Texto: Pedro Páramo

Boletín 66 – Sociedad Geográfica Española

La ciudad. Las ciudades.

No sólo es digna de señalar la velocidad con que fueron puestas en pie por los españoles las primeras ciudades a lo largo de América del Sur, que también cuenta. Pero lo más destacable, lo más excepcional para su época, es la eficacia y funcionalidad de un modelo urbanístico conocido como la traza, basado en la elección del lugar y en una malla reticular, un trazado inspirado en los campamentos militares de los griegos y romanos de la Antigüedad, y especificado en las instrucciones dadas por el rey Fernando el Católico en 1513.

En los primeros años del siglo XIX el barón alemán Alexander Von Humbolt escribió sobre la capital del reino de Nueva España: “México debe contarse, sin duda alguna, entre las más hermosas ciudades que los europeos han fundado en ambos hemisferios. A excepción de Petersburgo, Berlín, Filadelfia y algunos barrios de Westminster, apenas existe una ciudad de aquella extensión que pueda compararse con la capital de Nueva España, por el nivel uniforme del suelo, por la regularidad y anchura de las calles y por lo grandioso de las plazas públicas”. En uno de los estudios publicados en el siglo XIX sobre el gobierno de España acerca de los territorios americanos, el historiador jesuita madrileño Ricardo Cappa dice de Lima: “Yo me atrevería a decir que, fuera de Cádiz, no había en el mundo ciudad más bella en el año 1600 que la capital de nuestro virreinato peruano”. De toda la historia de la civilización española de los territorios de ultramar, la fundación, y el rápido y ordenado desarrollo de las ciudades coloniales, constituyen los episodios más sólidos, e invulnerables ante las falsedades y exageraciones de la llamada Leyenda Negra. En la actualidad, todavía su modelo urbanístico se aplica en todo el mundo en nuevas fundaciones y en la ampliación de antiguas ciudades. Sus cualidades son objeto de estudio desde hace siglos y concitan la admiración y el elogio de especialistas y viajeros. La regularidad del trazado y los firmes y hermosos edificios de las ciudades hispanoamericanas atraen hoy a numerosos turistas. De las 43 ciudades de toda América que gozan del título de Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO, 31 fueron levantadas por españoles.

 

EL OBJETIVO FUE POBLAR LOS TERRITORIOS Y QUEDARSE EN AQUELLAS TIERRAS

En 1502, diez años después de la llegada de Cristóbal Colón, cuando Nicolás de Ovando llegó a la Española como gobernador de los territorios americanos descubiertos y por descubrir, ya se habían fundado en la isla ocho poblaciones que acogían a un total de 12.000 habitantes españoles. En 1500 se habían levantado dos poblaciones en la actual Venezuela, Nuevo Cádiz y Santa Cruz, hoy desaparecidas. En sólo dos años, los primeros pobladores españoles de Cuba fundaron ocho ciudades en la isla que aún conservan su nombre, con la excepción de Santa María del Puerto del Príncipe, que conocemos como Camagüey. Un siglo después de la llegada Colón, capitales americanas como Santo Domingo, La Habana, México, Bogotá, Lima, Quito o Buenos Aires ya estaban en pie, y algunas podían compararse con ventaja sobre muchas ciudades españolas y europeas por la anchura de sus calles y plazas, y grandes edificios como palacios, colegios y templos. La primera ciudad hispanoamericana fue Santo Domingo (1498), destruida por un huracán y reconstruida por Ovando en 1506 en un lugar cercano, con murallas y sólidos edificios de piedra, siguiendo las instrucciones recibidas del rey Fernando el Católico. Las normas reales exigían el trazado de calles rectas y manzanas cuadradas o rectangulares que se entrecruzaban, y fijaban además la ubicación de edificios públicos para la administración y la oración y la construcción de hospitales y escuelas. Ovando no logró en Santo Domingo una retícula perfecta; las calles, rectas, no eran del todo paralelas, pero fue el primer ensayo en las tierras recién descubiertas del modelo urbanístico, conocido como la traza, que caracterizará a las ciudades americanas fundadas por españoles. Este modelo sencillo y práctico de fundación, que se aplicó rápidamente en las ciudades del Caribe, se trasplantó luego a los nuevos territorios conquistados y explorados en el continente. Hacia 1550 ya se habían levantado más de 200 poblaciones españolas repartidas por América del Norte, Centroamérica y América del Sur, unas bañadas por el Atlántico o el Pacífico recién descubierto, y otras encaramadas entre los 2.000 y los 4.000 metros de altitud en los altiplanos continentales. Y todas con la marcada personalidad urbanística del trazado reticular.

