Isabella Frances Romer
En el siglo XIX, España era un mundo desconocido, costumbrista y fascinante para los europeos. Algunas viajeras, sobre todo británicas, se dejaron seducir por este extremo sur del continente y se arriesgaron a recorrer sus inciertos y nada cómodos caminos. Pilar Tejera nos traza el retrato de una de estas intrépidas viajeras victorianas, Isabella Frances Romer, que dejó por escrito sus impresiones sobre nuestro país.
Por Pilar Tejera
Bibliografía: Boletín 31 . Especial Rutas Comerciales
Leyendo las historias sobre los grandes viajeros victorianos, cuando se descubre a aquellas damas de largas y embarradas faldas que también desfilaron por el mundo, uno no puede evitar preguntarse: ¿fueron reales esas mujeres?, ¿existieron de verdad…?
Son tantos los componentes que hacen de ellas seres extraordinarios, tan peculiar su visión de las cosas, de la realidad que les tocó vivir, tal su fuerza y a la vez su sencillez, tan deslumbrante su personalidad, que la lectura de sus relatos incorpora un nuevo componente emocional en la percepción de la era colonial que imaginamos, de ese precioso pedacito de la historia cuyo complejo rompecabezas vamos recomponiendo gracias a retratos como los dejados por señoras lúcidas y sutiles como ellas.
Con el siglo aún haciendo rozaduras por falta de uso, es difícil situar a aquellas viajeras que sabían mucho de relámpagos en las noches de tormenta y nada de los viajes relámpago. Viajes tormentosos a lomos de mula o en tísicos barcos a vapor. Viajes donde un descuido repentino conducía a menudo a una muerte rápida y segura. Aún así, ellas, cogidas de la mano de sus ambiciones, sus anhelos o esperanzas, siguieron saliendo para tomar el sol y el aire en el anonimato de los países lejanos, respirando a pleno pulmón la libertad recién estrenada o simplemente estrenando la sensación de saberse pasajeras de sí mismas, aun a riesgo de dejar unos pocos huesos adicionales en algún punto remoto del planeta.
Conteniendo la respiración, leemos sus andanzas por algunas regiones de España, a caballo entre una novela de aventuras y un cuento infantil por tierras encantadas. Sus palabras, como sus pasos, tamborilean en rincones insólitos donde el ingrediente más insólito fueron siempre ellas. Quizás las suyas no fueron aventuras épicas y han de conformarse con el papel de una “nota a pie de página” en los anales de las grandes exploraciones de la época. Sin embargo cuando proyectamos una luz sobre sus vidas, y descubrimos lo mucho que encierran, pensamos en aquellas grandes damas con un respeto casi reverente. Sus voces, sus cuentos, sus pinturas y su aliento, aún perduran como un reflejo de cómo era España hace ciento cincuenta o doscientos años. Seguimos sus pasos casi con admiración, observando sus huellas, casi siempre silenciosas, a través de ese gran tumulto de la era victoriana y, conforme avanzan las páginas, el lector se desorienta porque las palabras, que arrancan tan intensamente llevadas por su afán descriptivo, felizmente van dejando lugar al espíritu de las cosas y el relato de sus viajes acaba siendo un reflejo no tanto de lo que vieron, como de lo que sintieron, que a la postre es lo que siempre merece ser consignado. Las suyas son ese tipo de voces para ser oídas por quienes deseen dejarse conducir por el territorio de las sensaciones, no por el de las simples descripciones.
Rescatamos del olvido a damas elegantes y serenas, como la fotógrafa y viajera Margaret D’Esté, para quien las Islas Canarias simbolizaron una fuente de constante inspiración artística y una inagotable despensa de experiencias gratificantes. Sorprendemos a Frances Latimer, guiada por la brújula de sus emociones, en la Semana Santa de Sevilla, en Toledo, Burgos, Córdoba, Madrid y en las Islas Canarias. Descubrimos esposas sorprendidas por lo que prometía ser un infierno de calor y resultó un paraíso de estampas imperecederas, como fue el caso de Dora Quillinan, que en 1845 viajó con su esposo por España para mitigar su mala salud: “Nos cruzamos con muchas mujeres, pero ninguna a pie. Iban generalmente cabalgando a lomos de una mula, y detrás de su hombre, agarradas a un pañuelo anudado bajo de la cola del caballo como había visto por primera vez cerca de Gibraltar”.
