Texto: Ana Moreno Garrido

Boletín 66 – Sociedad Geográfica Española

La ciudad. Las ciudades.

Barcelona, Málaga, Sevilla, San Sebastián o Madrid: muchas fueron las ciudades que intentaron, a finales del siglo XIX, atraer al turismo internacional. Hoy, sin embargo, una buena parte de sus poblaciones pone en cuestión las ventajas de ese fenómeno que se ha hecho masivo y global, alterando la misma naturaleza y el paisaje urbano. La polémica está abierta. La solución, por decidir.

Hasta hace apenas un par de meses, en tiempos pre-coronavíricos, no había día que no conviviesen en la prensa las noticias que desprestigiaban al turismo o alertaban de sus excesos con las expectativas del sector, siempre instalado en el discurso de las cifras y el optimismo de superarse a sí mismo una temporada más. Mientras voces críticas, normalmente ecologistas, o antisistema, o élites a la proustiana, es decir, nostálgicas de un tiempo perdido (y mejor?), alertaban sobre sus riesgos, el sector volvía a recordarnos su importancia para el país. Los que lo criticaban lo hacían amparados en razones de peso, e irrefutables, se miren por donde se miren, lo insostenible de un turismo masivo que, en la naturaleza, es decir playas o montañas, destruye paisajes y que, en su versión urbana, implica arrasar con los derechos de los ciudadanos, engullir o tematizar pequeñas ciudades patrimoniales y acosar a las grandes, obligadas a la virtualidad de sí mismas y a la banalidad, asediadas por la gentrificación de algunos barrios, subidas temporales de precios, los polémicos Airbnb o las invasiones de rebaños humanos llevados en tour o subidos a rojos buses turísticos.

 

EL TURISMO, AMENAZA O MANÁ

El cambio de actitud hacia el turismo convertido en el gran depredador, sólo sostenido por el sector, poderosísimo lobby con capacidad de influir sobre la política local, o al menos sobre ciertas políticas locales, es relativamente reciente y contrasta con la actitud, no tan lejana, del turismo visto como maná. Todas las versiones están servidas y son, paradójicamente, compatibles. El fenómeno global tiene su particular versión a la española, país turístico por excelencia que, aunque ha basado su fortaleza en el sol y playa, no se libra de ver cómo muchas de sus ciudades están atrapadas en la turistización, como la propia Barcelona, la favorita del turismo internacional, inmersa en un círculo vicioso, de momento imposible de romper, que la hace especialmente vulnerable: su cercanía al Mediterráneo, un centro histórico medieval poco preparado para masas, vaivenes políticos en la gestión municipal, un puerto crucerista y una fuerte imagen de marca identificada con Gaudí, lo que significa una enorme presión sobre apenas tres o cuatro iconos completamente desbordados.

DOS CASOS PARA ANALIZAR: BARCELONA Y SAN SEBASTIÁN

Pero esa Barcelona, que ahora encabeza el movimiento más turismofóbico de España, es la que más incansablemente luchó durante un siglo por convertirse en turística, lo que no deja de ser ilustrativo de lo rápidos e imprevisibles que han sido los tiempos. En los años 80 del siglo XIX, al periodista José Ortega Munilla, padre del filósofo y muy aficionado a los viajes, las dos ciudades españolas que más le interesaron eran precisamente Barcelona y San Sebastián, y en ambos casos lo relacionó con la llegada de forasteros y lo que éstos traían bajo el brazo: revitalización urbanística, modernización económica y aires europeizadores. No sólo fue él, muchos también eran conscientes de algo que las principales ciudades europeas ya parecían saber: la especial relación que estaban creando con el turismo, justo en un momento en el que estaban empezando adquirir un nuevo uso y función, inmersas en un nuevo modelo, plenamente burgués, en el que el urbanismo y sus monumentos servían para mostrar poder e identidad. Si, en esta nueva narrativa, las ciudades “producto” encontraron en el turismo un instrumento perfecto para poner en valor sus recursos, los turistas, por su parte, conscientes, o no, del cambio de modelo, las prefirieron por encima de otros destinos porque sólo ellas, y algunas estaciones balnearias, eran capaces de garantizar transporte y alojamientos, además de ofrecer ocio, progreso, intercambio de ideas, negocios o cosmopolitismo.

