El esfuerzo realizado por el gobierno español con objeto de mantener sus posesiones en Marruecos supuso importantes pérdidas: en clave económica, en desgaste político y en vidas humanas. Episodios clave de nuestra historia como la Semana Trágica de Barcelona, la dictadura de Primo de Rivera o el golpe militar que desencadenaría la Guerra Civil Española no se entenderían sin el telón de fondo de un conflicto que enzarzó durante 15 años a España con los últimos flecos de lo que una vez fue un imperio.

A comienzos del siglo XX, las relaciones entre Marruecos y España estaban mediatizadas por el acuerdo de Wad Ras, firmado por ambos países en la primavera de 1860. Dicho acuerdo ponía fin a la Primera Guerra de Marruecos, librada entre 1859 y 1860, y otorgaba a España cierta preponderancia sobre el entonces sultanato, al que culpaba enteramente del conflicto bélico, concediéndole autoridad sobre ciertas plazas. El origen del conflicto había sido las frecuentes incursiones y emboscadas que las ciudades de Ceuta y Melilla sufrían desde 1840 por parte de grupos procedentes de la región del Rif, que el sultán no sabía o no podía atajar. El levantamiento de la muralla en Ceuta para protegerse de estos ataques fue considerado por Marruecos como una provocación, y cuando, en 1859, el destacamento español que custodiaba las reparaciones fue atacado, España exigió responsabilidades al gobierno marroquí. Ante la inacción de este, el entonces presidente del gobierno español, O´Donnell, ordenó la invasión del sultanato.

Pese a que, con el tiempo, los historiadores se referirían al tratado de Wad Ras como “Paz Chica para una guerra grande”, e independientemente de los verdaderos motivos para una declaración de guerra, la campaña de Marruecos, exitosa tras tan solo cuatro meses de duración, arrojó importantes beneficios en la imagen exterior del gobierno español, y provocó una oleada de patriotismo como hacía mucho tiempo que no se veía en España. Todos los grupos políticos apoyaron la intervención, ampliamente coreada por la opinión pública, a su vez espoleada por la prensa. Poco importaría que España se hubiera comprometido con el Reino Unido a no ocupar Tánger para no hacer peligrar su posición en el Estrecho, ni que el tratado comercial refrendado por España y Marruecos terminase por beneficiar más a franceses e ingleses, la guerra de Marruecos supuso un importante espaldarazo para el gobierno, que este se encargó de subrayar con una campaña de memoria, plasmando los nombres de las batallas ganadas en plazas y calles por todo el territorio nacional. El prestigio internacional adquirido, y la oleada de fervor patriótico que recorrió todo el país, debió razonar el gobierno español, bien merecía el inocuo saldo de las 4.000 vidas humanas, solo en las filas españolas, caídas en el conflicto. Cuarenta años después Quizá esta perspectiva fuese la que tuviera en mente el gobierno español cuando, casi cuarenta años después, la historia volvió a poner de nuevo frente a frente a España y Marruecos en el escenario del Rif. España necesitaba, en esta ocasión más que nunca, de esa proyección frente al resto del mundo y de ese patriotismo que hacía aguas, tocado tras el desastre del 98. El contexto histórico ya no era el mismo. A principios del siglo XX, España acababa de perder todas sus colonias de ultramar y, unidas a las pérdidas económicas y humanas, una sensación de abatimiento y desánimo planeaba sobre la población española. La nostalgia del Imperio que España había sido o hubiera podido ser empañaba tertulias, literatura y cada uno de los actos de una sociedad que había perdido por completo la confianza en sí misma como nación, como proyecto de país poderoso, al que el resto de las potencias internacionales parecían relegar a un segundo plano.