LA FUNCIONALIDAD Y EL ÉXITO DEL TRAZADO RETICULAR

Algunos estudiosos del urbanismo sitúan el origen de este patrón simple y eficaz para fundar nuevas poblaciones con rapidez y comodidad, en los campamentos militares de griegos y romanos de la antigüedad. Así se ensayó en España a finales del siglo XV y se consolidó al ordenar las ciudades en las islas Canarias recién conquistadas. El propio rey Fernando tuvo la oportunidad de comprobar personalmente las bondades de este modelo en la ciudad de Santa Fe durante la conquista de  Granada. Según este esquema, lo primero que tenían que considerar los fundadores de una villa era elegir bien el lugar. En las instrucciones que en 1513 dio Fernando el Católico a Pedrarias Dávila en 1513, al nombrarle capitán general y gobernador de Tierra Firme, el rey exigía claramente que las tierras “sean de buenas aguas y de buenos ayres y cerca de montes y de buena tierra de labrança, y destas cossas las que mas pudiesen tener”. La elección no siempre era fácil: Guadalajara, la capital mexicana de Jalisco, por ejemplo, está donde la conocemos después del fracaso de tres intentos anteriores en otros lugares. Las primitivas ordenanzas de Fernando el Católico fueron luego ampliadas y ajustadas a los nuevos tiempos por disposiciones del emperador Carlos V en 1523. Más tarde, Felipe II, en sus Ordenanzas sobre Descubrimientos Nuevos y Poblaciones de 1573, establece definitivamente que “llegando al lugar donde se ha de hazer la población, el qual mandamos que sea de los que estuvieren vacantes, y que por disposición nuestra se puede tomar sin perjuyzio de los indios y naturales, o con su libre consentimiento se haga la planta del lugar repartiéndola por sus plaças calles y solares a cordel y regla, començando desde la plaça mayor, y desde allí sacando las calles a las puertas y caminos principales”. El diseño debía partir de la plaza de principal, cuadrangular, con lados dos veces más largos que los de las manzanas como mínimo, en la que deberían construirse los edificios destinados a los poderes civil y religioso que impulsaban la colonización. Estas grandes plazas centrales estaban pensadas para acoger en ellas las concentraciones de vecinos, como los mercados, los festejos, las procesiones, los alardes o las corridas de toros.

Al cabo de cuatrocientos años muchas de las hermosas plazas españolas repartidas por América, como la del Zócalo en México, la Plaza de Armas de Lima, la Plaza de Bolívar de Bogotá, siguen siendo el centro animado de la vida ciudadana, flanqueado por monumentales palacios presidenciales y sedes municipales junto a impresionantes catedrales. Según este patrón, de los cuatro vértices de la plaza y del centro de los laterales salen calles rectas con las que se deben alinear las otras en paralelo, formando un ángulo recto con las que se cruzan, para crear la malla reticular que caracteriza el urbanismo hispanoamericano. El tamaño de las cuadras y manzanas los establecían los fundadores en función de las características del terreno. Así, por ejemplo, los lados de las manzanas de Lima se fijaron en 450 pies, en 400 pies en Arequipa y en 380 en Bogotá. El modelo reticular permitía abrir en la traza plazas más pequeñas de cuatro lados y facilitaba las ampliaciones, obligadas a prolongar las calles de la retícula original. Seguían también este mismo patrón los barrios de indios aledaños a las ciudades que se realizaron en los primeros años de la conquista.