Puente del Kursaal (1918)

Sevilla a principios del siglo XX

Barcelona y San Sebastián empezaron a ver en el turismo una opción, pero estaban en posiciones muy distintas. San Sebastián, sin grandes monumentos, o historia, pero sí con una playa a la europea, “un clima agradable, tiendas, alrededores pintorescos y un ambiente animado” se había convertido en la ciudad más turística de España, única capaz de atraer gente “hasta de Burdeos y París”, hecha a imagen y semejanza de las ciudades francesas, porque, de ellas, dijo un observador lúcido, habían aprendido el futuro. Mientras, Barcelona que se dolía de ser el Manchester español, con una imagen excesivamente gris e industrializada y, sobre todo, con una pésima fama internacional por el anarquismo y la violencia callejera que alcanzaría niveles alarmantes en la primera década del siglo, trataba desesperadamente de atraer turistas. El primer paso lo había dado aprovechando la oportunidad que le brindó la exposición universal de 1888. Su principal ideólogo, Eugenio Serrano de Casanova, había trabajado en el negocio de la atracción de forasteros en París, y era muy consciente del papel que el turismo estaba llamado a jugar en la nueva vida de las ciudades. La exposición tuvo un primer símbolo turístico en el Gran Hotel Internacional, un gigantesco establecimiento junto a la estación de ferrocarril y el puerto que, una vez finalizada la misma y entre protestas, fue demolido, pero, eso sí, atrajo a casi medio millón de visitantes. Ambas ciudades concretaron su vocación, y algo más, creando los primeros, y más potentes, sindicatos de iniciativa turística de España, una en 1903, la otra en 1908.

LOS PROBLEMAS DE SEVILLA Y GRANADA

Pero, mientras ambas lo estaban poniendo en el centro mismo del debate municipal, otras ciudades simbolizaban lo difícil de mantenerlo en el tiempo. Sevilla y Granada, mecas del turismo urbano decimonónico, llegaban al siglo XX turísticamente agotadas. El modelo de ambas es muy similar, práctica y únicamente sostenido por los turistas ingleses, que llegaban desde una de sus más potentes colonias en el Mediterráneo: Gibraltar. En las décadas centrales del siglo XIX las dos vivían de sus viejas glorias, explotadas por y para ellos. El caso sevillano ha llamado la atención de los historiadores del arte porque consiguió desbancar a Madrid o Valencia como capitales artísticas del país, lo que sólo se explica por el ingente mercado que movían los turistas, cuyas compras de pintura, souvenirs, subastas, chamarileo y expolio la sitúan a un nivel no muy alejado del Nápoles del Grand Tour o los veduttisti venecianos. Pero, empezado el siglo XX, todo lo que era atractivo había dejado de serlo, y sus visitantes salían decepcionados de la ciudad insalubre, atrasada y depauperada, de la que algún autor dijo que era “la ciudad de los enrejados” y que de ella sólo merecía la pena la catedral. Mientras Granada, mantenida por la Alhambra, el primer monumento al servicio de los turistas con tarifa y horario de visita desde 1828, se había convertido en la ciudad más fotografiada del país. Su gigantesca fama justificó el viaje durante más de medio siglo, pero había un incomprensible desajuste entre la ciudad y su emblema. Granada no tuvo un hotel de turistas hasta 1910, ni sindicato turístico, ni fue capaz de crear una colonia permanentecde turistas aficionados al arte como las que había en Italia, y parecía impermeable a las enormes posibilidades del turismo como motor de cambio, probablemente porque desde finales de siglo encontró en el esplendor azucarero un importante sustituto.

