AVISO A NAVEGANTES

Se mire por donde se mire, el intento de dar cuenta de la vida cotidiana en el imperio otomano es una tarea de todo punto imposible. Primero, por la duración temporal de dicho imperio, ya que el transcurrir cotidiano en el siglo XVI poco tiene que ver con el del siglo XIX debido a la evolución lógica de necesidades y costumbres. Segundo, y tan decisivo como el primer motivo, por la extensión territorial de dicho imperio, que llegó a alcanzar el sureste europeo hasta las puertas de Viena, dominando el Mediterráneo oriental y el mar Negro, extendiéndose por Asia Menor, y llegando a controlar el Mar Rojo y todo el norte de África, dicho así, en cuatro palabras y a pinceladas gruesas. Se trataba además de un imperio multicultural, ya que iba haciendo suyos no sólo territorios, sino a sus gentes, con sus hábitos y sus tradiciones, dando como resultado una amalgama de culturas generalmente bien avenidas, pero tampoco faltas de encontronazos y rencillas. Y más, mucho más: porque a lo largo y ancho de tan inmenso y poderoso imperio, la vida fue totalmente diferente para los distintos estamentos sociales, sultanes, visires, pachás, dragomanes, jenízaros, eunucos, ichoglanes, guardas de la corte, esclavos, mercaderes, marineros, artesanos y, en fin, el pueblo llano. Y aún menos que nada tiene que ver el transcurrir diario entre los hombres por un lado y entre mujeres por otro en cualquiera de los niveles citados.

Dicho esto, advertidos de las enormes limitaciones que tiene tal asunto, expuesto además en un número de páginas forzosamente reducido, mi intento se verá reducido a un espacio muy concreto, Estambul, la capital del imperio, y durante un tiempo acotado, a partir de la segunda mitad del siglo dieciocho hasta la Primera Guerra Mundial, el hecho histórico que precede a la partición y disgregación del poder otomano. Es el lugar y el periodo en los que contamos con testimonios más fiables. Y también los que nos permiten entender mejor la Turquía actual.

LA RELIGIÓN, LAS MEZQUITAS Y LA CIUDAD

Rasgos distintivos de ese lugar y de ese tiempo hay muchos, pero uno, por muy obvio que parezca, ocupa un primerísimo plano: la religión. Los turcos han sido (y lo siguen siendo) musulmanes, con todo lo que la práctica de los cinco pilares del islam comporta en la vida pública y privada de los fieles: en las ceremonias, los hábitos alimenticios, los ritos, o el trato entre hombres y mujeres. Sus relaciones con los países y comunidades “infieles” fue variable a lo largo de los siglos, pero predominó una actitud respetuosa hacia los “seguidores del Libro”, o sea cristianos y  judíos, y de hecho tanto los católicos como los ortodoxos, armenios, protestantes o judíos contaron con lugares de culto propios. Pero la presencia del islam se impone en la imagen más hermosa y soberbia de Estambul, la que se obtiene desde el mar de Mármara, en ese perfil de cúpulas y minaretes flotando sobre las aguas que constituye el icono de la ciudad. Sobre ese conjunto de casas apretadas de madera y calles estrechas, se instalaron desde la conquista otomana los volúmenes redondos y sólidos de las cúpulas, flanqueados de pináculos delgados y agudos como flechas de los minaretes. Y traspasando esa imagen deslumbrante, una vez en tierra firme, esos volúmenes reconocibles constituyen también los puntos de referencia, las señales que nos indican en qué punto de la ciudad nos encontramos y a dónde debemos dirigir nuestros pasos. No podría entenderse la fascinación de Estambul sin sus lugares de culto. Desde el exterior y en su interior, porque al entrar en ellos, abiertos a fieles e infieles, se accede a un espacio no sólo sagrado, sino profundamente doméstico, un lugar a donde los turcos de ayer y hoy acuden no sólo a orar, sino a buscar consuelo, paz y silencio, aislándose de una ciudad trepidante y perpetuamente atestada de gentes, coches, motos, hoy, y de carros, mulos, gentes y carretas en un pasado muy reciente. El primer paso para acercarse a los habitantes de Estambul bien podría ser hacer como hacen ellos, darse una tregua y entregarse a la calma y alivio de las mezquitas.

Sus interiores nos proporcionan, además, claves para comprender el sentido de los espacios interiores en el mundo otomano. Radicalmente distinto del de occidente. A los templos cristianos llenos de bancos, reclinatorios y, en el caso de los católicos, altares, imágenes y confesionarios, las mezquitas turcas constituyen ambientes vacíos, tan sólo provistos de alfombras, azulejos y la enormes lámparas que cuelgan de las alturas.

