Lola Montes, una vida apasionada
Aventurera, cortesana y bailarina del siglo XlX, ni se llamaba Lola Montes ni era española, pero ha pasado a la historia por una vida llena de escándalos, amores, y viajes alrededor del mundo. Y por su relación con el rey Luis l de Baviera, quien abdicó por su amor. Además, esta intrépida mujer -cuyo verdadero nombre era Elizabeth Gilbert y había nacido en Irlanda – recorrió más de 127.000 kilómetros, pasó su niñez y parte de su juventud en la India colonial británica, y, haciéndose pasar por bailarina española, debutó en los teatros más importantes de Europa.
En 1850 probó fortuna en América, donde triunfó en los escenarios de Nueva York, y vivió como una intrépida pionera en el Lejano Oeste y en Australia en plena fiebre del oro. Cristina Morató, periodista, fotógrafa, escritora y socia fundadora de la SGE, nos descubre en su último libro, Divina Lola, la trayectoria de esta mujer extraordinaria. Reproducimos en estas páginas algunos fragmentos de esta palpitante biografía.
“Lola estaba a punto de emprender el viaje más peligroso de su vida. Había decidido tomar la ruta más corta para llegar a California desde Nueva Orleans atravesando el istmo de Panamá. Un camino infernal a través de la selva impenetrable, a pie, en trenes de vía estrecha y caminos de mulas. Madame Montes, le deseo mucha suerte. Durante días sólo verá selva, fango y miles de insectos. El calor es sofocante y no existe el más mínimo confort”, le dijo el director del hotel Verandha cuando se despidió de ella.[…] Con una sonrisa, Lola le estrechó la mano y respondió: “Mi querido amigo, si le contara lo que esta dama habituada a las comodidades de la vida ha visto con sus propios ojos, seguramente no me creería.”
En la primavera de 1853 Lola se embarcaba en el vapor correo Philadelphia en dirección a la costa panameña. Le acompañaba su sirvienta Josephine, su perra Flora –regalo de un admirador neoyorquino- y su agente artístico Jonathan Henning.
Tras sus problemas con la justicia, había recuperado el buen humor y se mostraba encantadora con todo el mundo. La primera parte del trayecto fue un tranquilo viaje por las aguas cristalinas del Caribe. Delfines y ballenas siguieron la estela del barco para deleite de los trescientos pasajeros que iban a bordo. Una semana más tarde llegaron al bullicioso puerto de Colón que presentaba un aspecto deplorable de abandono y suciedad. Por aquí pasaban a diario miles de hombres de todas las nacionalidades sedientos de fortuna. Los viajeros del Philadelphia subieron al ferrocarril con sus pesados baúles, maletas y hatillos a la espalda.
Era el medio de transporte más fiable y seguro para alcanzar el puerto de Panamá en la costa del Pacífico, distante ochenta kilómetros. Desde allí partían los barcos a las costas de California llenos de aventureros y cargados de mercancías.[…] La humeante locomotora se puso en marcha avanzando lentamente por una vía estrecha que se adentraba en la exuberante vegetación. Sentada en su vagón, Lola contemplaba los precipicios de vértigo y las peligrosas curvas que iban quedando atrás.[…] Como aún no había finalizado la construcción del puente sobre el río Chagres, los pasajeros y su equipaje debían proseguir viaje en canoas aguas arriba hasta la aldea de Gorgona. Fornidos remeros negros eran los encargados de impulsar con pértigas estas largas y estrechas embarcaciones de madera.
Aunque era una travesía peligrosa porque había que sortear varios rápidos y fuertes corrientes, Lola sólo tenía una preocupación. Había oído que en estas latitudes eran frecuentes los asaltos a manos de bandidos. Temía que pudieran robarle sus valiosas joyas ocultas en el interior del forro de su bolsa de viaje. Le habían contado que la Compañía del Ferrocarril subvencionaba una milicia privada bien entrenada que se encargaba de linchar a los ladrones, pero sobre el terreno la seguridad no estaba garantizada. Aun así era preferible a la ruta por tierra desde Nueva Orleans hasta San Francisco, que cruzaba el inhóspito desierto del Colorado y donde los viajeros en territorio indio debían ir escoltados por soldados.
Lola y su pequeño séquito de porteadores nativos llegaron a Gorgona al anochecer. Era otro miserable pueblo de la selva con algunas chozas desperdigadas, tiendas de víveres y casuchas hechas con tablas. Su agente Henning intentó conseguir alojamiento en uno de los pocos hoteles que ofrecían refugio contra los mosquitos y las tormentas tropicales. El Hotel Nueva York, pese a su pomposo nombre, era una modesta construcción con paredes de madera pintadas en brillantes colores que ofrecía “limpieza, descanso y comida”. La propietaria era Mary Seacole, una intrépida mulata de origen jamaicano que junto a su hermano había montado dos hoteles en la ruta que cruzaba Panamá aprovechando la llegada masiva de buscadores de oro. […] Mary ya había oído hablar de la artista y desde el primer instante le disgustaron su porte altanero y sus exigencias. Le pareció una mujer problemática y se negó a darle hospedaje. […]
La artista no tuvo más remedio que dirigirse a otro hospedaje situado justo enfrente del Hotel Nueva York. Por lo general, cuando atracaba un barco en el puerto de Colón, el número de pasajeros que se quedaban en Gorgona siempre excedía la oferta de camas y muchos tenían que dormir al raso sobre una estera.