MÁLAGA, ESTACIÓN DE INVIERNO

Muy cerca de allí, Málaga aspiraba a convertirse en una estación de invierno. Ser centro de invernantes era una opción de supervivencia y de modernización para muchas ciudades mediterráneas que, en este caso, además, parecía especialmente urgente tras la gravísima plaga de filoxera de los años 80 del siglo XIX. Tras diez años de intensas campañas en la prensa local, en 1896 se creó una de las primeras sociedades propagandísticas del clima, y, en 1910, un sindicato de iniciativas turísticas. Málaga tuvo también su particular ideólogo, Francisco Prieto Mera, alcalde de la ciudad y uno de los que más trabajó para convertirla en la mejor estación de invierno del Mediterráneo; y ya como diputado en Madrid, llegaría a ser autor de una interesante propuesta de ley nacional de turismo. Pero sus esfuerzos, y los de otros, convencidos de sus enormes posibilidades, no fueron suficientes porque no bastaba solo con tener ingleses muy cerca y un buen clima, había que demostrar que tenía “alumbrado, confort, policía, recreo y ornato dentro y fuera la ciudad, menos mendigos, mataderos y mercados y acabar con el paludismo en las plazas de Riego y la Victoria” y eso no lo logró. Aun así, su vocación turística está ahí. En 1847, una casa de consignatarios de buques y aduanas, Baquera, Kusche y Martín S.A, se recicló al turismo para sortear la crisis de la exportación, y se convirtió en Viajes Bakumar, una de las agencias más importantes de España, y en los años 20 la ciudad reorientó su estrategia al turismo local. La construcción del Balneario del Carmen, “al estilo de San Sebastián”, dejaba atrás las modestas casas de baños de finales del XIX, mientras barrios como La Caleta, El Limonar y El Parque recalificaban fincas rústicas para construir villas y hotelitos unifamiliares. A finales de los años 20, a Málaga cada vez llegaban más cruceros, la ciudad había reinventado la Semana Santa, se había inaugurado un hotel de lujo, el Príncipe de Asturias, y la delegación de turismo del ayuntamiento mandaba datos a todas las estaciones meteorológicas de Europa.

Pero Málaga seguía sin ser aquello a lo que aspiraba, que ahora era emular a las localidades más famosas del Mediterráneo francés. La carretera Algeciras-Málaga, fundamental para el turismo de cruceros americanos, tardaba demasiado, el paseo marítimo que encargó Guadalhorce no llegó nunca, su gran hotel de lujo llegó a los tiempos republicanos con problemas económicos, y hasta un proyecto de club de golf, a pesar del expreso apoyo real, terminaría necesitando de financiación pública.

La Alhambra de Granada atraía a los turistas, al contar con el prestigio concedido por los viajeros ingleses y franceses del siglo XIX

Balneario del Carmen, de los años 20 del siglo pasado, todo un símbolo entonces de la modernidad turística de Málaga

EL ÉXITO DE TOLEDO Y LAS DIFICULTADES DE MADRID

El caso malagueño demuestra lo difícil que era convertirse en ciudad turística por muchas posibilidades que, a priori, se tuvieran. En realidad, sólo lo consiguieron muy pocas. Entre ellas, Toledo, un caso especialísimo por ser la única de todas las ciudades españolas capaz de crear un icono que no sólo la encumbró a ella, sino que prácticamente se convirtió en imagen-marca del país: El Greco. Todo lo que pasó en Toledo es interesante e inspirador para entender, no sólo la nueva relación entre turismo y ciudad, también cómo estaba evolucionando la propia industria turística. La ciudad pequeña y aburrida, de la que se quejaban los pocos que la visitaban a principios de siglo, sólo era apreciada por las élites cultas encabezadas por la gente de la Institución Libre de Enseñanza, que la consideraban el conjunto más perfecto y acabado de España, pero que, una vez más y como otras, parecía condenada al inmovilismo y el atraso. Tuvo que ser la creación de la casa del Greco en 1910, el primer negocio turísticocultural del país, lo que la despertó. ¿Cómo? Dando a la ciudad un argumento para contarse a sí misma a través de un símbolo del pasado revisitado en el presente, que funcionó extraordinariamente bien para los turistas, bastante sensibles a esas cosas, pero también porque traía a España novedades a la hora de exhibir y mostrar el patrimonio, como eran las evocadoras casas-museo, muy de moda fuera, y porque supo aprovechar la coyuntura del que, justo esos años, era el pintor más cotizado y prestigioso del mundo. La casa del Greco se convirtió en parada obligada para las visitas de Estado de la primera década de siglo, era recomendada por Baedeker, puso de moda el “estilo castellano” en el extranjero y, sobre todo, consiguió triplicar el número de turistas en un par de años. El millar de turistas de 1909 pasaron a 4.000 en 1914 y en vísperas de la Gran Guerra eran casi 40.000. El “efecto Greco” fue de tal magnitud que duraría años: en 1925, Toledo ya recibía casi 100.000 turistas.