Damas de otro tiempo, que surcaron el vasto océano de Castilla, los aventurados caminos de Sierra Morena, la misteriosa Alhambra o las somnolientas aldeas del Mediterráneo, armadas con su caballete y sus pinceles para fotografiar en acuarela un tiempo que se ha eclipsado para siempre. Viajeras extasiadas, descubriendo, vagando… Viajeras para quienes nuestras geografías y costumbres, fueron musa y fuente de inspiración, como la escritora Edith Wharton que emociona con uno de las descripciones mas bellas que se hayan escrito sobre nuestra cultura: “Un revoltijo de excitadas impresiones, escuálidas posadas, mendigos deformes, y toda clase de gentes charlatanas y desconcertantes, de fantásticas visiones entre el caos y la fatiga. Y por doquier, sombríos pasadizos ondeantes de incienso y procesiones”.
Nos topamos también con las amantes de la aventura; trotamundos consagradas como Fanny Workman, –recorriendo el país en bicicleta (cerca de 5000 km.), y causando gran revuelo entre los periodistas que salían al encuentro de esta dama de aspecto sufragista, ataviada en impecable falda larga y gorrito, que con cada pedaleo hacía tintinear su hervidor de té colgado del manillar. Nos topamos con la pintora Marianne North, que plasmó en sus lienzos y en el papel la belleza de Canarias: “los hombres con botas altas, mantas fruncidas en torno al cuello y grandes sombreros tipo Rubens. Las mujeres un rebozo de colores vivos colocado graciosamente sobre la cabeza y espalda, con enaguas rojas y negras”,– o con Margaret Fontaine, la viajera que recorrió el mundo en busca de mariposas y que nos visitó a finales de siglo: “el agua era de dudosa calidad y se bebía mezclada con el fuerte vino tinto, pero era agradable irse a la cama con el cerebro un poco confuso”. En su caso, disfrutó de aquel viaje como si se tratase del último: “Una de aquellas tardes mientras esperaba el tren, sorprendí a un hombre tocando una guitarra y a petición de los allí reunidos bailé con el jefe de estación, a pesar del limitado espacio y los zapatos de montaña”. Damas siempre al límite de su resistencia, “al filo de lo imposible”; que jamás incluyeron la palabra “mediocridad” en el diccionario de sus vidas porque mantenerse en movimiento fue para ellas sinónimo de sentirse vivas. Mujeres educadas en la rigidez victoriana pero para quienes la vida se resumía en una sucesión de retos que había que superar. Mujeres que siempre estuvieron a la altura de sus propias metas, aunque estas alcanzaran alturas improbables para el común de los mortales. Damas siempre dispuestas a dar rienda suelta a sus genes ambulantes, como W.A. Tollemache, quien opinaba que España era probablemente el único país europeo preservado del turismo masivo (claro que de darse un paseo ahora, seguramente se habría retractado de tal afirmación). Mujeres adelantadas a su tiempo, como la francesa Josephine de Brinckmann, que definió España como una “clásica tierra del sentido común”, y que a pesar de dejar muy claras sus reservas sobre la gastronomía española, y apuntar la falta de higiene de la mayoría de las ciudades que recorrió, quedó prendada de la caballerosidad del hombre español.
Y por último damas para las que sencillamente la arquitectura árabe, el olor del azahar o la luz cegadora del sur, actuaron como un poderoso imán, como les ocurrió a Lady Herbert, a Isabella Frances Romer, a Elizabeth Holland, –que durante tres años recorrió la geografía española y decidió repetir la experiencia por caminos minados de belleza y también de sorpresas:“Las posadas están regentadas principalmente por franceses o gitanos, ya que las gentes de este país ven la hostelería como una ocupación degradante”–, o a Luisa Tenison, que desfiló por el país en busca de vivencias insólitas, aunque en mas de una ocasión estuviera a punto de dar media vuelta y regresar al confort de su país: “La pensión no resultó demasiado mala ya que tuvimos camas limpias, pero la comida fue, como era de esperar, poco recomendable”. Todas ellas, damas que pese a sus tropiezos, su sorpresa o desconcierto por lo que hallaron, lejos de refugiarse en fáciles prejuicios, tuvieron la inteligencia de escribir a su regreso páginas objetivas y cargadas de belleza.