La Conferencia de Algeciras, en el año 1906, vino a darle una nueva oportunidad a España. Su celebración la colocaba en el escenario internacional, y en sus acuerdos, para evitar monopolios que hicieran escribir el frágil equilibrio europeo previo a la que sería la Primera Guerra Mundial, España y Francia se repartían Marruecos: el norte para los españoles y el sur para los franceses. Pero, como entonces, las montañas del Rif continuaban siendo la morada de tribus nómadas acostumbradas a los enfrentamientos y el pillaje. Pese a estar considerada como “zona de influencia española”, la región, de lengua y cultura bereber, pertenecía a la parte de Marruecos conocida como Bled es-Siba o País del Desgobierno, donde la autoridad política del sultán no había sido nunca efectiva. Los rifeños no se consideraban en absoluto parte del compromiso que el poder central hubiese adquirido con potencias extranjeras. Solo Abu Hamara, representante de las cabilas del Rif, adquirió su propio compromiso con España tras descubrirse importantes riquezas mineras en su territorio, y, concedió en 1907 la explotación de dos minas de plomo y hierro a dos compañías mineras propiedad de personajes preponderantes en la sociedad española de la época. La concesión también incluía el permiso para construir un tren minero que uniera los yacimientos con el puerto de Melilla.

Lo que los rifeños no perdonaban al sultán marroquí, tampoco estaban dispuestos a perdonárselo a uno de los suyos. Las concesiones de Abu Humara fueron interpretadas como una traición y le apearon del poder. El trabajo en las minas y la construcción del tren minero quedaron entonces paralizados, por lo que las dos compañías concesionarias presionaron al gobierno español de Antonio Maura para que desplegara las tropas de la guarnición de Melilla y se garantizara la marcha de sus trabajos. Ante la inacción del sultán, y frente a la presión de la Compañía de solicitar la protección de las tropas francesas estacionadas en la vecina Argelia, lo que hubiera puesto en entredicho la “zona de influencia” española en el norte de Marruecos, el gobierno español cedió. En junio de 1909 se reanudaron los trabajos, sin contar ni con el respaldo del sultán marroquí, ni -algo mucho más arriesgado- con el de las cabilas rifeñas, que amenazaron con responder a semejante provocación.

Crónica de una guerra anunciada

Y lo hicieron. En julio de 1909, un capataz y trece trabajadores españoles fueron tiroteados cuando iniciaban la jornada laboral en la construcción del puente en el barranco de Sidi Musa, a tan solo 4 kilómetros de Melilla. Cuatro de ellos murieron, pero el resto logró alcanzar la ciudad española y dar cuenta de lo que había ocurrido. Este ataque desencadenaría el comienzo de la que se conocería como Guerra de Melilla, aunque en un primer momento fue planteada ante la opinión pública como una operación de policía en defensa de los intereses españoles.

Sin embargo, cuando apenas una semana después de los ataques, y tras la intervención española que parecía haberse saldado con 19 rifeños detenidos y cuatro españoles muertos, el gobierno decretó la movilización de tres Brigadas Mixtas, la de Madrid, la de Campo de Gibraltar, y la de Cataluña, ya era evidente que España no se enfrentaba a una simple escaramuza. La orden de movilización, que incluía la llamada a los reservistas, muchos de ellos padres de familia con esposa e hijos, provocó incidentes en los embarques de las tropas, en el puerto de Barcelona y la estación de Mediodía de Madrid, y desató una oleada de protestas en muchos lugares. La huelga general del 26 de julio, y los sucesos especialmente graves en Barcelona y en otros lugares de Cataluña, pasarían a la historia con el sobrenombre de Semana Trágica.

Una guerra ajena y lejana

Y es que la sociedad española ya había empezado a tener noticias de lo que ocurría en aquella guerra ajena y lejana. En un primer momento, continuaron los ataques contra las tropas españolas llamadas a proteger aquellos escasos 7 km de vía minera, mientras, desde el mar, el ejército español procedía al bombardeo de los aduares (aldeas de pescadores) con objeto de destruir las embarcaciones que traían armas desde el Rif occidental y disuadir a sus habitantes de que se sumaran a las harcas o expediciones militares. Sin embargo, pese a la precariedad armamentística y estratégica de los rifeños, el conflicto pronto comenzó a cobrarse más vidas de las que una acción policíaca de castigo podía permitirse. El día 23 de julio hubo trescientas bajas españolas, entre muertos y heridos, como consecuencia de una decisión errónea. Cuatro días después, una columna formada por compañías recién desembarcadas, se extravió, internándose en un barranco donde el ataque de las cabilas desde las dos laderas causó más de 750 bajas. La derrota del Barranco del Lobo inspiró romances y letrillas, subrayó la impresión española de inferioridad internacional y creció como una leyenda en el corazón de los asustados soldados que, sin poder evitarlo, eran reclutados forzosamente para combatir en el Rif.

