El cuidadoso trabajo de Juan Víctor Abargues de Sostén en Abisinia es apenas conocido. ¿Desinterés? ¿Crisis económica? ¿Inestabilidad política?¿Idiosincrasia ibérica? Los motivos que llevaron a ignorarlo son aún desconocidos, pero la oportunidad que desperdició España para establecer un punto estratégico en el mar Rojo es evidente.
Durante las dos últimas décadas del siglo XIX el mundo comenzaba a abrirse a nuevos proyectos que invitaban a ampliar las perspectivas comerciales más que las territoriales. Un nuevo colonialismo con nuevos protagonistas en escena que dejaban en evidencia a una España que ya no era lo que había sido. Agotada por las guerras de independencia americanas, donde había centrado su atención en el último siglo y cuyos territorios habían merecido su atención, había dejado de lado las oportunidades que África le había podido ofrecer, oportunidades que se remontaban a los siglos XV y XVI, cuando los audaces navegantes españoles tocaron las costas africanas, pero sólo de camino a las Indias, su principal destino. Fueron los portugueses los que sí establecieron sus enclaves en tierras africanas, junto a franceses e ingleses, y, luego del reparto colonial del siglo XIX, a alemanes, belgas e italianos.
El olvido de África
En aquel entonces, la cuestión africana de España se reducía a las Islas Canarias y a la recuperación de los territorios situados frente a éstas en tierra firme, como Santa Cruz de Mar Pequeña, supuesto poblado pesquero situado al sur de Marruecos, fundado en tiempos de los Reyes Católicos y que fue motivo de las primeras expediciones organizadas por la Asociación Española para la Exploración del África, de la que luego hablaremos, bajo la tutela de la Sociedad Geográfica de Madrid. El resto del continente no despertaba demasiado interés, y respecto al África más oriental, a pesar de que las relaciones mercantiles con Turquía se habían reanudado en 1782, facilitando la comunicación con Arabia y la India, los asuntos americanos, los pronunciamientos militares, las crisis económicas y las guerras carlistas hacían que España no estuviera por la labor de ampliar sus horizontes, y menos hacia el mar Rojo.
Sin embargo, a pesar de que la política exterior española había dejado de ser exponente del gran poderío de los Austrias, y había pasado a convertirse en simple guardiana de sus fronteras, todavía extensas aunque permanentemente amenazadas, había quien pensaba que aún quedaba mucho por hacer. Conservábamos las posesiones del sudeste asiático y Oceanía, y la inauguración del Canal de Suez en 1868 nos ponía en bandeja la posibilidad de entrar en la nueva era del comercio con Asia y de las relaciones internacionales. De repente, África se ponía a disposición de las potencias exploradoras, que sólo habían llegado poco más allá de sus costas y que debilitarían los reinos del interior del continente en provecho de sus propios intereses colonialistas.
En ese contexto aparece Juan Víctor Abargues de Sostén con una propuesta para explorar Abisinia y establecer un enclave español que facilitase la comunicación con Manila y que de paso trajera ventajas comerciales para España en el mar Rojo. La Sociedad Geográfica de Madrid, la clave Uno de los hitos más importantes de la época fue el nacimiento de las Sociedades Geográficas, con sus eruditos, viajeros y aficionados interesados por esos nuevos mundos y culturas que se estaban descubriendo y, además, cartografiando. Primero la de París en 1821, después la de Berlín en 1928, Londres en 1830 y por fin la de Madrid, en 1876, que se uniría a las más de treinta que ya existían en el continente una vez alcanzada la estabilidad política con Cánovas del Castillo.
La española se convirtió pronto en una sociedad geográfica más teórica que práctica, con un número importante de estudios en su haber, pero también una buena cantidad de proyectos que rara vez se terminaban realizando. Curiosamente, en paralelo a la creación de esta institución, y sólo un año después, algunos de sus socios fundaron la Asociación Española para la Exploración de África, con un espíritu más activo y práctico, que de hecho impulsó auténticos viajes de exploración, centrados, eso sí, en objetivos comerciales. El primero de estos proyectos fue el que se dirigió hacia la costa occidental del continente africano, y el segundo, de gran envergadura, el de exploración a Abisinia, que ya había sido sugerido por el ingeniero y arabista Eduardo Saavedra, uno de los fundadores de la Sociedad, tras la apertura del Canal de Suez, pero que diseñó y ejecutó el personaje que nos ocupa.
Poco se sabe de la vida de Juan Víctor Abargues de Sostén previa a la expedición que propuso y le fue finalmente encomendada. Al parecer nació en Valencia en 1845, aunque se discute si realmente lo hizo en algún país africano, de padres españoles y un año después. Estudió arquitectura y se trasladó a África Central, donde vivió durante varios años, para pasar, este dato sí está confirmado, a Egipto, desde donde envió la detallada y documentada propuesta de su expedición al ministro de estado en 1876, que no la tuvo en cuenta.
