Los viajes del Infante D. Pedro de Portugal

El prestigio del noble no estaba sólo ligado a signos externos de poder (…). También lo estaba a aspectos simbólicos, en especial la importancia de sus ascendientes; aspecto tanto más relevante cuanto se creía que las virtudes y la valentía se transmitían por vía hereditaria. (Luis Krus)

El fabuloso (y fabulado) libro del Infante don Pedro se puso en circulación en el siglo XVI, mucho después de que el auténtico don Pedro muriera en la batalla de Alfarrobeira, en 1449. De autoría imposible y fantasiosa, su importancia ha crecido con los años, al constituir un importante relato sobre las cortes y ciudades europeas de la época.

AVENTURAS LIBRESCAS

En 1848, don José Maria Marés daba nuevamente a la imprenta de su casa impresora de la Corredera Baja de San Pablo, en Madrid, la Historia del Infante D. Pedro de Portugal en la que se refiere lo que le sucedió en el viaje que hizo cuando anduvo las cinco partes del mundo. Curiosamente, esta “última impresión corregida” escapó al exhaustivo inventario realizado por Francis Rogers en 1959, como consecuencia de la extraordinaria fortuna editorial de un texto que, desde el siglo XVI hasta finales del XIX, no había dejado de responder a la diversa –pero siempre creciente– aceptación del público aficionado a las narraciones de viajes, ya sean estos reales o imaginarios.

Sin embargo, la “corrección” introducida en esta nueva edición ochocentista, sustituyendo por “cinco” las “siete”, o las “cuatro partidas del mundo” que el enigmático Gómez de Santisteban, desde el comienzo de esta aventura libresca, había hecho recorrer al infante, sugiere la necesidad de actualizar el horizonte de expectativas tardomedieval. Estas modificaciones llevarían a Oliveira Martins, en 1889, a dar por  idedigna parte de un itinerario lleno de fantasía que, entre maravillas y milagros, llevaba a D. Pedro desde la corte portuguesa de D. João I hasta el umbral mismo del Paraíso Terrenal, espacio simbólico al que sólo accedería el cristiano merecedor de la gracia divina, cualesquiera que hubiesen sido los juicios de los hombres. En la realidad, el infante D. Pedro murió en la batalla de Alfarrobeira, en la mañana del 20 de mayo de 1449. Acusado de pretender el trono del que había sido regente durante la minoría de edad de D. AfonsoV, su sobrino y yerno, se vio obligado a enfrentarse a la hueste real cerca de Lisboa, buscando la oportunidad de probar su buena intención y merecimientos. Trece años más tarde, cuando en Portugal se iba apagando el estigma de traición que había gravado su nombre, en Castilla se componía la Conmemoración breve de los muy insignes y virtuosos varones que fueron desde el magnifico rey don Juan el primero hasta el muy esclarecido rey don Alfonso el quinto, memoria panegírica de la familia de Avis encomendada a Alfonso de Córdoba por el condestable D. Pedro de Portugal, hijo del infante y aspirante al trono aragonés.

Esta obra, destinada a salvaguardar el honor del linaje de su padre, así como la proyección política de su heredero, es también el testimonio más antiguo de la circulación, durante el Cuatrocientos, del Libro del Infante don Pedro de Portugal y de la leyenda del extraordinario periplo de su protagonista. Eran tiempos en que, dividido entre la nostalgia de la hazaña militar y el valor de la mente siempre “às musas dada” (en palabras de Camoens), el imaginario de la caballería ibérica se abría a la formulación de nuevos mitos y utilizaba alegorías para fabricar verdades poéticas.