Mientras las cifras de caídos volaban a España magnificando al enemigo y provocando desórdenes populares, el gobierno optó por un cambio de estrategia para el que necesitaba de la supremacía del número. Para poder hacer frente a la amenaza del levantamiento rifeño, el ejército de operaciones llegó a contar con un contingente de 42.000 hombres frente a un enemigo que no contaría con más de 1500 efectivos.

En noviembre, las tropas españolas habían alcanzado la mayoría de los objetivos territoriales propuestos en agosto. Al día siguiente, una comisión de algunas cabilas solicitó la protección de España. Era una rendición. El gobierno comenzó la retirada de tropas, pero había aprendido la lección. Más de 20.000 efectivos se quedaron en Marruecos para garantizar la paz y las posiciones recién ganadas. Eran más del triple de los que había en la Brigada de Melilla al comienzo de la guerra.

1911, la historia se repite

La guerra había terminado, sí, pero solo de manera temporal. Quizá fuese ingenuo pensar que los levantamientos que se habían originado con objeto de combatir la presencia española en el Rif – cuando se trataba de intereses comerciales y de una pequeña guarnición militar- iban a acabar en el momento en que España contaba con 20.000 efectivos en la zona, y cuando su presencia había sido reconocida internacionalmente en la figura del Protectorado que compartía con Francia. De nuevo el Rif, levantisco e insurgente, se alzó en pie de guerra. De nuevo, a partir de 1912, las tropas españolas empezaron a encontrar importantes núcleos de resistencia en aquel territorio arisco de montañas afiladas y hombres orgullosos.

El territorio fue precisamente el mayor problema. España intentó, en vano, vertebrarlo mediante la construcción de pequeños fuertes o blocaos, erigidos en lugares elevados y distantes unos 30 km entre sí, pero su punto débil, el abastecimiento de agua, propiciaba las emboscadas. Fue así como un ejército descentralizado, escaso y mal armado consiguió poner en jaque a un ejército convencional y mucho más numeroso. Los rifeños tenían a su favor el hecho de combatir en su propia casa, el conocimiento del terreno y, aún más valioso, una poderosa motivación. Su organización será considerada una de las fuentes de la teoría de la guerra de guerrillas, y revisada y recuperada en distintos conflictos a lo largo del siglo XX. El contrincante es, sin embargo, un ejército desmotivado, desorganizado y corrupto, formado por soldados de reemplazo deseosos de volver a sus casas. En 1920, la constatación de esta realidad provoca dos importantes y trascendentes decisiones: el nombramiento del general de División Manuel Fernández Silvestre al mando de la Comandancia General de Melilla, y la creación de un cuerpo militar más organizado y combativo: la Legión Española. Creada a imagen y semejanza de la Legión Extranjera Francesa, por José Millán Astray y Francisco Franco, el Tercio de Extranjeros, como se denominó en su origen, nació como un cuerpo de soldados profesionales, con una moral y un espíritu de equipo capaces de dar respuesta a ese remedo de guerras coloniales, cuyos continuados fracasos, además del coste económico y en vidas humanas, empezaban a socavar la identidad y la integridad de todo un país.

Annual, DESASTRE PARA EL EJÉRCITO ESPAÑOL

Y es que, lejos de la campaña marroquí llevada a cabo ya cincuenta años atrás y resuelta en cuatro meses, el conflicto del Rif amenazaba con estancarse a perpetuidad.

