Aventuras de un irlandés en España
El dublinés Walter Starkie, de familia culta y extravagante, viajó por España en el verano de 1931, poco tiempo después de iniciada la II República. Fruto de aquel viaje fue su libro Aventuras de un irlandés en España que publicó Espasa Calpe en 2006 con prólogo de Ian Gibson. Un relato a medio camino entre la realidad y la ficción.
Por Jos Martín
Bibliografía: Boletín 29
En materia de libros de viajes, hay de todo, como en la viña del Señor. Cepas de uva blanca que amarillea al sol y da un vino dulce como la prosa de William Darlymple en Tras los pasos de Marco Polo; otras de uva verdeja que mantiene siempre su color glauco, chispeante, diáfano y sencillo, como la de Luis Carandell en Ultreia: historias, leyendas, gracias y desgracias del Camino de Santiago; o de uva tinta que produce vinos de complicados matices como la de Bruce Chatwin en Los trazos de la canción; o morada, casi negra, como la de Cabeza de Vaca en sus Naufragios, que sirve para dar color al zumo de otras más pálidas. Y así, podemos continuar hasta un metro o dos del infinito.
En el extremo izquierdo, situamos a quienes no consienten que su relato se aleje un ápice de la realidad. Con frecuencia, y para no caer en la tentación de la ficción, se convierten en simples amanuenses que dejan constancia de lo que ven (nunca de lo que sienten) a través de un órgano tan subjetivo como sus ojos. La prosa suele ser áspera y uniforme, poco dotada para el viajero de sillón, aunque sus libros tengan un interés grande en cuanto a la información a la que pueda acceder un trotamundos, un geógrafo, un investigador. Es el caso de Diego Cuelbis, estudiante alemán que en 1599 realizó un viaje por el norte de España acompañado por su amigo Joel Koris y un asturiano como criado que volvía de Flandes. Así comienza su obra Thesoro Choragraphico de las Espannas:
Irun
Es un pequeño pueblo, apartada esta esta uilla dos leguas solamente de St Juan de Luz en Francia: En lo último de la Tierra de España, de la prouincia Guipiscoa, junto à la raya de Francia. Cerca y poco antes passa un rio no muy grande y casi braço de la Mar assi llamado en su lengua Bidazo. Loqual diuide la Francia de España (…).
Las donzellas que traen aqui las cabeças descubiertas como à Bayona, y rapado el cabello, uenieron delante de nos otros salteando a la Moresqua con las castañettas y el taburin; y pidiendo qualque merced por lo bien uenir como de los forasteros.
En el centro se colocan quienes saben que, a pesar del esfuerzo que el escritor haga por mantenerse objetivo, siempre habrá elementos de su historia que no lo sean, entre otras razones, porque el tiempo también cambia los recuerdos hasta convertir la lectura de sus cuadernos de viaje en cosa bien distinta a la que fue cuando fueron escritos. Por otra parte, el libro de viaje no suele escribirse en el momento del regreso. A menudo pasan años hasta que aquello se convierte en libro, después de muchas correcciones hechas por distintas manos. Es el caso de Cuentos de la Alhambra. Washington Irving realizó su viaje de Sevilla a Granada en la primavera de 1829. La primera edición fue publicada en Londres por Colburn and Bentley en 1832, pero la versión definitiva no apareció hasta 1857 editada en Nueva York por Putnan. Si comparamos las dos versiones, hasta el lector inepto (más o menos como yo) se da cuenta de que hay cambios significativos, pero en ambas (especialmente en la última) su prosa es rica sin que se resienta la descripción formal ni el cuerpo dramático de la narración.
Salimos de Osuna a primera hora de la mañana siguiente y nos internamos en la sierra. El camino que tomamos serpenteaba a través de un paraje pintoresco, pero solitario; alguna cruz, señal de asesinato, a uno y otro lado de la senda, advertía que nos aproximábamos a las guaridas de los bandoleros. Este intrincado y agreste lugar, con sus llanuras mudas y sus valles cortados por montañas, ha sido siempre famoso por sus bandidos.
En el extremo derecho están quienes consideran el libro de viaje como una forma más de literatura pura. No importa lo que se cuente, sino cómo se cuente. Con imaginación, dotes literarias y un buen estudio documental se han escrito obras sublimes como La vuelta al mundo en ochenta días sin que Julio Verne se alejara más allá de la mesa de su despacho, salvo para ir al cuarto de baño o al comedor. De los sesenta viajes extraordinarios que escribió, sólo conocía personalmente el paisaje de unos pocos lugares (las Islas Británicas, los Países Nórdicos, algunos puertos del Mediterráneo y Estados Unidos, donde fue para dictar una conferencia). ¿Puede guardarse esta obra en la alacena de los libros de viaje? Si Verne hubiera callado, nadie pondría en duda sus grandes conocimientos acerca de la geografía adquiridos por percepción personal, sus muchas virtudes viajeras y su capacidad para salir indemne de cualquier aventura exótica o peligrosa. Un buen ejemplo son estas líneas de Cinco semanas en Globo:
A mediodía, el Victoria se hallaba a los 29º 15’ de longitud y 3º 15’ de latitud. Había pasado más allá de la aldea de Oyufu, último límite septentrional del Unyamwezy, a la altura del lago Ukereue, que los viajeros no tenían al alcance de sus miradas.
