El contrabando existe, dicen algunos especialistas, porque existen el estado y las fronteras. El Pirineo, frontera natural entre dos estados, ha sido cuna y refugio de contrabandistas, que han ido convirtiendo su actividad en un más o menos (según épocas y poderío económico) lucrativo modo de vida.
“Si la ley nos condena / el pueblo nos absuelve…”. Así reza el estribillo de una de tantas canciones clásicas, que tanto en castellano como en francés –y en catalán, y en euskera y en las fablas aragonesas– glosan la figura del contrabandista, ese ser de proporciones casi míticas, a caballo entre el héroe y el delincuente, dependiendo del lado desde el que se le mire. Existe contrabando, afirman algunos autores quizá de inspiración anarquista, porque existe estado, si no, el intercambio de bienes no dejaría de llamarse comercio. Pero cuando este comercio se produce sin el previo pago de aranceles y con el consiguiente coste económico para las arcas del estado en cuestión, es cuando pasa a llamarse contrabando. No hace falta que se comercie con mercancías prohibidas. Es más, lo lógico es que se sustente principalmente en bienes básicos de consumo, a los que una situación extraordinaria eleva a la categoría de objetos de lujo. En la mayoría de los casos se tratará de un mercadeo de supervivencia. Pero no deja de ser contrabando. En cuanto existe una frontera, casi de forma consustancial, existe el contrabando, el estraperlo, el descamino, existe el contrabandista o paquetero, capaz de burlarla de noche. Existen las señales clandestinas, los caminos secretos, los códigos particulares y una figura a caballo entre el “buscarse la vida” y esa idea romántica de resistencia ante el Estado.
Una frontera de límites imprecisos
El paisaje ordena los usos de la tierra, condiciona, influye sustancialmente y modela a los hombres que lo habitan. Y los Pirineos, la barrera montañosa natural que conecta o separa a la península ibérica del resto de Europa no es más que la expresión de esta realidad. Sin embargo, aunque intuitiva, la línea entre Francia y España no fue nunca fácil de delimitar debido a los diferentes intereses políticos y económicos. No será hasta el Tratado de los Pirineos, firmado en 1659 en la Isla de los Faisanes, cuando se considere la cadena montañosa como la división entre los dos reinos. Y aún así, la frontera física, sobre el terreno, quedaría sin precisar hasta 1856 con el Tratado de Baiona, momento en que se colocaron los primeros 272 mojones fronterizos y se decidieron los 602 que jalonan la visión entre los dos países. Momento en que, de algún modo, según afirma el antropólogo Jose Antonio Perales Díaz, se rompe de facto la unidad étnica y lingüística de los pueblos del Pirineo, convirtiendo en “contrabando lo que antes había sido puro comercio entre dos zonas afines, que tienen parecidas costumbres, y lenguas similares, pero que se ven separadas por una frontera arbitraria”
Halo romántico y actividad lucrativa
Las Guerras Carlistas fueron el punto de partida “moderno” de este nuevo comercio transfronterizo, que proveía de suministros a las zonas aisladas y pasaba a personas entre la zona carlista y la liberal, o de ambas hacia Francia. Se cuenta incluso que al pretendiente Carlos le cobraron 300 francos por ayudarle a cruzar la frontera. Pero sin embargo, pese al halo de romanticismo que puede rodear la idea de contrabando en el siglo XIX, no será hasta la última mitad del siglo XX, en concreto entre los años 40 y 70, cuando se produce la auténtica edad dorada del contrabando en las localidades fronterizas, especialmente de Aragón y el País Vasco, implicando en la actividad prácticamente al 90 por cien de la población de algunas comunidades.
La posguerra española, la Segunda Guerra Mundial, y el aislamiento internacional de España durante el régimen del general Franco, propiciaron que los valles pirenaicos vivieran tiempos de autarquía. La industria española no se había recuperado aún de la guerra y las fronteras estaban cerradas y blindadas. Había puestos internos de aduana y control de mercancías y personas.