UNA PLANIFICACIÓN URBANA PENSADA PARA EL FUTURO

Al estudiar la presencia de los españoles en América llama la atención la confianza de los conquistadores en la trascendencia de las poblaciones que fundaban y su fe en el futuro que les aguardaba. El historiador jesuita Bernabé Cobo (1582- 1657), en su “Historia de la fundación de Lima”, nos cuenta que Francisco Pizarro “teniendo atención, no al pequeño número de vecinos con que la fundaba, que no llegaban a ciento, sino a la grandeza que se prometía había de llegar con el tiempo, tomó un espacioso sitio y lo repartió a manera de casas de ajedrez, en 117 islas, que por ser cuadradas las llamamos comúnmente cuadras… sacó las calles derechas á cordel, todas iguales, de 40 pies de ancho cada una”. La fundación de las ciudades representaba también el inicio de la civilización del territorio, toda vez que se creaban cuando las guerras de conquista se daban por terminadas y se confiaba la pacificación a la acción de los misioneros. Otra prueba de la seguridad y confianza de los conquistadores en sus fundaciones es que las ciudades españolas en América carecen de murallas, elemento defensivo que todavía entonces se construía en pueblos y capitales de Europa. La excepción en tierra adentro es Quito, que había sido amurallada por los conquistadores incas. Sólo se fortificaron las ciudades costeras, como Veracruz, Cartagena de Indias o Manila, que conservaban también intramuros el patrón urbanístico de América, y no para defenderlas de los indígenas sino para protegerlas de los ataques de los europeos.

La defensa de la ciudad americana quedaba encomendada a sus habitantes. En 1524, tres años después de la conquista de Tenochtitlán, Hernán Cortés obligó a que cada vecino tuviera en su casa una lanza, una espada, un puñal, una rodela y un casquete o celada, así como cuantas armas defensivas pudiera acumular. Los alcaldes de las poblaciones del reino de Nueva España estaban obligados a convocar cada cuatro meses un alarde en la plaza principal y a multar a los vecinos que no concurriesen con todas las armas.

INFRAESTRUCTURAS AVANZADAS PARA LOS VECINOS

Las ciudades de nueva planta exigían instalaciones imprescindibles para el desarrollo de la vida ciudadana, como el suministro de aguas y desagües, que garantizaran la salubridad de la población. Los ingenieros fundadores españoles de aquellos tiempos, que tan bien distribuyeron las calles y las plazas, realizaron extraordinarias obras de infraestructura en lugares insólitos, que todavía hoy causan admiración entre los urbanistas. Para el abastecimiento de la ciudad minera Imperial de Potosí, Bolivia, a 4.060 metros de altitud, por ejemplo, se construyó un río artificial, La Ribera, que acogía el agua de 27 presas y atravesaba la ciudad.

En la ciudad de Querétaro, México, se exhibe como un atractivo turístico el acueducto español, de 1.280 metros de largo y casi 29 metros de altura. La leyenda dice que lo mandó construir en 1726 el marqués de la Villa de Villar del Águila, para llevar el agua hasta el convento de una monja de la que estaba enamorado. Sea como fuere, lo cierto es que suministraba a la ciudad 26 litros de agua potable por segundo y es hoy el símbolo de esta población, como lo es para Segovia su acueducto romano. En la avenida de Chapultepec de México D.F. aún se mantienen algunos de los arcos del acueducto construido por los españoles a finales del siglo XVI por encima del curso de la conducción subterránea azteca que servía a Tenochtitlan. Pero las más grandes infraestructuras urbanas de los españoles en América fueron las destinadas a proporcionar un desagüe a la ciudad de México. La capital fue fundada por Hernán Cortés en el fondo de un valle sin salida en el que las aguas de sus montañas volcánicas, coronadas por nieves perpetuas, alimentaban los lagos que cercaban la ciudad azteca, y por esta situación se veía arrasada por intermitentes inundaciones que causaban muertes, destrucción, emigración y parálisis económica. Cortés primero, y luego alguno de los virreyes sucesores, llegaron incluso a plantearse cambiar la ciudad de lugar. Las obras emprendidas a mediados del siglo XVI para arrojar las aguas al Atlántico a través de la cuenca del río Tula aliviaron la situación de la ciudad al cabo de décadas de labores intermitentes, pero no lograron plenamente su objetivo. En algunos momentos se emplearon en la ejecución de distintas soluciones hasta medio millón de trabajadores, en lo que algunos han considerado la mayor obra hidráulica realizada en América hasta la construcción del canal de Panamá. La solución definitiva al desagüe del valle de México tuvo que esperar al siglo XX.