(…)
Quedó resuelto entre los tres viajeros echar pie a tierra luego que encontraran un sitio favorable, y hacer un alto prolongado para inspeccionar con cuidado el aerostato. Se moderó la llama del soplete y se echaron fuera de la quilla las anclas, que corrían rozando con sus uñas las hierbas altas de una inmensa pradera.
(…)
El Victoria, besando aquellas hierbas sin encorvarlas, parecía una mariposa gigantesca.
Y ahora, entremos en materia con estas Aventuras de un irlandés en España. Según cuenta Starkie en su libro, entró por Irún (como Cuelbis y sus compañeros) y anduvo vagabundeando por el País Vasco y Castilla hasta llegar a Madrid. Viajaba vestido de pordiosero trotamundos con un violín que (asegura) le ayudó frecuentemente para ganarse la vida. Su aspecto desastrado le sirvió para codearse con personajes de la nobleza gitana como la reina Agustina, y nada le estorbó para mezclarse con bellas mujeres como Marujita la bailarina, con la nobleza cristiana o con intelectuales y artistas como Unamuno y Zuloaga ni para asistir a las tertulias del Café de Correos o el Regina, y escuchar las disquisiciones de Ortega, Valle-Inclán o Antonio Machado. Ante los gitanos, negaba su condición de payo (negación difícil de creer en un irlandés de pelo pajizo que hablaba un español mediocre con acento claramente anglosajón) y se declaraba uno de ellos mientras chamullaba unas cuantas palabras de caló que había aprendido en su viaje a Hungría. Ante los demás, sacaba a relucir su bagaje cultural, sus buenas maneras y sus divertidas excentricidades.
Ya lo advierte su compatriota Ian Gibson en el prólogo cuando escribe:
Starkie no admite nunca, por supuesto, la posibilidad de no entender enseguida lo que le dicen, sean las que sean las condiciones acústicas y la vocalización defectuosa que tengan sus interlocutores. Un poco fantasioso resulta, desde luego, el gárrulo dublinés, aunque ello no reduce para nada el atractivo de su narrativa. Al contrario, sin duda. Quien relata en público sus aventuras y hazañas suele embellecerlas cada día un poco más, sobre todo, si se las da de juglar.
El libro se lee de corrido, aunque a su término uno tenga la sensación de que ha leído una obra basada en un viaje que el autor recrea con buenas maneras estilísticas y una exultante imaginación. El delgado filo que separa realidad y ficción es quizás el punto más débil que la narración muestra. Pero la época que refleja es tan apasionante y está tan carente de experiencias viajeras que, al cabo, lo relatado por Starkie se convierte en una pequeña joya que ayuda a comprender la España de aquellos años.
Ésta es una muestra de los párrafos descriptivos que hay en su libro, extraídos del capítulo XVIII titulado La puerta de Castilla. Las cuevas de los moros:
Cuando los dioses crearon el reino de Castilla, ordenaron a la raza de gigantes edificar una entrada de peñascos arrancados de picos montañosos. “Es como el Valhalla de Wotan levantado por Fafner y Fasolt”, me dije al acercarme al Paso de Pancorbo.
Los dieciséis kilómetros de Miranda de Ebro al desfiladero habían sido una preparación gradual para este gran escenario. El paisaje comenzó a arrojar extrañas rocas como centinelas que guardaran fortalezas. Había justamente el sitio para pasar por el camino estrecho entre los altos peñascos dentados que formaba la titánica entrada. Arriba, al borde del precipicio, colgaban enormes masas de granito amenazando derrumbarse con terrible estrépito y cerrar la entrada para siempre.
Después de pasar el túnel llegué al pueblo de Pancorbo, cuyas casas, diseminadas, con techumbres rojas, se acurrucaban en la base de la fortaleza rocosa y gris.
Mi primer pensamiento fue trepar la montaña por encima del pueblo, por lo que, en vez de continuar mi camino, comencé los preparativos para mi ascensión. En la taberna me dijeron algunos hombres del pueblo que en la cima de la montaña existían profundas cavernas llamadas “las cuevas de los moros”.
–No pase la noche allá arriba –me dijo un hombre–, pues tendrá usted que luchar contra los moros.
El calor de la tarde había pasado cuando llegué a la cima de la montaña.
Anduve a través de un laberinto de rocosidades y de grandes hendiduras entre ellas. Aquello era como un río torrencial petrificado por el ojo fatal de una gorgona. Algunas veces, la diabólica fantasía de la naturaleza había esculpido la piedra figurando pájaros y bestias raras y antediluvianas.
Un saliente de la montaña asemejaba la silueta de un gigantesco guerrero tumbado sobre un féretro. Contemplé su frente ancha, su nariz aguileña, la severa barba y el albornoz que lo envolvía. Aquí y allá, desparramadas por la montaña, se hallaban las cuevas, algunas de treinta a cuarenta pies de profundidad. Sentado al borde de una de ellas, a una altura de trescientos metros sobre la base de la montaña, pude observar debajo de mí el panorama de Castilla. Bajo el sol de oro, la llanura parecía un edredón enorme de color pardo, remendado aquí y allá con rojos, púrpuras y amarillos. Pardo es el color de Castilla, pero su tonalidad general se halla interrumpida con innumerables variantes de rojos y púrpuras, y en la lejanía, se va modulando en color pajizo. Desde mi atalaya pude ver los tejados de las casas de Pancorbo y, explayados por la llanura, pequeños poblados agrupados como rojas amapolas.
Ni un ruido, ni un alma.