En España incluso se requería -hasta el año 1955- de un pase interno para poder trasladarse de una localidad a otra. En este estado de cosas, y en un momento que los expertos han dado en llamar de “crisis de la vida rural” el contrabando se convirtió en una actividad casi imprescindible para garantizar un tráfico fluido de productos entre ambos lados de la frontera, y, por supuesto, en un entorno deprimido y con una población diezmada por la guerra, las represalias o el exilio, en un medio de vida que llegó a sustituir a la práctica de las actividades tradicionales. La revista Pregón llegó a decir en 1950 : “Tres lazos unen a los vascos de ambas vertientes del Pirineo: la sangre, la lluvia y el contrabando. Sólo el segundo es visible y sólo el tercero es sólido”.
¿Quién era contrabandista?
Contrabandista eres tú, podríamos decir, remedando a Bécquer. Contrabandista podía ser en aquellos momentos cualquier habitante del medio rural, conocedor del entorno y con la necesidad de asegurarse unos ingresos extras. Eran mayoritariamente hombres, jóvenes y adultos, pero también las mujeres y los niños jugaban un importante papel como mensajeros o vigilantes.
La demanda llegó a ser tal que la mayoría de ellos llegó a tener trabajo asegurado varias noches por semana. Sin embargo, se trataba casi siempre de una ocupación residual, o complementaria, salvo para un pequeño grupo de gente que se profesionalizaba, abandonaba el caserío, y acababa formando parte de una red mucho mayor.
En los remotos valles del Bidasoa, del Baztán, en las aragonesas localidades de Sallent o Canfranc, el contrabandista o paquetero es generalmente el habitante del caserío, el pastor, para el que el conocimiento del medio y la resistencia física son un valor añadido a la hora de afrontar una actividad que, en la mayoría de las ocasiones, pasaba de padres e hijos, y se ejercía, si bien con conocimiento de su clandestinidad, sin un juicio moral negativo. Eran los tiempos en que se exaltaba la astucia del contrabandista para burlar la ley. Las sobremesas del Pirineo aún reviven algunas de las anécdotas, que, mitificadas, alcanzan casi la categoría de parábolas. La del uso de los zuecos de madera en cuya suela se tallaba un pie al revés o una herradura, o una pezuña de vaca para confundir a los perseguidores, la del niño que cruzaba a diario la frontera en bici con un paquete vacío para desconcierto de la Guardia Civil que no sospechaba que su mercancía eran las bicicletas; o la estrategia de pasar cien zapatos sólo del pie derecho por Navarra y los cien izquierdos por Portbou, para en caso de que el género fuese confiscado, recuperarlo a un precio bajísimo en las subastas…
Beneficios para los valles
“Por pasar paquetes, antes de los años sesenta, en una noche podías ganar hasta 500 pesetas. O sea más de lo que ganabas en una semana como pastor” – asegura un vecino de Orbaiceta. “Yo ganaba 50 pesetas al día haciendo pistas en el monte a mano con pico y pala desde que amanecía hasta que se hacía de noche. Con los paquetes, podías ganar entre 250 y 300 pesetas, dependiendo del trayecto”, afirma otro paisano de Beartzun. Durante las décadas más duras, tras la guerra civil española, el contrabando permitió la entrada de dinero en las zonas rurales, saneó algunas economías y permitió pequeñas inversiones o mejoras de casas y haciendas a los más previsores.
Y, por supuesto, contribuyó también a frenar la fuerte emigración derivada de la mecanización del campo.
Dentro de las actividades relacionadas con el contrabando, existía toda una especialización. Además del mugalari, que “pasaba” personas, el “ramalero” traficaba con ganado, y “el paquetero” con mercancías. En la gran mayoría de los casos, esa mercancía no era suya, pertenecía a comerciantes y fabricantes que contrataban sus servicios para la “distribución”.