Las suyas, son historias con acentos diversos, con edades y personalidades distintas, pero que conservan el sabor de un mundo ya desaparecido. Historias universales, que dejan una extraña sensación de dejá vú. Historias que merecerían ser llevadas a la Gran Pantalla, que están conectadas geográficamente y a la vez ligadas a una misma fuente de energía que nunca deja de impresionar. Historias, que deberían ser escritas “con letra mayúscula”, pues aunque hablan en un murmullo de voz, siempre maravillan por la simplicidad con la que son contadas. Y a pesar de la dificultad de ubicar en el papel la situación real de tales historias, a pesar de que los ríos y aldeas confunden con demasiada frecuencia sus perfiles en las rectilíneas plantaciones de los valles y el mapa se obstina en mezclar el nombre de los pueblos y aldeas, al final todas esas damas consiguen infundir a ese jeroglífico de historias aparentemente inconexas la dignidad de una obra única y universal… Llega un momento, en que la lectura avanza entre la niebla que oculta la Alhambra, las imponentes cumbres del Valle de la Orotava, el revoloteo de los niños andaluces en torno a las extrañas viajeras, mezclando en la imaginación todos esos relatos que dormitan en los libros a la espera de ser despertados para unirse de nuevo.
Hace ciento cincuenta años, el atractivo del bandolero era casi tan irresistible para algunos viajeros europeos como el que ejercían las pirámides de Egipto, o las ruinas de Palmira. Su estampa tenía connotaciones casi épicas, como ocurría con el beduino del desierto árabe. Se trataba de figuras legendarias, tocadas por la leyenda y rodeadas de un halo romántico, algo que nada tiene de extraño habida cuenta de los rasgos árabes que para algunos viajeros mostraban los habitantes del sur de España. “Quizás el contrabandista sea el más pintoresco de todos estos viajeros, con su enorme y bonita manta, tejida de muchos colores, liada con tanta gracia alrededor de su varonil figura”, escribió Dora Quillinan cuando anduvo por aquí. El color cetrino de su piel, sus ojos oscuros, sus ademanes floridos, sus prendas de vestir con la capa de ancho vuelo, la faja ceñida a la cintura y el pañuelo anudado en la cabeza al estilo de un turbante, contribuyeron a extender el mito de la España del esplendor árabe en ciudades como Granada y Córdoba, el mito de la voluptuosidad y el pintoresquismo.
Todo ello supuso un nuevo aliciente por lanzarse al descubrimiento de ese mundo desconocido, costumbrista y fascinante, descolgado en el extremo sur del continente al que el viajero europeo, siempre ávido de escenarios nuevos, se mostró tan adepto a lo largo del siglo XIX. Pero lo cierto es que la aventura requería no pocas dosis de arrojo y un considerable entusiasmo, pues perderse por algunas regiones del sur hace siglo y medio, si bien encajaba en la imagen de “destino exótico”, era considerado también un viaje de “alto riesgo”. A las pésimas comunicaciones, la falta de infraestructuras, la dureza de los caminos y el clima, se sumaba el no desdeñable riesgo de caer en una emboscada a manos de aquellos forajidos de leyenda como “El Bizco”, “Luis Candelas” o “José María el Tempranillo” que tuvieron en jaque a mas de un viajero en la época en que Washington Irving ponía de moda Granada y el trabuco era el símbolo por excelencia de un viaje por las sierras de Andalucía.
Lo bello y lo sublime del paisaje en las serranías del sur, unido a la voluptuosidad de las ciudades y al mito del bandolero, llegaron a oídos de la inglesa Isabella Frances Romer; pero para recrearse con las aventuras de damas como ésta sería recomendable tomarse un pequeño respiro; recrear uno de esos ambientes literarios de luz indirecta, cómoda butaca donde sentarse plácidamente y, deseablemente, reservar una tarde de completa soledad. La suya, es una de esas historias para ser digerida a cámara lenta. Una de esas historias que tienen la cualidad de transportarnos, como cualquier buena historia de viajes.
Poco se conoce de esta dama victoriana, aparte del hecho de que nació en Londres, de sus instintos ambulantes y de la seguridad de que pasó a mejor vida en 1852. También se sabe que se casó en París, en la residencia del embajador británico, con un adinerado y notable hombre de negocios irlandés, William Meadows Hamerton, con el que tuvo una hija. Parece ser que las cosas entre el matrimonio no marcharon del todo bien, pues tiempo después se separaron, cuando aún vivían en Versalles. El caso es que tras recuperar la libertad en 1827, Isabella volvió a tomar su nombre de soltera y se dedicó principalmente a viajar. En su caso, lo que empezó siendo un juego por escapar de la vida sedentaria, se convirtió en una casi perpetua aventura. Abierta al mundo, a las corrientes y gustos de la época, viajar fue para esta inglesa aficionada a la escritura un antídoto contra la soledad, y su verdadera escuela.