Interiores donde la sola decoración la constituyen los elementos arquitectónicos, arcos, cúpulas, contrafuertes, bóvedas y semibóvedas, pilares, columnas y el juego de luces que proporcionan las numerosas vidrieras. Una constante en la concepción de los interiores, ya sean de mezquitas como de palacios, de salones imperiales como de humildes cuchitriles. “El interior de este palacio no estaba magníficamente amueblado: divanes y alfombras, muros pintados al fresco, y arañas de cristal eran toda su decoración“ comenta en 1833 el político y poeta francés Lamartin, asombrado de la desnudez de los salones palaciegos de Beglierbeg, sobre las orillas del Bósforo.

EL PLACER Y LOS BENEFICIOS DEL BAÑO TURCO

Alfombras, muchas, hermosísimas alfombras para apreciar con la vista y también con el tacto de unos pies que siempre se descalzan en los interiores de las mezquitas y antes de traspasar las puertas de entrada, tanto se trate de las estancias del sultán o del último de sus siervos.

Porque dar satisfacción a todos los sentidos es una característica de la cultura otomana, que logró transformar una obligación en uno de sus más apreciados placeres. Eso es lo que han hecho con el agua y con los baños. Si bien las cualidades simbólicas y prácticas del agua pertenecen a la tradición islámica en su conjunto, y de allí la importancia de fuentes, acequias, o estanques en el universo musulmán, se puede decir que el baño es una aportación específica de los turcos otomanos. “Los turcos se dedican al lavado de sus manos, pies, su cuello y todo el cuerpo, incluyendo partes que me ruboriza especificar” comentó escandalizado el historiador griego Theodore Spandounes en 1523. Y más: “Únicamente los turcos saben bañarse; nosotros creemos que con zambullirnos en una estrecha tinaja de agua turbia ya basta; ellos no. El baño es un elemento indispensable a su existencia: un mendigo turco prescindirá de comer y dormirá por tierra (…), pero se bañará”. Con estas palabras define en 1849 Máxime du Camp, el amigo y compañero de viaje de Flaubert por Oriente, la importancia de este rito. De hecho, la arquitectura de los baños refleja fielmente su papel decisivo en la vida social: sus espacios amplios y tibios cubiertos de mármol blanco, las cúpulas horadadas que favorecen una iluminación mágica, las nubes de vapor que envuelven las salas, el sonido de las fuentes adosadas a los muros, convierten estos lugares en puntos de reunión favoritos entre los turcos, y componen una atmósfera propicia a los acuerdos entre hombres, y a las confidencias entre mujeres. “El baño es el café de las mujeres, donde, entre baño, sorbetes y helados, se cuentan las noticias y se fraguan los escándalos” apunta la viajera y escritora Lady Mary Wortley Montagu en 1718. La afición a los baños por parte de la población otomana hizo sin duda mucho por su salud, un problema que siempre preocupó a los responsables de la Sublime Puerta. Hospitales para enfermos del cuerpo y también del espíritu se construían junto a los baños y las mezquitas, formando un conjunto pensado para dar servicio y consuelo a los habitantes de Estambul. Las condiciones higiénicas, en pura lógica, no eran las deseables, pero en sus centros hospitalarios se empezaron, ya en el siglo XVI, a aplicar métodos curativos totalmente novedosos para la época, como eran los conciertos de música para las mentes perturbadas, una técnica que se desarrolló a lo largo y ancho del imperio: un placer también para el sentido del oído.

DISFRUTE PARA LA VISTA, EL GUSTO Y EL OLFATO

Sin duda, Estambul ha sido siempre una ciudad acuática, lo es a simple vista. Sultanes, visires y demás altos cargos del imperio supieron sacar buen provecho de tal circunstancia, sobre todo en los meses más cálidos, cuando se trasladaban a vivir sobre las aguas o en sus mismas orillas. Los famosos caiques, de puntas curvas y decorados exquisitamente, poblaban el Cuerno de Oro, y se adentraban en las aguas del Bósforo para dar servicio a las mansiones con embarcadero propio (yalis) levantadas en sus orillas. Pero la afición por los paseos marítimos no hacían olvidar a los grandes de Estambul, ni a los humildes, su devoción por los espacios verdes. Una devoción patente en Topkapi, donde los edificios, de pequeños dimensiones, contrastan con los numerosos y amplios patios y jardines, adornados con fuentes, en los que crecen cipreses y distintas especies de ficus. Jardines exquisitos se extendían también tras las mansiones del Bósforo, asombrando a los viajeros occidentales. Una pasión compartida con el pueblo llano, que aprovecha cualquier rincón para montar un emparrado o colocar unas macetas con flores en el alféizar de puertas o ventanas.

Y en el terreno de las costumbres, aficiones y gustos de los otomanos tienen gran importancia los que corresponden a la bebida, la comida y la pipa de agua o chibuquí.

