Islas. Laboratorios de evolución independientes. Las islas son mundos aparte. Separadas de las masas continentales, tomaron desde su autonomía una singladura biológica diferente. Mientras la evolución seguía su curso y la competencia entre especies esculpía nuevos animales y plantas, en las islas la ausencia de competidores permitió una evolución independiente, distinta en cada una de ellas. Esta condición es la que hace de las islas lugares de un inigualable interés científico. Pero también es la que las hace extremadamente frágiles si pierden su aislamiento.

FORMAS DE VIDA ÚNICAS

Después de cinco días de navegación en el infierno avistamos tierra. El mar del Scotia nos había castigado con vientos de más de 60 nudos, icebergs y el gélido viento del extremo sur. Queríamos grabar la fauna antártica y el mejor lugar del mundo para hacerlo era una pequeña isla protegida de los seres humanos por las inclemencias del clima y de un mar furioso y terrible. Georgia del Sur es de los pocos lugares en latitudes tan extremas que dispone de tierra libre de hielos durante los meses más cálidos, y la mayoría de las especies antárticas llega a sus costas para aparearse y criar allí. Y la razón por la que Georgia se ha convertido en este paraíso zoológico radica, precisamente, en su aislamiento. Viajar a Australia o Madagascar es llegar a un mundo diferente donde la evolución probó con prototipos distintos creando formas de vida que no se encuentran en ninguna otra parte del planeta. Los lémures de Madagascar nos permiten recrear cómo era la vida en el supercontinente Gondwana, del que se desgajó hace 165 millones de años, guardando celosamente criaturas que se extinguieron o evolucionaron en la masa continental. Australia, aún mayor, conserva los marsupiales y, aún más antiguos, los monotremas, mamíferos tan primarios que aún desarrollan los embriones en bolsas o, en el caso de estos últimos, ponen huevos. Tuvieron que pasar millones de años para que aparecieran los mamíferos que desarrollaban las crías en el interior de sus cuerpos, mamíferos que triunfaron en el resto del mundo. Pero Australia, aislada de los nuevos más competitivos, conservó equidnas, ornitorrincos, canguros, koalas y wombats para mostrarnos cómo fueron los primeros pasos de nuestra estirpe mamífera. Para cualquier amante de la naturaleza la sensación al llegar a estas islas es la misma que te produciría llegar a un exoplaneta que albergara vida. Las plantas y los animales no se atienen a los patrones habituales, sino que se han regido por las condiciones de sus mundos aislados. En Nueva Zelanda, tal y como el jefe maorí Tawaihura le asegurara con picardía a James Cook para exculpar a sus súbditos de comerse a los marineros ingleses, se pueden encontrar dragones. O dinosaurios, para ser más exactos. No son gigantes, ni peligrosos, pero los pequeños tuátaras, lagartos de poco más de 70 cm, son los descendientes de una época en la que los grandes saurios dominaban la Tierra. La falta de competidores más evolucionados obró el milagro.

DRAGONES Y HUMANOS

Más al norte, en las legendarias islas de la Sonda, el aislamiento creó los mayores lagartos del planeta, los dragones de Komodo que, aunque no escupen fuego, cuentan con una ferocidad temible, y con un veneno capaz de matar a un hombre en pocas horas. Cuando el ser humano llegó a Komodo en su imparable expansión, se encontró con un súper predador capaz de matar y devorar a los suyos. Los hombres ya conocían los varanos de Asia continental, pero aquí, libres de enemigos, habían llegado a un tamaño tal que, literalmente, se habían convertido en dragones. Por suerte los humanos no proliferaron en Komodo y, por lo mismo, no extinguieron esta singular especie. Los palafitos que se levantan hoy en esta tierra de dragones demuestran que la inteligencia superó el obstáculo y hoy dragones y personas conviven en una relativa paz.

Tampoco nosotros, los seres humanos, estamos libres de las normas evolutivas independientes propiciadas por el aislamiento. Muy cerca de Komodo, hacia el este, tanto que los dragones cruzaron a nado y viven también aquí, la isla de Flores generó sus propios endemismos. Elefantes enanos, ratas gigantes… y un humano al que los antropólogos han bautizado como Hombre de Flores (Homo floresiensis), de tamaño tan pequeño que popularmente se les da de forma cariñosa el apodo de Hobbits.