Su resolución ya no levantaba ningún patriotismo, sino impotencia ante una opinión pública que se preguntaba por qué España no abandonaba sus pretensiones en aquella guerra sangrante y devolvía a las tropas a la península. Además la situación estaba a punto de empeorar. El recién nombrado general Fernández Silvestre decidió establecer su campamento en el aduar de Annual, pues desde allí controlaba la zona de influencia de la cabila de Beni Urriaguel, la tribu de procedencia de Abd El Karim, cabecilla de la misma y líder indiscutible de las revueltas y el movimiento antiespañol. Desde Annual, Silvestre comenzó a ocupar posiciones en el Monte Abarrán y el Igueriben, pero el 21 de julio Igueriben cae en poder del ejército rifeño, salvándose sólo once de los 350 soldados de la guarnición.

Los rifeños, crecidos, se dirigieron a Annual. A primeras horas de la mañana del 22 de julio se da la orden de retirada, pero esta se produce a la carrera y en completo desorden. Perseguidos por los combatientes rifeños, los 13.000 soldados de Annual son masacrados por 3.000 rifeños. El general Silvestre desaparece. Los escasos supervivientes se refugian en el cuartel de Monte Arruit, donde resisten dos semanas cercados por el enemigo. Cuando finalmente se entregan, los asediantes no respetan la rendición. La guarnición militar es masacrada. Solo se salvará un reducido grupo de jefes y oficiales por los que se pedirá un cuantioso rescate.

La batalla de Annual marca un antes y un después. El llamado Desastre de Annual para los españoles se convierte, para los rifeños, en la victoria de Annual, que da lugar al inicio de una independencia de facto bajo la forma de una república, una idea planteada por Abdel Karim, y celebrada con entusiasmo por los representantes de las cabilas. La república del Rif, formada por un congreso compuesto por representantes de 41 tribus del Rif y Gomara, defiende su independencia frente al Sultanato de Marruecos, su rechazo a la injerencia tanto española como francesa, y su autodeterminación. Pero mientras se esfuerza en ser escuchada ante la Sociedad de Naciones, continúa combatiendo a una agotada España, cuya opinión pública empieza a exigir responsabilidades. ¿Qué pasó en Annual? Empieza a extenderse la idea de que solo a los hijos de los pobres se les manda a morir a Marruecos, pues el sistema de cuotas permite a las familias más pudientes elegir destino a cambio de una dotación económica. Socialistas y republicanos comienzan a exigir la retirada de tropas, conscientes de que la proverbial pobreza de la región rifeña no justifica las vidas y las cantidades que la guerra se está cobrando. Presionado, el rey Alfonso XIII encarga la formación de una comisión militar para investigar los sucesos de Annual. Su resultado es el Expediente Picasso, un extenso informe redactado por el General de División Juan Picasso, que pese a las trabas impuestas por las compañías mineras interesadas y por altos cargos del gobierno y el ejército, pone en evidencia enormes irregularidades, corrupción, ineficacia y graves errores estratégicos por parte de los altos mandos del ejército español destinado en África.

Desafortunadamente, el expediente no llegó a depurar responsabilidades políticas ni criminales. Antes de que la comisión del Congreso encargada de su estudio fuera a emitir su dictamen el 1 de octubre de 1923, el 13 de septiembre el general Miguel Primo de Rivera dio un golpe de estado, con el beneplácito del rey Alfonso XIII, estableciendo una dictadura militar. Dámaso Berenguer, Alto Comisario del Protectorado de Marruecos, y responsable último del desastre de Annual, que había sido apartado de sus funciones durante la investigación, sería amnistiado y rehabilitado por el dictador para terminar convirtiéndose en Jefe de la Casa del rey. E incluso, posteriormente, en jefe del gobierno, pero esa será otra historia. Desembarco de Alhucemas, resolución del conflicto La recién implantada dictadura priorizó, en su hoja de ruta, el fin de la guerra en África, pero el conflicto, enquistado durante años, no tenía visos de terminar. Los ataques rifeños contra posiciones españolas habían continuado durante los años 23 y 24. En marzo de ese mismo año, tras la retirada de las tropas de Yebala y Xauen, Abd el-Krim sorprendió al ejército español con una ofensiva que provocó más bajas aún que Annual. Primo de Rivera logró ocultar a la opinión pública la magnitud del desastre gracias a la censura, pero gran parte del Protectorado había caído en manos de los rifeños. Sólo el error de los rebeldes de atacar las posiciones francesas en la primavera de 1925 permitiría al dictador salvar la situación. Y el tipo.