Según parece, tanto el café como el tabaco fueron objeto de fuertes diatribas, y abiertamente perseguidos en tiempos de Murat IV (1623-1640), pero finalmente su consumo superó prohibiciones y castigos, imponiéndose en la vida y los hábitos de los otomanos, como comprobaron los viajeros de hace un par de siglos, tanto en los espacios cerrados envueltos en las nubes del humo y con abundantes tazas de un café oscurísimo y casi sólido, como en los espacios abiertos, a la sombra de un plátano o de una parra. Lo del opio, según cuenta ya en 1902 la Baronesa Durand de Fontmagne, es otro cantar: su consumo se reducía ya entonces a una minoría marginada concentrada en Teriaky, el lugar de venta de tal droga que, según leemos, se ingería en forma de píldoras del tamaño de aceitunas.

En lo que respecta a la comida, habrá que destacar la exquisita tradición culinaria mantenida hasta hoy mismo. Platos muy variados, raciones para compartir entre los comensales, muchas verduras y hortalizas, ensaladas, arroz preparado de diversas maneras y más carne que pescado. Una gastronomía que exige horas de cocina muy condimentada, especiada y especialmente sabrosa, donde sobresalen las berenjenas, los calabacines, el arroz y el cordero. Todo servido en mesas bajas y con los alimentos muy troceados, colocados en platos pequeños, sin necesidad alguna de sillas ni apenas de cubiertos. Para beber, sorbetes helados de limón, tamarindo o pétalos de rosa. Y para postre, esos dulces dulcísimos con miel, pistacho, almendras y hojaldre, las auténticas Delicias Turcas. Unas delicias de las que, por cierto, tan sólo podían disfrutar las clases altas, que llenaban sus mesas de esos manjares preparados con esmero por los sirvientes. La inmensa mayoría, los pertenecientes a las clases populares, se contentaban con sopa de arroz, tortas de pan, ajo, cebolla, verduras y fruta. Como en todos los imperios de todas las épocas.

BAZARÍS, FRANCOS Y RAYÁS

Mercados había muchos, pero ninguno como el Gran Bazar, donde se podía encontrar de todo en todas sus variedades, levantado en tiempos del mismo Mehmed, el conquistador de Constantinopla, con lo que su existencia ha quedado unida a la de Estambul. Se trata de un edificio de aspecto exterior anodino y de interiores laberínticos, un dédalo de calles cubiertas por bóvedas y plazas con fuentes que constituye en sí mismo una ciudad dentro de la ciudad, incluyendo la preceptiva mezquita y varios caravanserais para albergar a los comerciantes venidos de otras tierras. Como en los mercados del mundo entero, los productos se agrupan por géneros y tipos. Alfombras de Anatolia, sedas y terciopelos de Bursa y de Persia, cachemires de India, porcelanas chinas, piezas de latón turcas, también objetos venidos de occidente: espejos y cristales de Murano, perfumes franceses y oro africano. Los comercios de los joyeros, que ocupan más de una calle, llaman la atención no sólo de sus clientes asiduos sino de los visitantes ocasionales, “la zona acumula tanta riqueza, tal cantidad de diamantes y piedras preciosas que deslumbra la vista” comentó Lady Mary Wortley Montagu en 1718. Los pasajes de tal maraña tienen muy distinta anchura, de tal manera que en los más angostos llegan a formarse atascos a causa del agitado tráfico de jamelgos cargados de bultos, y el tumulto formado por cientos de paseantes. Los vendedores, por su parte, no parecen tomarse mucho interés en desprenderse de sus mercancías y se muestran indiferentes, recostados sobre sus propias mercancías, aparentemente adormilados, mientras van pasando las cuentas de ámbar, ágatas o sándalo de sus rosarios. Las especias y perfumes cuentan con su propio mercado, el conocido como Bazar Egipcio, instalado en 1633 por los genoveses y los venecianos que comerciaban con este tipo de productos. Sigue en su misma ubicación, junto a la Yeni Camii, levantada unos años antes. Y ya que se ha mencionado a venecianos y genoveses, se recordará que no se puede hablar de la vida en Estambul sin hablar de la amplia comunidad de europeos instalados al otro lado del Cuerno de Oro, en los barrios de Gálata y Pera, conocido también como Beyoglu. Una comunidad un tanto variopinta de diplomáticos, intermediarios, armadores, muñidores, viajeros, más y más diplomáticos y algún que otro espía. Representantes y embajadores de las más importantes potencias europeos, Francia, Inglaterra, Nápoles, Venecia, España, Holanda, Rusia, Prusia y Suecia según da cuenta en sus informes el gran marino español Gravina en 1788. En realidad Gálata, la parte baja de Beyoglu, estaba ya tomada por los genoveses, y la alta, Pera, por los venecianos desde tiempos anteriores a la conquista otomana. Y allí se quedaron, un pie de Europa en el corazón del imperio, abriendo el camino al establecimiento de embajadas, comercios, hoteles y mansiones de arquitectura y refinamiento occidental. Estos europeos de distinto origen y oficio son los llamados francos, ya que están exentos de pagar impuestos como es de obligación para el resto de vecinos de Estambul, aunque deban presentar sus respetos ante la Sublime Puerta, que mantiene buena relación con los mandatarios de Europa.