Su caso contrasta profundamente con Madrid, de donde precisamente llegaban sus crecientes visitantes, pero muy lejos en imagen turística y sobre todo en resultados. La ciudad no ha parecido entender la importancia del turismo hasta hace muy poco. En su descarga habría que decir que lo tenía difícil. Capital periférica de un país periférico, tenía además el inconveniente de estar en medio de la meseta, que es como estar en medio de la nada. Su paisaje desarbolado, triste y expoliado no ayudaba, como tampoco la alarmante falta de discurso o narrativa. El “poblachón manchego” apenas tenía un reclamo importante para el turismo nacional e internacional en el gran museo de pintura, pero no era suficiente. Los pocos visitantes lo hacían casi obligados por lo fraccionado del sistema ferroviario, que exigía hacer largas paradas que llegaban a durar un día. Como mucho, paseaban por la pequeña almendra central desde la estación del Mediodía (Atocha) hasta el Palacio Real, apenas nada en comparación con la visualidad de las grandes capitales europeas. Para la misma fecha en que despertaban otras, también lo hacía ella, acomplejada por su ambiente excesivamente castizo y provinciano. La construcción de dos grandes hoteles de lujo en apenas dos años (1910-1912), la creación de un sindicato de turismo, y la celebración de un importante congreso de turismo en 1912 son los síntomas evidentes del despertar turístico de una ciudad que, con el proyecto de la Gran Vía (1910) aspiraba a metrópoli. Algo que terminaría logrando, pero ya en vísperas de la guerra, cuando Madrid superó el millón de habitantes y, efectivamente, trasladó su epicentro a la nueva gran arteria urbana que se convirtió en la mayor concentración de España en tipología hotelera y negocios turísticos. Otra cosa muy distinta es que la ciudad se convirtiese en turística, lo que no ocurriría, ni entonces ni en décadas, porque sólo lo logró la efervescente contracultura de la transición que ayudó a Madrid a construir una imagen basada en una especie de juvenil vitalidad identificada con la “movida”.

LA ACTUAL TURISMOFOBIA Y LO QUE VENDRÁ DESPUÉS

El panorama, a vuela pluma, de este puñado de ciudades parece mostrar que sólo el turista-masa y la turismofobia distinguen el actual turismo urbano del de principios del siglo XX, porque todo lo demás ya estaba inventado: la turistización de algunos barrios, los riesgos (y oportunidades) de una alta especialización, el papel especial de las capitales, l amadas, teóricamente, a ser las depositarias de los símbolos nacionales, la importancia de la imagen-marca, la aparición de élites económicas en organismos de promoción turística, la oportunidad modernizadora… Pero, eso sí, la post-industrialización de las ciudades del siglo XXI las ha empujado, irreversible e irremediablemente, al turismo y ha sobredimensionado su efecto, de ahí los inmensos pecados que está cometiendo en ellas: ciudades reinventadas y ajenas a sí mismas para responder a la imagen mental de los visitantes, ciudades fáciles y consumibles, ciudades para entretener al turista, convertido en el nuevo “ciudadano”, estrategias de especulación que algunos llaman “urbanismo sucio” … demasiados excesos que, cómo poco, están provocando turismofobia, pero que no son más que el último capítulo de una relación ya muy larga y que está muy lejos de haber terminado.

Imagen de Málaga en 1867, ajena a su futuro auge turístico. Obra del destacado fotógrafo galés Charles Clifford