Fueron los pioneros en una ruta que siglos más tarde se convertiría en clásica para los artistas románticos. Ya sea por razones de estado o por interés personal, todos ellos dejaron en sus escritos un testimonio vivo de lo visto y vivido en tierras del imperio otomano.

La llamada que ejercía oriente sobre nuestro país estuvo en sus orígenes vinculada con el imán de Tierra Santa. De hecho, el primer relato de un español por tierras de Oriente Medio se remonta a antes del imperio otomano y lo firma una mujer, Egeria, posiblemente gallega y, según algunos historiadores, monja. Esta extraordinaria peregrina dejó en sus cartas un relato fresco, escrito de manera sencilla de su viaje por los santos lugares durante los años 381 al 384, desde el Sinaí a Constantinopla, en época del emperador Teodosio.

Pasaron casi ochocientos años hasta que otro viajero, esta vez judío y navarro, iniciara su viaje por Oriente y dejara testimonio escrito de su experiencia. Benjamín de Tudela (1130-1173) narró con detalle su periplo a través de las comunidades hebreas que habitaban en su camino a Jerusalén y Egipto, y lo completó con observaciones sobre la situación política, militar y económica, sin olvidar dar cuenta de los monumentos, ruinas y en general restos antiguos que guardaran relación con la historia bíblica y el pueblo de Israel.

RUY GONZÁLEZ DE CLAVIJO: DIPLOMÁTICO Y ESCRITOR

Fue en 1402, con el imperio otomano en plena expansión, cuando el rey de Castilla, Enrique III, encomendó a Ruy González de Clavijo la tarea de establecer una embajada ante la corte del poderoso Tamerlán, con la intención de crear una alianza para enfrentarse a la amenaza turca, a la que occidente comenzaba a temer y que ya tenía un nombre propio, el sultán Bayaceto I.

Era la segunda embajada que se enviaba a Samarcanda en la que el emperador mongol se había mostrado receptivo hacia el lejano imperio castellano. Tal circunstancia forzó a que Clavijo se tomara muy en serio la tarea de documentar el viaje y, a pesar de que existen ciertas dudas sobre la autoría de los apuntes, aún hoy podamos conocer a través de su relato la realidad de aquella época. Su obra, Embajada a Tamorlán está considerada una de las joyas de la literatura medieval castellana, además de un libro de viajes en toda regla, comparado en muchos aspectos por algunos con el célebre Libro de las Maravillas de Marco Polo, escrito casi un siglo antes. Tiene el rigor de un diario, con menciones de fecha y lugar, una fidelísima relación de topónimos y breves descripciones de lo que va apareciendo a lo largo de la ruta. González de Clavijo iba a acompañado por el dominico Alonso Páez de Santa María, quien, como religioso experto, debía tratar con los doctores en la ley islámica, y por un hombre de armas, Gómez de Salazar, que murió durante el viaje. Partieron del Puerto de Santa María (Cádiz) el 22 de mayo de 1403, y luego de pasar por Rodas y Constantinopla, desembarcaron en Trebisonda, para continuar por tierra a través de las actuales Turquía, Irak e Irán, entrando finalmente en la Gran Bukaria (actual Uzbekistán) en septiembre de 1404, cuya capital, Samarcanda, albergaba la corte de Tamerlán. Sin embargo, a pesar de ser bien recibidos, el emperador partía para pelear en China, una campaña fallida, ya que Tamerlán murió antes de llegar a aquel país en febrero de 1405, hecho que implicó también el fin de la embajada de Clavijo, quien emprendió el viaje de vuelta a España.

Si el cumplimiento de establecer una embajada supuso un fracaso, el viaje fue un éxito dada la documentación recogida en Embajada a Tamorlán (1406), concediendo así protagonismo a Castilla en un asunto tan ambicioso como la expansión del imperio mongol, enemigo del gran turco.

TAFUR, VIAJERO POR CUENTA PROPIA

Unos años más tarde adelante es un “castellano andaluz”, según su propia definición, aventurero, impetuoso, incluso algo petulante y poseedor de gran ironía, quien se lanza hacia estos mundos orientales desconocidos. Se trata de Página del manuscrito de Clavijo Embajada a Tamorlán.