EL VIAJE INICIÁTICO DEL INFANTE

Ciertamente, el largo viaje realizado por D. Pedro en aquel otoño medieval no es ajeno al protagonismo que le atribuye la aventura literaria de Santisteban. Hijo segundón, abandonó la corte del rey, su padre, en septiembre de 1425, insatisfecho con un gobierno que, por una parte, consentía los desmanes nobiliarios, ignorando sin embargo los privilegios antiguos de los hidalgos y, por otra, insensible al descontento popular, permitía en cambio que hombres de oficios y menestrales acudiesen a la corte con la esperanza de llegar a ser escuderos. A la necesidad de evasión manifestada por el propio infante en la carta que enviaría Juan I, rey de Portugal y padre del Infante don Pedro desde Brujas, convertida en urgente por la impulsividad que D. Duarte atribuía a su hermano, se habría sumado el deseo de tomar distancia suficiente para el análisis político y social, así como para el conocimiento de otras prácticas de gobierno. Se trataba, pues, de la marcha, tal vez definitiva, de un caballero que se evadía de la apariencia caótica del mundo conocido, deseando recorrer los lugares de poder del Otro y ahí trabajar por el buen estado y, asimismo, forjar su buen nombre ante aquellos a los que se proponía servir.

El día 29 de aquel mes de septiembre desembarcó en Inglaterra a tiempo de asistir, con su primo Enrique IV, a las celebraciones del día de San Miguel. Durante los tres meses que pasó en Londres intervino en el conflicto armado entre el duque de Gloucester y el obispo de Winchester, para separar a los contendientes al cabo de múltiples embestidas. El valor simbólico de esta mediación, representado en la Orden de la Jarretera que se le concedió en 1427, aumentaría el carácter novelesco del personaje histórico, al identificarlo con los valores modélicos del paladín generoso y sensato.

Como era sabido, al buen juicio y a la caballería convenían placer y honor. Por eso, terminada la etapa inglesa, la expectativa de holganzas le llevó a la corte de Felipe el Bueno, entonces la más fastuosa de la cristiandad. Estaba también la necesidad de reforzar las relaciones comerciales y de firmar con Flandes la alianza política que conduciría al matrimonio de la infanta Isabel de Portugal con el duque de Borgoña. Desde Brujas escribió D. Pedro que más veía por allí cosas de las que maravillarse que cosas que pudiesen servir de enmienda en el reino portugués.

Y, así, durante ese invierno, Gante, Bruselas y Lovaina vieron los colores azul y púrpura de sus pendones en torneos, bailes, banquetes y cacerías.

DEL RIN AL DANUBIO

Las crónicas de la ciudad de Colonia documentan su presencia, a finales de febrero, en la catedral de esta ciudad, orando ante la tumba de los Tres Reyes Magos, cuya leyenda conocía, sin duda. Bajando después por el Rhin se internó en Alemania, y el 9 de marzo recibió del Senado de Nuremberg el salvoconducto da entrada a la ciudad y los recursos necesarios para proseguir su viaje. A lo largo del Danubio, por los territorios del Imperio, la leyenda ya parece convivir con la historiografía en los registros cronísticos que certifican la presencia del infante, insistiendo en el fasto de las recepciones que se le ofrecieron y señalándolo, bien como un príncipe alejado de conflictos y rodeado de cortesanos, bien como un caballero de guerras santas acompañado de centenares de cruzados.

Entretanto, es posible que en el trayecto hacia el Mar Negro tuviese noticias de pueblos orientales con los que ampliar el horizonte de su cultura cosmográfica. Pero lo cierto es que, por su honor y buen nombre, permaneció durante dos años al servicio del emperador Segismundo, a quien acompañó en expediciones militares. Después de haber combatido a los moros en Marruecos, tendría así la oportunidad de medir el poderío turco al otro extremo del creciente fértil musulmán. A finales de marzo de 1428, tras servir dos años en los ejércitos imperiales, D. Pedro, tal vez disgustado por las intrigas palaciegas, abandonó la corte de Segismundo para iniciar el viaje que, a pesar de su pequena teençon de tornar a esta terra, le traería de nuevo a Portugal.

DE VENECIA A ROMA

Informada de la llegada del infante por el embajador de Venecia en la corte de Hungría, la Serenísima República –donde su presencia dejaría panegírica memoria documental– se preparó para recibirlo. Se sabe que salieron a su encuentro cuatro embajadores que lo escoltaron, a él y a su séquito de cuarenta caballeros, desde Treviso hasta Mestre. Allí, a invitación del dogo, embarcó en el Bucentauro que, debidamente empavesado y seguido de un cortejo de embarcaciones, lo condujo por el Gran Canal hasta el monasterio de San Jorge, donde quedó instalado, corriendo los gastos de la recepción y la estancia, calculados en 1.400 ducados de oro, por cuenta de la Señoría.