Durante un tiempo anduvo recorriendo Europa y, animada por el ejemplo de otras viajeras, empezó a sentirse cada vez mas cómoda desplazándose sola. En 1841, esta dama de costumbres migratorias sintió la llamada de España. Parece ser que la influyó profundamente la lectura de la obra de Washington Irving “Cuentos de la Alhambra”, y entre otras pertenencias prácticas, introdujo en su pesado equipaje la misma guía empleada por el escritor inglés cuando anduvo por aquí: una obra de un tal Mateo Jiménez, muy en boga entre los viajeros ingleses de la época. Tras haberse enfrascado en la lectura de algunos relatos que hablaban de las ciudades árabes, las haciendas, el vino y los bandoleros, Isabella atisbó las infinitas posibilidades que ofrecía la patria del Quijote, la enormidad de sorprendentes rincones que esperaban, y España adquirió el significado de un exótico mapamundi, o de un tesoro, que se propuso descubrir.
Ataviada con su pesado vestido victoriano y su inseparable sombrero de paja para protegerse del sol y las miradas, Isabella se enfrascó en su aventura española en un extenso periplo que la llevó a conocer Barcelona, Valencia, Alicante, Cartagena y Tetuán, Málaga, Granada, Cádiz, Sevilla y Gibraltar. Siendo una de esas personas que piensan que se disfruta más de una situación pintoresca que persiguiendo grandes aventuras en destinos remotos, durante aquellos meses siempre estuvo dispuesta a conocer gente al pie del camino, a compartir un trago de vino o una buena historia:
“Yo escuchaba esas historias con la misma ansiedad temblorosa de los niños cuando se les cuenta algún cuento de miedo, que mientras les asusta, les fascina tanto que son incapaces de perderse una sola palabra del relato, por lo que esperaba el momento de la salida hacia Granada con esa especie de valentía con la que los niños esperan la hora de irse a la cama. ¡Que impresión tan agradable con la que comenzar un viaje!”.
Es compresible que para una viajera, que huía de la fría y triste lluvia londinense, de la ordenada y previsible vida victoriana, la luz del Mediterráneo, los pequeños pueblos pesqueros, la aventura de las diligencias españolas, el exotismo de las gentes y la belleza de Andalucía obraran como un hechizo y fueran una inagotable fuente de motivación. Cada día se sentía deslizándose entre la sensación de permanente aventura y de continuo descubrimiento. Mientras que para otras inglesas que nos visitaron, como Annie Harvey, (autora de “Cositas Españolas por Every Day Life in Spain”), viajar en una diligencia española equivalía a lo que hoy representaría una experiencia en “Port Aventura”: –“Horribles sacudidas, espantoso el ruido cada vez que giramos. Bajamos la montaña por pronunciadas curvas a veces con prácticamente sólo una rueda tocando el suelo”– para nuestra protagonista aquellos largos trayectos bordeando las verticales y blancas paredes de los acantilados de la costa catalana, los valles con naranjos en la zona de Levante y los boscosos parajes de Sierra Morena, constituían el sedimento de su motivación por seguir descubriendo España, a pesar de la incomodidad o el peligro de caer en una emboscada:
“En los últimos años la civilización ha dado un paso hacia delante,
ya que se ha establecido una diligencia para hacer el viaje
entre Granada y Málaga y en lo que se refiere a los ladrones,
hay más seguridad viajando en diligencia que con el sistema de
los muleros, aunque sin duda, está afectada de igual modo por
un tributo similar que se paga a los bandidos”.
A su manera, compartió con las otras viajeras de la época esa forma de inmunidad que solo se adquiere tras largos periodos en regiones remotas. Leemos sus opiniones sobre lo que vio y vivió, descubriendo algún que otro reproche por los inconvenientes del viaje: “El estado del país es tal y la administración de su política interior tan deficiente que prácticamente no hay ninguna carretera y hasta hace muy pocos años a Granada sólo podían acceder viajeros ecuestres”, pero de su mano, comprendemos, mejor dicho, revisamos, nuestra opinión sobre cómo debieron ser nuestros pueblos, haciendas y caminos.
Uno de los principales atractivos de un viaje por España en el siglo XIX radicaba en la permanente aventura de un escenario “poco domesticado”. A ello se sumaba la picaresca tan extendida en nuestra cultura, una realidad que había sido difundida en la literatura (la novela picaresca) del siglo XVII, imagen que perduró a lo largo del siglo XVIII y buena parte del XIX, no sólo en la imaginación del viajero sino en la propia vida del país y que aún sigue arraigada en los gestos de la vida cotidiana. Las cosas han cambiado desde entonces, y los “hoteles con encanto” o “las posadas rurales” de hoy, están a años luz de lo que los viajeros hallaban hace 150 años.