La tenacidad de ABARGUES de Sostén
Dispuesto a sacar adelante su proyecto de reunir conocimientos geográficos, científicos y sociales sobre un territorio apenas explorado por los europeos, rodeado de misterio, y situado estratégicamente, viajó a España y consiguió interesar a la Asociación Española para la Exploración de África, que por fin la patrocinó con el beneplácito de la Sociedad Geográfica y el apoyo económico del Marqués de Urquijo. Mientras todo esto sucedía, Abargues de Sostén fue nombrado Académico de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en marzo de 1877, y ese mismo año, corresponsal en Egipto del Museo Arqueológico Nacional. Su objetivo allí era conseguir algunas antigüedades que aumentaras las colecciones de la institución y aportar contenidos de interés para la ciencia española gracias a sus estudios arqueológicos. De lo que vino después dejó constancia él mismo en las dos conferencias que ofreció a los socios de la Sociedad Geográfica en febrero y abril de 1883, cuyos textos fueron publicados ese mismo año por la Asociación Española para la Exploración de África y la imprenta Fortanet, en Madrid. También por las cartas de recomendación entre el Cónsul General de España en Egipto, Carlos Ranees y Villanueva, y los sucesivos ministros de Asuntos Exteriores del Jedive de Egipto, que sirven para hacerse una idea, aunque de manera fragmentada, del itinerario del valenciano e incluso de algunas chapuzas propias de la burocracia. De estas cartas ha quedado constancia y un breve análisis en el boletín número 11 de la Sociedad Geográfica Española.
A pesar de la rimbombancia propia de los narradores de la época, el informe de Abargues de Sostén sobre su expedición es un documento fácil de leer y con un claro afán objetivo y moderno, con uno que otro prejuicio inicial, que sorprende cuando se lee más de un siglo después. En ella no faltan datos sobre la cultura, gente, paisaje, fauna, flora y, cómo no, geografía de la actual Etiopía, sin olvidar, por supuesto, información sobre productos naturales del país, que deberían complacer los intereses económicos que podría tener España.
Destino Abisinia
Pero vayamos por partes. Abargues de Sostén tenía puestos los ojos en Abisina por varias razones: su cercanía al mar Rojo, la ausencia de europeos en el territorio y su carácter curiosamente cristiano en medio de un entorno musulmán y animista, gobernado por un rey de reyes o negus negesti. Era imprescindible explorar la zona, hacer contactos con sus gobernantes, y establecer un puerto de aprovisionamiento naviero en la ruta hacia Filipinas y las Marianas, o, por qué no, un protectorado.
Abisinia, situada entre el mar Rojo, el valle del Nilo, la zona de los Grandes Lagos y el océano Índico, era atractiva también por la leyenda que rodea el origen de su reino: la unión de la reina de Saba y el rey Salomón, cuyo hijo, el rey Menelik fue el primero de la dinastía en el siglo X a.C., de la que dicen descender los reyes de la ciudad de Axum. El rey Ezana, uno de ellos, fue el responsable de la cristianización del país, a partir del siglo IV d.C., que se mantuvo a pesar de la islamización de toda la zona. Dos monjes sirios fueron evangelizadores en la zona, y los conocidos como “Los Nueve Santos” vincularon la fe, ya en el siglo V, al cristianismo egipcio. Sin embargo, Etiopía quedó aislada con sus creencias y su gobierno de Bizancio y de Alejandría durante las conquistas persas y más tarde musulmanas, y, mientras el tiempo pasaba, resurgió en el siglo XIII una dinastía en Axum que se consideró restauradora de la salomónica. A partir de ese momento, el reino, bajo el negus negesti o rey de reyes, creció y se mantuvo estable, noticia que llegó hasta Europa y lo identificó con el mítico Preste Juan, legendario gobernante aislado y cristiano, al que se supone dispuesto a defender a Europa contra el enemigo musulmán.
Los portugueses, de hecho, viajaron hasta Etiopía en 1541 para apoyar al rey en su lucha contra los musulmanes en una expedición comandada por Cristóbal de Gama, hijo de Vasco de Gama, que junto a unos cuantos de sus soldados decidieron quedarse definitivamente en el país y no volver nunca a Portugal. Sus descendientes se cruzaron con el jesuita español Pedro Páez en el siglo XVII, a cuya aventura evangelizadora, difícil llamarla de otro modo, le dedicamos un artículo en nuestro boletín número 9.
En el momento de la expedición de Abargues, en Etiopía acababa de ser proclamado el rey Juan IV, que se encontraba en pleno apogeo y de quien el valenciano se ganó su simpatía y todos los permisos para recorrer el país tranquilamente. De esta buena relación habla en las conferencias ante la Sociedad Geográfica, donde narra con lujo de detalles incluso el momento en el que el propio rey desconfía de su persona al pensar que es un espía egipcio.