El ataque de Abd el-Krim a las zonas de Marruecos bajo protectorado francés fue suficiente para que Francia, por primera vez, se mostrara dispuesta a colaborar con España. Tras una serie de actuaciones conjuntas, entre las que se encuentran los primeros capítulos conocidos en la guerra moderna de empleo de armas químicas, con el uso de gas mostaza contra la población civil, surgió la idea de un ambicioso proyecto: el desembarco de Alhucemas, que finalmente tendría lugar en septiembre de 1925. La operación consistió en la llegada de un contingente de 13.000 soldados españoles transportados desde Ceuta y Melilla por la armada combinada hispano-francesa. El primer desembarco aeronaval de la historia supuso un completo éxito, pues sorprendió al enemigo por la retaguardia, partiendo en dos la zona controlada por los rebeldes. En abril de 1926, Abd el-Krim solicitó entablar negociaciones, y al año siguiente, Marruecos estaría completamente pacificado. En su obsesión por no caer en manos del ejército español, Abd el-Krim se entregó a los franceses, que lo deportaron a la isla Reunión. Años después, el general estadounidense Dwight Eisenhower, estudiaría a fondo la táctica empleada por los españoles en Alhucemas para trazar el plan del desembarco de Normandía. Pero esa no sería la única consecuencia histórica de tan exitosa estrategia. A las órdenes del mismísimo Primo de Rivera se encontraba, en una posición de honor, el entonces coronel Francisco Franco. Su acción en Alhucemas le valió el ascenso a general de Brigada. “Sin guerra en Marruecos, afirma el historiador Gabriel Cardona, Franco aún sería capitán”

Africanistas , ¿el germen de la guerra civil?

Los rápidos ascensos por méritos de guerra habían hecho de Franco el general más joven de España. De hecho, él fue el máximo exponente de una brecha abierta en el Ejército entre los promocionados por antigüedad y los promocionados por méritos, una desigualdad que Azaña trató de corregir en 1932, mediante una ley que suponía ignorar los meteóricos ascensos por méritos de guerra. Franco, Mola o Goded fueron solamente algunos de los agraviados por esta decisión, pero no fueron los únicos. La lista de los damnificados coincide escalofriantemente con la de los “golpistas” de 1936.

Aunque la situación política anterior al levantamiento del 18 de julio fuera inestable, según defienden algunos historiadores como Angel Viñas, no fue la gente la que salió a tomar las calles. “Había conflictividad social, pistolerismo, asesinatos, amenazas y violencia verbal en el Congreso, ingredientes todos que, sin duda, abocaron a una rápida situación guerracivilista, pero en último término ésta estalló sólo por la actuación específica de este grupo de militares, que pertenecían casi en su totalidad a los denominados ‘Africanistas’ y que en buena parte eran, además, de la misma generación”.

Su trayectoria era común: el continuado servicio en el Protectorado de Marruecos fue forjando unos ideales y una particular concepción de España aliñada por la decepción y pesimismo del desastre del 98. En su visión, se trataba de combatir la pérdida de estatus de España como potencia y, en consecuencia, de la decadencia de su ejército, agravada con el nacimiento de un movimiento antimilitarista. Cabe pensar que la experiencia en Marruecos forjó pues un grupo cerrado, acostumbrado a las adversidades. Un grupo enfrentado a sus compañeros, de menor rango, que gozaba de una vida mucho más cómoda en la península. Un grupo que pensaba que mandos militares y políticos como Azaña ninguneaban su esfuerzo y sufrimiento. Un grupo que había compartido anécdotas y experiencias al filo de la muerte, estrechando unos férreos lazos de camaradería. Un grupo que se forjó un ideal: recuperar la gloria perdida de España. Y que, cuando vio llegada la oportunidad, ¿por qué no? se lanzó a intentarlo.

Emma Lira