En la catedral de San Marcos admiró tesoros y reliquias, y subió al campanario para contemplar la ciudad. A la orilla del mar, observando los barcos varados en el puerto, tuvo oportunidad de admirar el apogeo comercial de la república y conocer noticias algo menos fabulosas de Oriente traídas por los mercaderes, cuyo tráfico de paños y especias podría apreciar en la Merceria y en los uffizi. Una lección muy provechosa sería la visita realizada a la gran fábrica del Arsenal, que recorrería detenidamente observando el trabajo de los astilleros. En la Zecca, asistiría a la acuñación de moneda y, en Murano, pudo estudiar los trabajos cartográficos del convento de Camáldolo y encargar la copia del mapa de Fra Mauro por el que D. João II se guiaría al trazar el plano de las Indias. De Venecia,  considerada por él como la ciudad mejor gobernada de todas las que había conocido, D. Pedro se traería, junto con ricas telas de seda y joyas valiosas, un ejemplar del libro de Marco Polo, probablemente el mismo que había en la biblioteca del futuro rey D. Duarte. Florencia celebró la llegada del infante de Portugal, el 25 de abril, con una justa
de la que salió vencedor uno de los caballeros de su séquito. Gobernada por Cosimo de Medicis, la ciudad –entonces el principal centro de copia e iluminación de libros en Italia– fue una nueva oportunidad de aprendizaje para el viajero, que pudo establecer una correspondencia entre la prosperidad mercantil y el valor de las producciones artísticas e intelectuales del humanismo. Dejó allí fama del más encantador, refinado y valiente caballero jamás llegado de las Españas.

A comienzos de mayo, ya en Roma, visitó los sepulcros de los apóstoles Pedro y Pablo, y fue recibido por el papa Martín V, al que probablemente había conocido como cardenal en la corte de Segismundo. De este encuentro resultó un conjunto de textos que muestran la buena voluntad del pontífice hacia el infante. Entre ellos, un motu proprio fechado el 16 de mayo que concedía a los reyes de Portugal el privilegio de la unción y a los herederos de la corona el título de príncipes.

Llegaba el momento de dar por concluido el viaje que, durante casi tres años, lo había llevado a los confines de la Cristiandad, en un itinerario de descubrimiento y conocimiento de las artes de la guerra y de la paz practicadas en las cortes más fastuosas y en las repúblicas más prósperas. Podía dar por terminada su aventura iniciática durante la cual, como el caballero ejemplar descrito por el infante D. João, había añadido al servicio de Dios, honores, placeres y beneficios.

LA RUTA POR LA PENÍNSULA

El regreso a la península se hizo por Livorno, donde embarcó rumbo a Barcelona, a mediados de junio. Tras pasar las aduanas catalanas, que lo eximieron de pagar por los objetos preciosos que traía, siguió la recepción ofrecida por los consejeros de la ciudad condal y el oficio religioso en la iglesia de Santa María del Mar, donde, en julio de 1466, sería sepultado el condestable D. Pedro, su hijo primogénito. En la última semana de julio y los primeros días de agosto, a las festividades dedicadas a Santiago por la ciudad de Valencia se unieron numerosas iniciativas en honor del duque de Coimbra, ya fuesen corridas de toros y banquetes, o entremeses y justas, en las que participaron, batiéndose con el homenajeado y sus caballeros, el rey de Aragón y el infante D. Pedro, hermano del monarca. El día 2 de agosto, Aires Gomes da Silva, Álvaro Vasques de Almada y el doctor Estêvão Afonso suscribieron el poder que les otorgaba facultades para negociar el matrimonio del infante con alguna dama aragonesa de alto linaje.