Pedro Tafur (1405/1409-1480), el autor de Andanzas y viajes. A diferencia de Clavijo, las razones para emprender su viaje que lo mantuvo fuera de España desde 1436 a 1439, eran personales, de auténticas ganas de conocer el mundo y cumplir con algunos de los ideales caballerescos de la época. Su narración, para algunos de escasa calidad literaria, fue escrita años después de su vuelta a la península, en 1454. No respeta la secuencia temporal, pero es un documento de gran valor para acercarse, tal vez no con el rigor de un historiador, a una época en la que sólo se conocían tres continentes.

Tafur los visitó todos, y de todo lo que vio dejó constancia en un sugestivo relato por varias ciudades europeas, así como de su viaje desde Tierra Santa hasta Esmirna, Trebisonda y Crimea, pasando por Creta, Rodas, Quíos, Egipto y Oriente Próximo, llegándose a entrevistarse con el sultán Murad II. En su obra destaca la descripción de Roma y Constantinopla poco antes de su caída en manos otomanas, donde entabló contacto con Juan VIII Paleólogo, de quien se consideraba pariente. Tafur escribe con la perspectiva que le da el tiempo transcurrido después de su visita, y con la noticia definitiva de la caída de Constantinopla al imperio otomano. En sus Andanzas responsabiliza de la caída de Bizancio a los propios cristianos, quienes, por su inoperancia y enfrentamientos, permitieron a los musulmanes turcos alcanzar la victoria.

GABRIEL DE ARISTAZÁBAL, EMBAJADOR AMISTOSO

Durante el siglo XVIII el imperio otomano vivió un cierto retroceso en lo militar, tregua que dio pie a un impulso en las relaciones internacionales. Mientras, en occidente, el exotismo oriental se iba poniendo de moda anticipando el romanticismo del siglo posterior. Carlos III, consciente de la importancia del acercamiento a la Sublime Puerta, envió a la capital otomana dos misiones diplomáticas, separadas en el tiempo sólo por cuatro años. La primera, en 1784, Juan VIII Paleólogo, por Benozzo Gozzoli encabezada por el marino madrileño Gabriel de Aristizábal (1743-1805) al mando de los navíos Triunfante y Pascual, la fragata Clotilde y el bergantín Infante, tenía como objetivo confirmar al sultán las buenas intenciones del monarca español, y hacerle entrega de valiosos presentes, como una magnífica tienda de campaña, una vajilla de oro, otra de plata, y numerosos cajones de piezas de tisú de oro y plata, otros con chocolate, cacao, quina y tabaco en polvo.

El primer tratado de paz entre España y la Sublime Puerta se había firmado en 1782. Dos años después, Aristizábal arribaba a Constantinopla, después de un viaje accidentado del que dejó constancia en el relato sobre su estancia de cuarenta y tres días en aquella ciudad y su periplo de nueve meses. El mayor interés del manuscrito reside sin duda en las imágenes que acompañan las descripciones: cuarenta y siete dibujos de trazos finos algunos de los cuales, por su gran formato, se extienden sobre hojas plegadas, realizados a pluma por distintos artistas y coloreados a la acuarela en su mayoría. En ellos aparecen diversas escalas de la expedición (Malta, Siracusa y el paso de los Dardanelos, entre otras), así como los monumentos históricos de Constantinopla (Santa Sofía, Hipódromo, los tres Obeliscos), y la perspectiva de la ciudad desde diferentes ángulos, con una panorámica de los tres castillos que guardan la entrada del Canal. Otros dibujos son más anecdóticos.

Imagen de la varadura del navío San Pascual, incluido en el relato del viaje a Constantinopla realizado en 1784 por Aristizábalticos y muestran escenas puntuales o se centran en detalles que llamaron la atención de los viajeros españoles: las fortificaciones otomanas del Danubio, las piezas de artillería utilizadas por el ejército turco, los diferentes tipos de barcos de su armada y el mecanismo de transporte que empleaban para conducirlos a las atarazanas, el arsenal de Constantinopla o el sistema de abastecimiento de agua a la ciudad mediante un acueducto que arrancaba de Burgas. Aristizábal tampoco pasó por alto la vida a pequeña escala, en las calles, los mercados, la decoración de las mansiones del imperio, los baños, el harén, la presencia de eunucos, plasmando aspectos insólitos de la vida diaria para la mirada europea.