UN AISLAMIENTO FÉRREO Y CONTINUADO

Las mayores islas del planeta -Australia, Nueva Guinea, Borneo, Madagascar…- nos permiten viajar a mundos diferentes. Pero tampoco necesitan grandes dimensiones para convertirse en laboratorios evolutivos independientes, mágicos, donde encontrar formas de vida distintas al resto del mundo. Basta con que su aislamiento sea férreo y no se haya roto durante miles de años. Las famosas Islas Galápagos son el mejor ejemplo. La Teoría de la Evolución, el postulado científico más importante de la biología, debe su existencia a las Galápagos, y la lectura que dio a su naturaleza el viajero Charles Darwin. En cada una de las islas de este archipiélago hay animales que evolucionaron de forma distinta partiendo de un antecesor común. Darwin se fijó en que cada especie tenía una especie de pinzón diferente, con un pico especial adaptado para obtener alimento en troncos, rocas, cactos o, incluso, como sucede con el pinzón vampiro de la isla Wolf, bebiendo la sangre de otras especies de aves. Y otro tanto sucedía con las grandes tortugas a las que llamaron galápagos, por el parecido entre la forma de sus caparazones y las sillas de montar ecuatorianas a las que llamaban así. Las islas esculpían los seres que las poblaban. Y lo hacían con una herramienta a la que Darwin llamó Evolución.

El aislamiento es la piedra angular de estos paraísos de evolución diferente y el seguro de vida de sus especies. Pero en el mun- do global en que vivimos nada ni nadie permanece aislado. Nuevos animales y plantas llegan a estos san- tuarios de la evolución. Y llegan después de compe- tir durante milenios con otras especies feroces. Ra- tas, gatos, perros y cerdos han causado más daño eco- lógico que muchos de los grandes cataclismos geoló- gicos de eras pretéritas. En las Galápagos los marineros de la época de Darwin soltaban cabras para tener una provisión de carne fresca en sus navegaciones. Las cabras empezaron a alimentarse de la vegetación local, endemismos vegetales que habían producido cada una de las islas a lo largo de millones de años de evolución. Los mismos barcos que soltaban las cabras llevaban ratas, perros y gatos a bordo, y muchos de ellos bajaron de los navíos para quedarse.

Todos ellos encontraron un mundo sin rivales, sin competencia evolutiva alguna, y devoraron huevos, crías, plantas y animales a placer. El catastrófico resultado lo conocemos todos. Aún hoy los científicos combaten en las islas de todo el mundo a estos indeseables visitantes, que hemos introducido desde nuestro mundo civilizado desde hace ya más de dos siglos.

UNA EXCEPCIÓN A LA REGLA

En contadas ocasiones algunos de los animales introducidos en islas remotas no han causado un gran impacto ecológico y, por el contrario, las islas se han convertido en santuarios para ellos. En Georgia del Sur, la isla antártica con la que comenzábamos el artículo, los balleneros noruegos y finlandeses liberaron renos a partir de 1911, con la esperanza de comer una carne que les recordara a la de su tierra natal. Aquellos animales se sintieron como en casa a pesar de los vientos gélidos y las frecuentes nevadas. Noruega y Finlandia no son precisamente muy cálidos. Aquí tenían alimento, carecían de enemigos y las lenguas glaciares limitaban sus movimientos y, por lo mismo, su impacto en la isla. Los renos prosperaron en su tierra de adopción, mientras que en Europa sus poblaciones se fueron mezclando con razas que llegaban del norte de Rusia y América. Hoy, un siglo después de la primera suelta de renos, la población de Georgia del Sur es la más pura y se considera un reservorio genético para la especie. Pero, una vez más, la actividad humana ha complicado las cosas. El calentamiento global está retirando las lenguas glaciares abriendo paso a las manadas de renos que, ahora sí, se están empezando a convertir en un problema que amenaza la frágil y maravillosa biodiversidad de la isla.