Leemos: “Guardias en los caminos”, “Escenas nocturnas en una posada española”, “Las delicias de la diligencia”, títulos elegidos por Isabella para algunos capítulos de su obra, o nos topamos con descripciones como esta: “Desde que llegamos estuvimos pidiendo consejo a personas más expertas que nosotros sobre la forma de realizar el viaje a Granada y tras varios interrogatorios llegamos a la conclusión de que no había mas que dos modos factibles: escoger entre la alternativa de la diligencia o cabalgar a lomos de mulos”, y casi de inmediato nos hace recordar a los viajeros por Oriente esperando poder sumarse a una caravana para alejar el peligro de los asaltos beduinos:
“Estas caravanas son conducidas por dos famosos guías, Lanza y Zamora cuyo entendimiento con los grupos de ladrones que frecuentan las carreteras es perfecto y francamente notorio, ya que se sabe que en muchas ocasiones han dicho a algún viajero: ¿Ha visto usted a ese hombre?, señalando a algún personaje de aspecto sospechoso con el que se hubieran cruzado en el camino. Se trata de un ladrón acechando y si usted no hubiese venido conmigo, hubiera caído en manos de la banda. (…) Al estar claramente establecida su inmunidad a las desgracias que sufren todos los otros viajeros, es razonable concluir que los citados Lanza y Zamora pagan, aparte de los beneficios que reciben de este tráfico, una especie de chantaje a sus aliados, los caballeros de la carretera.”
A su regreso de España en 1842, Isabella volcó sus impresiones en la obra “The Rhone, the Darro and the Guadalquivir”, y aún con ganas de aventura siguió vagabundeando durante los siguientes años. Entre 1845 y 1846 desplegó nuevamente las alas para sobrevolar los paisajes de Oriente Medio, con todas las dificultades que entrañaba semejante travesía a mediados del siglo XIX. Al parecer, la fama de las ciudades de Tierra Santa, los secretos del Antiguo Egipto, el desierto salpicado de leyendas orientales y las ruinas de la antigüedad, capturaron su imaginación en una época en que Occidente miraba ya el mundo islámico con ojos nuevos. Sin intención de quitar mérito a esta viajera, lo cierto es que la inauguración del servicio de barco de vapor entre Londres y Alejandría a mediados del siglo XIX facilitó las cosas y lo que antes había sido una discreta presencia de viajeras europeas en Oriente Medio, se convertiría en adelante en una casi imparable corriente.
Los peligros e incomodidades de un viaje por este nuevo y vasto mundo desprovisto de calzadas, de vehículos, de mapas impresos y que no ofrecía las mínimas condiciones de salubridad ni de infraestructuras, no achantaron a Isabella, que a falta de hoteles, halló alojamiento en viviendas locales y en posadas donde la suciedad estaba a la orden del día y alimentarse constituía ya de por sí, toda una aventura. Una viajera inglesa advertía a sus lectores en un manual sobre Egipto, en 1850:
“El número de moscas era tan increíble que resultaba imposible de describir. La mesa, las paredes, el techo y el suelo estaban literalmente cubiertos por ellas. Me encontraba tremendamente cansada y agotada por el viaje y me dejé caer inmediatamente en el rincón mas limpio del diván, pero no se me iba a permitir permanecer en paz. No había terminado de adoptar la postura más cómoda, cuando me encontraba cubierta de moscas desde la cabeza a los pies”.
Fuera como fuera, la experiencia debió merecer la pena y proporcionó a Isabella un nuevo retrato del mundo cuyas fronteras había ido ensanchando a lo largo de su vida. Los caminos polvorientos, las gentes, las ruinas enterradas en el desierto, y hasta el ritmo de la vida, capturaron su imaginación y le abrieron abrieron una renovada perspectiva de las cosas. A su regreso, plasmó sus aventuras en la obra “A Pilgrimage to the Temples and Tombs of Egypt, Nubia and Palestine”, que causó gran revuelo en Londres y alcanzó rápidamente varias ediciones. Tres años después, realizó otro gran periplo por diversos destinos, fruto del cual publicó la obra: “The Bird of Passage; or Flying Glimpses of Many Lands (1849).
Tres años después, en 1852, realizó su último viaje, ese del que no se regresa, y seguro que en su caso, como en sus restantes periplos, también mereció la pena. Pasajera del mundo y “objetora de conciencia” de los convencionalismos, sin duda la vida de damas como Isabella Frances Romer nos enseña ante todo que viajar y sentirse viva resultó siempre un ejercicio saludable para cualquier adulto, incluida la mujer victoriana.