EDIFICACIONES SÓLIDAS, ADAPTADAS AL ENTORNO Y AL CLIMA

A los orígenes de las poblaciones españolas en el Nuevo Mundo no siguió una larga era de sencillez colonial, como en las posesiones de otros países en la América del Norte. Entre los pueblos sometidos a los imperios incaico y azteca los españoles encontraron excelentes maestros canteros acostumbrados a labrar las piedras del lugar, como el ligero tezontle de las iglesias y palacios de México y los duros granitos de Cuzco, y muy pronto las primeras casas de madera, cañas y barro fueron reemplazadas por sólidas construcciones de piedra. Estas casas seguían el modelo andaluz: de dos pisos, gran portada, con un amplio zaguán, la cocina, una sala que da a un patio que aporta frescor a toda la casa, y en la planta superior las habitaciones y un balcón espacioso. Las condiciones climáticas impusieron en muchos casos elementos medievales, como los corredores de las plantas altas sobre los típicos soportales que protegen a los viandantes del abrasador sol y de los diluvios propios de los trópicos. Pronto en aquellas primeras plazas y calles trazadas a cordel se levantaron magníficos templos, conventos y palacios, que competían con los de Europa en belleza, y tan sólidos que muchos aún permanecen en pie tras superar frecuentes terremotos e inundaciones.

UNA ARQUITECTURA DE ALTA CALIDAD Y GRAN BELLEZA EN TODOS LOS ESTILOS ARTÍSTICOS

En las ciudades de la América española se puede seguir la evolución cronológica de los movimientos arquitectónicos como si se tratara de cualquiera de los países europeos. El gótico tardío luce en algunos edificios de Santo Domingo; el plateresco americano más refinado tiene una de sus joyas más notables en el convento agustino de Acolman, México, levantado en 1536, quince años después de la conquista. El mudéjar también dejó espléndidas muestras en América el siglo XVI, como la torre mudéjar de Cali, Colombia, y el convento de San Francisco de Lima, Perú. Con el siglo XVII entró el barroco con fuerza en Hispanoamérica, que reinó durante casi dos siglos, y se enriqueció con aportaciones de los artistas y artesanos indígenas, y hoy se estudia con la denominación propia de arte criollo. Muchos de los centenares de iglesias de América, colegios y palacios barrocos, y su recargado derivado churrigueresco, superan en cantidad y belleza a las mejores muestras de esta corriente artística en España. Los edificios barrocos hispanos representan hoy lo más notable del patrimonio de cientos de poblaciones diseminadas por los miles de kilómetros que separan las misiones de California de las reducciones jesuitas de Paraguay y los monumentos españoles de Argentina y Chile. Como ocurrió también en Europa, la sobriedad de la arquitectura neoclásica se impuso vigorosamente en América al recargado barroco, con las construcciones de este nuevo estilo que sorprendieron en México al ilustrado Alexander Von Humboldt. En 1901, el historiador estadounidense Sylvester Baxter calificaba la arquitectura colonial española, junto con sus artes auxiliares, escultura y pintura decorativas, como “el movimiento estético más importante que se haya efectuado en el hemisferio occidental”, sólo alcanzado casi cien años más tarde por el gran desarrollo experimentado por los Estados Unidos a finales del siglo XIX. Para entonces, el modelo reticular español, la traza, ya había sido imitado en la ampliación de las ciudades en medio mundo, como en Edimburgo en 1766, en Filadelfia en 1682, en Nueva Orleans en 1721, en Boston en 1814, en Indianápolis en 1821, y en 1811 en la hoy tan apreciada regularidad de la isla de Manhattan en Nueva York. En Estados Unidos, la herencia del urbanismo español está también presente en otras poblaciones como Mobile, Baton Rouge, Saint Louis y Santa Fe.