Lola, ajena a esta situación, se presentó ante el dueño como la condesa de Landsfeld y exigió una habitación para ella sola y un lecho para su mascota. Cuando el hombre le dijo que todas sus camas estaban alquiladas para esa noche y que no pensaba dejar en suelo a uno de sus huéspedes, Lola le respondió en tono amenazante: “Señor mío, no me importa dónde o cómo duermen los demás, pero le hago saber que mi perra ha dormido en palacios. Consiga un colchón para ella, y no me haga perder el tiempo, estoy muy cansada y nerviosa”. El hotelero, intimidado por el tono autoritario de la dama, accedió sin rechistar a sus demandas. Cuando a la mañana siguiente intentó cobrarle cinco dólares por la cama suplementaria de Flora, la bailarina le apuntó con su pistola y consiguió que le bajara la tarifa. Después, muy eufórica, se dirigió al bar e invitó a un trago a todos los clientes. El último tramo de la ruta panameña era la etapa más temida por los pasajeros del Philadelphia. Los siguientes cuarenta kilómetros se hacían a lomos de mulas ensilladas que avanzaban muy lentamente en medio de la enmarañada vegetación tropical. Era la estación de lluvias y el empinado sendero resultaba casi intransitable. Los animales cargados con los pesados baúles y provisiones marchaban a duras penas entre el barro y la maleza. Asaltados por los mosquitos, los viajeros intentaban hacer caso omiso a los murmullos procedentes de la espesura.
Abundaban los reptiles, los monos aulladores y los pumas muy temidos por los nativos. Finalmente llegaron al puerto de Panamá, un pueblo sin encanto en pleno crecimiento donde se abrían almacenes, restaurantes, bancos y se construían elegantes edificios públicos de ladrillo. […]
La condesa se alojó en el Hotel Cocoa Grove, con vistas a una playa de arena blanca y palmeras, alejado del centro. Durante unos días pudo descansar y olvidar los contratiempos del viaje. Allí también se hospedaban un grupo de caballeros que acababan de llegar de Nueva York. Algunos eran distinguidos políticos de la nueva administración del recién elegido presidente Franklin Pierce. Entre ellos había varios periodistas y Lola entabló conversación con el editor del San Francisco Whig and Commercial Advertiser. Se llamaba Patrick Purdy Hull, era un joven de 29 años robusto y campechano con el que congenió enseguida. Aunque no era atractivo y vestía de manera descuidada, tenía gran sentido del humor y animada conversación. La artista se alegró al saber que se encontraba en la lista de pasajeros que pronto zarparían como ella rumbo a San Francisco.
Tras haber sorteado todo tipo de peligros en canoas y a lomos de mula, el viaje a bordo del majestuoso vapor Northerner de la compañía Pacific Mail fue muy placentero. Aunque a la condesa su camarote no le pareció lo suficientemente confortable y se enfrascó en una pelea con el capitán para conseguir uno más amplio y fresco, se mostró muy cordial con la tripulación. El coronel Thomas Buchanan, que se encontraba entre los pasajeros, le escribió en una carta a su esposa: “La señora Lola Montes, es una mujer sin duda de carácter. La vi discutir con el capitán y le arrojó su bebida encima. Al parecer no estaba conforme con su cabina y quería una superior. Es una mujer rápida y, en conjunto, sorprendente. Descubrí que es muy culta, y está muy bien informada. Sin ser una belleza, es una mujer de una apariencia muy llamativa, y tiene un rostro que no puede olvidarse fácilmente”.