EL FACTOR HUMANO

El aislamiento permitió la exclusividad. La biodiversidad del planeta aumentó exponencialmente gracias a las singularidades surgidas en las islas. Y entonces la especie más prolífica, inquieta y desconcertante de la Tierra, la humana, rompió el aislamiento. Con imparable curiosidad recorrimos todos los rincones del planeta buscando nuevos lugares, nuevas oportunidades, nuevos asombros y sorpresas. Fuimos la única especie que colonizó todas las islas. Y al hacerlo las alteramos para siempre. En la isla Mauricio, a 900 km al Este de Madagascar, había unas palomas gordas y torpes que vivían tan plácidamente que habían perdido sus alas porque no necesitaban huir volando de nada ni de nadie. En la segunda mitad del siglo XVI los hombres descubrieron la isla, y las gordas y torpes palomas que se dejaban cazar, cuya carne resultaba un alimento fácil aunque, por lo que narran las crónicas, no especialmente apetitoso. Parece ser que fue un español el primero en mostrar una de estas aves en Europa, pero fue un portugués quien, viendo la docilidad con la que se dejaban matar, le dio el nombre de dodo como derivado de doido o doudo, estúpido en portugués. Desde entonces los marineros que surcaban el Indico sur las cazaron sin control. Y los perros, gatos, ratas y cerdos que soltaron en Mauricio acabaron el devastador trabajo. Un siglo después de su descubrimiento, el dodo desapareció para siempre de nuestro planeta.

Los ejemplos son interminables. Los animales y plantas que se generaron y conservaron en sus santuarios aislados se vieron arrastrados al precipicio de la extinción con la llegada del hombre y sus animales domésticos. Lémures del tamaño de un hipopótamo, tortugas gigantes, lobos marsupiales, aves elefante, y un larguísimo etcétera nos muestran la irreversibilidad del proceso. Y una vez que una especie se desliza por ese precipicio, rara vez puede frenar la caída. El próximo verano, la Global Wildlife Conservation ha organizado una campaña en la que rastreará las 25 especies más buscadas por los científicos del mundo. Para estar en la lista, las especies, en una posición incierta entre la extinción y la supervivencia, no han podido ser vistas en, al menos, los últimos 10 años. Son las finalistas de una selección que conservacionistas y biólogos de las mejores universidades han sacado de una lista mayor de 1.200 especies. ¡1.200 candidatos a la extinción que, en su mayoría viven en islas! Hay un roedor de las Filipinas, un equidna de Nueva Guinea, un caballito de mar de Australia, un coral y una tortuga de las Galápagos, un murciélago de Nueva Zelanda, un camaleón de Madagascar… Rompimos el aislamiento de la tierra que los había protegido, y ahora buscamos sus últimos individuos con la improbable esperanza de arreglar la situación. Una iniciativa encomiable pero a todas luces insuficiente. A las islas les amenaza un mal mucho mayor, más grave e imparable. Los cambios globales en el clima, de los que los seres humanos somos en gran parte responsables, están alterando de tal manera las islas que se espera la desaparición de muchos de sus endemismos en los próximos veinte años. Incluso se teme que muchas de ellas, países enteros incluso, desaparezcan con la subida de la cota de los océanos debido al derretimiento de los casquetes polares y los grandes glaciares de la Tierra.

LA ÚLTIMA ESPERANZA

Hemos roto la barrera protectora de las islas. Hemos sido los responsables de la desaparición de sus singularidades, de la pérdida de estos últimos paraísos. Pero somos también la única esperanza que les queda a sus animales y plantas. En una ocasión hablaba con un guía en la isla Isabela, en las Galápagos, sobre la situación de conservación de la isla. Isabela es, entre todas las islas del archipiélago, la que cuenta con mayor número de endemismos. El 66% de sus plantas y el 40% de sus especies de vertebrados son exclusivos de la isla. Washo, nuestro guía, me señaló una colina cercana: un grupo de cabras asomaba entre unos matorrales bajos. Nos disponíamos a acompañar a una de las numerosas batidas de caza que la guardería del parque organiza para intentar erradicar las cabras. “Llevamos años matándolas pero siguen ahí -me dijo-, se esconden y se reproducen desde que llegaron a la isla y no hay quien pueda frenarlas. Y aún si las matáramos a todas nos quedaría el problema de los cerdos, que son aún más devastadores. O de las ratas.

O de los gatos.” – Washo me miró con una mezcla de tristeza y desesperación – “A estas islas les han robado el aislamiento. Y eso es algo que ya no vuelve.”

Fernando González Sitges