GRAVINA, EL MARINO ILUSTRADO

Como parte del protocolo de la época, la Sublime Puerta respondió a la visita de Aristizábal con la de un Vasif Efendi (embajador). Federico Gravina (1756 -1806) estuvo al mando de la escuadra que acompañó a su vuelta a aquel Enviado Extraordinario que había quedado fascinado con España y su rey, y demostró, en un relato dedicado a Carlos III, que él sentía lo mismo por la capital otomana.

En su Descripción de Constantinopla, escrita por los oficiales de la fragata Rosa, mandada por don Federico Gravina, en que se restituyó el embajador turco a su país, y que duró 31 días, el autor coincide con Aristizábal en gran parte de las apreciaciones sobre las maravillas, y algunas miserias, de la ciudad, aunque sus descripciones se centran más en entender los usos y costumbres de los ciudadanos otomanos, dando especial relevancia a la religión, su práctica y a su profeta, Mahoma. Gravina se permite el lujo de ser más condescendiente con los turcos y, a pesar de que no duda en criticar la Administración civil y militar del país, deja ver desde el primer momento su auténtica fascinación por lo todo lo que observa.

ALI BEY, EL OTOMANO ESPAÑOL

Las historias que rodean a Domingo Badía i Leblich (1767- 1819), más conocido como Ali Bey, están llenas de aventura y riesgo asociados a sus misiones como espía en distintos puntos del mundo musulmán. En 1803 cruzó el Estrecho de Gibraltar haciéndose pasar por un científico y príncipe sirio. Auspiciado por Godoyministro de Carlos IV, aprendió árabe, se circuncidó, se rodeó de un séquito y se ganó el favor del sultán marroquí a la vez que conspiraba contra él. Fue expulsado de Marruecos y se dirigió a La Meca convirtiéndose en el primer europeo, no esclavo, que la visitó. Registró todo lo que vio en aquel lugar vetado a los occidentales con dibujos, pinturas y extraordinarias descripciones de sus gentes, templos y tesoros en su libro “Viajes en Marruecos, Trípoli, Chipre, Arabia, Siria y Turquía”.

Desde muy joven, Domingo Badía se interesó por el mundo musulmán y fue ese interés el que motivó sus planes de viajar, en principio con fines científico antropológicos.

Adoptó el nombre de Alí Bey el-Abbasí para realizar el viaje que posteriormente narró, y que le sirvió para pasar inadvertido y poder infiltrarse en círculos de poder allí por donde iba. En sus relatos describe la cultura, el comercio, la vida cotidiana, incluso, en Chipre, los yacimientos arqueológicos.

De todo lo que observa y considera de relevancia política informa a Godoy cumplidamente. España le patrocinaba el viaje y así recorrió el Mediterráneo por Trípoli, Grecia, Alejandría y El Cairo durante más de un año. Desde Suez atravesó en barco el Mar Rojo y el 26 de enero de 1807 alcanzó Jiddah, a un paso de La Meca. Por primera vez en la historia, un occidental dibujó mapas, detalló los ritos islámicos y sus significados, documentó sus templos, jamás antes descritos, y contempló la piedra negra oculta en la Kabaa, dentro del recinto sagrado.

Pasó seis meses en La Meca y viajó a Palestina, llegando a Jerusalén en julio de 1807. Allí conoció la Cúpula de la Roca construida sobre el templo de Salomón, y también visitó Nazaret y los santos lugares cristianos y judíos. Después se trasladó a Damasco y de ahí a Constantinopla. Camino de París, fue en Bucarest donde Domingo Badía se despojó del personaje de Alí Bey y, abruptamente, dio por finalizado su diario de viaje.

Sin embargo su vida como espía en el imperio otomano continuó, patrocinado esta vez por Francia, de la mano de Napoleón y luego de Luis LVIII, que reconocieron y rentabilizaron la profesionalidad de Badía. En París adoptó un nuevo nombre, Alí Abu Utman, para emprender una nueva misión, pero cuentan que los servicios secretos ingleses descubrieron su identidad y lo mandaron envenenar.

Domingo Badía falleció por causas desconocidas en Damasco pocos días después.