La expedición Abargues
La expedición comienza en 1880 con su llegada a Suez, y con las primeras observaciones sobre el comercio de caravanas y los barcos que navegan por el mar Rojo a su paso por el puerto de Massaua. Siempre que lo considera preciso a lo largo de las dos sesiones que ocupa su discurso ante la Sociedad Geográfica, Abargues apunta, directa o indirectamente, a los beneficios que traería a España establecer una base diplomática o comercial. Y no sólo durante las dos sesiones en Madrid. Durante los años sucesivos intentó sin éxito que todas las conclusiones derivadas de su expedición sirvieran para tal propósito.
Desde Massaua comienza el viaje hacia el interior. A los dieciocho días llega a Adua, capital de la provincia de Tigré, donde tendrá que esperar el permiso del rey Juan para continuar. Entre tanto, se dirige a las montañas del Semién, o Simén, y aprovecha para hacer una serie de observaciones geológicas y topográficas, incluso se aventura a subir a alguna cima que los lugareños consideran habitada por espíritus:
“Puedo aseguraros, señores, que para dar siquiera idea aproximada de ellas, y del aspecto singularísimo que ofrecen, no sólo no bastan descripciones, por bien hechas que sean, sino que el pincel, el lápiz y la fotografía serían impotentes para desarrollar a vuestros ojos la innumerable serie de accidentados panoramas que, conforme se va trepando, allí sorprende y asombra”.
Con el permiso del rey, avanza hacia Zebul, al sureste, y allí es recibido por él con gran pompa, según describe con detalle y no sin cierta extrañeza, debida probablemente al temor hacia lo nuevo y lo distinto. No fue la única entrevista con el rey durante la estancia en aquella ciudad, antes de continuar hacia el sur, atravesar la región de las tribus de los Raya-Gallas y alcanzar los lagos Haic y Ardibbo, en cuyas orillas se detendrá para dejar minuciosas descripciones de fauna, flores y su cartografía.
Hacia el este, en el río Hauasch, planea la manera de acercarse al lago Awasa, cercano al mar Rojo, pero es cercado por los Gallas Dauaris, una de las tribus más peligrosas de la zona, y, en la huída, de noche y a través del río lleno de cocodrilos, pierde dos hombres de ocho, dos mulas cargadas y se ve obligado a retroceder en su camino. De nuevo hacia el lago Ardibbo, se dirige hacia el noroeste hasta el lago Tana y las cataratas del Nilo Azul. Allí recibe la noticia de que el rey sospecha de él y le acusa de espiar para Egipto, el gran enemigo de Abisinia.
De camino hacia Adua para entrevistarse con Juan IV, pasa por Gondar, la antigua capital de Etiopía, donde se detiene a conocer y fotografiar los edificios portugueses del siglo XV, y encuentra en los alrededores, y destinada al olvido, la tumba de Cristóbal de Gama. El rey lo recibe por fin en Adua, le cree la explicación que le ofrece, y además muestra su afecto vistiéndole de guerrero, como sólo solía hacer con los grandes personajes. A pesar de los nuevos permisos del rey, orgulloso por el reconocimiento, pero sin dinero y con material suficiente para presentar a los patrocinadores de su viaje, Juan Víctor Abargues de Sostén emprende el viaje de regreso a España pasando por Roma para presentar sus respetos al Papa León XIII.
Un regreso decepcionante
La vuelta a casa, después de más de dos años de recorrido por el cuerno de , fue una decepción. Abargues traía consigo infinidad de información científica sobre Abisinia, pero además había recopilado también importante información para los intereses económicos de España. Sin embargo, bien sea por el contexto económico, bien por la idiosincrasia y dejadez ibérica, el esfuerzo de este primer paso exploratorio no se vio recompensado con la apertura de un enclave en la zona. Lo intentó más adelante en otro momento más propicio, apoyándose en personajes de mayor prestigio o recurriendo a empresas privadas, pero la indiferencia hacia su trabajo era una constante. Un grave error del Estado en el que muchos historiadores y autores interesados en el tema han hecho hincapié. España valoró el trabajo científico de Abargues, pero, además de no hacerle seguimiento ni darle continuidad a sus interesantes estudios, desperdició la oportunidad de abrirse a Arabia y a Asia, de acercar sus colonias más lejanas y ganar mercados desde un puesto estratégico en el mar Rojo. Se quedó como espectadora de un mundo que progresaba a ritmo de la revolución industrial.
A don Juan Víctor Abargues de Sostén nunca le falló el entusiasmo para proponer su proyecto, pero la inestabilidad política hizo que diera bandazos en sus siguientes trabajos y que se le perdiera la pista con el paso de los años. Dicen que falleció, arruinado económicamente, en un asilo de Madrid en 1920.
Pilar Mejía