INSTITUCIONES PARA EL CUIDADO DEL ESPÍRITU, LA MENTE Y EL CUERPO

Las ciudades hispanoamericanas se dotaban desde su creación de servicios esenciales para atender el bienestar físico y espiritual de los pobladores. Junto a los soldados llegaron a América los misioneros, que en cuanto ponían pie en las nuevas tierras iniciaban su labor, siguiendo el mandato de evangelizar a los nativos y mantener la fe de los españoles, creando iglesias para la catequesis de los indígenas, hospitales para hacer frente a las enfermedades, y colegios para la enseñanza de las ciencias, las artes y los oficios destinados a impulsar el desarrollo y la riqueza de las fundaciones. Al tiempo que Nicolás de Ovando construía las primeras casas y calles de la ciudad de Santo Domingo, el gobernador levantó también el hospital de San Nicolás de Bari.

En 1525, cuatro años después de la conquista de Tenochtitlan, el lego franciscano Pedro de Gante creó en el México de Cortés el colegio de San Francisco, que llegó a tener hasta mil alumnos que aprendían allí español, latín y numerosos oficios, como los de pintor, cantero, carpintero, herrero, orfebre, sastre o zapatero. A Pedro de Gante se debió también el primer hospital del continente americano destinado a atender a los indios y a enseñar la ciencia médica. Con la fundación en 1538 de la primera universidad americana en la ciudad de Santo Domingo, y la instalación un año después de la primera imprenta en México, la civilización recibió un impulso definitivo en las tierras de América. En 1551 se crearon las universidades de México y Lima, con el mismo reconocimiento a sus estudios que a los de Salamanca. A finales del siglo XVI, años antes de que llegaran los primeros colonos británicos al continente, los territorios administrados por los españoles contaban con centros universitarios en Puebla, Bogotá, Quito y Manila, en las islas Filipinas, dependientes entonces del virreinato de Nueva España.

CIUDADES QUE MARCAN UN MODELO DE EFICACIA Y BELLEZA

En 1803, cuando Alexander Von Humboldt llegó a México, la capital modelo de las sembradas por los españoles en Hispanoamérica, la ciudad le pareció tan elegante como Turín o Milán. Era entonces la más poblada de América, con unos 130.000 habitantes. “Ninguna ciudad del Nuevo Continente, sin exceptuar las de los Estados Unidos -escribió el viajero alemán-, tiene establecimientos científicos tan grandes y sólidos como la capital de México. Me limito a mencionar la Escuela de Minas… el Jardín Botánico y la Academia de Pintura y Escultura llamada de las Nobles Artes”. La capital contaba con baños públicos creados casi un siglo y medio antes. Las calles estaban iluminadas con faroles y las vigilaban por las noches los serenos, a imitación de las de la capital de España, que informaban a voces de la hora y del clima. Se regaban las vías públicas todos los días, y los vecinos estaban obligados a barrerlas los miércoles y los sábados bajo multa de 12 reales. Dos tipos de carros recogían las basuras: uno los desechos y otro los excrementos. Una red de cloacas subterráneas saneaba la ciudad. Las calles, flanqueadas por aceras, estaban empedradas; todas tenían su nombre y las casas estaban numeradas. La ciudad contaba con un servicio de coches de providencia (taxis). Había cafés como los abiertos en Viena y París, donde la gente se reunía para conversar y en los que se formaban animadas tertulias para comentar la actualidad. En el monumental Nuevo Coliseo, con capacidad para 1.500 espectadores, se representaban obras de teatro y las óperas que triunfaban en Europa, con artistas formados en las escuelas de arte dramático y de ballet de la ciudad. Se editaban cuatro periódicos y varias librerías abrían sus puertas a las calles.

Décadas después de la independencia, los nuevos gobernantes de los países hispanoamericanos, a pesar de su antiespañolismo, continuaron ampliando sus ciudades y creando nuevas poblaciones siguiendo los patrones de los fundadores españoles. Con entusiasmo, el ya citado historiador estadounidense Sylvester Baxter resumía así el esfuerzo civilizador de las ciudades españolas en Nueva España, ampliable con justicia a todas las de Hispanoamérica: “La tierra se transformó como si la hubiera bañado con su luz propia la lámpara de Aladino. Bajo la estupenda energía de la raza conquistadora, encendida en apetitos de poderío y riquezas, y animada a la vez por su fe religiosa, la Nueva España floreció en el espacio de breves años y se transformó en un reino maravilloso cuya inmensa extensión quedó sembrada de espléndidas ciudades, que ya brotaban del desierto, ya ocupaban el sitio de una cultura anterior”.