A mediados de agosto dio comienzo la última etapa del viaje. Cruzando la meseta y bajando por el Duero, los caballeros portugueses llegaron a Aranda, donde les aguardaba un grupo de grandes de Castilla, que precedían a la comitiva del rey Juan II. El encuentro entre los dos primos quedó señalado por manifestaciones de gran estima y, a su marcha, el infante recibió seis monturas, diversas joyas y dos mil doblas castellanas. Años más tarde, las coplas de Juan de Mena celebrarían la fama del único viajero a quien le habían sido revelados “los secretos de Oriente”.

Más adelante, el 30 de agosto, y ya en Peñafiel, D. Pedro se encontró con Juan I de Navarra, prosiguiendo la comitiva hacia Valladolid, ciudad donde eligió a su futura mujer. En efecto, en un nuevo poder se nombra, por primera vez, a la hija de un conde catalán como futura duquesa de Coimbra. A punto de terminar su largo viaje, preparaba también el término de su condición de hijo segundo soltero de los reyes de Portugal.

Traspasada la frontera, D. Pedro entraba así en tierras de su ducado el día 17 de septiembre de 1428, a tiempo de asistir, la semana síguente, a la boda de D. Duarte con la infanta Leonor de Aragón. Asistía, pues, a la ceremonia que incorporaba a la regia familia portuguesa la reina en la que recaería, décadas más tarde, la involuntaria función de asignar los honores de la regencia y de destruir la casa de Coimbra. La aventura del infante D. Pedro quedó ampliamente documentada en los archivos de las cortes y ciudades europeas por donde pasó, y ello contribuyó decisivamente a una proyección favorable de la dinastía de Avis. Por su parte, en la historiografía portuguesa, la escasez de documentación no ha logrado silenciar la memoria del gran viaje en la voz del propio viajero, reproducida tardíamente por el cronista Rui de Pina. Acusado el infante de felonía, compelido por el joven monarca a elegir entre la muerte o el destierro, recordaría: “Dios nunca habría querido que el hijo legítimo del rey Juan, quien con tanto honra salió de sus reinos habiendo favorecido a tantas personas cercanas y extrañas, fuera condenado en su vejez a andar por reinos y tierras ajenas, pidiendo limosna con deshonra.”
Y marchó hacia Alfarrobeira.

ARTIFICIOS DE LA VERDAD

En lo que se refiere al extenso poema de Alfonso de Córdoba, no hay ninguna duda: integrado en el códice en que figuran las Coplas de Juan de Mena, fue encargado por el hijo primogénito del infante, el condestable D. Pedro, y compuesto, entre finales de 1462 y el comienzo del año siguiente, en el contexto de los preparativos de su proclamación regia en Cataluña. Se destinaba a contraponer a las disidencias vividas por las demás monarquías ibéricas la ejemplaridad de la familia real portuguesa, la fortitudo y la sapientia de los príncipes de la “ínclita geração”. En cuanto al infante D. Pedro, vuelve sobre el repertorio de virtudes de justicia, prudencia, fortaleza, fe, amor y caridad celebradas en los textos apologéticos y panegíricos escritos después de la batalla de Alfarrobeira. En la segunda de las estrofas a él dedicadas, afirma el poeta que “fue uno de aquellos / que por deseos divinos / le fueron mostrado por Dios / las cosas celestiales”. A la nobleza peninsular cuatrocentista, inmersa en desmanes políticos y sociales que comprometían definitivamente toda misión regeneradora, no se le escapó ni la significación alegórica del viaje imaginario, ni la ejemplaridad de su protagonista. Empeñado en grandes hechos que fuesen en servicio de Dios y honra y provecho suyo y de los suyos, determinado en su propósito de desentrañar los secretos últimos del mundo, el Infante de las cuatro partidas imaginado por Santisteban alimentó las expectativas del ideario nobiliario y, durante más de tres siglos de múltiples ediciones “corregidas y enmendadas”, el Infante de las siete partidas garantizaría a su referente “a aura popular, que honra se chama”, de nuevo en palabras del gran Camoens.

Margarida Sérvulo Correia

 

Para saber más:

Margarida Sérvulo Correia – As Viagens do Infante D. Pedro. Lisboa, Gradiva, 2000.
Gómez de Santisteban – Libro del Infante Don Pedro de Portugal. La Coruña, Órbigo, 2017.