando la majestuosa figura del que había sido su padre y antecesor. Pero esa ya es otra historia.