Su nuevo admirador, el periodista Patrick Hull, la mantuvo entretenida con sus historias de audaces pioneros y chistes picantes. Por fin había encontrado en América un hombre que le gustaba y la hacía reír.[…] Lola le desveló algunos detalles de su pasado. No dudó en contarle el éxito que había obtenido en toda Europa como bailarina española y en hablarle de su amistad con el rey de Baviera al que había cautivado “por su inteligencia y su don de gentes”. Le insinuó que su primer matrimonio había sido un error de juventud y se presentó como la viuda del señor Heald, su último marido, aunque no tenía constancia de que hubiera fallecido. Hull, fascinado por su seductora belleza y carácter desinhibido, la animó a que hiciera una gira por los pueblos mineros de Sacramento, Grass Valley , Nevada City, Marysville…El periodista conocía bien la dura vida de aquellos buscadores de oro que se gastaban el dinero en bebida y diversión, sus únicos alicientes. Estaba convencido de que Lola podría triunfar en aquel lejano y aún salvaje Oeste americano. En la madrugada del 21 de mayo de 1853, el Northerner surcaba las aguas del Golden Gate y fondeaba frente a la bahía de San Francisco. El día era despejado y Lola pudo contemplar la espléndida belleza de la extensa ensenada coronada por verdes colinas. Cuando puso el pie en tierra firme se vio rodeada de una multitud que abarrotaba el muelle. Toda aquella gente esperaba ansiosa la llegada del correo que transportaba el barco en sus bodegas. Un envío sin precedentes porque se trataba de 275 sacas con preciadas cartas y la expectación era muy grande. Entre el gentío fueron muchos los que reconocieron a Lola Montes. La artista respondió con amabilidad a las preguntas que le hicieron algunos periodistas locales que esperaban su llegada.[…] San Francisco le sorprendió porque imaginaba una ciudad más provinciana y salvaje. Nada quedaba del antiguo pueblo de Yerba Buena fundado en 1769 por una expedición española y que apenas contaba con quinientos habitantes. Cuando corrió la voz del oro, el diminuto villorrio se transformó en una pequeña ciudad donde se mezclaban todas las razas y credos. Un paraje sin ley de calles de tierra empinadas con algunos edificios de madera, barracones y tiendas de lona. Un lugar de tránsito para los buscadores de este preciado metal que cruzaban medio mundo en pos de la fortuna. Entonces no había acequias ni alcantarillas, y el cólera y la disentería frustraban los sueños de muchos hombres en plena juventud. La ciudad a la que Lola llegó aquella luminosa mañana de primavera ya no era aquel gigantesco campamento de hombres de paso, sino una vibrante y sofisticada localidad de cincuenta mil habitantes con edificios de ladrillo y piedra.
Se alojó como una gran artista en el mejor hotel de la ciudad. No había cerrado ningún contrato con antelación ya que la fecha de llegada de los barcos era imprevisible, pero los directores teatrales enseguida llamaron a su puerta. A los pocos días llegó a un acuerdo para actuar en el Teatro Americano, considerado el más elegante de California y que había sido renovado recientemente para acoger a tres mil espectadores. En esta ocasión ella misma tuvo que negociar su contrato con el gerente del local, Lewis Baker, porque su agente había dimitido nada más llegar. Durante la travesía se habían peleado por asuntos económicos y Lola apenas le prestó atención, dedicada como estaba en conquistar con sus encantos al simpático periodista americano. […] Apenas cinco días después de su llegada, Lola Montes debutó en el Teatro Americano con La escuela del escándalo, una comedia ambientada en el siglo XVlll que la compañía residente conocía bien y cuyo papel de lady Teazle era uno de sus favoritos y causó sensación. Las entradas se vendieron a 5 dólares, y en la reventa se abonaron hasta tres veces su precio, una cantidad muy por encima de lo que el público había pagado en Nueva York. […] Llevaba apenas dos semanas en San Francisco y ya era una celebridad. Había ganado mucho dinero – sólo en la noche de su estreno la taquilla recaudó 4.500 dólares – y se codeaba con lo más granado de la sociedad californiana. En una ciudad donde abundaban los teatros y la competencia era grande había conquistado al público con su fama de mujer temeraria y racial belleza. Desde su llegada y gracias al señor Hull, que se había convertido en su amigo y protector, la prensa seguía muy de cerca sus pasos. “Su vida ha sido una sucesión desenfrenada de excentricidades y escándalos. Sus amantes fueron reyes, príncipes, marajás, periodistas y aventureros, algunos incluso murieron por ella.”, se podía leer en uno de los folletos que el Teatro Americano distribuía como publicidad de su espectáculo. […] Las gentes de San Francisco estaban ansiosas por ver en los escenarios a la bella y sensual condesa de Lansdfeld, y no los decepcionó. Su Danza de la Araña causó furor, pero la reacción del público dejó a Lola muy confundida. Para su sorpresa, mientras intentaba sacudirse las arañas de su ropa al ritmo de una trepidante melodía, los hombres la gritaban : “¡Búscala más arriba, preciosa!”, “¡Por ahí, más abajo y que veamos tus hermosas piernas!”. La bailarina muy ofendida, detuvo el espectáculo y reprendió muy duramente, pero no consiguió que se callaran; por el contrario, el intercambio de réplicas continuó un buen rato hasta que Lola decidió proseguir su actuación. Alguien debía de haberla informado de que en California era habitual que la gente participara en los espectáculos y que los actores les seguían el juego sin darle la menor importancia.
Cuando en este mismo escenario se representaban obras de William Shakespeare, el público siempre intervenía. Si se sabían de memoria algunas frases de la obra, las repetían al mismo tiempo que el protagonista; silbaban, daban palmas y cantaban las canciones.
Cristina Morató