Se dice que muchas de las grandes fortunas de familias vascas, navarras y catalanas se obtuvieron utilizando estos “canales de distribución”. Ellos eran industriales, empresarios o comerciantes respetados, pero el transportista era el “contrabandista”. De hecho, la leyenda negra asegura que, sin el contrabando se hubiera parado la fábrica de Seat en Pamplona, y que incluso la linotipia de El Pensamiento Navarro llegó desde Francia por Elizondo, desmontada y cargada sobre las espaldas de los contrabandistas…
Amparados en la noche
La gran mayoría de las actividades de estraperlo tenían lugar durante la noche, en lo que se conocía como “gauko lana”, trabajo de noche, en las localidades vascas. De día cada quien podía continuar labrando su terreno o dedicado a su actividad principal, pero la noche escondía, camuflaba y parecía transformar a los apacibles hombres del valle. El transporte de las mercancías se efectuaba a pie o caballo por la montaña, y los productos con los que se traficaba eran variopintos. Cualquier objeto que tuviese una significativa diferencia de precio, o simplemente estuviera prohibido a uno de los lados de la frontera podía ser objeto de contrabando. De este modo, desde productos alimenticios y de primera necesidad como el pan, el azúcar, el pescado, el café, a ganado, suministros y maquinaria industrial, tabaco, bebidas, ropa, televisiones, dinero, oro… incluso se dice que por el Valle de Tena pasó una cosechadora desmontada en piezas. En los peores momentos de la guerra, los caminos del contrabando llegaron a garantizar incluso el paso clandestino de seres humanos. Era el caso de los mugalaris, los passeurs o los guías que se dedicaban a pasar personas de uno al otro lado de la frontera. Estos contrabandistas formaron parte de grandes redes organizadas que ayudaron tanto a los republicanos españoles a huir hacia Francia en los últimos coletazos de la Guerra Civil, como a introducir clandestinamente en España, durante la Segunda Guerra Mundial, a los judíos que escapaban del terror nazi o a los pilotos británicos caídos tras las líneas enemigas, a los que conducían hasta sus embajadas. Eran ya palabras mayores, pues si bien el contrabando estaba penado con importantes multas e incluso la cárcel, el tráfico de seres humanos se pagaba con la muerte. No fueron pocos los caídos en el empeño, tratando de burlar la vigilancia de la Guardia Civil Española, La Garde francesa y los controles austríacos y alemanes expresamente diseñados para detectar cualquier movimiento ilicito en la Montaña, pero, afortunadamente, fueron muchas, muchísimas más, las vidas que se salvaron al amparo de la noche por las sendas copiadas a las cabras.
Desde la distancia
Desde la perspectiva del tiempo, observamos que la idea romántica del contrabandismo, esa vida al filo, ese enriquecimiento fácil, ese trasiego constante en la libertad que proporcionan el bosque y la noche, está plagada de efectos secundarios. Los más visibles hoy en día son las secuelas físicas. La mayoría de los paqueteros más activos acusan, con problemas en las rodillas o las caderas, aquellas largas correrías con 25 kilos a las espalda, sujetos a la frente con el copetako. Pero no es solo el indivíduo, sino el entorno social. El dinero fácil provoca un paulatino abandono de los oficios o actividades tradicionales, y el miedo a la denuncia conlleva la atomización de las relaciones sociales, que se restringen y se tornan más oscuras. Según la tradición local, el buen contrabandista “no puede tener más de tres amigos”. Esa reserva, esa desconfianza constante, esa duda con respecto al de al lado caracteriza, como afirma Jose Antonio Perales Diáz, aún hoy, a los pueblos de frontera frente a los pueblos del interior.
Pero nos queda la nostalgia, que pone un tinte amable sobre el pasado. Las historias épicas sobre el contrabando y las fronteras forman parte ya de la memoria colectiva de las comunidades pirenaicas donde se han practicado.
Quizá por eso, la tradición cultural haya tejido toda una mitología en torno al contrabando y los contrabandistas a la que han contribuido novelistas y escritores como Pío Baroja, Pierre Loti , Felix Urabayen, Legasse, o Iribarren. En la actualidad, dentro de los atractivos que ofrece el mundo rural, se busca recuperar tanto la figura maldita como su contexto. Por eso, algunos pueblos fronterizos, como Sara (Lapurdi), celebran en agosto la carrera de los contrabandistas – paquete a las espaldas, sujeto por una tira en la frente – en un ejercicio de nostalgia colectiva hacia una sociedad tradicional en proceso de extinción. Un paso más allá, algunos municipios, como Canfranc o Sallent de Gallego, se han esforzado por recuperar las travesías – en ocasiones de varios días -que recorren los mismos caminos, collados y picos por los que que andaban los paqueteros. Es ahora nuestra mirada, enfrentada a la noche y al camino, la que debe viajar en el tiempo para tratar de entender una sociedad, una actividad, una figura ya extinta, que conforma, en gran medida, una parte muy importante de la identidad y la personalidad de los valles pirenaicos.