Están bien considerados por los turcos y se mueven por la ciudad con total libertad. Nada que ver esta heterogénea comunidad de francos con los griegos, los armenios o los judíos, llamados todos rayás, quienes, según sigue informando Gravina “por no gozar de la protección de alguna nación europea pagan contribución al imperio”. Estos colectivos tienen sus propias leyes y gobernantes, suelen vivir El Gran Bazar, ilustración del libro agrupados en sus barrios y constituyen un tejido comercial y financiero básico en la economía del imperio, si bien desempeñan un papel secundario en la vida oficial, ya que destacar podría ocasionarles problemas con las autoridades otomanas.

¿Y LAS MUJERES?

Pues la mujeres en sus casas, limpiando, cocinando, cuidando de hijos y de abuelos, muy lejos su vida de la imaginada por la recreación occidental, compuesta por odaliscas envueltas en gasas y sedas reposando sobre almohadones adamascados y escuchando las notas del laúd, la cítara o el ney. En general visten pantalones amplios y camisas largas o blusones. Salen a la calle cubiertas por una túnica amplia (ferace), la cabeza y el rostro oculto por el yasmak, un velo más o menos transparente según las clases sociales y las épocas, y calzan babuchas amarillas. Los tejidos de la ropa, los adornos, que van de los bordados más sencillos a las joyas más espectaculares dependen de su estatus social. La monogamia es la forma matrimonial más extendida, dados los costes que suponen al varón mantener más de una familia.

¿Y qué pasa entonces con el harén? Pues que el harén es algo reservado a los sultanes o como mucho a sus más cercanos parientes y servidores. Sin duda su existencia es algo que pobló la fantasía occidental de las más estimulantes visiones, dando lugar a toda una serie de creaciones pictóricas y noveladas que configuraron el llamado orientalismo. Testimonios reales los hay, como el del embajador veneciano a finales de 1700 Ottavio Bon, que fue admitido en el harén de Topkapi, y da cuenta de las muchas salas y salones cubiertos de alfombras persas donde se alojaban las mujeres, organizadas por una estricta jerarquía, desde la Valide Sultán o Reina Madre a la última de las novicias. En el harén o serrallo ejercitaban las artes musicales, la danza y otras habilidades que pudieran complacer a su amo y señor, eso sí, sujetas a una permanente y estricta supervisión y vigilancia.

Existía una jefa de ceremonias y damas encargadas del baño y tocador, entre las que eran especialmente apreciadas las mudas, que no podían transmitir los muchos conflictos, rencillas y hasta amenazas de muerte que salían a la luz en esos momentos de mayor intimidad y relajación.

No sólo mujeres. “La segunda clase de personas en el Serrallo son los eunucos. Estos se dividen según sus colores, en blancos y negros. Los blancos sirven a la persona del sultán cuando está fuera del harén en el cual no pueden entrar. (…)

Los eunucos negros son los que sirven en el interior del harén, pero infeliz del que levanta los ojos delante de una mujer”, señala el siempre minucioso Gravina. Baste con recordar un antiguo dicho otomano “El cuello de los servidores del sultán es más fino que un cabello”.

VIDA Y MUERTE

La muerte está siempre presente en esta ciudad tan intensamente vital. Pequeños cementerios de hermosas lápidas verticales talladas pueden guardar los restos de importantes jefes del ejército que participaron en la toma de Constantinopla. La mayor parte se sitúan cerca de una mezquita, respetados como tierra sagrada. Dicen que hoy existen unos cien de esos cementerios históricos dispersos por toda la ciudad. Al menos los suficientes para tropezar con esos lugares cerrados sobre sí mismos que comparten su existencia con el trajín constante de Estambul. Y lejos de constituir una presencia extraña, pertenecen a la imagen más cotidiana y profunda de la vida turca. Esta es la razón por la que, antes de dar fin a este texto, propongo un paseo por el hermosísimo cementerio de Eyüp. Conviene visitar antes la muy afamada mezquita de Eyüp (1458), y entrar junto a la multitud de peregrinos al santuario donde se guardan los restos de Eyüp, discípulo del profeta. Se toma después el sendero que asciende por la ladera y atraviesa el enorme cementerio de punta a punta, en compañía de hombres y mujeres que visitan a sus difuntos. Ya en lo alto de la colina, se disfruta de las vistas más sublimes del Cuerno de Oro, y de un merecido descanso en el mismo café donde Pierre Loti alimentaba su pasión por la hermosísima Constantinopla otomana y sus habitantes.